Capítulo 9
La ópera con acento alemán
En este capítulo
Haendel y la pasión por la ópera seria
italiana
La reforma operística del purista Gluck
Un niño prodigio entra en escena: Mozart
Richard Wagner, el genio que revolucionó la
ópera para siempre
La ópera alemana entra en la modernidad
Si quieres enterarte de cómo funciona la historia de la ópera, basta con mirar hacia lo que hoy son Alemania y Austria. Durante siglos cada compositor influyó sobre el siguiente de manera directa y vigorosa. Tomemos por ejemplo los grandes nombres del mundo de la música clásica: Johann Sebastian Bach, Franz Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Johannes Brahms y Gustav Mahler, por mencionar sólo unos cuantos. Cada uno de estos compositores siguió la vía trazada por sus predecesores, llevando en este proceso la música clásica más y más lejos. (Cada uno de ellos está descrito con amoroso detalle en Música clásica para Dummies.)
En el mundo de la ópera alemana y austriaca muchos de los nombres son diferentes, pero se aplica la misma regla. Se puede rastrear un claro linaje musical desde Gluck a Mozart, a Beethoven, Weber, Wagner, Richard Strauss y Alban Berg.
A continuación te presentamos los principales compositores que hicieron de Alemania y Austria unas potencias operísticas mundiales.
La invasión italiana y Haendel
La ópera llegó pronto a Alemania. A
principios del siglo XVII, justo
cuando el género estaba dando sus primeros pasos, un compositor
llamado Heinrich Schütz (1585-1672) fue enviado por su patrón a
estudiar a Venecia, donde tuvo oportunidad de admirar ese nuevo
espectáculo que tanto furor causaba entre los italianos.
Lamentablemente, su Daphne, representada
en Dresde en 1627, se ha perdido. Pero la semilla debió de dar
fruto, pues antes de que acabara ese siglo en Hamburgo y otras
ciudades con una fuerte tradición comercial ya se habían abierto
teatros de ópera al estilo de los venecianos, en los que triunfaban
compositores como Reinhard Keiser (1674-1739) con obras de estilo
ecléctico cantadas, eso sí, en alemán.
Pero el gran compositor operístico alemán del Barroco no escribió óperas en esa lengua, sino en italiano. Era Georg Friedrich Haendel (1685-1759), a quien puedes ver abajo, en la figura 9-1. De hecho, de él podríamos haber hablado tanto en el capítulo dedicado a la ópera italiana como en aquel otro sobre la ópera inglesa, pues la mayor parte de sus partituras operísticas se vieron por primera vez en Londres.
Haendel se formó en su Halle natal y dio sus primeros pasos como compositor en Alemania, con trabajos como Almira, escritos parte en alemán, parte en italiano. Pero el joven músico intuyó que la ópera italiana se iba a poner de moda en Europa y así, a los veintidós años, hizo las maletas y se dirigió a Italia para aprender a componer en ese estilo. Allí conoció a los compositores más populares del momento, cuyas obras imitó sin recato alguno para luego superarlas sin esfuerzo y llegar a componer óperas serias italianas mejor que los nativos.
Figura 9-1: Georg Friedrich Haendel fue un alemán que se estableció en Inglaterra y escribió óperas italianas allí. ¿Está claro?
Y ese bagaje fue el que se llevó a Inglaterra.
Como compositor de ópera seria (si quieres saber más sobre la ópera seria, vuelve al capítulo 5), Haendel tenía mucho más talento que sus compatriotas adoptivos, y él lo sabía. (Cierta vez que fue sorprendido haciendo pasar como propia un aria de otro compositor, dijo: “Sí, pero ¡era demasiado buena para él!”.) Por desgracia, pocos ingleses supieron apreciar su talento para la ópera, por lo que Haendel tuvo que trabajar sin el apoyo financiero de la gente de la corte.
Aun así, en los treinta años que vivió en Londres compuso y estrenó 36 óperas, todas ellas serias según el patrón italiano y cantadas por los grandes castrati y sopranos italianos en italiano. Rinaldo, Giulio Cesare in Egitto (te hablamos de ella en el capítulo 14), Tamerlano, Orlando, Alcina y Arminio son algunos de los títulos que todavía hoy se representan de este compositor. En su tiempo, sin embargo, su acogida fue tan variable que los puntuales éxitos no pudieron evitar que Haendel se arruinara más de una vez como empresario operístico.
Finalmente Haendel renunció a tratar de vender sus obras maestras italianas a esos ingleses que no comprendían nada, y comenzó a escribir oratorios, unas largas obras para solistas vocales, coro y orquesta, con texto basado en pasajes de la Biblia, y cantadas en inglés. Inmediatamente se convirtió en un compositor de éxito. ¡Y eso que la estructura, con sus arias da capo y recitativos, era similar a la de las óperas! Pero el público entendía lo que se cantaba, y eso era ya una gran diferencia.
El más famoso de sus oratorios es El Mesías, cuyo estreno tuvo lugar en Dublín en
1742. La obra se volvió tan popular que se pedía a los caballeros
asistir a los conciertos sin sus espadas y a las damas no usar sus
miriñaques para que cupiera más gente en la sala. Todavía hoy se
toca El Mesías en fechas señaladas como
Navidad o Pascua en todo el mundo.
Haendel es archiconocido por sus oratorios y no menos por sus composiciones puramente instrumentales. Si acaso deseas saber más sobre él, nos gustaría recomendarte un libro, sólo un librito, nada especial en realidad: Música clásica para Dummies.
Christoph Willibald Gluck
El siglo XVIII vio nacer otro gran compositor alemán de ópera que, curiosamente, tampoco escribió ópera en su lengua materna, sino en el inevitable italiano, y también en francés. Se llamaba Christoph Willibald Gluck (1714- 1787), a quien puedes ver en la figura 9-2.
Figura 9-2: Christoph Willibald Gluck, protagonista de una radical reforma de la ópera seria
Digámoslo claro: Gluck era un purista. Pensaba que la ópera debía narrar historias de manera simple y directa. Odiaba los floridos manierismos que se habían ido apoderando del género, sobre todo por capricho de los cantantes, esos soberbios castrati y sopranos convencidos de que eran ellos los que hacían digna la música, y no la música las que permitía lucir sus diamantinas voces. (Vuelve al capítulo 5 para repasar qué se dice de ellos.) Así, Gluck criticó más de una vez el estilo de ópera italiana que prevalecía entonces: “Todo eso está muy bien, pero ¡simplemente no hace sangrar!”.
Como él mismo había escrito varias óperas
serias italianas, sabía de lo que hablaba. Pero no se quedó en las
palabras, sino que pasó a la acción y así, aliado con un libretista
que pensaba como él, Rainieri de’ Calzabigi, en 1762 dio a conocer
en Viena su Orfeo y Euridice. Sí, ¡otra
vez el mito fundacional de Orfeo volvía a la carga! Y lo hacía con
una deliciosa obra en la que, entre otras cosas:
Todos estos cambios sonaron un tanto radicales en su momento. Cabe decir también que este Orfeo y Eurídice no los integraba todos todavía. Por ejemplo, el papel del mítico cantor fue escrito originalmente para un castrado, y sólo más tarde, cuando Gluck revisó la obra para representarla en francés en París, reescribió el papel para un tenor con todas las de la ley, lo que era mucho más realista. (Estarás con nosotros en que convencer a los dioses de que uno quiere bajar al Hades y recuperar a su perdida esposa debe de ser realmente difícil para un castrado.)
Gluck se convirtió en uno de los más famosos compositores de ópera. Algunos de los realmente grandes creadores del género de todos los tiempos, tales como Mozart y Wagner, fueron influidos por sus obras, quizá menos estilizadas, pero también más realistas.
Hay una historia realmente buena acerca de
una escena de Ifigenia en Táuride,
estrenada por Gluck en 1779 en París. En ella, Orestes canta
“Le calme rentre dans mon coeur” (“Mi
corazón se ha calmado de nuevo”). En el primer ensayo, Orestes
llegó a este punto al tiempo que algunas cuerdas en la orquesta
tocaban un agitado pasaje musical. La orquesta dejó de tocar,
pensando que se trataba de un error: ¿cómo podía sonar una música
tan frenética para acompañar un texto tan tranquilo? Pero Gluck
indicó a los músicos que continuaran, exclamando: “Orestes miente.
Mató a su madre. ¡Sigan tocando!”.
Irrumpe el meteoro Mozart
Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), cuyo retrato vemos, abajo, en la figura 9-3, vivió en pleno apogeo del período clásico de la historia de la música: época de elegancia, belleza, refinamiento y gracia. Escribió veintidós óperas, diez de ellas siendo adolescente. Aunque muchas obras escritas por otros compositores contemporáneos suyos parecen hoy ampulosas, cuando no previsibles o anticuadas, las de Mozart conservan una notable frescura a oídos del público actual.
Nacido en la austriaca Salzburgo, Mozart es uno de los mejores compositores de ópera de la historia; muchos lo consideran el mayor de todos, y punto. Desde los comienzos de su corta vida dominó la música con una facilidad y gracia naturales que asombraban a la gente.
Gracias a la educación recibida de su padre Leopold, el joven Wolfgang compuso pequeñas piezas para piano a los cuatro años y no mucho más tarde escribió su primera sinfonía. Su ópera Bastián y Bastiana data de cuando tenía once años de edad.
Mozart se une al circo
Es probable que Mozart hubiera sido feliz quedándose en casa para divertirse componiendo óperas. Pero Herr Mozart, el padre de Wolfgang, tenía otras ideas. Para mostrar a su genial hijo, llevó al joven Wolfgang y a su hermana mayor Nannerl por Europa entera. Dondequiera que iban, Leopold exhibía a su hijo como un fenómeno. Uno de los carteles en Inglaterra decía: “A todos los amantes de las ciencias: el máximo prodigio de Europa, del cual la humanidad puede jactarse, es sin lugar a dudas el niñito alemán Wolfgang Mozart”. (Sin presiones, Wolfgang.)
Figura 9-3: Wolfgang Amadeus Mozart, compositor de algunas de las más grandes óperas de todos los tiempos
El joven Mozart hacía gala de destrezas
tales como improvisar al teclado, ejecutar piezas difíciles que
nunca había visto antes y tocar con las manos cubiertas con un
paño, de suerte que no pudiera ver las teclas. Nannerl también
ayudaba, asombrando al público con su ejecución en el clavicémbalo.
Ambos constituían un número de circo ambulante.
A la edad de trece años, Wolfgang empezó a trabajar para el mismo patrón de su padre, el arzobispo de Salzburgo. Pero sus continuos viajes y sus intrigas para conseguir mejores empleos acabaron irritando al prelado. Finalmente, sin tener la menor idea de cuán políticamente incorrecto aparecería ante las futuras generaciones, el arzobispo despidió a Mozart con una patada allí donde la espalda pierde su casto nombre.
Ya hecho un hombre, y consciente de su genialidad, Mozart se trasladó a Viena en busca de fortuna. La capital imperial era entonces un centro de actividad musical de primer orden y el joven genio pensó que podría repetir allí fácilmente los éxitos que ya había obtenido en su infancia. Se equivocaba.
Mozart ya no era ningún niño prodigio y las pasó canutas para conseguir un trabajo estable o encargos que no sólo le dieran fama, sino que se tradujeran también en una remuneración como mínimo digna.
Por esta época se casó con una joven llamada Constanze Weber. Tal vez para conmemorar el feliz acontecimiento recibió el nombre de Constanze la heroína de su ópera Die Entführung aus dem Serail (El rapto en el serrallo). Esta obra lo tenía todo para ser un éxito: buenas melodías con efectos de música turca (platillos, tambor y triángulo, básicamente) que entonces hacían furor entre el público vienés, una historia de raptos y rescates, y una conseguida ambientación en un lugar tan exótico y seductor (sobre todo, para el sector masculino del auditorio) como un harén.
También tenía algo más: en lugar de estar
cantada en italiano, como la mayoría de las óperas (incluidas las
serias que Mozart había escrito hasta entonces, como Lucio Silla o Idomeneo),
estaba en alemán, idioma que el público podía entender. De hecho,
esa ópera es un Singspiel, una forma de
teatro musical que sustituye los recitativos propios de la ópera
por pasajes hablados. Y como este género carecía de los rígidos
esquemas de la ópera seria italiana, Mozart dio rienda suelta a su
imaginación combinando arias propiamente dichas para la
protagonista, canciones de aire popular para los criados, arias
bufas para Osmín, el guardián del serrallo, además de dúos,
cuartetos, coros…
Toda esa generosidad, sin embargo le chocó al público que asistió al estreno y que esperaba encontrarse con una obra sencilla, como lo eran todos los Singspiele. Y no, tenía ante sí una auténtica ópera, con pasajes hablados, sí, pero no por ello menos ópera en cuanto a ambición y resultados. No es extraño así el comentario del emperador José II, quien agradeció al compositor su esfuerzo, no sin hacerle una pequeña recriminación: “Demasiadas notas, querido Mozart, demasiadas notas”. (En el capítulo 13 podrás leer más cosas sobre esta obra.)
Facilidad y belleza
Mozart era natural. La música fluía directamente desde algún reino oculto hacia su cerebro, como si le fuera dictada y sólo tuviera que transcribirla.
Nuestro compositor era especialmente bueno en la ópera. Sus melodías no sólo eran sencillas, graciosas e intensas, sino que además acertaban a captar la psicología de cada personaje. Le gustaba escribir conjuntos para que diversos personajes cantaran simultáneamente en escena, y lograba que se entendieran las palabras. Además, era un maestro del color orquestal: usaba grupos instrumentales elegidos con inteligencia para crear sonidos y efectos especiales.
Mozart tenía especial habilidad también para
escoger los textos que se convertirían en óperas. Una de sus
mejores elecciones fue una obra francesa de Pierre Caron de
Beaumarchais titulada Las bodas de
Fígaro, una muy polémico retrato de la sociedad y la política
contemporáneas. Por razones musicales, cómicas y dramáticas,
consideramos la versión mozartiana de 1786 una de las mejores
óperas jamás escritas. En esta obra encontramos magníficos ejemplos
del tipo de motivaciones realistas que animan a los personajes de
Mozart. (Los detalles los encontrarás en el capítulo 13.)
Un año después del estreno vienés de Fígaro, la ciudad de Praga (que había aplaudido a rabiar esta obra cuando allí se escenificó, y no como los estirados vieneses) encargó a Mozart la composición de una ópera. Fue el origen de Don Giovanni, un dramma giocoso que mezcla como nunca se había hecho hasta entonces lo cómico y lo trágico, incluso bordeando el terror puro y duro, como en la escena del segundo acto en que la estatua del Comendador, asesinado al comienzo de la obra por el protagonista, aparece en escena para llevarse al libertino al infierno. En el capítulo 13 puedes leer también todo lo concerniente a esta obra, una de las cimas del repertorio de todos los tiempos.
Lorenzo da Ponte, el libertino libretista de Mozart
La música de Las bodas de Fígaro y Don Giovanni es magistral, pero buena parte de la responsabilidad del éxito de ambas óperas hay que achacárselo también a su libretista, el italiano Lorenzo da Ponte (1749-1838), a quien ya conocimos en el capítulo 2 de este libro. Su colaboración supone la culminación de lo que los italianos llamaban opera buffa, nacida para acabar con el exceso de trascendencia y el empacho de mitos grecorromanos de la ópera seria. La libertad del nuevo formato fue aprovechada de manera genial por compositor y libretista, que con sus trabajos devolvieron a la ópera su impronta teatral primigenia.
Como vimos en el capítulo 2, a Lorenzo no le faltaban amigas. Probablemente ellas le sirvieron de inspiración para el célebre texto del “aria del catálogo” de Don Giovanni, en la cual nos enteramos de las dos mil mujeres de todas las nacionalidades con las que supuestamente habría dormido el héroe.
La tercera y última colaboración entre Lorenzo y Wolfgang fue Così fan tutte, una comedia bastante triste y desencantada sobre la fidelidad (o más bien la infidelidad), que pone en escena un juego perverso: a instancias de un viejo cínico (¿un Don Giovanni llegado a la vejez?), dos jóvenes apuestan a que sus prometidas les son fieles, y para demostrarlo fingen marchar a la guerra para volver acto seguido disfrazados de albaneses e intentar conquistar a la amada del compañero. Y, para horror suyo, lo consiguen, con lo cual el viejo demuestra tener razón: la fidelidad no va con las mujeres, pero hay que aceptarlas como son. Aun así, al menos esas mujeres demuestran tener voluntad propia, no como sus amantes, meras marionetas del cínico Don Alfonso y su ayudante, la despierta criada Despina.
Despedida de los escenarios en alemán
El mismo año de su muerte, Mozart compuso La flauta mágica. Al igual que El rapto en el serrallo, se trata de un Singspiel alemán con diálogos hablados entre los números musicales. La flauta mágica cuenta una historia sobre el bien y el mal, y la redención por la virtud; trata además de inmaduros cazadores de pájaros, y aparece una Reina de la Noche que es una auténtica bruja (en el capítulo 13 está toda la trama). Más que en ninguna otra de sus óperas, Mozart cuenta aquí su historia de manera sincera y directa, combinando de magistralmente escenas del mejor estilo operístico con otras de ambientación popular. Así, no es de extrañar que esta obra siga siendo hoy una de las favoritas del público.
Mozart murió poco después del estreno de La flauta mágica, a la edad de treinta y cinco años. Hasta mucho tiempo después corrió el rumor (inmortalizado por la película Amadeus) de que había sido envenenado por Antonio Salieri, celoso colega italiano del compositor también residente en Viena (ya te lo presentamos en el capítulo 5). Pero es sólo una leyenda.
Desde su muerte, el mundo musical no ha vuelto a ser testigo de alguien con la combinación de genio musical, facilidad de composición e inspiración aparentemente divina de Mozart. Su música constituye la esencia del estilo clásico: elegante, graciosa, refinada, sin sentimentalismos, pero con una profunda vena emotiva.
Ludwig van Beethoven
Uno de los más fervientes admiradores de Mozart fue Ludwig van Beethoven (1770-1827), a quien vemos en la figura 9-4. Aunque Beethoven no se especializó en el reino de la ópera, tuvo una enorme influencia sobre la música clásica. Podemos decir que la condujo a un nuevo mundo, el del Romanticismo.
Nacido en la alemana Bonn, Beethoven era
hijo de un músico de la corte llamado Johann. A semejanza del padre
de Mozart, Johann trató de convertir a su hijo en un famoso niño
prodigio, pero lo hizo de mala manera, golpeándolo cuando el
prodigio tardaba en aparecer. Eso por no hablar de maniobras un
tanto toscas, como falsificar la fecha de nacimiento de su vástago
para que apareciera como más joven de lo que en realidad era.
Figura 9-4: Ludwig van Beethoven sólo escribió una ópera, pero ¡la escribió tres veces!
Como muchos compositores de la época, Beethoven se trasladó a Viena para estar en el centro de la actividad musical (y también, tal vez, para alejarse lo más posible de su padre). Allí vivió la mayor parte del tiempo de la composición de piezas encargadas por ricos mecenas y de los conciertos públicos de sus propias obras.
Tanto Beethoven como su música eran apasionados, impulsivos e impetuosos. El público amaba contemplar y escuchar sus ejecuciones de sus propias composiciones para piano.
El drama de la sordera
A la edad de treinta y un años Beethoven comenzó a perder el oído, lo peor que puede sucederle a un músico. La inminencia de la sordera tuvo un efecto devastador sobre Beethoven, quien desde ese momento se entregó en cuerpo y alma al proceso creativo. Sus obras llevan la marca del humanista, de alguien que intenta desesperadamente salvar su destino de las garras de un universo indiferente. Cuando se conoce su estado de entonces, su música cobra un sentido mucho mayor.
La obra más amada
“Entre todos mis hijos, éste es aquel cuya creación me ha costado el mayor tormento y el que me ha causado mayor pena; por tal razón, es mi hijo predilecto.” Así se expresó Beethoven acerca de Fidelio, su única ópera. Luchó con esta obra durante once años, revisándola una y otra vez, y desechando una versión tras otra. Inclusive escribió cinco oberturas diferentes para el espectáculo, en un esfuerzo por obtener algo que lo dejara satisfecho. La ópera se representó finalmente en 1803, justo en el momento en que la sordera sumía a Beethoven en la depresión.
Fidelio es una ópera de rescate, un género muy de moda entonces. Pero para Beethoven eso no era sino una anécdota. Lo que él quería es que esta obra hablara de la libertad del ser humano y, consecuentemente, denunciara la tiranía y la opresión. Y no sólo eso, sino que fuera también un canto al amor conyugal, tanto más sorprendente si se piensa que Beethoven no se casó nunca. Queda claro, pues, que para el compositor la ópera no era un simple entretenimiento, sino que debía servir para la formación moral y social del público, de ahí que Beethoven, que admiraba con devoción fanática a Mozart, no le perdonara a éste ni su Don Giovanni ni su Così fan tutte, cuyas músicas divinas veía puestas al servicio de unos argumentos perversos e inmorales.
En Fidelio no hay ningún insípido personaje de la realeza, ni se representa mito griego alguno. El que Beethoven haya escogido la historia de una mujer y un hombre sencillos, de valor y principios poco comunes, es testimonio de la osadía creativa de este humanista. En Fidelio son ellos quienes se labran su destino, no un dios o el horóscopo del periódico. (En el capítulo 13 hay más información sobre esta emocionante ópera.)
Carl Maria von Weber
Contemporáneo de Beethoven, Carl Maria von Weber (1786-1826), a quien vemos en la figura 9-5, es más conocido por sus óperas que por su música instrumental. De hecho, se le considera el padre de la ópera romántica alemana.
En el estilo romántico, las reglas de la
razón y la lógica se ven relegadas a un segundo plano en provecho
de la emoción. Las obras románticas, al igual que los compositores
que las escribieron, son expresivas, apasionadas y muy
dramáticas.
Figura 9-5: Carl Maria von Weber fue el padre de la ópera romántica alemana
Los padres de Weber pertenecían a una compañía ambulante de ópera, de modo que Carl Maria vio y oyó muchas óperas cuando niño. Y niño todavía, con tan sólo doce años, decidió probar suerte en el género con El poder del amor y del vino, seguido dos años más tarde por Peter Schmoll, su primer gran éxito.
Sin embargo, su ópera más importante data de 1820: se trata de Der Freischütz, título que significa “El tiro libre”, pero que en castellano suele darse con el nombre de El cazador furtivo. La historia trata de un cazador que hace un pacto con el diablo para conseguir algunas balas mágicas, ganar un concurso de tiro y quedarse con la chica (en el capítulo 13 te hacemos un resumen algo más detallado). Al componer la música para este relato, Weber creó la ópera romántica alemana.
¿Cómo logró esta hazaña? Bueno, en primer
lugar, Weber era un maestro de los estados de ánimo, y eso se
aprecia en Der Freischütz, en la que creó
algunos sorprendentes efectos de atmósfera, como la escalofriante y
diabólica escena de la Garganta del Lobo donde se funden las
malditas balas mágicas. Había allí mucho de horror gótico. De
hecho, era horror gótico. Por la misma
época Mary Shelley escribió Frankenstein,
uno de los clásicos de la novela de terror.
Lo sobrenatural e incluso lo diabólico entraron así con fuerza en la ópera. Es cierto que no eran elementos enteramente nuevos, pues ya Mozart en La flauta mágica había hablado de magia. Pero Weber llevó esta temática más lejos, incidiendo así en los aspectos más oscuros del ser humano.
El cazador furtivo es un Singspiel, esto es, una obra que alterna partes musicales con otras habladas. Pero en la posterior Euryanthe (1823), Weber apostará por una estructura más homogénea, en la que la música suena de principio a fin y sin que apenas puedan distinguirse las arias de los recitativos. De este modo, el compositor estaba abriendo la vía a una nueva aventura musical que alcanzaría su plenitud con nuestro siguiente invitado, Richard Wagner.
Richard Wagner
Para muchos aficionados a la ópera, el más grande compositor es el alemán Richard Wagner (1813-1883), a quien vemos abajo, en la figura 9-6.
¿Cómo valorar a alguien como Richard Wagner? Era arrogante, celoso, hipócrita, machista y apasionadamente antisemita. Y, para hacerlo todo más desagradable aún, era el compositor favorito de Adolf Hitler, lo que ha provocado que su música todavía hoy no sea bien vista en Israel.
Con todo, la música de Wagner es innovadora, llena de fantasía, sensual, vigorosa, intensa, conmovedora y hermosísima. Lo mejor, en todo caso, es quedarse con el Wagner músico y dejar de lado al Wagner hombre. Pero eso mismo puede decirse también de otros muchos creadores, y no sólo músicos.
Wagner nació en Leipzig y desde muy niño demostró su amor por el teatro. Cuando tenía veinte años consiguió empleo como pianista para los ensayos de una compañía de ópera de aficionados. Este contacto con las entrañas de la ejecución operística le indujo a probar suerte en el género.
Figura 9-6: Richard Wagner revolucionó la ópera
Puedes creernos: su mano fue vacilante al
principio. Wagner no pudo persuadir a nadie para que simulara ni
siquiera interés por Las hadas, su
primera ópera. Su segunda obra, La prohibición
de amar, resultó aún peor: fue un completo desastre.
Imagínate, ¡la noche del estreno los cantantes no sabían ni sus
papeles! Además, la orquesta estaba desafinada y tocaba fuera de
compás. Y, ya sin que Wagner tuviera culpa alguna, el esposo de la
prima donna de turno se enfadó tanto con
la apasionada entrega amorosa del tenor hacia su mujer en la ópera
que saltó al escenario y le dio un puñetazo en la cara.
(Aparentemente interpretó de forma literal el título de la
ópera.)
Años de peregrinaje
Pero Wagner estaba obsesionado y era demasiado porfiado (o demasiado alocado) para rendirse. Si Alemania no lo apreciaba, pues bueno, tal vez lo que tocaba era cambiar de aires. Y así, se trasladó a Riga (actual Letonia), donde escribió una tercera ópera, Rienzi, que al menos conoció una producción medio decente. Su briosa obertura sigue interpretándose hoy en las salas de concierto. No así el resto de la partitura, modelada según el estilo de la gran ópera francesa de Giacomo Meyerbeer.
Si sus ensayos operísticos iban mejorando, sus intentos por ganar dinero iban de mal en peor. A los dos años de estar en Riga, con los acreedores pisándole los talones, Wagner saltó a un barco que se dirigía a Londres.
El compositor no estaba muy acostumbrado que
digamos a los viajes en barco, de suerte que la tormentosa travesía
por las costas de Noruega le produjo una poderosa impresión.
Mientras intentaba recuperarse de ella en el refugio de su
camarote, la semilla de una nueva ópera surgió en su mente:
El holandés errante, basada en la leyenda
de un capitán condenado a navegar por los mares eternamente.
Escucha los violentos e incontenibles sonidos del mar que la
orquesta produce en esta ópera y entenderás lo que fue para Wagner
ese viaje en barco. (Los detalles del argumento los tienes en el
capítulo 13.)
La siguiente escala fue París. Wagner vivió allí míseramente durante dos años y medio, comiendo a duras penas, y haciendo arreglos para piano de las óperas de otros compositores. Estando allí lo asaltó una nueva obsesión, la poesía medieval alemana, y encontró el material operístico perfecto en esas leyendas fantásticas de dioses malévolos, oro robado e incesto.
Regresó luego a Alemania, confiando en el éxito de sus siguientes trabajos operísticos, Tannhäuser y Lohengrin, basados en antiguos relatos alemanes. Por desgracia, Wagner había participado activamente por entonces en protestas políticas y ello fue razón suficiente para que lo despidieran del trabajo, lanzaran una orden de arresto en su contra y lo obligaran a abandonar Alemania. (Estuvo proscrito durante trece años.)
Después de vivir en Suiza varios años como un paria internacional, volvió a París en 1861 para supervisar una producción de Tannhäuser. Pero el público francés convirtió la primera representación en un fracaso monumental (lee al respecto el recuadro titulado “Un fiasco célebre”).
La llamada del insano Luis
El destino le sonrió finalmente a Wagner. Su insistencia en escribir óperas tuvo su premio un brillante día de 1864 en que conoció al rey Luis II de Baviera (a quien vemos en la figura 9-7). El rey era un gran aficionado a la música de Wagner, de suerte que envió un mensajero para que llevara al compositor a su castillo, prometiéndole satisfacer todas sus necesidades y divulgar sus óperas en sus dominios.
Figura 9-7: Luis II de Baviera (1845-1886), conocido como el Loco, fue un célebre demente que apoyó a Wagner
Según el decir general, el joven Luis, cuyos extravagantes y ostentosos castillos (como el de Neuschwanstein) podemos hoy visitar, no era precisamente una persona equilibrada. (Andando el tiempo enloquecería por completo y moriría, más o menos voluntariamente, ahogado en un lago.) Dicho de otro modo, era el mecenas perfecto para Richard Wagner.
Rebosante de dinero proveniente de la financiación de Luis, todos los sueños y teorías de Wagner acerca de la ópera comenzaron a concretarse, y su carrera como compositor de óperas explotó literalmente. En 1865, Múnich presenció el estreno de Tristán e Isolda, historia de dos desgraciados amantes, tan trágica como la de Romeo y Julieta. Tres años después llegó Die Meistersinger von Nürnberg (Los maestros cantores de Núremberg), obra que se suponía iba a ser una encantadora operita cómica y resultó una de las óperas más largas de la historia.
Pero la fecha clave fue 1876, cuando Wagner pudo ver por primera vez escenificado completo el ciclo de cuatro óperas El anillo del nibelungo, todo él basado en mitos germánicos y sobre el cual puedes leer más en el capítulo 13. Esta tetralogía (es decir, ¡de cuatro partes!) está compuesta por:
Esta tetralogía, además, sirvió para inaugurar por todo lo alto un teatro construido a partir de las especificaciones del compositor, incluyendo el único foso invisible del mundo para la orquesta (una pantalla curva oculta a los músicos del público). Es el Teatro del Festival (puedes verlo abajo, en la figura 9-8) de la localidad bávara de Bayreuth, que Wagner levantó gracias al apoyo del rey Luis. Desde entonces, cada verano se representa en él el ciclo completo de El anillo del nibelungo, además de otras obras de Wagner y sólo de Wagner, pues el resto de los compositores sencillamente no existen aquí.
Hasta haber escuchado las cuatro óperas que componen El anillo no puedes imaginarte cuán monumentales, complejas y arrolladoras son. Tienen sexo, simbolismo y filosofía en cantidades suficientes como para mantener a los psiquiatras ocupados durante décadas.
Figura 9-8: El Teatro del Festival de Bayreuth, diseñado por Wagner
Hacia la obra de arte del futuro
Para Wagner, El
anillo y a su lado otras obras de madurez como Tristán e Isolda y Los
maestros cantores, eran algo más que óperas. Por fuerza debían
ser algo nuevo y revolucionario, que llamó drama musical. O también obra
de arte del futuro o, para decirlo en alemán, Gesamtkunstwerk, palabro que significa obra de arte total. Puedes llamarlo como quieras.
Pero la idea básica es que Wagner consideraba que sus obras no
tenían que ver sólo con la música: en ellas, la música, la poesía,
el drama, la filosofía y las artes plásticas daban lugar a una
nueva forma artística que abarcaba todas esas disciplinas. Y no
quería que su efecto sobre el público fuera el de un simple
entretenimiento, sino que tuviera un impacto casi religioso.
Wagner realizó su idea modificando por completo la ópera, tal como el mundo la había conocido hasta entonces: la historia, la moraleja, el público y hasta el propio teatro.
Se rompen las reglas
Para crear su poderosa “nueva forma artística”, Wagner arrojó a la basura las reglas existentes sobre la estructura de la ópera. Tal y como te explicamos en el capítulo 3, hasta entonces las óperas consistían en una alternancia nítida de arias (los números principales) y recitativos (canto de ritmo libre que simulaba la palabra hablada). Eso cambia ahora: ya en Tannhäuser y en Lohengrin, pero sobre todo en Tristán e Isolda, Los maestros cantores, El anillo y Parsifal, lo que se escucha es una unión sin fisuras de ambos elementos. Es decir, todas las notas para el cantante están escritas y a cada una de ellas le corresponde una sílaba, pero el efecto producido es flexible y fluido, sin esas interrupciones que marcan el final del aria y permiten al público romper a aplaudir.
De hecho, ni siquiera se puede decir, en términos generales, en qué punto Wagner da inicio o termina una “canción”, ya que su música no consta de fragmentos lógicos recurrentes (como ocurre, por ejemplo, con los versos y coros repetidos de “Oh Susana”, tan fáciles de recordar). Aprenderse una ópera de Wagner tampoco es para los cantantes coser y cantar, porque no compuso melodías sencillas: escribió melodías complejas y ondulantes para la voz, como si se tratara de un virtuoso instrumento solista.
Mucha gente no soporta la música de Wagner.
Si eres uno de ellos, no te preocupes, porque estás en buena
compañía. El compositor italiano Gioachino Rossini decía: “Wagner
tiene buenos momentos, pero también tiene cuartos de hora terribles”. El poeta Charles
Baudelaire escribió, por su parte: “Adoro a Wagner… Pero me gusta
más todavía el sonido que produce un gato que cuelga en la parte de
afuera de una ventana por la cola, y trata de aferrarse al vidrio
con las uñas”.
Wagner sabía muy bien que su música no estaba construida basámdose en las formas tradicionales, de manera que para proveer alguna estructura inventó el Leitmotiv, o motivo conductor, pequeño fragmento musical que va asociado a un personaje en particular, a un objeto o a una situación. Cada vez que el personaje aparece en escena, la orquesta toca la melodía correspondiente, aunque siempre variándola en cuanto a ritmo, armonía u orquestación para evitar toda monotonía.
Una vez que entiendas cómo funciona la
técnica, ve a ver de nuevo la trilogía fílmica La guerra de las galaxias. El compositor John
Williams siguió exactamente el mismo procedimiento en la música de
las películas, asignando un tema musical diferente a la princesa
Leia, Luke Skywalker, Obi-Wan Kenobi o Yoda.
La cabalgata del obsesionado por el control total
Wagner se entregó en cuerpo y alma a sus óperas. Motivado tal vez por los desalentadores productos del comienzo de su carrera, desarrolló una obsesión extrema por el control de la producción y la dirección escénica, supervisando todos los detalles: la escenografía, la iluminación y hasta el teatro mismo. (No envidiamos al escenógrafo que fue encargado de crear los caballos voladores para las valquirias o simular las profundidades acuáticas para las ninfas del Rin.)
No obstante, a pesar de sus esfuerzos por
crear experiencias audiovisuales innovadoras, lo que continúa
cautivando al público del siglo XXI es la música. El
comienzo de El oro del Rin, por ejemplo:
un simple acorde que se repite y se repite por varios minutos en la
orquesta, en rizos ondulantes, evocando las profundidades del río
Rin. O la poderosa “Cabalgata de las valquirias” o la “Música del
fuego mágico” del final de La valquiria,
o la asombrosa escena de la “Inmolación de Brünhilde” de El ocaso de los dioses.
Esos momentos de atmósfera e intenso drama en los que sólo
participa la orquesta son insuperables. Se le pone a uno el pelo de
punta al oírlos.
Como premio por tan desusada combinación de carácter y música, Wagner tiene un exclusivo honor: se han escrito más libros y artículos sobre él que sobre cualquier otro personaje histórico, con excepción de Jesús. Te recomendamos visitar el capítulo 13 para encontrar información más detallada sobre las apasionantes óperas de Wagner. Entonces entenderás que, como persona pudo ser como fue, pero que como músico hay pocos que le tosan.
Johann Strauss hijo
Mientras tanto, y volviendo al campo de las óperas divertidas, una estrella hacía su aparición en Austria: Johann Strauss hijo (1825-1899), a quien vemos abajo, en la figura 9-9.
Nacido en el seno de una familia vienesa dedicada en cuerpo y alma a los valses, marchas y polcas, este Strauss consiguió eclipsar a padre y hermanos con páginas tan irresistibles como El bello Danubio azul. Con sus grandes y tupidas patillas y su violín siempre listo, el Rey del Vals dirigía su orquesta por toda Europa para un público que lo idolatraba, dejando por todas partes una secuela de cartas de amor y de jóvenes desvanecidas. Los conciertos de valses de Strauss fueron el Woodstock del siglo XIX, con los prados cercados por la policía para contener las decenas de miles de animosos grupos de admiradores bailarines.
Strauss compuso también dieciséis operetas, incluyendo la más famosa de todas, Die Fledermaus (El murciélago), divertida, frívola, chispeante y melodiosa obra que atrae por igual a novatos y esnobs operísticos (de ella encontrarás más información en el capítulo 13). En popularidad le sigue El barón gitano.
Figura 9-9: Johann Strauss hijo, llamado el Rey del Vals, escribió la más popular opereta en lengua alemana de todos los tiempos: El murciélago
Si piensas que los espectáculos de Strauss están llenos de valses, tienes razón, y esto ayuda a explicar su gran éxito de taquilla. Pero el humor en esas operetas no es tan sangrante y mordaz como el de las sátiras de Offenbach (vuelve al capítulo 7 para repasar lo dicho sobre este compositor): las bromas están dirigidas contra clases de personas en general, más que contra individuos en particular.
Richard Strauss
Pero el Strauss de Viena no es el único que tiene cosas que decir en la historia de la música. Aquí viene para reclamar su espacio Richard, quien aparte del apellido, no tiene relación alguna con el Rey del Vals.
Hablando en propiedad, Richard Strauss (1864-1949), cuyo retrato vemos abajo, en la figura 9-10, es en realidad un compositor mucho más importante que Johann. Hablando de talento, Richard ya componía siendo un niño de corta edad. Su primera sinfonía fue ejecutada cuando él tenía sólo catorce años.
Así hablaba Strauss
Ya adulto, Strauss creía firmemente que, después de Wagner, componer música de acuerdo con las viejas reglas establecidas era imposible. En su opinión, el futuro estaba en la ópera y en los poemas sinfónicos, piezas orquestales que cuentan una historia específica. (Todo lo que quieres saber sobre los poemas sinfónicos, y más, se encuentran en nuestro modesto librito Música clásica para Dummies.)
Figura 9-10: Richard Strauss introdujo la heroica escala wagneriana en el siglo XX y la desarrolló
El poema sinfónico más célebre de Richard Strauss es el monumental Also sprach Zarathustra (Así hablaba Zaratustra), más conocido como tema inicial de la película 2001: Una odisea en el espacio. ¿Recuerdas cuando los homínidos observan el gran obelisco negro proveniente del espacio exterior? Se oyen tres largas notas de la trompeta, seguidas por un inmenso acorde de toda la orquesta (“Ta-Táaaaaa”) construido sobre el ritmo estrepitoso de los timbales.
Claro está que Strauss no pensaba en el espacio exterior cuando compuso la pieza; intentaba más bien describir, en sonidos, las súbitas revelaciones del antiguo y legendario profeta Zaratustra, según lo imaginó el filósofo Friedrich Nietzsche. ¿Es posible hallar una mejor manera de describir por medio de la música una revelación que trastorna la naturaleza del universo entero?
Strauss sostenía que era capaz de describir objetos físicos muy específicos por medio de notas musicales. Sobre su poema sinfónico Don Juan, dijo cierta vez: “Si no puede usted percibir por mi música que la segunda amante de don Juan era pelirroja, entonces he fracasado”.
(En realidad lo que escuchamos nos parece más propio de una rubia desteñida…, pero no divaguemos.)
Strauss se vuelve operístico
Tan magistrales como los poemas sinfónicos de Strauss son sus quince óperas, en las cuales trató al máximo de emular la teoría sobre la obra de arte total de su ídolo Richard Wagner. Una de sus más famosas óperas es la agobiante y horripilante Salomé, ambientada en tiempos bíblicos.
Salomé está basada
en un drama de Oscar Wilde que fue prohibido en Inglaterra por
inmoral y pornográfico. Tal vez Strauss debería haber tenido en
cuenta la velada sugerencia. Afortunadamente para nosotros, no fue
así. La obra trata de la muy neurótica y casi ninfómana princesa
Salomé. Cuando el prisionero Juan el Bautista es llevado a su
presencia, sucio, maloliente y andrajoso, ella, presa del deseo,
canta la inmortal frase: “Estoy enamorada de tu cabello”, y le
suplica, delante de todo el mundo, que se deje besar. Su escolta,
no sin razón, se suicida inmediatamente del disgusto.
Como te puedes imaginar, esto era algo fuerte en 1905. Tras el shock inicial, los alemanes adoraron sin reservas la obra, en tanto que ingleses y estadounidenses se sintieron completamente desconcertados, cuando no ofendidos. (Encontrarás muchísimo más sobre Salomé en el capítulo 13.)
Uno pensaría que Strauss aprendería la lección y para su siguiente ópera optaría por una historia más amable. No fue así; en su siguiente ópera no sólo no retrocedió, sino que incluso fue más allá. Basada en la mitología griega, Elektra (1909) cuenta la historia de dos hermanos que planean matar a su malvada madre y a su padrastro, que ya antes se habían deshecho por la vía rápida (hachazo en la bañera) del progenitor de las criaturas, el rey Agamenón. Compuesta en la época de Sigmund Freud, la partitura de este drama psicológico suena a veces del todo caótica, como el eco de la psicosis de los personajes. Elektra es un grito calculado para hacer brincar del asiento al oyente. Y es que resulta casi imposible encontrar un personaje normal en esta obra, uno que no sea una histérica o un neurótico.
Adiós a la histeria femenina
Vino luego, en 1911, Der Rosenkavalier (El caballero de la rosa), que muchos consideran la obra maestra de Strauss. En lugar de incesto, asesinato y cabellos sucios, esta comedia romántica muestra una buena cantidad de melódicos valses en el estilo de los grandes éxitos de Johann Strauss (pensamos que no sería amable recordarle a Richard que en la Viena de 1740, época en que tiene lugar la ópera, el vals no se había inventado todavía; pero bienvenida sea la licencia poética, pues la partitura es una delicia).
La música de Strauss, aun en sus obras más
ligeras y divertidas, nunca pierde el sello del adorador de Wagner.
Las líneas melódicas suelen ser de gran complejidad, con muchos
ornamentos y pasajes rápidos en escalas; la orquestación es densa,
con gran número de instrumentos que tocan la mayor parte del
tiempo. De hecho, la ejecución de la música de Strauss tiene la
reputación de ser de una dificultad extrema, de suerte que sus
obras constituyen las piezas más exigentes en las audiciones de
concurso para los candidatos a músicos de orquesta. Ariadna en Naxos, La mujer sin
sombra, ambas (como Elektra y
El caballero de la rosa, con libreto de
Hugo von Hofmannsthal), Capriccio y
La mujer silenciosa son otras óperas de
este compositor a las que vale la pena acercarse.
Strauss fue también un director de orquesta prominente, lo que explica tal vez que fuera uno de los raros compositores ricos y famosos en vida. Dirigía regularmente su propia música, así como la de su ídolo Wagner. Por su manera de dirigir, nunca se hubiera pensado que era un genio musical. Lo hacía sentado, era sobrio, sin expresión, claro, pero desapasionado, y movía su batuta por el aire sin énfasis alguno. Cierta vez sostuvo que el pulgar izquierdo de un director no necesitaba salir nunca del bolsillo de su chaleco (las generaciones futuras de directores, que no conocen el chaleco, han buscado en vano desde entonces un lugar para meter sus pulgares izquierdos).
Alban Berg
Si Strauss se aproximó al caos en sus partituras más turbulentas y osadas, el vienés Alban Berg (1885-1935) dio un paso más allá y, llevado por el ejemplo de su maestro Arnold Schoenberg (1874-1951), rompió con la tonalidad, ese sistema que desde los tiempos de Bach era la sacrosanta base de la música occidental. De nuevo, Wagner tuvo la culpa, pues sus dramas musicales se tomaban tantas licencias con ese sistema tonal que al final un grupo de compositores agrupados en lo que se conoce como la Segunda Escuela de Viena decidió romper con él. (Encontrarás más información sobre esta aventura musical que llevó a la música atonal y dodecafónica en nuestro libro Música clásica para Dummies.)
Si estás acostumbrado a las melodías que se pueden tararear, cuyo ritmo se puede seguir con el pie y a las armonías agradables de la música clásica tradicional, la producción de este individuo te provocará efectos inesperados. Y es que la música de Berg, como buena música atonal que es, suena disonante, es decir, como si todas las notas fueran falsas. Para Berg y sus contemporáneos esta música reflejaba el caos y la destrucción de la Europa posterior a la primera guerra mundial.
Berg empleó la extraña peculiaridad de este nuevo lenguaje musical para explorar los mismos oscuros temas relacionados con la psicosis humana y la desesperación que Strauss había tratado, logrando su propósito en sus dos muy conocidas óperas, la atonal Wozzeck (1925) y la dodecafónica Lulu (1935). En el capítulo 14 nos extenderemos más sobre estas sonrientes pesadillas. Por ahora diremos sólo que ambas rebosan de sexo, hijos ilegítimos, sadismo, muertes violentas y suicidio.
¿Y todavía te preguntas, querido lector, por qué a la gente le gusta la ópera?
La ópera en alemán tras la segunda guerra mundial
Pero no te creas que la fructífera relación de los países de habla germana con la ópera acaba aquí. Todavía hoy, la alemana es una de las escuelas operísticas más activas, y ha dado lugar a compositores cuyas obras han salido de las fronteras de su patria para conquistar los teatros líricos de todo el mundo.
Para tu información, he aquí algunos de los nombres de esos autores y sus obras:
La obra de todos estos compositores confirma la buena salud de que goza la ópera en Alemania y Austria. Algunos de estos títulos no son nada fáciles y requieren de una segunda y una tercera escucha a fin de acostumbrar el oído a sus novedosas combinaciones sonoras, sus armonías y su nuevo estilo de tratar la voz. Pero si consigues entrar, verás como la experiencia vale la pena.