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Consuelo se vio inmersa en una actividad frenética durante varias semanas. Tenía que organizar el catering y los arreglos florales en Newport, apalabrar el enlace con el sacerdote, contratar a los músicos. Ya había decidido que abriría la casa en junio. El padre de Josiah accedió a encargarse del ensayo de la cena, que iba a celebrarse en el Club de Campo de Newport.

Consuelo también tenía que mandar las invitaciones. Y Annabelle necesitaba el vestido de novia y el ajuar. Había millones de detalles que planificar y organizar, y hacía un año que Consuelo no se sentía tan contenta. Lamentaba que Annabelle no tuviera cerca a su padre para que participara de los preparativos, y por eso deseaba que todo fuese todavía más hermoso para su hija; sería como una especie de compensación por la ausencia.

Anunciaron el enlace en el New York Herald un día antes del cumpleaños de Annabelle y, al día siguiente, Josiah se presentó con el anillo de compromiso. Era un diamante de diez quilates que había pertenecido a su madre. Destacaba de forma espectacular en la mano de Annabelle. Josiah consideraba que regalarle el anillo de su madre era más significativo que comprar uno, y a Annabelle le encantó. Para entonces, Consuelo y ella ya andaban buscando el vestido de novia.

Y, por pura casualidad, encontraron el vestido perfecto en la tienda B. Altman’s el día 1 de junio. Era una prenda muy fina de exquisito encaje francés, cortado según un diseño del famoso Patou, y lo bastante sencillo como para no desentonar en una boda celebrada en el jardín en Newport. El vestido llevaba una larga cola vaporosa y un gigantesco velo de tul. Cuando se lo probó, Annabelle se vio magnífica. Y

cuando le propuso a su amiga Hortie que fuera la dama de honor, la joven gritó: —¿Estás loca? ¡No puedes casarte hasta que haya tenido el bebé! Si tu madre pensaba montar una carpa, que encargue dos, porque la voy a necesitar. Será lo Danielle Steel

único que pueda ponerme para entonces.

—Me da igual el aspecto que tengas o lo que diga la gente —insistió Annabelle—. Lo único que quiero es que estés allí conmigo.

Seguía siendo un tema peliagudo para su madre y para ella, pero había decidido que recorrería el pasillo nupcial a solas.

—Además, se supone que no debo aparecer en público una vez embarazada.

Todas las alcahuetas de Newport hablarán de mí durante años.

Annabelle también pensaba que tenía razón en eso, y vio que Hortie estaba a punto de echarse a llorar.

—¿A quién le importa? Yo te quiero, tengas el aspecto que tengas. Y no nos apetece esperar más. Agosto es el mes perfecto para nosotros —intentó convencerla.

—Te odio. A lo mejor, si nado mucho, puedo dar a luz antes. Pero seguiré estando gorda...

Cuando se dio cuenta de que no iba a convencer a Annabelle de que pospusiera la boda, Hortie se rindió y le prometió que iría a la fiesta contra viento y marea. Era una semana antes de la fecha en la que salía de cuentas, y la joven estuvo a punto de pegarle un capón a Annabelle cuando esta insinuó que tal vez se retrasara el parto. Hortie quería que se adelantara. Ya estaba harta de sentirse fea y gorda.

Annabelle y Hortie fueron de compras juntas para buscar complementos para el ajuar. Y Annabelle y Josiah todavía tenían que decidir dónde iban a vivir.

Josiah tenía una casita muy digna en Newport que había heredado de su madre, pero su apartamento de Nueva York podía resultar un poco pequeño una vez que tuvieran hijos. Habían acordado que buscarían un hogar más grande cuando regresasen de Wyoming, que era donde habían decidido pasar la luna de miel. En esas fechas era demasiado apresurado intentar encontrar un sitio nuevo en el que vivir. Por el momento, su apartamento era lo bastante grande para ellos dos. Y

estaba cerca de donde vivía la madre de Annabelle, cosa que le encantaba. La joven aborrecía marcharse de casa y dejarla sola. Sabía perfectamente lo desolada que se sentiría su madre.

Sin embargo, por entonces Consuelo estaba demasiado ocupada para sentirse sola. Hizo dos viajes a Newport para empezar a organizar la boda e indicarle al jardinero qué quería que plantase. Y entre los dos habían logrado encontrar la carpa del tamaño ideal, que había sobrado de una boda celebrada el Una buena mujer

año anterior en la localidad.

Y para gran sorpresa de Annabelle y Josiah, a final de junio todos los cabos estaban atados y bien atados. Consuelo era un modelo de eficacia y deseaba que su hija tuviera la boda perfecta. Él se mostró adorable durante todo el proceso. No dio muestras de nerviosismo ni perdió la paciencia en ningún momento, a pesar de que había tenido que esperar mucho para casarse, hasta los treinta y nueve años.

Una vez que se había decidido, estaba mentalizado y muy tranquilo con el tema.

Más incluso que su prometida.

En cuanto su enlace matrimonial salió publicado en el Herald, empezaron a invitarlos a infinidad de eventos, así que salían casi todas las noches. Hacían una pareja despampanante, y solo dos de las amigas de Consuelo comentaron con muy poco tacto que pensaban que Josiah era demasiado viejo para Annabelle. Consuelo les aseguró que era perfecto. Su primo, John Jacob Astor, se había casado con Madeleine cuando ella tenía dieciocho años y él pasaba de los cuarenta. Josiah le demostraba a diario que sería el marido perfecto para su hija. Y Annabelle había conseguido continuar haciendo sus tareas de voluntariado, con el beneplácito de él, hasta final de junio. Dejaría de realizarlas desde entonces hasta el otoño.

Lo único que Consuelo les pedía, y no se cansaba de repetirlo, era que le dieran nietos cuanto antes. Annabelle pensaba que, si volvía a oírselo decir otra vez, iba a soltarle un grito.

Por su parte, Hortie no dejaba de hablarle de las sorpresas que se le desvelarían al cabo de poco tiempo, y de lo genial que sería el sexo. Le ponían nerviosa todos esos consejos no solicitados por parte de su amiga de toda la vida, que no paraba de engordar. Hortie estaba enorme y Annabelle confiaba en que, cuando ella se quedara embarazada, no tuviera semejante aspecto. Un día se lo dijo tal cual a Josiah, y él se echó a reír.

—Cuando eso pase estarás preciosa, Annabelle, y nuestros hijos también serán preciosos.

Le dio un beso tierno. Tenían tantos planes por delante y tantas cosas que hacer en los próximos dos meses...

Parecía que todos sus conocidos quisieran prepararles una celebración. A los treinta y nueve años, por fin iba a casarse. Henry Orson le organizó una despedida de soltero. Todo el grupo de hombres tuvo resaca durante tres días después de la fiesta. Josiah admitió que se lo habían pasado en grande, aunque no entró en detalles. Ninguno de sus amigos soltó prenda.

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Consuelo se marchó a Newport en junio y Annabelle se reunió con ella allí a mediados de julio. Josiah se apuntó a finales de mes, aunque se alojó en su propia casa. Henry Orson lo acompañó, para dar apoyo moral al novio, que parecía llevar muy bien la situación. Se quedaría en su casa mientras ellos estuvieran de luna de miel. Josiah había pedido tres semanas extras de vacaciones ese año, para celebrar el viaje de novios. El banco había sido comprensivo con su petición, sobre todo teniendo en cuenta que la novia era Annabelle.

Annabelle apreciaba mucho a Henry, el amigo de Josiah. Era muy inteligente, ingenioso, amable y un poco tímido. La muchacha se pasaba el día intentando decidir a cuál de sus amigas solteras debía presentárselo. Ya se lo había presentado a varias y el hombre había reconocido que dos de ellas le gustaban, aunque todavía no había surgido nada serio. De todas formas, Annabelle tenía esperanzas. Cuando Josiah y él se reunían, eran divertidos y ocurrentes, y multiplicaban las gracias de su repertorio. Henry siempre había sido muy gentil con ella. Era para Josiah lo mismo que Hortie para ella, su amigo más fiel desde el colegio. Y Annabelle lo admiraba inmensamente.

Para entonces, Hortie ya se había instalado en la casa de sus padres de Newport para pasar el verano, y James había ido con ella. Estaban casi seguros de que el niño nacería allí, y la joven iba a visitar a Annabelle a diario. Por su parte, esta ayudaba a su madre siempre que podía, aunque Consuelo insistía en que tenía todo bajo control. Annabelle había llevado consigo el vestido de novia. Sus amigos las invitaron a muchísimas fiestas en Newport. Y los Astor dieron un baile multitudinario en su honor. Consuelo se quejó de que nunca había salido tanto en su vida, pero, en el fondo, se divirtió mucho.

El número de invitados a la boda ya había superado la marca de la centena y se aproximaba a ciento veinte. Cada vez que alguien celebraba una fiesta para ellos, tenían que añadirlo a la lista. A pesar de todo, era evidente que la joven pareja se lo pasaba en grande. Un día, mientras comían en un picnic que habían organizado con su amigo Henry y las dos chicas, Josiah le comentó a Annabelle sin reparo que, si hubiera sabido que casarse era tan divertido, lo habría hecho muchos años antes.

—Pues menos mal que no lo hiciste —le recordó ella—, porque entonces no habrías podido casarte conmigo.

—Tienes toda la razón —dijo él y chasqueó la lengua, justo en el momento en que llegaba Hortie.

Estaba oronda y, cada vez que Annabelle la veía, no podía evitar reírse de Una buena mujer

ella. Costaba creer que al mes siguiente fuera a estar todavía más gorda que en esos momentos. Parecía a punto de explotar. Tanto Josiah como Henry tuvieron que ayudarla a sentarse en la hierba, e hizo falta mucho más esfuerzo y casi una grúa para levantarla después de la comida.

—No me hace gracia —dijo Hortie, mientras los otros tres se reían de ella—.

Hace meses que no me veo los pies.

Tenía un aspecto monstruoso, e insistía en que se sentía como un elefante.

—¿Qué te pondrás para la boda? —le preguntó Annabelle con cara preocupada. No se imaginaba ningún vestido lo bastante ancho para que Hortie cupiera dentro.

—La colcha de la cama, supongo. O una carpa.

—En serio, ¿tienes algún vestido a medida? No pienses que vas a librarte de ir...

—No te preocupes, allí estaré —le aseguró—. No me lo perdería por nada del mundo.

Lo cierto era que había ido a la modista de su madre para que le hiciera el traje: un vestido gigantesco y con mucha caída en un tono azul pálido. Y se había comprado unos zapatos a juego. No era precisamente el vestido ideal para la dama de honor, pero era lo único que podía ponerse. Aborrecía reconocerlo, pero no le quedaba otra opción.

Consuelo se había hecho un vestido en color verde esmeralda con un sombrero a conjunto, y había pensado lucir las esmeraldas que Arthur le había regalado. El color le sentaba de maravilla y Annabelle sabía que la madre de la novia estaría guapísima.

Por fin llegó el gran día. El padre y la madrastra de Josiah llegaron de Boston, con la hermanastra de su futuro yerno, su marido y el hijo de ambos. A Annabelle le cayeron todos bien. Y el ensayo de la cena fue bastante fluido.

Consuelo congenió con los parientes de su futuro yerno y los invitó a comer en su casa el día anterior a la boda. Ambas familias estaban muy emocionadas con el enlace. Era la unión de dos linajes muy respetables, y de dos personas a quienes todo el mundo quería. Tal como predijo Josiah, su alocado hermano George, quien vivía en Chicago, decidió no ir. Tenía que jugar un torneo de golf ese día. Así era su hermano, y Josiah no se sintió herido. De haber asistido, habría montado una escena, así que su ausencia era un alivio. Su familia nunca había sido tan normal, equilibrada y cohesionada como la de Annabelle. Y su madrastra lo ponía de los Danielle Steel

nervios. Tenía una voz chillona y se quejaba a la menor oportunidad.

Consuelo volvió a almorzar con los familiares de Josiah el mismo día de la boda, sin que estuvieran presentes los novios. Por pura superstición, Annabelle no quiso ver a su prometido antes de la ceremonia, así que él y su amigo Henry se quedaron en casa tranquilamente, para intentar relajarse. Hacía mucho calor ese día y Consuelo temía que las flores se marchitaran y la tarta nupcial se derritiera antes siquiera de que empezara la boda. La ceremonia en el jardín tendría lugar a las siete de la tarde y se sentarían a cenar a las nueve. Nadie dudaba de que la fiesta se alargaría hasta bien entrada la madrugada.

Al final había ciento cuarenta invitados, repartidos de forma casi equitativa entre el novio y la novia. Y Henry Orson, por supuesto, iba a ser el padrino de boda.

Hortie sería la dama de honor; bueno, eso si no tenía el bebé justo antes de la boda, cosa que podía ocurrir perfectamente. Con la intención de advertir a su amiga, le había confesado a Annabelle que hacía dos días que tenía contracciones y que rezaba para no romper aguas delante del altar. Ya era bastante bochornoso presentarse de semejante guisa. Sabía que todos se quedarían horrorizados cuando la vieran así en la boda y probablemente lo encontraran chocante. Pero no podía decepcionar a su mejor amiga. Annabelle le había dicho que ya era bastante triste para ella no poder contar con su padre y su hermano ese día, de modo que Hortie no podía ausentarse bajo ningún concepto.

Blanche había viajado a Newport con ellas para preparar la boda. Se pasó la tarde corriendo ajetreada por el dormitorio de Annabelle, atosigándola como si fuera una niña pequeña. Cuando llegó el momento, Consuelo y ella la ayudaron a ponerse el vestido de novia y le abrocharon los diminutos botoncillos. La cintura ceñida y la falda estrecha le quedaban fabulosas. Y después de tomar aire profundamente, Consuelo colocó la horquilla en el pelo rubio de Annabelle y le arregló el velo que le cubría la cara. Ambas mujeres retrocedieron para mirarla y las dos no pudieron reprimir las lágrimas. Sin lugar a dudas, Annabelle era la novia más guapa que habían visto jamás.

—Dios mío —susurró Consuelo cuando Annabelle les sonrió—. Estás increíble.

Annabelle era la mujer más feliz de la Tierra y se moría de ganas de que la viera Josiah. Todas lamentaban que su padre no pudiera estar presente. Consuelo sabía que, de haberla podido acompañar al altar, se le habría hecho un nudo del tamaño de un puño en la garganta. Annabelle siempre había sido su orgullo y Una buena mujer

máxima alegría.

Las dos mujeres la ayudaron a bajar la escalera mientras le recogían la larga cola. Entonces, una de las criadas le acercó el ramo de lirios del valle y, con él en la mano, Annabelle, acompañada de su madre y Blanche, se escabulló por una puerta lateral. La sirvienta avisó a los amigos de la pareja de que la novia estaba a punto de llegar. Los invitados estaban sentados donde les correspondía y Josiah y Henry estaban esperándola en el altar, con Hortie a su lado, que parecía un gigantesco globo de color azul celeste. Más de una viuda noble de Newport había exclamado sobresaltada al verla. Pero todo el mundo sabía que era una boda poco convencional. El novio tenía casi veinte años más que la novia y nunca se había casado, y la familia de la joven había hecho frente a una horrible tragedia hacía menos de un año. Era preciso hacer algunas concesiones.

Consuelo permaneció un momento más en el jardín lateral, contemplando a su hija, y después la estrechó en sus brazos y la abrazó muy fuerte.

—Que seas feliz, hija mía... Papá y yo te queremos muchísimo. —Y en ese instante, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, corrió a sentarse en el lugar que tenía reservado, en la primera fila de sillas que habían colocado en el jardín principal para la ceremonia religiosa.

Los ciento cuarenta invitados estaban esperando y, en cuanto Consuelo tomó asiento, los músicos empezaron a tocar la marcha nupcial de Lohengrin, la misma que habían tocado en la boda de Hortie. El gran momento había llegado. Se acercaba la novia. Consuelo levantó la mirada hacia Josiah y él le sonrió. Un brillo cálido se transmitió entre ambos. Y más que nunca, Consuelo supo que era el hombre adecuado. Estaba segura de que Arthur habría pensado lo mismo.

Todos los invitados de la boda se levantaron cuando el sacerdote hizo una señal, y todas las cabezas se volvieron hacia Annabelle. La tensión era palpable mientras, lenta y solemnemente, la exquisita novia recorría el jardín con pasos seguros, a solas. No había nadie para acompañarla, nadie que la llevara al altar, que la protegiera y entregara su mano al hombre con quien se iba a casar.

Annabelle se aproximaba a él con orgullo y sigilo, con una certeza y una dignidad absolutas, por sí misma. Como no había quien la entregara a Josiah, ella misma se le entregaba, con el beneplácito de su madre.

Todos contuvieron la respiración a la vez al verla, y la fuerza de la tragedia que la había sacudido golpeó también a los invitados en cuanto vieron a la menuda y encantadora novia acercarse a ellos con un ramo de lirios del valle en la mano y el rostro cubierto por el velo.

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Se colocó delante de Josiah y del sacerdote, mientras Henry y Hortie daban un paso atrás. La pareja de novios se quedó de pie, mirándose a través del velo, y el prometido tomó a la novia con delicadeza de la mano. Había sido muy valiente.

El sacerdote se dirigió a la multitud congregada y empezó la ceremonia.

Cuando preguntó quién entregaba a esa mujer en matrimonio, su madre respondió con voz clara desde la primera fila «Yo la entrego», y el rito matrimonial continuó.

En el momento correspondiente, Josiah levantó el velo con mucha ternura y la miró a los ojos. Se dijeron los votos el uno al otro, él le puso una estrecha alianza con un diamante a ella, y Annabelle le puso una sencilla alianza de oro a él. Los proclamaron marido y mujer, se besaron y a continuación, radiantes, volvieron a recorrer juntos el pasillo nupcial. Consuelo no dejaba de derramar lágrimas descontroladas mientras los observaba, y entonces, tal como había hecho su hija, recorrió el pasillo a solas detrás de Henry y Hortie, quien caminaba como un pato, feliz, del brazo de Henry. Él nunca había visto a una mujer tan increíblemente embarazada en público, igual que el resto de los asistentes. Pero Hortie había decidido que iba a disfrutar de la boda y estaba encantada de haber ido. No tardó en encontrar a James entre la multitud, y Consuelo, Annabelle y Josiah se pusieron en fila para saludar a los invitados, que querían felicitarlos.

Media hora después, todos se habían entremezclado y hablaban mientras disfrutaban de una copa de champán. Había sido una boda preciosa, tierna y muy emotiva. Annabelle estaba mirando con adoración a Josiah en el momento en que Henry se aproximó para darle un beso y dedicarle sus mejores deseos, así como para felicitar al novio.

—Bueno, ya lo has hecho —le dijo a Annabelle chasqueando la lengua—. Lo has civilizado. Decían que era imposible.

—Tú serás el próximo —bromeó ella mientras le daba un beso—. Ahora tenemos que encontrar a alguien para ti.

Henry se puso nervioso cuando le oyó decir eso y fingió estremecerse de miedo.

—No sé si estoy preparado —confesó—. Creo que preferiría seguir saliendo con vosotros dos y disfrutar de las maravillas del matrimonio desde la barrera. No os importa si me uno a vosotros, ¿verdad?

Lo decía medio en broma, pero Annabelle le dijo que sería siempre bienvenido. Sabía lo intensa que era la amistad entre él y Josiah, igual que la suya con Hortie. En su nueva vida había espacio para sus amigos de siempre.

Una buena mujer

Los recién casados saludaron a todos los invitados y entonces, justo después de las nueve, llegó el momento de sentarse a cenar. Annabelle y Consuelo habían sido muy meticulosas con la ubicación de los invitados, para asegurarse de que las personalidades más importantes de Newport eran tratadas con el debido respeto.

Consuelo se había sentado con la familia de Josiah, y en la mesa de los novios habían colocado a Henry, a una de las amigas de Annabelle, a James y a Hortie, y otras tres parejas jóvenes que les caían muy bien. Casi todos los invitados eran personas que los novios deseaban de verdad que los acompañaran aquel día.

Había muy pocos invitados de compromiso, a excepción de unos cuantos empleados del banco de Arthur, con quienes trabajaba Josiah. Les pareció adecuado incluirlos en la lista.

Josiah abrió el baile con Annabelle: un vals lento que ejecutaron a la perfección. A ambos les encantaba esa pieza y la habían bailado muchas veces. Los dos eran muy buenos bailarines y destacaban en la pista. Todo el mundo suspiró mientras los veía bailar. Y después el padre de Josiah bailó con la novia, y Josiah bailó con Consuelo, y a continuación el resto de los invitados se les unieron en la pista de baile. Casi eran las diez cuando los comensales empezaron a comer la suntuosa cena que Consuelo había encargado. Bailaron entre plato y plato, hablaron sin parar, se rieron, disfrutaron de la compañía, y muchos comentaron lo buena que estaba la comida, algo extraño en las bodas. La pareja de recién casados cortó la tarta nupcial a medianoche. Después siguieron bailando y los invitados no empezaron a marcharse hasta las dos de la mañana. La boda había sido todo un éxito y, cuando se dirigían al Hispano-Suiza de Arthur para ir al hotel New Cliff, donde iban a pasar la noche, Josiah se inclinó para besarla.

—Gracias por la velada más hermosa de mi vida —le dijo, mientras el arroz y los pétalos de rosa empezaban a bañarlos, e invitó a su flamante esposa a entrar en el coche. Ya habían dado las gracias con efusividad a la madre de Annabelle por ofrecerles la boda perfecta, y habían prometido que pasarían por su casa a despedirse por la mañana, antes de dirigirse a la ciudad para tomar el tren a Wyoming. Tenían las maletas hechas y preparadas en el hotel. Para el viaje, Annabelle pensaba ponerse un traje de lino de un azul pálido, con un enorme sombrero de paja con un estampado de flores también en azul pastel y unos guantes azules de cabritilla a juego.

Saludaron con la mano a los observadores mientras el coche se alejaba de la fiesta para llevarlos al hotel y, por un instante, Annabelle se preguntó qué le aguardaba. Lo último que vieron al marcharse fue la mastodóntica silueta de Hortie, que se despidió de ellos con la mano. Annabelle se rió mientras le devolvía Danielle Steel

el saludo, y confió en que, si se quedaba embarazada, no tuviera el aspecto de Hortie de ahí a nueve meses. Henry había sido el último en darle dos besos de despedida y estrecharle la mano a Josiah. Los dos hombres se habían mirado a los ojos y habían sonreído, y Henry les había deseado lo mejor. Era un buen hombre, Annabelle lo sabía, y Josiah lo consideraba un hermano, casi más próximo que el verdadero.

Se sentaron en la salita de la suite durante un rato, Annabelle todavía con el vestido de novia y él con el frac y la corbata blanca, y hablaron de la boda, de sus amigos, de lo bonito que había sido todo y de lo extraordinaria que había sido la labor de Consuelo. La ausencia de su padre y su hermano había sido dolorosa para Annabelle, pero incluso eso había sido tolerable. Ahora contaba con Josiah, y él la apoyaría, la amaría y la protegería. Y él tenía a Annabelle, quien lo alentaría y adoraría durante el resto de su vida. No podían pedir más.

Eran ya las tres de la madrugada cuando los novios se dirigieron a dos cuartos de baño diferentes y, al cabo de un rato, salieron. Él llevaba un pijama de seda blanca, que alguien le había regalado para la ocasión, y ella lucía un elegante camisón de chiffón blanco, con el corpiño incrustado de perlitas diminutas, y una bata a conjunto. Se rió como la adolescente que era en el fondo cuando se metió en la cama al lado de su marido. Josiah ya la estaba esperando, y la tomó en sus brazos. Sospechaba lo nerviosa que estaba ella, y ambos se notaban agotados después de una noche tan larga.

—No te preocupes, cariño —le dijo él en voz baja—, tenemos mucho tiempo por delante.

Y entonces, para alegría y sorpresa de ella, la abrazó con ternura hasta que se quedó dormida y soñó con lo bello que había sido todo. En sus sueños estaban en el altar, intercambiando los votos, y esta vez su padre y su hermano se hallaban a su lado, observándola. De todas formas, ella los había sentido cerca, así que continuó durmiendo mientras Josiah la abrazaba con sumo cuidado, como si fuera una piedra preciosa.

 

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