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En noviembre, cuando la temporada de actividades sociales de Nueva York volvió a cobrar fuerza, Hortie ya estaba en pie y Josiah y Annabelle no dejaban de recibir invitaciones. Con frecuencia coincidían en las fiestas con James y Hortie, quien había recuperado su buen humor de siempre. El bebé ya casi tenía tres meses, y Annabelle y Josiah llevaban casados ese mismo tiempo.
De la noche a la mañana, Annabelle y Josiah se habían convertido en la pareja más deseada y popular de Nueva York. Juntos estaban radiantes, y además mantenían la relación sencilla y desenfadada del principio. Se gastaban bromas mutuamente sin cesar y jugueteaban como niños, aunque también entablaban serias discusiones sobre temas políticos e intelectuales, a menudo cuando Henry iba a cenar a su casa. Hablaban sobre libros y otras aficiones, y las conversaciones con Henry siempre eran muy animadas. Algunas veces, los tres jugaban a las cartas y se reían a carcajada limpia.
Josiah y Annabelle cenaban con Consuelo por lo menos dos veces por semana, y en ocasiones con mayor frecuencia. Annabelle intentaba pasar todo el tiempo posible con su madre durante el día, pues sabía lo sola que estaba, aunque Consuelo nunca se quejaba al respecto. Era una mujer elegante y cariñosa.
Además, no presionaba a Annabelle para que formara una familia, aunque deseaba que lo hiciera. Y no podía evitar darse cuenta de que esta hablaba de su esposo en los mismos términos que empleaba antes para hablar de su hermano Robert. Había una parte de Annabelle que sencillamente no había crecido todavía, a pesar de todo lo que había ocurrido, pero Josiah parecía encantado con esa faceta y la trataba como a una niña.
Tal como le había prometido, Henry le presentó a su amigo, el médico de la isla de Ellis, y Annabelle empezó a colaborar allí de voluntaria. Trabajaba muchas Una buena mujer
horas y a destajo, a menudo con niños enfermos. Y su madre tenía razón, aunque Annabelle nunca lo reconocería delante de ella, cuando le dijo que la mayoría de los pacientes llegaban gravemente enfermos y las infecciones se propagaban como la pólvora. De todos modos, la labor era fascinante y le encantaba. Annabelle le daba las gracias a Henry por haberlo hecho posible siempre que lo veía. Josiah estaba muy orgulloso de lo mucho que trabajaba su esposa, aunque ella no solía compartir los detalles de su labor con él. A pesar de eso, Josiah sabía lo mucho que se volcaba Annabelle en el funcionamiento del hospital, en los inmigrantes y en la tarea en sí.
Se desplazaba a la isla de Ellis tres veces por semana, pasaba allí unas jornadas agotadoras pero reconfortantes, y a menudo volvía tarde a casa.
Trabajaba en el complejo hospitalario con forma de U que había en la parte sur de la isla. Algunas veces la mandaban a la Gran Sala, en el Ala Principal. Las llamas la habían destruido hacía dieciséis años, y la zona en la que ella solía colaborar había sido reconstruida tres años después del incendio. En la Gran Sala, los inmigrantes eran retenidos en una especie de celdas gigantescas en las que los interrogaban para asegurarse de que sus documentos y cuestionarios estaban al día. La mayor parte de ellos eran trabajadores robustos, muchos con esposa e hijos pequeños, y otros solos. Algunos decían que los esperaba su futura esposa, a quien nunca habían visto o a quien apenas conocían. Annabelle solía ayudarles con el proceso de las entrevistas, aunque alrededor de un dos por ciento de los inmigrantes eran deportados, con lágrimas y desesperación, y enviados de vuelta a sus países de procedencia. Ante el terror de la deportación, muchas personas mentían al responder a las preguntas de los interrogadores. Como sentía una inmensa pena por ellos, más de una vez había apuntado como válida una respuesta vaga o incorrecta. No tenía agallas para convertirlos en candidatos a la deportación.
Cada mes llegaban a la isla de Ellis cerca de cincuenta mil personas, y si Consuelo las hubiera visto al entrar, habría temido todavía más por el bienestar de su hija. Muchas de las personas que recalaban allí habían superado penurias atroces y algunas habían contraído enfermedades por el camino; por eso debían ser enviadas al complejo hospitalario. Los afortunados abandonaban la isla de Ellis en cuestión de horas, pero aquellos cuyos papeles no estaban en regla, o quienes estaban enfermos, debían permanecer en cuarentena y podían ser retenidos durante meses o incluso años. Además, para salir de allí era preciso que contaran con veinticinco dólares. Y todo aquel cuya entrada en el país presentaba dudas era enviado a un centro comunitario para extranjeros, eso cuando no era expulsado.
Los enfermos acababan en una de las salas del hospital, de 275 camas, a la que solía Danielle Steel
ser asignada Annabelle para desempeñar la labor que tanto le gustaba.
Faltaban médicos y enfermeras, así que los existentes debían trabajar jornadas larguísimas, y con frecuencia acababan delegando tareas en los voluntarios que Annabelle nunca habría tenido oportunidad de realizar en otras circunstancias. Ayudaba a dar a luz, cuidaba de los niños enfermos y, entre otras cosas, presenciaba análisis oculares para diagnosticar el tracoma, una afección que sufrían muchos inmigrantes. Algunos de ellos ocultaban los síntomas por miedo a que los deportaran. Por supuesto, también había pabellones de cuarentena para enfermos con paperas, fiebre escarlata y difteria, en los que Annabelle no podía entrar. Sin embargo, colaboraba en prácticamente todo lo demás, y los médicos con los que trabajaba solían quedar impresionados por su buen instinto para diagnosticar. A pesar de ser una persona sin formación, había adquirido una gran cantidad de conocimientos gracias a las lecturas que había realizado y poseía una habilidad innata para todo lo relacionado con la medicina, además de tener mucho tacto en el trato con los pacientes. Los enfermos la apreciaban y confiaban ciegamente en ella, quien, algunas veces, llegaba a ver a cientos de pacientes en un solo día para solucionar por sí misma dolencias menores, o para ayudar a médicos y enfermeras si los casos eran de mayor gravedad. Había tres edificios completos dedicados a las enfermedades contagiosas y muchos de los pacientes allí ubicados no abandonarían jamás la isla de Ellis.
El pabellón de los tuberculosos era el más triste del hospital, y Consuelo se habría puesto histérica de haber sabido que, con frecuencia, Annabelle se prestaba voluntaria para trabajar en él. Nunca se lo había dicho a su madre, ni siquiera a Josiah, pero los pacientes que más le interesaban eran los más graves, pues con ellos era con quienes consideraba que aprendía más acerca del tratamiento y la cura de las enfermedades serias.
Un día, después de haber estado ayudando en el pabellón de los tuberculosos hasta bien entrada la noche, se encontró al volver a casa a Henry y a Josiah charlando en la cocina. Este comentó que Annabelle llegaba muy tarde, así que ella se disculpó porque se sentía culpable. Le había costado mucho despedirse de los pacientes que había visto ese día, todos ellos niños con tuberculosis. Para entonces ya eran las diez, y Henry y Josiah estaban preparando la cena y hablando tranquilamente del banco. Josiah la abrazó muy fuerte. Annabelle estaba agotada y todavía no había entrado en calor después del trayecto en barca para regresar a la ciudad. Su marido le dijo que se sentara con ellos en la cocina, le acercó un cuenco de sopa y le preparó la cena a ella también.
Una buena mujer
Mientras cenaban, mantuvieron una conversación muy animada, como siempre que se reunían los tres. Eso sirvió para distraer a Annabelle, quien dejó de pensar por un rato en sus pacientes. Les encantaba debatir ideas nuevas y viejas, discutir sobre política y replantearse las normas sociales aceptadas desde hacía siglos dentro de su mundo; en general, se divertían mucho juntos. Eran tres personas inteligentes con mentes inquietas y parecían uña y carne. Annabelle había llegado a querer a Henry casi tanto como lo quería Josiah, y para ella se había convertido en otro hermano, pues echaba muchísimo de menos al suyo.
Esa noche estaba demasiado cansada para continuar conversando con ellos en la sobremesa, así que, cuando vio que ambos se enfrascaban en un acalorado debate sobre un tema político, les dio las buenas noches y se fue a dormir. Se preparó un baño caliente, se puso un camisón que abrigaba y se deslizó agradecida entre las sábanas, pensando en la labor que había realizado ese día en la isla de Ellis. Se había quedado profundamente dormida mucho antes de que Henry se marchase y Josiah se fuera a la cama. Cuando su marido entró en la habitación, se despertó y lo miró con ojos adormilados mientras él se deslizaba bajo las sábanas a su lado. Entonces alargó los brazos para recibirlo. Al cabo de pocos minutos, estaba totalmente despierta, pues ya había descansado durante varias horas.
—Siento no haberme quedado con vosotros. Estaba agotada —dijo con voz adormecida, disfrutando del calor que él le proporcionaba.
Le encantaba dormir abrazada a Josiah. Amaba todas las facetas de su marido y confiaba en que él la amara en igual medida. Algunas veces no estaba segura. Las relaciones con los hombres, y sus flaquezas, le resultaban desconocidas. Un marido era distinto de un padre o un hermano. Con un esposo, la dinámica era mucho más sutil y en ocasiones confusa.
—No seas tonta —le susurró él sin pensarlo—, es que hablamos demasiado.
Y has tenido un día muy largo. Te entiendo.
Ella era una persona muy entregada y nunca dudaba en desvivirse por el bien de los demás. Era un ser humano increíble con un buen corazón, y él la amaba de verdad. No le cabía la menor duda.
A continuación se produjo un silencio incómodo entre los dos, pues Annabelle vaciló; deseaba preguntarle algo. Siempre le daba apuro sacar el tema.
—¿Crees que... a lo mejor... podríamos empezar a... tener familia? —le preguntó en un susurro, y durante un largo instante él no dijo nada, pero ella notó que se ponía tenso.
Danielle Steel
Se lo había preguntado una vez más, y en la otra ocasión tampoco le había sentado bien. Había momentos y temas sobre los que Josiah no quería que lo presionaran. Y ese era uno de esos temas.
—Tenemos mucho tiempo por delante, Annabelle. Solo llevamos casados tres meses. Las personas necesitan tiempo para acostumbrarse unas a otras. Ya te lo he dicho. Tiempo al tiempo, no presiones.
—No presiono. Solo pregunto...
No estaba ansiosa por pasar por el mismo mal trago que su amiga Hortie, pero quería tener un hijo con él y deseaba demostrarle lo valiente que era, por muy horrenda que fuera o pudiera ser la experiencia.
—Pues no preguntes, ya ocurrirá. Primero necesitamos asentarnos.
Sus palabras sonaron firmes, aunque Annabelle no quería discutir con su marido ni enojarlo. Siempre era muy cariñoso, pero cuando se enfadaba, se bloqueaba y se volvía muy frío con ella, algunas veces durante varios días. Y
Annabelle no tenía el menor deseo de provocar una disputa entre ambos en ese preciso momento.
—Lo siento. No volveré a sacar el tema —susurró, sintiéndose reprendida.
—Por favor, no lo hagas —contestó él con una voz que de repente sonó gélida, y le dio la espalda.
Era un hombre afectuoso y comprensivo con el resto de los temas, pero no con ese. Era un asunto delicado para él. Unos minutos más tarde, sin decir ni una palabra más, se levantó. Annabelle se quedó despierta esperándolo durante un buen rato, y al final concilió el sueño antes de que regresara. Por la mañana, cuando se levantó, él ya estaba en pie y vestido. Sus discusiones casi siempre acababan así. Tal actitud reforzaba la petición de que no le molestara ni presionara, y le recordaba a Annabelle que no debía volver a tocar el tema.
A la semana siguiente fue a ver a Hortie y, cuando llegó a su casa, se la encontró hecha un mar de lágrimas. Estaba acongojada, pues acababa de descubrir que había vuelto a quedarse embarazada. El bebé nacería once meses después que Charles, en julio. James estaba encantado con la idea y esperaba que fuese otro chico. Pero el recuerdo del parto de su primer hijo estaba todavía demasiado fresco en la mente de Hortie, a quien daba pavor tener que pasar por lo mismo otra vez, Una buena mujer
así que no hacía más que llorar y apenas se levantaba de la cama. Annabelle intentó consolarla, pero no sabía qué decirle. Lo único que se le ocurría era que seguramente no fuese tan terrible la segunda vez. Hortie no estaba tan convencida.
—¡Y no quiero volver a ponerme como una vaca! —chilló—. James no se me acercó en todo el embarazo. Mi vida es una ruina, y además ¡a lo mejor esta vez me muero de verdad! —añadió entre gemidos—. Estuve a punto de morir en el otro parto.
—No te morirás... —le dijo Annabelle, con la esperanza de que fuera cierto— . Tienes un buen médico y tu madre te acompañará. No dejarán que te pase nada.
—Sin embargo, las dos sabían que otras mujeres habían muerto mientras daban a luz, o justo después, a pesar de contar con unos cuidados excelentes—. No puede ser peor que la otra vez —insistió Annabelle, pero Hortie no se consolaba con nada.
—Ni siquiera me «gustan» los niños —le confesó—. Pensaba que un hijo sería como una hermosa muñeca gigante, pero lo único que hace es comer, cagar y llorar. Gracias a Dios que no le doy el pecho. ¿Por qué tengo que arriesgar mi vida a cambio de eso?
—¡Porque estás casada y eso es lo que tienen que hacer las mujeres! —le espetó su madre con sequedad mientras entraba en la habitación, y miró a su hija con ojos severos—. Deberías estar agradecida de ser capaz de concebir y hacer feliz a tu marido.
Todas ellas conocían a mujeres que eran incapaces de tener hijos, a quienes sus esposos abandonaban por otras que sí podían. No obstante, al escucharlas, Annabelle agradeció que ese tema no fuera problemático entre Josiah y ella, aunque creía que el bebé de Hortie era mucho más atractivo de lo que pensaba su madre. De todas formas, se pusiera como se pusiese, Hortie iba a tener dos hijos en julio del año siguiente, menos de dos años después de haberse casado.
—Eres una niña egoísta y malcriada —la reprendió su madre, y volvió a salir de la habitación, sin mostrar la menor empatía por su hija, aunque había estado presente en la agónica experiencia del parto. Lo único que dijo fue que ella había pasado por cosas peores, pues sus hijos habían sido igual de grandes, y además había tenido varios abortos y dos bebés que habían nacido muertos, así que Hortie no tenía ningún motivo para quejarse.
—¿Para eso estamos aquí? ¿Para parir? —le preguntó Hortie a su amiga, muy enfadada, una vez que su madre hubo salido del dormitorio—. Y ¿por qué es Danielle Steel
todo tan sencillo para los hombres, eh? Lo único que hacen es jugar contigo, y luego a ti te toca todo el sufrimiento y el trabajo, te pones gorda y fea y vomitas durante meses, y para colmo arriesgas tu vida para tener un hijo. Algunas mujeres mueren en el parto... Y ¿qué hacen los hombres mientras tanto? Nada, se limitan a hacerte otro hijo y después salen corriendo a divertirse con sus amigos.
Annabelle sabía, igual que Hortie, que en la ciudad corrían rumores de que James tonteaba demasiado y veía a otras mujeres además de a su esposa. Eso le recordó a Annabelle que ninguna vida ni ningún matrimonio eran perfectos. Josiah prefería esperar antes de fundar una familia, pero por lo menos estaba segura de que no la engañaba, no era de esa clase de hombres. De hecho, el único matrimonio perfecto que conocía era el de sus padres, y su padre había muerto y su madre era una viuda solitaria a los cuarenta y cuatro años. A lo mejor, en el fondo, la vida era injusta.
Escuchó las quejas y lamentos de Hortie durante varias horas y después regresó a casa con su marido, aliviada de que su vida fuese mucho más sencilla, aunque él siguió comportándose con frialdad aquella noche. No le habían gustado nada los comentarios que Annabelle había hecho la noche anterior. Salió a cenar con Henry al Club Metropolitan porque dijo que tenía que hablar de negocios con él. Annabelle se quedó en casa y se zambulló en sus libros de medicina. Al día siguiente volvería a la isla de Ellis. Leía todo lo que podía sobre enfermedades contagiosas, en especial sobre la tuberculosis. Aunque resultaba agotador y era un reto para ella, le encantaba todo lo que hacía en el hospital. Y, como solía ocurrir, ya estaba profundamente dormida cuando Josiah llegó a casa esa noche. Sin embargo, cuando se despertó de madrugada, notó que él la había abrazado. La joven sonrió y volvió a conciliar el sueño. Su mundo estaba a salvo.
Una buena mujer