23
Solo había un pediatra en un radio de treinta kilómetros en torno a Becket, un tal doctor Chimilewski que vivía dos pueblos más allá, en Huntington. Cuando Amanda aparcó delante de su consulta a las diez de la mañana siguiente, yo me quedé donde estaba y la dejé entrar para que no perdiera la hora. Sentado en el coche de Dre, recordaba la conversación que había mantenido con Yefim tras salir de Dodgeville. Me había llamado unos minutos después de abandonar la estación, y nada de lo que habíamos hablado había adquirido aún el menor sentido.
Cuando Amanda salió al cabo de veinte minutos, yo la estaba esperando con una taza de cartón llena de café que le ofrecí gentilmente:
—He supuesto que con leche y sin azúcar.
—No puedo tomar café —me dijo—. Me agrava la úlcera. Pero gracias de todas maneras.
Pulsó el mando a distancia del coche para abrir las puertas y pasó junto a mí con el bebé en su sillita. Le abrí la puerta.
—No puedes tener una úlcera. Solo tienes dieciséis años.
Incrustó la sillita en su base del asiento trasero.
—Eso díselo a la úlcera. La tengo desde los trece.
Di un paso atrás mientras ella le cerraba la puerta a Claire.
—¿Está bien?
Miró a la niña a través de la ventanilla:
—Sí. Solo tiene ese sarpullido. No se sabe por qué. Me han dicho que se le irá, como dijo Angie. Me han dicho que a los bebés les salen sarpullidos.
—Qué curioso, ¿no? Resulta que todas esas cosas que podrían ser terribles acaban por no ser nada. Pero nunca se sabe y más vale cerciorarse.
Me dedicó una sonrisa tímida y preocupada:
—Sigo pensando que la próxima vez me echarán a patadas.
—No pueden echarte a patadas por preocuparte en exceso por tu hija.
—No, pero seguro que hacen bromas a mi costa, como si lo viera.
—Pues déjales que las hagan.
Caminó hacia el lado del conductor y me miró por encima del techo del vehículo.
—Puedes seguirme o nos vemos en la casa. No pienso darme a la fuga.
—Ya me he dado cuenta.
Eché a andar hacia el Saab de Dre.
—¿Dónde está Dre?
Me volví hacia Amanda y nuestros ojos se cruzaron:
—Las cosas no le salieron bien.
—Él… —torció levemente la cabeza—. ¿Los rusos?
No dije nada. Le sostuve la mirada. Buscaba algo en sus ojos que me dijera, de un modo u otro, de qué lado estaba en esta historia. ¿O estaba en todos los lados?
—¿Patrick? —dijo.
—Te veo en la casa.
En la cocina, Amanda se preparó un té verde y llevó al comedor la taza y la pequeña tetera. Claire estaba sentada en su sillita del coche en medio de la mesa. Se había quedado profundamente dormida por el camino y Amanda me dijo que no valía la pena trasladarla de la sillita a la cuna. Lo mejor para todos era dejarla donde se había quedado frita.
—¿Angie ha llegado bien?
—Sí. Llegó a Savannah a medianoche. A las doce y media ya estaba en casa de su madre.
—No parece que sea del sur.
—No lo es. Su madre se volvió a casar en los años sesenta. Su marido vivía en Savannah. Falleció hace diez años. A esas alturas, su madre ya se había enamorado del lugar.
Dejó la tetera en un posavasos y se sentó a la mesa:
—Bueno, ¿qué pasó en la estación?
Me senté frente a ella:
—Primero explícame cómo acabamos en esa estación.
—¿Qué? Me llamaron y me dijeron que el punto de encuentro había cambiado.
—¿Quién te llamó?
—Puede que fuese Pavel, o ese otro al que llaman Spartak. Ahora que lo pienso, la verdad es que sonaba más a ese. Tiene una voz más aguda que los demás. Pero tampoco estoy muy segura… —se encogió de hombros—. Todos me suenan más o menos igual.
—Y Spartak, o quien fuera, dijo…
—Dijo algo como: «No nos gusta el Centro Comcast. Diles que en la estación de Dodgeville, en media hora».
—Pero ¿por qué llamarte a ti?
Tomó un sorbo de té.
—No lo sé. Tal vez Yefim hubiera perdido tu…
Negué con la cabeza:
—Yefim no hizo esa llamada.
—Le dijo a Spartak que la hiciera.
—No, ni hablar. Yefim nos estaba esperando en el Centro Comcast cuando a Dre lo desintegró un tren rápido.
La taza de té se le quedó congelada a medio camino de la boca.
—¿Me lo puedes repetir?
—A Dre lo atropelló un tren que iba tan rápido que lo licuó. Es posible que ahora mismo haya un equipo forense por allí recogiendo sus restos. Pero no ha quedado gran cosa, te lo aseguro.
—¿Y por qué se tiraría al paso de…?
—Porque iba detrás de esto —coloqué la Cruz de Bielorrusia sobre la mesa.
Ahí se quedó durante veinte segundos sin que ninguno de los dos abriera la boca.
—¿Detrás de…? —dijo Amanda—. Eso es absurdo. Ya la tenía en su poder cuando salió de la casa, ¿no?
—Pero yo supongo que se la dio a alguien y que ese alguien la arrojó a la vía.
—O sea, que tú crees —cerró los ojos y negó con la cabeza—. Ni siquiera sé lo que crees.
—Yo tampoco. Lo que sé es lo siguiente: Dre atravesó la vía en dirección al bosque y luego alguien arrojó esa cruz desde la espesura, hacia las vías. Dre echó a correr detrás de ella y fue atropellado por un tren muy veloz. Yefim, mientras tanto, asegura que nunca estuvo en la estación y que nunca varió el punto de encuentro original. Tanto si miente como si no, y las posibilidades son del cincuenta por ciento en cada caso, eso es lo que afirma. Nosotros no tenemos a Sophie, ellos no tienen la Cruz de Bielorrusia y estamos en Nochebuena. Viernes. Dre era la última oportunidad de Yefim para conseguir otro bebé que entregarle a Kirill y a Violeta. Así que ahora Yefim quiere volver al trato original: la cruz —bajé la vista a la mesa— y este bebé a cambio de la vida de Sophie, de la mía, de la de mi familia y de la tuya.
Tocó la cruz un par de veces, levantándola de la mesa unos centímetros.
—¿Sabes qué quieren decir las inscripciones? No sé ruso.
—Ni aunque lo supieras —le informé—. No están en ruso, sino en latín.
—Vale. ¿Tú sabes latín?
—Lo estudié durante cuatro años en el instituto, pero lo único que sé es leer números romanos.
—O sea, que no tienes ni idea.
Me hice con la cruz:
—Algo sé. La de arriba pone: «Jesús, hijo de Dios, derrota».
Puso mala cara.
Yo me encogí de hombros y me estrujé un poco el magín:
—No, espera. No es «derrota». Aplasta. No. Espera. Conquista. Eso es. Jesús, hijo de Dios, conquista.
—¿Y la de abajo?
—Algo acerca de una calavera y el paraíso.
—¿No das para más?
—Pequeña, mi última clase de latín tuvo lugar diez años antes de que tú nacieras. Hago lo que puedo.
Se sirvió más té. Sostuvo la taza con ambas manos, soplando para enfriar el líquido. Le dio un sorbito y volvió a dejarla sobre la mesa. Se echó hacia atrás en la silla, con los ojos clavados en mí, tan tranquila como de costumbre, esa niña tan seria, ese ejemplo de autocontrol.
—No parece gran cosa, ¿verdad?
—Es la Historia lo que la hace valiosa. O quizá baste con que alguien decida que tiene valor, como el oro.
—Nunca he entendido esa mentalidad —dijo.
—Yo tampoco.
—Pero te puedo asegurar que Kirill ya ha perdido demasiado crédito con todo esto como para dejarnos vivir. Desde luego, a mí no.
—¿Has leído la prensa últimamente?
Me miró por encima de la taza de té y negó con la cabeza.
—Kirill le está dando en exceso a su propia sustancia. O se le está yendo la olla directamente. Tal vez se estrelle contra un árbol a doscientos por hora antes de dar contigo.
—Pues me dedicaré a esperar que suceda algo así —me hizo una mueca—. Y aunque todo salga según esas previsiones de cuento de hadas que ha hecho Yefim…
—¿Sí?
—Pues eso. Nosotros vivimos, Sophie vive, tu familia vive. Pero ¿ella qué? —señaló hacia donde estaba Claire, atada a su sillita, vestida con un jerseicito rosa con capucha y unos pantaloncitos de chándal a juego, con los ojos bien cerrados—. Se la llevan a casa, Kirill y Violeta, y descubren enseguida que es algo más que la idea de un bebé. Que es un bebé real. Un bebé que grita a horas molestas, que berrea, que aúlla cuando moja el pañal, que chilla como una condenada cuando le cambias la camiseta porque detesta tener la cara tapada aunque solo sea un instante y no hay manera de quitársela sin tapársela, por lo menos con las que yo tengo a mano. Así que se hacen con ella, esos niños psicóticos metidos en cuerpos de mediana edad, y digamos que soportan todos los engorros y la falta total de sueño que implica tener a un bebé en casa las veinticuatro horas del día. Concedámosles el beneficio de la duda. ¿Tú no crees que Kirill, que ha perdido poder, crédito y respeto porque le han arrebatado su propio bebé del mercado negro y ha sido incapaz de recuperarlo…? Dime, ¿tú crees que no le va a guardar rencor a ese bebé? ¿Ese mismo Kirill al que, según tú, se le está yendo la olla últimamente? ¿No lo crees capaz de llegar a casa una noche, hasta las cejas de vodka polaco y cocaína mexicana, y descuartizar a esa niña cuando tenga la temeridad de echarse a llorar porque tiene hambre? —Amanda se tragó lo que le quedaba de té como si fuera un chupito de whisky—. ¿De verdad crees que les voy a devolver a mi bebé?
—El bebé no es tuyo.
—¿Te acuerdas de la tarjeta de la Seguridad Social que viste ayer? No era la mía. Era la suya. Ya tengo una con el mismo apellido. La niña es mía.
—La secuestraste.
—Y tú a mí.
No había levantado la voz en ningún momento, pero las paredes parecían estar vibrando de todos modos. Le temblaban los labios, los ojos se le enrojecían y las manos le temblequeaban. Aparte de una furia muy controlada, nunca la había visto mostrar emoción alguna.
Negué con la cabeza.
—Sí que lo hiciste, Patrick, sí que lo hiciste —aspiró aire húmedo por la nariz y miró al techo un instante—. ¿Quién eras tú para decidir dónde estaba mi hogar? Dorchester no era más que el sitio donde había nacido. Yo era un producto de Helene, pero era la hija de Jack y Tricia Doyle. ¿Sabes lo que recuerdo de la época en que supuestamente estuve secuestrada? Pues que durante siete meses perfectos no sentí ni nervios ni ansiedad. No tuve pesadillas. No estuve enferma, porque cuando abandonas una casa en la que tu madre nunca limpia y en la que hay cucarachas y bacterias por todas partes y comida podrida fermentando en el fregadero… Cuando abandonas un sitio así, sueles encontrarte mejor. Comía tres veces al día. Jugaba con Tricia y con el perro. Todas las noches, después de cenar, me ponían el pijama y me sentaban en una silla junto a la chimenea, a las siete en punto, para leerme un cuento —bajó la vista a la mesa por un momento, asintiendo para sí misma sin darse cuenta de ello, intuí. Levantó la mirada—. Y entonces apareciste tú. Y dos semanas después me llevaste de regreso a Dorchester. Un trabajador social había decidido que Helene podía encargarse de mí… Pero ¿sabes qué pasó una noche a las siete en punto?
No abrí la boca.
—Helene se había pasado el día bebiendo porque la habían dejado plantada en una cita la noche anterior. Me metió en la cama a las cinco porque estaba demasiado cocida como para aguantarme. Y luego, a las siete en punto, vino a mi cuarto a disculparse por ser tan mala madre, compadeciéndose de sí misma y confundiendo eso con la empatía hacia otro ser humano. Y mientras se disculpaba, me vomitó encima.
Amanda extendió el brazo para acercarse la pequeña tetera. Se echó lo que quedaba en la taza. Esta vez no tuvo que soplar tanto.
—Yo…
—No te atrevas a decirme que lo sientes, Patrick. Ahórrame eso, por favor.
Pasó un minuto largo y muerto.
—¿Los has vuelto a ver? —acabé preguntándole—. A los Doyle.
—No pueden mantener el menor contacto conmigo. De ello depende su libertad condicional.
—Pero sabes dónde están.
Me contempló un instante y luego asintió:
—Tricia pasó un año en la cárcel y luego le cayeron quince de libertad vigilada. Jack salió hace dos años: se tiró diez en prisión por leerme cuentos y proporcionarme una alimentación adecuada. Siguen juntos. ¿No es increíble? Ella le esperó —me lanzó una mirada brillante y cargada de desafío—. Viven en Carolina del Norte, justo en las afueras de Chapel Hill —se deshizo la cola de caballo y agitó violentamente el pelo hasta que se desplomó en torno a su cara, como antes. Envueltos en ese manto, sus ojos me encontraron de nuevo—. ¿Por qué lo hiciste?
—¿Llevarte a casa?
—Devolverme a esa casa.
—Supongo que era una cuestión de ética situacional contra ética social. Tomé partido por la sociedad.
—Pues qué suerte la mía.
—No sé si ahora haría algo distinto —le dije—. Quieres que me sienta culpable y así es, pero eso no quiere decir que me equivocase. Si te quedas con Claire, créeme, harás cosas por las que te odiará, pero tú las harás creyendo que son por su bien. Por ejemplo, cada vez que le digas que no. Y a veces te sentirás mal al respecto. Pero se tratará de una respuesta emocional, no racional. Desde un punto de vista racional, sé perfectamente que no quiero vivir en un mundo en el que la gente pueda robar a un crío de una familia que les parece inadecuada para criarlo de la manera que se les antoje oportuna.
—¿Por qué no? Es lo que hace el Departamento de Niños y Familias. Es lo que hace constantemente el gobierno cuando les quitan los hijos a los malos padres.
—Pero eso sucede tras el debido proceso. Después de comprobar diligentemente las acusaciones. Pero en tu caso… Un buen día, a tu tío Lionel se le acabó la paciencia cuando tu madre te dejó al sol toda la tarde porque estaba borracha. Tu madre te llevó a casa en vez de a urgencias, y Lionel apareció porque estabas llorando. Luego llamó a un poli conocido por hacerse con niños que le parecía que vivían en ambientes insanos y te secuestraron. No hubo ningún proceso como es debido para tu madre…
—Haz el favor de no llamarla mi madre.
—Vale. No hubo ningún proceso como es debido para Helene. No se escuchó su versión de la historia. Nada.
—Mi tío Lionel llevaba cuatro años viendo cómo Helene me «criaba», por decir algo. Yo diría que ya se benefició de un proceso de cuatro años de lo más atento y diligente.
—Lo que debería haber hecho Lionel es presentar cargos contra ella en el DNF y solicitar tu custodia. A la hermana de Kurt Cobain le salió bien, y eso que tenía enfrente a una celebridad con dinero.
Amanda asintió:
—Magnífico. Cuando se trata de… ¿cómo lo has llamado?… de ética social contra ética situacional, Patrick Kenzie evoca la memoria de Kurt Cobain para representar los intereses del Estado.
¡Huy! Eso dolió.
Amanda se inclinó hacia delante:
—¿Sabes que me enteré de una cosa de ti, muchos años después de que me encontraras? ¿Te acuerdas de aquel pedófilo al que te cargaste mientras andabas en mi busca? ¿Cómo se llamaba?
—Corwin Earle.
—Exacto. Pues me enteré, a través de fuentes solventes, de que no llevaba un arma cuando le disparaste. Que no suponía ninguna amenaza directa para ti —tomó un sorbo de té—. Pero te lo cargaste. Le pegaste un tiro en la espalda, ¿no?
—No exactamente: le disparé en la nuca. Y tenía la mano cerca de un arma, técnicamente hablando.
—Técnicamente hablando. El caso es que te topas con un pedófilo que no supone ninguna amenaza directa para ti, por lo menos no según la definición del Estado, si es que llegan a fijarse en eso, y tú te enfrentas a la situación atizándole fuerte en la nuca con tu ética situacional —brindó por mí con la taza—. Bien hecho. Te aplaudiría si no temiese despertar a la niña.
Nos quedamos un ratito en silencio, sin que ella apartara sus ojos de mí en ningún momento. El control de sí misma, francamente, resultaba un tanto inquietante. La verdad es que de ahí no emanaba la menor ternura hacia mí. Pero aun así, esa chica me caía bien. Me gustaba que la vida le hubiera dado unas cartas espantosas y que ella se las hubiera apañado para hacer lo posible con ellas, hasta que llegó un momento en que le enseñó su dedo medio al mundo y se apartó de todo aquel timo. Me gustaba que se negara a regodearse con la autocompasión. Me gustaba que pareciese incapaz de solicitar la aprobación de nadie.
—Nunca entregarás a la cría, ¿verdad?
—Podrían romperme todos los huesos del cuerpo y yo seguiría luchando con los músculos que me quedaran. Que me corten la lengua o no dejaré de gritar en la vida. Y si me pierden de vista por un segundo, les clavaré los dientes en los ojos.
—Lo que te decía. Nunca entregarás a ese bebé, ¿verdad, Amanda?
—¿Y tú? —sonrió—. Tú nunca me dejarías luchar sola, ¿verdad, Patrick?
—Puede ser —dije—. Y puede que no. Pero no pienso dejar tirada a Sophie para que la maten o la envíen al harén de algún emir de Dubai.
—De acuerdo.
—Pero Yefim va a querer un bebé.
—Si pilla la cruz, igual conseguimos hacerle esperar.
—Sí, pero no nos dará a Sophie. Solo nos dejará vivir un día más.
—La muy boba…
—¿De quién hablas?
—De Sophie. ¿Sabes que la envié a Vancouver justo después de…? Bueno, después…
—Dre me explicó la carnicería con Tibor en la sala de partos.
—Ah. Pues bueno, después de eso, envié a Sophie a Vancouver con una documentación impecable. O sea, sin un fallo. Hay quien paga pasta gansa por algo así. La hice renacer.
—Pero el nuevo canal de nacimiento llevaba de regreso a la mafia rusa.
—Pues sí.
Me quedé mirándola, en busca de alguna incertidumbre, por leve que fuese, que se cerniera sobre esos ojos apacibles. Nada de nada.
—¿Estás dispuesta, dispuesta de verdad, a renunciar a todo?
—¿Y a qué estoy renunciando? —me preguntó—. ¿Te refieres a Harvard y toda la pesca?
—Para empezar.
Me miró con los ojos bien abiertos:
—Tengo cinco identidades de hierro. Una de ellas, por cierto, ya está matriculada en Harvard para el año próximo. Y tengo a otra en Brown. Aún no sé cuál de las dos me gusta más. Una licenciatura auténtica de esas universidades, o de cualquier otra, ya puestos, no es mejor que una falsa. Y en algunos casos es peor porque es menos maleable. Ahora hay un sexto continente, Patrick. Y se accede a él a través de un teclado. Puedes pintar el cielo, reescribir las reglas del viaje, hacer lo que quieras. No hay límites ni guerras fronterizas porque muy poca gente sabe cómo encontrar ese continente. Yo sí. Y algunas personas a las que he conocido. El resto os quedáis aquí —se inclinó hacia delante—. O sea que sí, si seguimos tus reglas, yo soy Amanda McCready, una fracasada escolar que está a punto de cumplir los diecisiete. Pero según mis reglas, Amanda McCready solo es un naipe en una espesa baraja. Considéralo como…
Echó la silla hacia atrás mientras miraba por la ventana que daba a la calle. Agarró la bolsa que estaba a sus pies y la arrojó sobre la mesa. Seguí su mirada y vi un coche ahí afuera que no estaba un minuto antes.
—¿Quién es?
No me respondió. Vació la bolsa de cuero sobre la mesa del comedor y extrajo dos pares de esposas rarísimas. No había cadena entre ellas. La base de cada esposa estaba enganchada a la otra. Eran de un plástico negro y duro. Una de las esposas era del tamaño habitual. La otra era muy pequeña. Puede que tan pequeña como para esposar a un pájaro.
O a un bebé.
—¿Qué cojones es eso? —atravesé el comedor y puse el pestillo en la puerta.
—Nada de tacos delante de la niña.
La parte superior de una cabeza pasó bajo la ventana del comedor.
—Vale. ¿Qué diantres es eso?
—Esposas rígidas de máxima seguridad —Amanda se colocó como pudo la mochilita para el bebé—. Las usan para transportar a terroristas en los aviones. La hice modificar. ¿Verdad que molan?
—Están muy bien —dije—. ¿Cuántas puertas tiene la casa?
—Tres, incluyendo la bodega.
Desató a Claire de la sillita del coche. La cría gruñó y luego soltó varios ruiditos de profundo disgusto.
Amanda le metió las piernas en los agujeros de la mochilita y la ató convenientemente mientras alguien aporreaba la puerta de atrás.
Amanda se cerró una de las esposas en la muñeca izquierda y la otra en la derecha.
Yo saqué mi 45 y apunté hacia el pórtico del comedor.
Amanda cerró una de las esposas pequeñas en la muñeca izquierda de Claire.
Alguien rompió una ventana del salón. Unos dos segundos después, se oyó que se colaba por ella. Mantuve la vista en el pórtico, pero era consciente de que ahora podían aparecer por los dos lados.
—¿Un poco de ayuda? —dijo Amanda.
Me acerqué a ella y levantó el brazo derecho para que la esposa pequeña quedara suspendida junto a la muñeca izquierda de Claire.
—Cómo te lo montas, hermanita —cerré la esposa sobre la muñeca de Claire.
—Voy a por todas.
Kenny cruzó el pórtico situado al final de la sala apuntándonos con una escopeta.
Le apunté a la cabeza con la 45, pero era un gesto inútil. Si apretaba el gatillo a esa distancia, nos mataría a los tres.
Escuché el crujido de otra escopeta a mi izquierda. Eché un vistazo. Tadeo estaba de pie al final de la escalera, donde se unían el salón y el comedor.
—Acabas de soltar un casquillo para conseguir un sonido chachi —le dije.
Se puso ligeramente colorado:
—Aún me queda uno para metértelo en el pecho.
—Caramba —dije—. Ese fusil es casi tan grande como tú.
—Lo suficiente para partirte en dos, colega.
—Cuidado con el retroceso, que igual vas a parar de culo al patio.
Intervino Kenny:
—Baja el arma, Patrick.
La dejé donde estaba:
—¿Eres mexicano, Tadeo?
Se puso bien la culata en el hombro:
—Vaya si lo soy.
—Nunca me he liado a tiros con un mexicano. La cosa tiene su punto, ¿no te parece?
—Un punto racista, eso es lo que me parece.
—¿Qué tiene de racista? Tú eres mexicano, o sea que esto es una bronca mexicana. Peor sería hacerse el sueco con alguien de Estocolmo. Y aún sería peor que, siendo como soy irlandés, me acusaras de ser un borracho con la polla pequeña. Eso sí que es racista, pero describir una bronca como bronca mexicana, en oposición a la bronca tradicional, a mí se me antoja una modificación racial prácticamente inofensiva.
—Me estás aburriendo —dijo Kenny.
—Solo intento darle tiempo a todo el mundo para que se calme.
Helene atravesó el pórtico detrás de Kenny. Vio las tres armas y tragó saliva a conciencia, pero siguió internándose en el comedor.
—Cariño —dijo con voz acaramelada—, solo queremos al bebé.
—No me llames cariño —repuso Amanda.
—¿Y cómo debería llamarte?
—Ausente.
Kenny le dijo a Helene:
—Tú hazte con la cría.
—Vale.
Amanda alzó las muñecas para que Kenny y Helene pudieran ver las esposas.
—Claire y yo vamos juntas a todas partes.
Kenny adoptó expresión de derrota:
—¿Dónde tienes las llaves?
—A tu espalda, en el tazón donde guardo las llaves para esposas —Amanda puso cara de asco—. Eres la monda, Ken.
—Puedo matarte —dijo Kenny— y cortar esas esposas con una sierra.
—No eres más tonto porque no te entrenas —le espetó Amanda—. ¿Tú ves una cadena por alguna parte? ¿Tú ves algo para cortar?
—¡Eh! —chilló Helene como si fuese la voz de la sensatez—. Nadie va a matar a nadie.
—Bueno, mamá —le dijo Amanda—. ¿Tú qué crees exactamente que va a hacer conmigo Kirill Borzakov?
—No te matará —dijo Helene negando con las manos—. Lo ha prometido.
—En ese caso —le dije irónicamente a Amanda—, no tienes nada que temer.
—¡Qué alivio!
Habló Kenny:
—¿Patrick?
—¿Sí?
—No puedes ganar. En fin, tienes que reconocerlo.
—Solo queremos al bebé —volvió a decir Helene.
—Y esa cruz que hay encima de la mesa —añadió Kenny, que acababa de reparar en ella—. Coño, Helene, píllala, ¿quieres?
—¿Qué?
—La única cruz rusa que hay en la mesa del comedor.
—¡Ah!
Mientras Helene iba a por la cruz, observé algo extraño en la pila de cosas que Amanda había sacado de su bolsa de cuero: el llavero de Dre. Me quedé tan sorprendido que a punto estuve de comentárselo en ese mismo instante, pero Kenny captó de nuevo mi atención golpeando en la pared con el cañón de la escopeta.
—Baja la pistola, Patrick. Te lo digo en serio, tío.
Miré a Amanda y al bebé que llevaba enganchado al pecho y esposado a sus muñecas. Claire no había dicho ni pío desde que le pusieron la segunda esposa. Se había limitado a quedarse mirando fijamente a Amanda con una expresión que solo podía calificarse como de asombro.
—A mí también me pone nerviosa tu pistola —susurró Amanda—. Y no veo que nos ayude en lo más mínimo.
Puse el seguro y levanté la mano, con el arma colgando del pulgar.
—Cógele la pistola, Helene.
Helene se me acercó, le pasé el arma y se la metió en el bolso haciendo un gesto de lo más raro. Luego contempló a Claire.
—Qué bonita es —miró hacia Kenny por encima del hombro—. Deberías verla, Ken. Tiene mis ojos.
Nadie abrió la boca durante unos segundos.
—¿Cómo es posible que te dejen votar y manipular electrodomésticos? —ironizó Kenny.
—Porque esto es América —dijo Helene, con orgullo.
Kenny cerró los ojos y los volvió a abrir.
—¿Puedo tocarla? —le preguntó Helene a Amanda.
—Preferiría que no lo hicieses.
Sin hacerle caso, Helene fue hasta Claire y le estrujó la mejilla.
La niña se echó a llorar.
—Estupendo —dijo Kenny—. Ahora va a estar llorando hasta Boston.
Dijo Amanda:
—¿Helene?
—¿Sí?
—¿Podrías hacerme un gran favor y pillar esa bolsa de pañales y el biberón?
—¿Qué vais a hacer conmigo? —le pregunté a Kenny—. ¿Atarme a una silla o matarme?
Kenny me miró con expresión confusa:
—Ni una cosa ni otra. Los rusos os quieren a todos.
Utilizó tres dedos para señalarnos:
—Y pagan a peso.