Capítulo 6
La edad de oro de la ópera italiana
En este capítulo
Rossini, el más genial de los compositores
perezosos
Donizetti y Bellini, la ópera se hace
romántica
Verdi y el énfasis en las emociones y
pasiones humanas
Puccini a la caza del corazón del
público
En el capítulo anterior te acompañamos por los primeros balbuceos de la ópera hasta que el género alcanzó su mayoría de edad en el siglo XVIII. Pero aunque las obras escritas en aquella época son muy interesantes y te las recomendamos vivamente, no son las que componen el repertorio por el que pierden el sueño los aficionados. Para éstos, la verdadera ópera italiana es aquella que se escribió entre principios del siglo XIX y principios del XX. Un siglo glorioso protagonizado por cinco monstruos de la escena. Los mismos de los que vamos a hablarte ahora.
Aquí llega el primero, Gioachino Rossini.
Gioachino Rossini
Como descubrirás en el libro compañero de éste, Música clásica para Dummies, en la época de los grandes compositores clásicos era casi una regla oficial morirse para ser apreciado.
Gioachino Rossini (1792-1868), no obstante, pensó que esa regla era injusta y que él no estaba dispuesto a cumplirla. De ahí que se propusiera tener éxito en vida, y lo consiguió. Rossini, a quien vemos en la figura 6-1, escribió obras serias y cómicas, con grandes melodías que hacían las delicias de las sopranos y de los melómanos. Auténtico, humano y enormemente simpático, era adorado por el público y fue sin duda el compositor de ópera italiana más importante de su época.
Rossini fue un prodigio. A la edad de quince años había desarrollado ya una mente musical tan fuera de lo común que podía asistir a una ópera y escribir luego arias completas de memoria, y no sólo la melodía, sino también el acompañamiento orquestal.
Su talento y su, al parecer, inagotable don melódico, unidos a su asombrosa velocidad de escritura, le fueron muy útiles en el reino de la ópera. Su obra más perdurable, El barbero de Sevilla, la escribió en tan sólo trece días. Pero no se quedó ahí, pues durante su no muy dilatada carrera compuso también muchos otros títulos valiosos, como La Cenerentola (Cenicienta), L’italiana in Algeri, Il turco in Italia, La donna del lago o La gazza ladra (La urraca ladrona). Gracias a ellos, su fama se extendía por todo el continente, de San Petersburgo a Madrid.
Cuando varios amigos e incondicionales comenzaron a hacer una colecta para erigirle una estatua, Rossini quedó tan perplejo y maravillado por el coste, que les dijo: “Sólo dadme el dinero y yo mismo me subo al pedestal”.
Sorprendentemente, y a pesar de la adoración que le profesaba el público, Rossini dejó de componer ópera a los treinta y seis años. Y fue tajante en su decisión: en los cuarenta años que le quedaban de vida se mantuvo retirado del teatro. Desde entonces, los eruditos y asiduos a la ópera se han torturado tratando de establecer las causas de tan sorpresivo retiro. A continuación presentamos las teorías más convincentes:
Pero también podría ser que la razón más plausible de su retiro sea mucho más simple: Rossini era un hombre inmensamente gordo, rebosante de dinero, que amaba cocinar, comer y beber, y le gustaba sobre todo estar arrellanado en el sillón sin hacer nada. Cierta vez dijo: “Pienso que lo más admirable que hay es la comida, quiero decir la comida de verdad. El apetito es al estómago lo que el amor es al corazón… Comer, amar, cantar y hacer la digestión son los cuatro actos de la ópera cómica de la vida”.
El maestro perezoso
Con distracciones tales como la comida italiana, es posible que Rossini no estuviera muy motivado para componer. Ya en los tiempos en que aún estaba en activo, su desidia había desesperado más de una vez a los empresarios teatrales. En una ocasión, uno de ellos acabó encerrándolo en una habitación para forzarlo a escribir la obertura de la ópera que debía estrenarse al día siguiente. El compositor pasaba las hojas por debajo de la puerta a medida que las terminaba y no fue liberado hasta que la obertura no estuvo concluida. Pero Rossini se lo tomaba con humor. Una vez exclamó: “Nada mejor para la inspiración que la vista de un empresario mesándose los cabellos”; “En mi época todos los empresarios italianos de ópera se quedaban calvos a los treinta años”.
Las historias sobre la pereza de Rossini son
inacabables. Una de ellas refiere que cierta vez en que estaba
componiendo una obertura se le cayó la hoja de papel pautado al
suelo. En lugar de agacharse a recogerla, tomó una nueva y comenzó
de nuevo a escribir la pieza. Eso cuando no le daba por usar la
misma obertura una y otra vez en varias óperas, tanto daba si eran
cómicas o serias. El reciclaje sólo finalizaba cuando una de esas
óperas ganaba fama y el compositor temía que la gente la
reconociera si seguía usándola.
Pensamos que Rossini se revolvería en su tumba si pudiera oír todas las especulaciones de los expertos acerca de su retiro, siempre que no le costara demasiado esfuerzo.
Figura 6-1: Gioachino Rossini, el compositor operístico más popular de su tiempo
Gaetano Donizetti
Una de las figuras más prolíficas de la ópera italiana fue Gaetano Donizetti (1797-1848), quien escribía con una velocidad pasmosa, produciendo melodías sin esfuerzo y casi sin pensarlo. En una ocasión un amigo le preguntó si creía que realmente Rossini había compuesto El barbero de Sevilla en trece días. Donizetti respondió: “¡Por supuesto que lo creo! ¡Rossini siempre ha sido terriblemente perezoso!”.
De hecho, Donizetti había compuesto más de setenta óperas cuando cumplió cincuenta años, incluyendo éxitos perennes del género cómico como L’elisir d’amore, La hija del regimiento y Don Pasquale. Una de sus obras más serias, Lucia di Lammermoor, es un profundo estudio de caracteres notablemente logrado. En el capítulo 13 se puedes leer más acerca de esta obra.
Los críticos opinan que la mayoría de las óperas de Donizetti sigue la misma fórmula, que sus obras no son muy variadas y contienen poco genio dramático. Pero al menos esos títulos han quedado en el repertorio por méritos propios. Y aun se pueden añadir otros rescatados a partir de la década de 1970 por sopranos como Montserrat Caballé y Joan Sutherland, que veían en sus personajes femeninos un auténtico caramelo para ejercer de prime donne auténticas.
Por desgracia, Donizetti no vivió mucho tiempo. Poco después de escribir Don Pasquale contrajo la sífilis y rápidamente siguieron la depresión, la parálisis y la locura. Lo internaron en un asilo, donde murió.
Vincenzo Bellini
Si la música de Donizetti es algunas veces apresurada y llena de fórmulas, no puede decirse lo mismo de la de Vincenzo Bellini (1801-1835), que trabajaba como un esclavo para producir cada nota que escribía.
Bellini es autor de melodías elevadas,
sentidas y apasionadas, de innegable sonido “italiano”. Su música
vocal es lírica y suave en extremo, y ayudó a desarrollar el estilo
de canto operístico conocido como bel
canto (canto bello). Esta técnica, que se enseña todavía hoy a
los cantantes, hace énfasis en el control de la respiración, el
timbre bello, el salto ágil entre nota y nota, y concede gran
importancia a la flexibilidad en la dinámica (pasar rápidamente de
fuerte a suave, por ejemplo). Después de décadas de canto más
declamatorio a imitación del habla, la suavidad y belleza de la voz
de los cantantes entrenados en la técnica del bel canto constituyó un gran éxito entre el
público.
Con todo, nunca sabremos hasta dónde habría llegado Bellini, pues murió muy joven, a los treinta y cuatro años de edad, después de escribir diez óperas. Algunas de ellas, como La sonnambula, I puritani y, sobre todo, Norma, son obras maestras sin discusión.
Giuseppe Verdi
Los aficionados a la ópera nunca se pondrán de acuerdo sobre quién escribió la mejor ópera de la historia. Unos dirán que Mozart, otros que Wagner y los demás que Verdi. Pero en cuanto a escritura consistente al más alto nivel musical, acción, personajes, espectáculo, suspense y todo lo demás, no hay discusión: Giuseppe Verdi (1813-1901), a quien podemos ver en la figura 6-2, se lleva la palma.
Verdi no escribió para los esnobs operísticos, sino para la buena gente del común. Una vez dijo: “Desde el comienzo mis mejores amigos fueron gente del pueblo”.
Si es cierto el viejo dicho de que hay que
sufrir para llegar a ser un gran artista, este hombre sería el
mayor de todos. Nacido en una familia muy humilde y prácticamente
autodidacta, el joven Verdi fue rechazado por el Conservatorio de
Milán por “talento insuficiente”. Su esposa, con quien se había
casado a los veintitrés años, le dio dos hijos que fallecieron a
corta edad, y ella no tardó en seguirles, dejando al músico
desolado. ¡Y encima tuvo que ponerse a escribir una ópera cómica,
la olvidada Un giorno di regno (Un día de
reinado)! Fue un fracaso tal que Verdi tardaría más de medio siglo
en volver a acercarse al género bufo. (Eso sí, entonces se resarció
de lo lindo: su magistral Falstaff fue un
éxito apabullante.)
Figura 6-2: Giuseppe Verdi, uno de los máximos compositores de todos los tiempos
El cantor de Italia
Pero en aquellos primeros años de carrera lo único que le sostenía era el cariño de su amigo Bartolomeo Merelli, quien era además el empresario del más famoso teatro de ópera del mundo: La Scala de Milán. Merelli insistía y volvía a insistir: “¡Hombre, Pepe! ¡Escríbeme una ópera!”.
El resultado fue Nabucco, el primer gran éxito de Verdi. El célebre
coro de los esclavos hebreos, “Va
pensiero” (“Corre pensamiento”), fue tan conmovedor en el
primer ensayo, que todos los que estaban dentro del edificio, hasta
los obreros que trabajaban en el techo, se callaron súbitamente
para luego romper en “¡Bravos!” espontáneos y entusiastas.
Había algo vigoroso y desesperado en la música que gustó al público, que vio en ese coro, en el que los judíos hablan con añoranza de su tierra natal, un símbolo de la situación política de su propio país, una Italia entonces dividida en distintos estados, algunos de los cuales sometidos a Austria. “Va pensiero” se convirtió así en el himno oficioso de Italia, lo que no impidió que Nabucco cosechara también éxito internacional. (Pasa al capítulo 14 para saber más cosas de esta ópera.)
Para un compositor de ópera, la mitad del trabajo consiste en encontrar una buena obra para adaptarla, y Verdi hizo excelentes elecciones. Un drama de Víctor Hugo y otro de Alejandro Dumas hijo dieron como resultado dos de las óperas más populares de la historia: Rigoletto y La traviata (La descarriada). Esta última fue todo un escándalo, pues rechazaba toda ambientación medieval o histórica para situar su acción nada menos que en la misma época de la composición. ¡Y encima para hablar de una cortesana! (En el capítulo 14 te explicamos más cosas de ambas óperas.)
Con todo, la mayoría de sus óperas fueron éxitos precisamente por el énfasis de Verdi en las emociones humanas verdaderas (amor, codicia, celos, deseo…) y, claro está, por su música gloriosa. El compositor mantenía tarareando a Italia entera.
Encargos de todo el mundo
A los cincuenta y siete años Verdi era tan conocido en todo el mundo que sus fanáticos podrían haberle enviado una carta dirigida a “Maestro Verdi, Italia”, y le habría llegado.
Los encargos le llegaban de París, Viena y San Petersburgo, aunque el más exótico fue sin duda uno de El Cairo, para celebrar por todo lo alto la inauguración del canal de Suez. Verdi vio ahí la oportunidad de culminar a lo grande su carrera y, siguiendo el ejemplo de Rossini, retirarse en plena gloria a su finca, donde lo esperaban sus verdes viñedos y sus vacas bien alimentadas. El resultado fue Aida, una de las óperas más amadas de la historia. El argumento, que describimos en el capítulo 13, contiene buenas dosis de romance, coraje, lealtad y patriotismo, todos los elementos que habían cimentado la fama del músico.
Aida no sólo contenía grandes y apasionadas melodías e ingeniosos efectos orquestales, sino que sus dimensiones eran también espectaculares: estaba escrita para una orquesta completa, solistas y un gran coro; había además ballet, y la escenografía era espectacular, con elefantes y todo lo demás. Todavía hoy es una de las óperas que se representan con mayor frecuencia en todo el mundo.
Después de Aida, Verdi volvió a casa con sus vacas, confiado en que había salido del mundo de la escena operística en el momento más conveniente para él. Pero su editor, que había descubierto a un joven escritor y libretista (y también compositor) llamado Arrigo Boito, comenzó a aguijonearlo acerca de la posibilidad de escribir más óperas.
Costó, pero en cuanto el libretista sacó a relucir el nombre de uno de los dramaturgos más admirados por Verdi, el de William Shakespeare, empezó a mostrar interés. Y de ello salió no una ópera, sino dos: Otello y la mencionada Falstaff, dos de las mejores óperas italianas de la historia. En la noche del estreno de Otello, Verdi fue llamado a saludar al proscenio repetidas veces y, ya fuera del teatro, una multitud enfervorizada lo acompañó camino del hotel milanés donde se hospedaba.
A pesar de toda esa gloria y celebridad, Verdi permaneció siendo el hombre común y corriente que deseaba ser. Cierta vez dijo: “Nací músico y sigo siéndolo”.
Giacomo Puccini
Si alguien fue el sucesor de Verdi, ese alguien es Giacomo Puccini (1858-1924), a quien vemos en la figura 6-3. También italiano, al igual que al autor de Aida le preocupaba más la realidad que la metafísica, y capturó de la misma manera el corazón de su público.
Puccini escribió algunas de las obras más representadas, populares e imitadas de todos los tiempos. Entre ellas:
Figura 6-3: Giacomo Puccini, el compositor de óperas más popular del mundo
… y los amigos
Mientras vivió, Puccini fue la estrella de primerísima magnitud de la ópera italiana, pero no fue la única. Pietro Mascagni (1863-1945) escribió una ópera en un acto titulada Cavalleria rusticana (Caballerosidad en el campo), rebosante de sentimientos sobre el honor y la muerte. Esta obra fue el único triunfo genuino de Mascagni, y eso a pesar de haber escrito también títulos a priori tan jugosos como Isabeau, en el que la soprano debía cabalgar desnuda sobre un caballo…
En la mayoría de las representaciones de Cavalleria rusticana el programa se completa con otra ópera corta, Pagliacci (Payasos), en la que vemos a un payaso llorón que, entre otras cosas, apuñala a su esposa y al amante de ella (en el capítulo 13 hay más información sobre ambas óperas). Esta obra fue escrita por Ruggiero Leoncavallo (1857-1919), amigo de Puccini. Al menos hasta que el éxito de La bohème de éste eclipsó para siempre la suerte de La bohème de aquél.
Además del éxito, Pagliacci suministró a Leoncavallo por lo menos una
experiencia que nunca olvidaría. En cierta ocasión, hallándose en
una pequeña población, supo que su ópera iba a ser representada,
decidió asistir de incógnito al espectáculo y se sentó junto a una
encantadora joven, quien se dio cuenta de que su vecino no aplaudía
nunca.
Al preguntarle la razón de su conducta, el músico contestó que toda la ópera era basura, que carecía de originalidad y que todas las frases llamativas habían sido robadas de grandes compositores. La mujer estaba atónita, pero preguntó: “¿Es ésa su honesta opinión sobre Pagliacci?”, y él respondió: “¡Sin duda alguna!”.
A la mañana siguiente, al leer el periódico local, llamó su atención un gran titular que rezaba: “Leoncavallo habla de su ópera Pagliacci”.
Estos dos compositores, Mascagni y Leoncavallo, con Puccini, forman lo que ha dado en llamarse escuela verista. Verismo aquí viene a significar “realismo”, y sus autores se aplicaban a ello con esmero. De ahí que sus argumentos suelan ser un tanto sórdidos y un mucho violentos.
Con estos compositores, la ópera italiana entra en el siglo XX. Pero el género, aunque nació en Italia, no habla sólo italiano. En los capítulos siguientes descubrirás otras escuelas no menos fascinantes.