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Con el fin de la guerra, las personas empezaron a recuperar poco a poco sus vidas.
Los soldados regresaron a sus lugares de origen, se casaron con las novias que habían dejado allí, o con otras nuevas que habían conocido durante los años de la contienda. Volvieron a sus ocupaciones y costumbres anteriores. Se veían lisiados y heridos por todas las calles: con muletas, en sillas de ruedas, algunos con miembros amputados o con prótesis. En ocasiones daba la sensación de que la mitad de los hombres de Europa estaban mutilados, aunque por lo menos seguían vivos. Y quienes no llegaron a regresar jamás eran llorados y recordados por sus familiares. Annabelle pensaba con frecuencia en sus compañeros de clase que habían desaparecido. Todos los días echaba de menos a Marcel, e incluso a Rupert, que le había hecho la vida imposible los primeros meses en el castillo, pero con quien había terminado siendo muy amiga.
No dejaban de llegar alumnos nuevos a la facultad y, cuando empezó la primavera, ya eran sesenta los estudiantes del castillo: jóvenes formales, comprometidos, decididos a hacerse médicos y servir al mundo. Ella seguía siendo la única mujer de la clase, y todos estaban enamorados de Consuelo. Celebró su primera fiesta de cumpleaños con sesenta y un estudiantes de medicina adorables, y empezó a andar justo al día siguiente. Era la favorita de todos ellos e incluso enternecía el corazón del doctor Graumont, que podía ser tan severo algunas veces.
La niña tenía diecisiete meses cuando su madre empezó el tercer curso de la carrera. Procuraba por todos los medios que no entrara en contacto con desconocidos, pues la epidemia de gripe seguía azotando el mundo entero. Para entonces, ya habían fallecido varios millones de personas enfermas.
La facultad de medicina se convirtió en el hogar ideal tanto para Annabelle como para Consuelo, con sesenta encantadores tíos que no dejaban de hacerle monerías siempre que tenían ocasión. Le regalaban detalles, jugaban con ella, y en Una buena mujer
cuanto uno la soltaba, otro la cogía en brazos o la columpiaba en sus rodillas. La niña vivía muy feliz.
Al final, Annabelle se vio obligada a prescindir de la casa en Antibes cuando los propietarios decidieron venderla, y tuvo que despedirse de Gaston y Florine.
Sin embargo, Brigitte se quedó con ellas, pues en la casita dependiente del castillo había sitio de sobra para las tres.
De vez en cuando, mientras veía cómo crecía su preciosa Consuelo, pensaba en contactar con la familia del vizconde. Ahora que sabía lo que era tener un hijo, se preguntaba si los padres del oficial desearían mantener una especie de último vínculo afectivo con su hijo a través de la niña. Sin embargo, no se veía con fuerzas para hacerlo. No deseaba compartir a Consuelo con nadie. La niña era clavadita a ella, como si nadie más hubiese contribuido a su concepción. Todos los que la veían decían que era el vivo retrato de Annabelle en todos los sentidos.
Los años en la universidad pasaron ante ella a la velocidad del rayo. Estaba tan ocupada y volcada en lo que hacía que tuvo la sensación de que todo acababa en un abrir y cerrar de ojos, aunque se había esforzado mucho para llegar hasta allí.
Cumplió treinta años el mismo mes en que se graduó en la facultad de medicina del doctor Graumont. Y Consuelo había cumplido los cinco en abril.
Dejar la universidad y abandonar también la casita de los terrenos del castillo, en la que habían vivido un lustro, era como volver a marcharse de casa. Le resultaba a la vez emocionante y doloroso. Annabelle había decidido viajar a la capital, pues había pedido una colaboración con el hospital Hotel-Dieu de París, cerca de Notre Dame, en la Île de la Cité. Era el hospital más antiguo de la ciudad. Tenía intención de abrir una consulta de medicina general. Siempre había albergado la esperanza de trabajar para el doctor De Bré, pero este había muerto la primavera anterior. Y
el último vínculo que tenía con su país natal se había cortado de cuajo un mes antes de su graduación. Recibió una carta del director del banco de su padre en la que le comunicaba que Josiah había muerto en México en febrero, y que Henry Orson había fallecido poco después. El encargado de los asuntos financieros de Annabelle dentro del banco pensó que querría saberlo y, de paso, adjuntó una carta que Josiah le había dejado. Cuando murió, tenía cuarenta y nueve años.
Su muerte y su última carta desencadenaron un alud de recuerdos en ella, así como una oleada torrencial de tristeza. Habían pasado ocho años desde que la había abandonado y ella había viajado a Europa, y siete años desde el divorcio. La carta que le había dedicado era tierna y nostálgica. La había escrito hacia el final de Danielle Steel
sus días. Le decía que había sido feliz con Henry en México, pero que siempre la había recordado con amor y con arrepentimiento por lo mucho que la había hecho sufrir. Confiaba en que ella hubiera encontrado también la felicidad y algún día pudiera perdonarlo. Mientras leía la carta, Annabelle tuvo la sensación de que el mundo en el que había crecido y que compartía con él ya no existía. No tenía ninguna clase de lazo que la uniera a él. Su vida estaba en Francia, con su hija, con su profesión. Hacía mucho tiempo que había quemado los puentes. Lo único que le quedaba en Estados Unidos era la casa de Newport, que llevaba ocho años desocupada, todavía en manos de los fieles sirvientes de sus padres, que la cuidaban con esmero. Dudaba de que algún día volviera a ella, pero no se había sentido con fuerzas para venderla, y además no le era imprescindible. Sus padres le habían legado más que suficiente para vivir de forma holgada y asegurar el futuro de Consuelo y el suyo propio. Algún día, cuando aunara el valor necesario, vendería la residencia de verano familiar. Lo que ocurría era que aún no se veía con ánimo de hacerlo. De la misma manera que tampoco se veía con ánimo de contactar con los padres del vizconde. Consuelo y ella eran las únicas habitantes de su universo particular.
Le costó mucho despedirse de la facultad de medicina y de los amigos que había hecho allí. Todos sus compañeros de promoción iban a dispersarse por distintas partes de Francia. Muchos pensaban quedarse en el sur del país, y la joven nunca había sentido especial afinidad con el único de ellos que iba a mudarse a París también. En todos los años que llevaba en Europa no había mantenido ninguna relación amorosa. Primero había estado demasiado volcada en su voluntariado, y después había estado absorbida por sus estudios y su hija. Era una joven viuda muy digna y ahora sería una médico igual de entregada. No quedaba espacio en su vida para nada más, y deseaba que siguiera siendo así.
Josiah le había roto el corazón y el padre de Consuelo había destrozado el resto de su ser. No quería a ningún hombre en su vida, ni a nadie más que a su hija. Esta y su trabajo eran todo lo que necesitaba.
Ambas tomaron el tren hacia París en junio con Brigitte, quien estaba muy emocionada de acompañarlas a la capital. Hacía años que Annabelle no visitaba París y descubrió que en esos momentos estaba mucho más animada. Llegaron a la Gare de Lyon y llamaron a un taxi que las llevó al hotel en el que Annabelle había reservado habitación, en la ribera izquierda del Sena. Era un establecimiento pequeño que le había recomendado el doctor Graumont, pues decía que era muy apropiado para dos mujeres y una niña. Le había advertido de los peligros que acechaban en París. Annabelle se dio cuenta de que el taxista era ruso, y tenía aire Una buena mujer
distinguido. A causa de la Revolución bolchevique y el asesinato de la familia del zar, muchos rusos blancos de la nobleza habían emigrado a París, donde se dedicaban a trabajar de taxistas o desempeñar empleos poco cualificados.
Sintió una gran satisfacción cuando se registró en el hotel como la docteur Worthington. Se le iluminaron los ojos como a una niña. Seguía siendo la bella joven que era cuando había llegado a Europa, y en los momentos en que jugaba con Consuelo volvía a la infancia. Sin embargo, detrás de ese espíritu juvenil había una mujer seria y responsable, alguien en quien los demás podían confiar, en cuyas manos podían poner su salud y sus vidas. Su sensibilidad con los pacientes había sido la envidia de sus compañeros de facultad y de prácticas, y gracias a ella se había ganado el respeto de todos sus profesores. El doctor Graumont sabía que sería una excelente profesional, además de un orgullo para la escuela.
Dejaron las maletas en el hotel. El doctor Graumont se encargaría de enviarles sus pertenencias más adelante, cuando hubieran encontrado casa.
Annabelle deseaba instalarse en un lugar en el que pudiera abrir también la consulta médica para visitar a los pacientes.
Un día después de su llegada a París, fue al hospital Hôtel-Dieu, para preguntar si le darían permiso para desviar a los pacientes graves a ese centro.
Mientras tanto, Brigitte se llevó a Consuelo a ver los Jardines de Luxemburgo. La hermosa niñita rubia aplaudió muy emocionada cuando se reunió de nuevo con su madre en el hotel.
—¡Mamá, hemos visto un camello! —exclamó, y acto seguido se lo describió, mientras Brigitte y su madre se reían—. Yo quería montarme en él, pero no me han dejado —se lamentó, y al instante volvió a soltar una risita contagiosa. Era una niña encantadora.
En el hospital Hôtel-Dieu le dieron permiso sin dudarlo en cuanto los encargados vieron la carta de recomendación del doctor Graumont. Era un paso importante para Annabelle. Llevó a Consuelo y a Brigitte a cenar al hotel Meurice para celebrarlo, y otro taxista ruso las llevó a dar una vuelta por París para ver los puntos más emblemáticos de la ciudad iluminados. Qué distinto era del día en que Annabelle había llegado allí durante la guerra, con el corazón destrozado y después del rechazo social sufrido en Nueva York. Ahora comenzaba una vida totalmente nueva, por la que se había esforzado mucho.
Cuando por fin regresaron al hotel eran las diez de la noche. Consuelo se había quedado dormida en el taxi y Annabelle la llevó en brazos a la habitación y la dejó con cuidado encima de la cama. A continuación, se dirigió a su parte de la Danielle Steel
suite y miró por los ventanales para contemplar París la nuit. Hacía años que no se sentía tan joven y exaltada. Se moría de ganas de empezar a trabajar, aunque antes tenía que encontrar una casa en la que vivir.
Durante las tres semanas siguientes Annabelle tuvo la sensación de recorrer todas las casas de París, tanto en la ribera derecha como en la izquierda, mientras Brigitte llevaba a Consuelo a todos los parques de la ciudad —el Bagatelle, los Jardines de Luxemburgo, el Bois de Boulogne...— y se montaban en el carrusel. Las tres salían a cenar fuera todas las noches. Hacía años que Annabelle no se divertía tanto, y aquella nueva vida de adulta le parecía completamente novedosa.
Entre una visita y otra, iba de compras porque quería renovar su vestuario: buscaba cosas lo bastante serias para dar buena impresión como médico, pero lo bastante estilosas para estar a la altura de las mujeres parisinas. Le recordaba a cuando había ido con su madre a comprar la ropa para el ajuar, y se lo contó a Consuelo. A la niña le encantaba escuchar historias sobre sus abuelos y su tío Robert. Eso le daba la sensación de pertenecer a un grupo más grande que el formado únicamente por su madre y ella, aunque siempre provocaba una leve punzada en el corazón de Annabelle, que recordaba la familia que no podía ofrecerle. No obstante, se tenían la una a la otra, y la joven siempre le repetía a su hija que no necesitaban nada más. Consuelo añadía con semblante serio que también necesitaban un perro. En París todo el mundo tenía perro, así que Annabelle le prometió que, cuando por fin encontraran casa, le compraría un perro. Fueron unos días muy felices para las tres, pues Brigitte también se divertía flirteando con uno de los botones del hotel. Acababa de cumplir veintiún años y era una muchacha muy guapa.
A finales de julio, Annabelle empezó a desanimarse tremendamente.
Seguían sin encontrar una casa adecuada. Todo lo que veían era o demasiado grande o demasiado pequeño, o bien no tenía la disposición adecuada para montar una consulta médica. Tenía la impresión de que nunca iban a hallar lo que necesitaban. Y entonces, por fin, Annabelle dio con el lugar idóneo en una callecita estrecha del decimosexto distrito. Era una casita pequeña pero elegante con un patio delantero y un jardín posterior, y una extensión con entrada independiente donde podría atender a los pacientes. Estaba en perfectas condiciones y la había puesto a la venta el banco. Además, a Annabelle le encantaba que tuviera ese aire distinguido. Era la ubicación perfecta para una profesional de la medicina. Y para colmo, vio un parquecillo muy cerca en el que Consuelo podría jugar con otros niños.
Una buena mujer
Manifestó su interés por la casa de inmediato, aceptó el precio que había estipulado el banco y tomó posesión del inmueble a finales de agosto. Mientras tanto, se dedicó a encargar el mobiliario, la ropa de cama, la vajilla, algunas antigüedades adorables para decorar la habitación de Consuelo, unos muebles preciosos para su dormitorio y algo un poco más sencillo para la habitación de Brigitte. Compró muebles serios para el despacho, y empleó el mes de septiembre en adquirir el equipo médico que precisaba tener antes de abrir la consulta. Fue a la imprenta y encargó material de oficina con su membrete. Asimismo, contrató a una secretaria y auxiliar de medicina que decía haber trabajado también en la abadía de Royaumont, aunque Annabelle no había coincidido con ella. Hélène era una mujer mayor bastante tranquila, que había colaborado con diversos médicos antes de la guerra y que estaba encantada de ayudarla a montar el negocio.
A principios de octubre, Annabelle estaba preparada para abrir las puertas de su consulta. Había tardado más de lo que esperaba, pero quería que todo estuviera a punto antes de la inauguración. Con manos temblorosas colgó su placa, y esperó a ver qué pasaba. Lo único que le hacía falta era que una persona atravesara esa puerta, y después el engranaje empezaría a rodar gracias al boca a boca. De haber estado vivo el doctor De Bré, habría podido recomendársela a algunos pacientes, pero ahora era imposible. Por suerte, el doctor Graumont había escrito a distintos médicos que conocía en París para pedirles que enviaran a Annabelle a varios de sus pacientes, pero de momento su petición no había obtenido frutos.
Durante las tres primeras semanas no ocurrió nada. Annabelle y Hélène, su secretaria y auxiliar de medicina, se pasaban el día mirándose la una a la otra y viendo cómo pasaban las horas. Annabelle tenía por costumbre volver al edificio principal de la casa al mediodía para comer con Consuelo. Hasta que, por fin, a principios de noviembre, entró en la consulta una mujer con la muñeca dislocada y un hombre con un corte muy grande en el dedo. A partir de entonces, como por arte de magia, empezó a haber una corriente continua de pacientes que entraban en la sala de espera de la consulta. Un paciente se la recomendaba a otro. No eran casos muy complicados, sino cosas pequeñas que no le costaba solucionar. Sin embargo, su seriedad y su experimentada gentileza con los pacientes consiguieron que se los metiera en el bolsillo de inmediato. Al cabo de poco tiempo, varias personas cambiaron de médico de cabecera para que ella los atendiera, o bien enviaban a sus amigos, llevaban a sus hijos y le consultaban dolencias menores y problemas mayores. En enero, la consulta estaba siempre llena. Annabelle desempeñaba la labor para la que se había formado y disfrutaba con cada minuto Danielle Steel
de su trabajo. Se esmeraba en dar las gracias a los colegas que la recomendaban, y siempre respetaba sus opiniones anteriores, para no hacerlos quedar como unos incompetentes delante de los pacientes, aunque algunos de ellos lo habrían merecido. Era meticulosa, poseía una gran formación y siempre se mostraba encantadora en el trato con los enfermos. A pesar de su belleza y su aspecto juvenil, no cabía duda de que se tomaba su profesión muy en serio, y sus pacientes confiaban en ella plenamente.
En febrero, mandó hospitalizar al hijo de una de sus pacientes. El muchacho solo tenía doce años y padecía un caso grave de neumonía. Annabelle iba a visitarlo al hospital dos veces al día y se preocupaba mucho por el chico, sobre todo cuando vio que su salud empeoraba, pero por fortuna consiguió remontar y su madre se lo agradeció eternamente. Annabelle había puesto en práctica algunas técnicas nuevas que habían empleado en el hospital de Villers-Cotterêts con los soldados, y siempre hacía gala de su creatividad al combinar métodos nuevos con otros antiguos. Continuaba leyendo y estudiando con avidez por las noches, para aprender más sobre las últimas investigaciones. Su apertura de mente hacia las ideas novedosas le resultaba muy útil en su labor diaria, y leía sobre todos los temas recogidos en las revistas médicas. Muchas noches se quedaba despierta hasta tarde leyendo esas publicaciones, a menudo mientras abrazaba a Consuelo en la cama, quien había empezado a decir que ella también quería ser médico.
Otras niñas de su edad querían ser enfermeras, pero en la familia de Annabelle el listón estaba muy alto. En ocasiones, esta no podía evitar preguntarse qué habría pensado su madre de aquello. Sabía que no era lo que habría deseado para su hija, pero confiaba en que hubiera estado orgullosa de ella igualmente. Era plenamente consciente de que Consuelo se habría deprimido de haber presenciado el divorcio provocado por Josiah, y se preguntaba si su ex marido también la habría abandonado de no haber muerto su madre. De todas formas, todo eso era agua pasada. Además, ¿de qué le habría servido seguir casada con él toda la vida si estaba enamorado de Henry? Annabelle no habría podido hacer nada para evitarlo. Saberlo no la enojaba, sino que la entristecía. Siempre que pensaba en el tema, la embargaba un amargo dolor que sospechaba que acarrearía durante toda su existencia.
La única cosa que no la entristecía nunca era Consuelo. Era la niña más alegre, risueña y divertida del mundo, y adoraba a su madre. Pensaba que el sol salía y se ponía con ella, y Annabelle había creado un padre imaginario para ella, con el propósito de que no se sintiera falta de afecto. Le decía que su padre era inglés, que había sido una persona magnífica procedente de una familia muy Una buena mujer
buena, y que había muerto como un valiente héroe de guerra antes de que ella naciera. A la niña nunca se le ocurría preguntar por qué no veía en ninguna ocasión a la familia de su difunto padre. Sabía que todos los parientes de su madre habían muerto, pero Annabelle nunca le había dicho que los de Harry también hubieran desaparecido. Consuelo nunca lo mencionaba, se limitaba a escuchar con interés a su madre, hasta que un día se dirigió a ella a la hora de comer y le preguntó si su «otra» abuela podía ir a visitarla algún día; se refería a la que vivía en Inglaterra. Annabelle se quedó mirando a la niña desde el otro lado de la mesa, como si hubiera visto explotar una bomba, pues no sabía qué contestarle. Nunca se había planteado que ese día llegaría, y no estaba preparada para afrontarlo.
Consuelo tenía seis años y todos sus amigos del parque tenían abuelas. Entonces, ¿por qué no podía ir a verla la suya?
—Eh... bueno, es que vive en Inglaterra. Y hace mucho tiempo que no hablo con ella... Esto, en realidad —aborrecía mentirle a su hija—, no hemos hablado nunca... No la conozco. Tu papá y yo nos enamoramos y nos casamos durante la guerra, y como luego él murió, nunca llegué a conocer a su familia.
Intentaba salir del paso como podía mientras Consuelo la miraba atentamente.
—¿Es que no quiere verme? —Consuelo parecía decepcionada, y Annabelle sintió que se le encogía el corazón.
Se había metido en un embrollo ella sola y, a menos que le dijera a su hija que sus abuelos no sabían de su existencia, no se le ocurría qué otra cosa podía añadir. Sin embargo, tampoco quería verse obligada a contactar con ellos. Menudo dilema.
—Seguro que le gustaría verte, si pudiera, cariño... Me refiero a que a lo mejor está enferma o algo... A lo mejor es muy anciana. —Y entonces, con un suspiro y el corazón en un puño, le prometió—: Pero le escribiré, a ver qué dice.
—Muy bien.
Consuelo le sonrió desde el otro lado de la mesa y, mientras Annabelle regresaba a la consulta, maldijo a Harry Winshire como no lo había hecho en años.
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