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Esa semana se celebraron cientos de funerales en Nueva York y en otros muchos lugares. Los periódicos de todas partes estaban repletos de historias emotivas, de relatos estremecedores. La gente empezaba a asimilar que muchos de los botes salvavidas se habían alejado del barco medio vacíos, cargados únicamente con pasajeros de primera clase, y el mundo estaba conmocionado. El tan aclamado héroe era el capitán del Carpathia, que había corrido al lugar del naufragio para recoger a los supervivientes. Seguían sin darse muchas explicaciones de por qué se había hundido el barco. Después de chocar contra el iceberg, había resultado imposible evitar el desastre. Sin embargo, la gente comentó largo y tendido, sin llegar a entenderlo, por qué el Titanic se había adentrado en una zona de hielo después de haber recibido advertencias de que no lo hiciera. Por suerte, el Carpathia había oído las súplicas desesperadas de ayuda por radio; de lo contrario, tal vez ninguno de los pasajeros se habría salvado.

El médico le había hecho un reconocimiento a Consuelo y había dicho que su salud era sorprendentemente buena, a pesar de que estaba acongojada y en estado de shock. Parecía haberse quedado sin vida. Por eso, Annabelle fue quien tuvo que encargarse de preparar hasta el último detalle del funeral de su padre y su hermano. La ceremonia conjunta se celebraría en la iglesia de Trinity, que era una de las favoritas de su padre.

El funeral fue sombrío y digno, y contó con centenares de personas que quisieron presentar sus respetos y darles el pésame a Consuelo y a Annabelle. Los dos ataúdes de los Worthington estaban vacíos, pues no se había recuperado ninguno de los cuerpos y, por triste que pareciera, nunca se recuperarían. De las 1.517 personas que habían fallecido, solo se habían encontrado 51 cadáveres. Los demás habían desaparecido en silencio en la tumba acuosa del mar.

Una buena mujer

Varios cientos de los asistentes a la ceremonia se acercaron después a la casa de los Worthington, donde se sirvió comida y bebida. Algunas celebraciones fúnebres tenían un aire festivo, pero esa no. Robert apenas tenía veinticuatro años, y su padre tenía cuarenta y seis; ambos estaban en la flor de la vida y habían muerto de una manera muy trágica. Tanto Annabelle como Consuelo se vistieron de luto riguroso. Annabelle se caló un elegante sombrero negro y su madre se puso un velo propio de una viuda. Y por la noche, cuando todos los invitados se hubieron marchado, Consuelo parecía destrozada. Era tal su abatimiento que su hija se preguntó a qué había quedado reducida su madre. Daba la impresión de que su espíritu había muerto con sus dos hombres y se preocupó muchísimo por ella.

 

Fue un gran alivio para Annabelle que su madre anunciara durante el desayuno dos semanas después del funeral que deseaba volver al hospital en el que solía hacer de voluntaria. Dijo que le parecía que sería positivo para ella pensar en otras personas y su hija le dio la razón.

—¿Seguro que te ves con fuerzas, mamá? —le preguntó Annabelle en voz baja, con cara preocupada. No quería que su madre enfermase, aunque ya estaban a principios de mayo y la temperatura era cálida.

—Estoy bien —contestó su madre con tristeza.

Todo lo bien que podría estar durante una buena temporada. De modo que esa tarde madre e hija se pusieron sendos vestidos negros y delantales blancos y se dirigieron al hospital de St. Vincent, donde Consuelo llevaba años haciendo tareas de voluntariado. Annabelle se había unido a su madre al cumplir los quince años.

Por norma general, ayudaban a los indigentes y trataban problemas menores como heridas y lesiones, más que enfermedades infecciosas. Annabelle siempre se había sentido fascinada por esa labor y poseía un talento natural para ejercerla; por su parte, su madre era muy cariñosa y tenía un corazón muy tierno. Sin embargo, a Annabelle le atraía algo más que el cuidado a los enfermos: le fascinaban las cuestiones médicas, así que, cuando encontraba la ocasión, leía libros sobre medicina para entender las operaciones y curas que veía realizar. Nunca había sido aprensiva, a diferencia de Hortie, que se había mareado la única vez que Annabelle la había convencido para que las acompañara. Cuanto más complicada era una situación, más le gustaba. Su madre prefería servir las bandejas de comida, mientras que ella ayudaba a las enfermeras siempre que le dejaban, cambiaba Danielle Steel

vendas y limpiaba las heridas. Los pacientes decían con frecuencia que tenía unas manos de algodón.

Por la noche volvieron a casa agotadas, después de una tarde larga y fatigosa, y repitieron la visita al hospital al cabo de pocos días. Por lo menos, eso las mantenía entretenidas y les impedía pensar en la doble pérdida que habían sufrido. De repente, la primavera que prometía ser el período más emocionante de la vida de Annabelle, después de su presentación en sociedad, se había convertido en una época de soledad y duelo. No iban a aceptar ninguna invitación lúdica durante todo un año, cosa que preocupaba a Consuelo. Mientras su hija se quedaba en casa vestida de luto, todas las otras jovencitas que acababan de hacer la puesta de largo empezarían a comprometerse. Tenía miedo de que la tragedia que las había azotado también pudiera afectar al futuro de su hija de la manera más desafortunada, pero no había nada que pudieran hacer para remediarlo. De todas formas, Annabelle no parecía pensar mucho en lo que se estaba perdiendo. Como era lógico, le preocupaba más haberse quedado sin padre y sin hermano que su futuro o la ausencia de vida social.

Hortie seguía yendo a visitarlas a menudo y a mediados de mayo celebraron el decimonoveno cumpleaños de Annabelle. Consuelo estuvo muy triste durante toda la comida; comentó que ella se había casado a los dieciocho años, justo después de su presentación en sociedad, y que Robert había nacido cuando ella tenía la edad que ahora cumplía su hija. Pensar en eso provocó de nuevo las lágrimas de la mujer, que dejó a las dos jóvenes en el jardín y subió a su habitación para tumbarse a descansar.

—Ay, qué pena me da tu madre —dijo Hortie con empatía, y después miró a su amiga—. Y qué pena me das tú. Lo siento mucho, Belle. Todo esto es horrible.

Lamentaba tanto lo ocurrido a su mejor amiga que tardó otras dos horas en reconocer que James y ella habían puesto fecha para la boda, que se celebraría en noviembre, para cuyo enorme banquete tenían que hacer un montón de preparativos. Annabelle le dijo que estaba muy contenta por ella, y lo decía de corazón.

—¿De verdad no te importa no poder salir estos meses? —le preguntó Hortie.

Ella habría aborrecido tener que quedarse encerrada en casa un año entero, pero Annabelle lo había aceptado con resignación. Solo tenía diecinueve años y los meses que se avecinaban no iban a ser muy divertidos para ella. Pero ya había crecido a pasos de gigante en el breve mes que había transcurrido desde que su Una buena mujer

hermano y su padre habían muerto.

—No, no me importa en absoluto —contestó Annabelle con tranquilidad—.

Mientras mi madre tenga ganas de colaborar en el hospital, la acompañaré y así tendré algo que hacer.

—Puaj, no me hables de eso. —Hortie dejó los ojos en blanco—. Me pongo mala... —Pero sabía que a su amiga le encantaba—. ¿A pesar de todo vais a ir a Newport este año?

Los Worthington poseían una casita preciosa allí, en Rhode Island, junto a la de los Astor.

—Mi madre dice que sí. A lo mejor podríamos ir pronto, en junio, antes de que empiece la temporada fuerte. Creo que le iría bien.

Lo único que preocupaba ahora mismo a Annabelle era el bienestar de su madre; a diferencia de Hortie, que tenía una boda que preparar, millones de fiestas a las que asistir y un prometido del que estaba locamente enamorada. Su vida era como debería haber sido la de Annabelle, pero ya no lo sería. Su mundo, tal como lo conocía hasta entonces, se había desintegrado, había cambiado para siempre.

—Por lo menos estaremos juntas en Newport —comentó alegre Hortie.

A las dos les encantaba ir a nadar cuando sus madres se lo permitían.

Hablaron de los planes de la boda durante un rato y luego Hortie se marchó. Para Annabelle, había sido un cumpleaños muy tranquilo.

En las semanas que siguieron al funeral, Consuelo y Annabelle recibieron varias visitas, como era de esperar. Los amigos de Robert pasaban a saludar, algunas damas viudas iban a dar el pésame a Consuelo, dos empleados del banco de Arthur a quienes conocían bien se acercaron a prestar su apoyo, y por último se presentó un tercer empleado a quien Consuelo había visto algunas veces y que le caía muy bien. Se llamaba Josiah Millbank, tenía treinta y ocho años y era muy respetado en el banco de Arthur. Era un hombre apacible, de buenos modales, y le contó algunas anécdotas sobre Arthur que ella desconocía y que le hicieron reír. Se sorprendió de lo mucho que le había alegrado la visita de Josiah, y el hombre llevaba ya una hora en su compañía cuando Annabelle volvió de dar una vuelta en coche con Hortie. Recordaba haberlo visto antes, pero no lo conocía apenas. Estaba más próximo a la generación de su padre que a la suya, pues tenía catorce años más que su hermano mayor, así que, aunque lo hubiera visto en alguna fiesta, no se habría fijado en él porque no tenían nada en común. Sin embargo, igual que su madre, se sintió sorprendida por su amabilidad y sus buenos modales, y él se Danielle Steel

mostró también muy compasivo con ella.

Mencionó que iba a estar en Newport en julio, igual que todos los años. Allí tenía una casita sencilla pero cómoda. Josiah era originario de Boston, provenía de una familia tan respetable como la de los Worthington y su situación económica era similar. De todas formas, vivía de manera discreta y nunca se vanagloriaba de sus posesiones. Prometió ir a visitarlas cuando estuvieran en Newport, y Consuelo dijo que estaría encantada. Después de su partida, Annabelle se dio cuenta de que les había llevado un enorme ramo de lilas blancas, que la sirvienta ya había colocado en un jarrón. Consuelo se puso a hablar sobre él en cuanto se fue.

—Es un hombre muy simpático —dijo en voz baja mientras admiraba las lilas—. Tu padre lo apreciaba mucho, y ahora lo entiendo. Me pregunto por qué no se habrá casado.

—Hay personas que no se casan —contestó Annabelle sin darle mayor importancia—. No todo el mundo ha nacido para el matrimonio, mamá —añadió con una sonrisa.

Empezaba a preguntarse si ella sería una de esas personas. No se imaginaba dejando a su madre en esas circunstancias para irse a vivir con un hombre. No le gustaba la idea de dejar a su madre sola. Y el no casarse no le parecía una tragedia.

Para Hortie sí habría sido un drama, pero para ella no. Ahora que faltaban su padre y su hermano, y que su madre estaba destrozada, Annabelle consideraba que tenía responsabilidades más importantes dentro del hogar y no lamentaba estar soltera ni un instante. Cuidar de su madre daba sentido a su vida.

—Si intentas decirme que no quieres casarte —le contestó su madre como si le hubiera leído el pensamiento, como solía hacer—, ya puedes ir quitándotelo de la cabeza. Cumpliremos el año de luto, como corresponde, y después te buscaremos marido. Eso es lo que tu padre querría.

Annabelle se dio la vuelta y la miró con seriedad.

—Papá no querría que te dejara sola —afirmó con la rotundidad propia de los adultos.

Consuelo sacudió la cabeza.

—Eso es una tontería, y lo sabes. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.

Pero mientras lo decía los ojos volvieron a llenársele de lágrimas, y su hija no se quedó muy convencida.

Una buena mujer

—Bueno, tiempo al tiempo —replicó la chica con firmeza, y salió corriendo de la habitación para mandar que prepararan una bandeja con la cena y se la subieran al dormitorio a su madre.

Cuando regresó, la rodeó con el brazo, la empujó con cariño para que subiera a la planta superior y se tumbara un rato, y la arropó en la cama, esa cama que había compartido con el marido al que tanto amaba y que había desaparecido, algo que le rompía el corazón a Consuelo.

—Eres demasiado buena conmigo, hija mía —dijo la mujer con aire avergonzado.

—No es verdad —contestó Annabelle con voz cantarina.

Era el único rayo de sol que quedaba en la casa. No le daba a su madre más que alegrías. Y ambas lo eran todo la una para la otra. Ahora solo estaban ellas dos.

Annabelle le colocó un chal fino a Consuelo sobre los hombros y volvió a bajar para leer en el jardín, con la esperanza de que su madre estuviera lo bastante animada al día siguiente para ir al hospital. Era la única distracción que tenía Annabelle y le permitía volcarse en algo que le importaba.

Tenía muchas ganas de que llegara el mes de junio para marcharse a Newport.

 

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