Capítulo 2
Sexton Blake fijó su penetrante mirada en la cara preocupada, de su interlocutor.
—Comprendo perfectamente lo desagradable de su posición, —dijo—, pero ¿por qué se le ha ocurrido solicitar mi ayuda? Seguramente la policía…
Alperton le interrumpió con un gesto de impaciencia.
—¡La policía es una colección de locos incompetentes!, —exclamó con vehemencia—. ¡Un rebaño de imbéciles! Están ciegamente convencidos de que mi hijo es el causante de la muerte del pobre Cassell.
Estas palabras hicieron comprender todo al detective; la razón de aquel telegrama tan urgente y de sus vehementes imprecaciones contra la policía. Sir Robbert Alperton le había llamado para que el detective impidiera que su hijo fuera detenido por aquel crimen.
—¿Tienen alguna razón, algún motivo fundado, para sospechar de su hijo?, preguntó.
—Sí, —admitió Alperton de mala gana—. Tienen dos. Para ellos son razones de peso, pero para todos los que conocen a Dick, aunque no sea más que superficialmente, son completamente ridículas.
Me gustaría conocerlas, insistió el detective; Alperton vaciló unos segundos antes de contestar, y cuando lo hizo, su preocupación y malhumor hablan aumentado visiblemente.
La razón principal en que se basa la policía, —dijo por fin—, es que mi hijo y el pobre Casselll sostuvieron ayer una violenta discusión, en el transcurso de la cual Dick, dejándose llevar de su carácter violento, amenazó a su interlocutor.
¿Cuál fue el motivo de la disputa? —preguntó Blake.
Nada. Una tontería sin importúnela. Bien es verdad que Dick amenazó, pero cualquiera que le conozca un poco bien sabe lo que significan esas amenazas.
—Pero, ¿qué fue lo que motivó la disputa? —persistió el detective un poco impaciente.
Sir Robert Alperton, como la mayoría de los oficiales del Gobierno, era bastante locuaz, y cuando se hablaba con él, había que atraerle frecuentemente al tema.
—Fue por causa de la señorita Warrender —contestó por fin el anciano caballero—. La hermana de mi notario. Vive muy cerca de aquí, en Crays Lodge, una pequeña villa situada dentro de los límites de mi propiedad. Kathleen Warrender, joven encantadora y de bellísimas cualidades, es la prometida de Dick. Casselll la importunó el otro día, y mi hijo le pidió explicaciones por su irrespetuosa conducta. Mi huésped se negó a darlas, entablándose, entonces, entre los dos, acalorada disputa. Pero, como usted comprenderá muy bien, este no es motivo suficiente para matar a una persona.
Blake no estaba muy seguro de ello. Conocía a Dick Alperton bastante bien, y sabía que tenía un carácter iracundo y violento. Consideraba el detective que en determinadas circunstancias aquel joven era muy capaz de matar a una persona que excitara su enojo.
—¿Quién relató este incidente a la policía? —preguntó—. ¿Era de) dominio público?
—Sí; todo el mundo lo conocía en mi casa, —contestó Alperton—. Toda la servidumbre, y la mayor parte de mis huéspedes lo presenció.
—¿Tenía usted muchos huéspedes este week-end?
Sir Robert asintió.
—Bastantes. Pero, como es natural, la mayor parte de ellos se fueron la noche pasada. Sólo quedaron aquí el pobre Norman Casselll, Gordon Lyle y el doctor Stillwater, que pensaban salir esta, mañana, pero que no se han ido todavía cumpliendo las órdenes de la policía.
—Bien. ¿Y cuál es la segunda razón en la que se apoya la policía para sospechar de su hijo?
—Pues que Dick regresó a casa poco después de haberse descubierto el crimen —explicó sir Robert—, y se negó rotundamente a decir dónde había estado y por qué había salido tan temprano.
—¿Cuando fue descubierto el crimen?, preguntó el detective.
—Esta mañana, poco después de las seis y media. Fue descubierto por Benson mi mayordomo, el cual me despertó inmediatamente para comunicármelo.
—Y dice usted que el cuerpo fue encontrado en la terraza cercana al jardín bajo, continuó Blake.
—¿No le parece también un poco raro que Casselll estuviera levantado tan t temprano?
Alperton frunció el ceño.
—Desde luego, —asintió—. También es bastante raro que no llevara puesto más que el pijama y una bata.
Esta vez fue Blake quien frunció el ceño.
—No llevaba puesto más que el pijama y una bata, —repitió en voz baja, y hablando consigo mismo—. ¡Qué raro! ¿Ha sido encontrada el arma con la que se cometió el crimen? —preguntó al cabo de un rato.
—No, —contestó sir Robert—. El superintendente Hailsham de la policía local, la ha buscado inútilmente. Tengo que advertirle, sin embargo —añadió rápidamente— que la policía no ha acusado todavía abiertamente a Dick del crimen, pero se necesita ser ciego para no ver en quién recae todas las sospechas.
Blake permaneció silencioso. Por una parte, aquel caso parecía muy común, y de solución sencillísima; por otra parte, sin embargo, parecía más enrevesado de lo que a simple vista aparentaba. Si Dick Alperton había matado a aquel hombre, con el que ya había discutido anteriormente, en un arrebato de cólera, el asunto era de los más vulgares. No tenía nada de extraño, que un joven del temperamento de Dick hubiese matado al hombre que había injuriado a su prometida. Lo que era verdaderamente extraño en aquel caso, era la hora en que se había cometido el crimen, y el hecho de que Casselll no estuviese vestido más que con el pijama. ¿Qué le habría, atraído fuera de la casa a uña hora tan intempestiva? ¿Y por qué había salido también Dick Alperton? ¿Es que se habían citado sencillamente para continuar la discusión sin testigos inoportunos, o existía otro motivo desconocido que obligó a ambos a abandonar la casa?
Blake alzó la vista y vio los ojos de Alperton clavados ansiosamente en él.
—Según creo haber entendido dijo con calma, su deseo es que yo me haga cargo de este asunto, para que en el caso de que la policía arreste a su hijo, pueda yo demostrar su inocencia. ¿No es eso?
—Exacto, —corroboró Alperton—. En cuanto observé en qué dirección derivaban las investigaciones de la policía, pensé inmediatamente en usted. Espero, Blake, que hará cuanto pueda. Yo…
—Si me encargo del caso, puede usted estar seguro que lo haré —interrumpió el detective—. Pero antes de decidirme definitivamente, quiero hacerle unas cuantas advertencias sobre el desarrollo de mi trabajo. No, espere un momento —dijo levantando la mano al ver que Alperton hacía ademán de hablar.
—Escúcheme. Quiero decir, que todo lo que descubra en el transcurso de mis investigaciones, lo pondré a disposición de la policía.
—Eso se sobreentiende, naturalmente, dijo sir Robert.
—¿Comprende usted bien lo que digo?, —continuó Blake—. Quiero decir, que si mis investigaciones sirven únicamente para hacer más palpable la culpabilidad de su hijo, tampoco ocultaré absolutamente nada a la policía. ¿Está usted dispuesto a correr este riesgo?
El anciano dudó escasamente un segundo.
—Sí, —contestó levantando su canosa cabeza con orgullo—. Tengo una fe ciega en mi hijo, y sé que es incapaz de asesinar a un hombre por la espalda.
—¿Fue apuñalado Casselll por la espalda?, inquirió Blake con viveza.
—Entre los dos omóplatos, —contestó sir Robert—. Dick es muy capaz de matar a un hombre en un arrebato de cólera; lo reconozco. ¡Pero siempre lo hará cara a cara y en igualdad de condiciones!
—Estoy completamente de acuerdo con usted, Alperton. Y en estas condiciones haré cuanto esté en mi mano por su hijo. Decididamente, me encargo del caso.
Sir Robert le estrechó la mano con efusión.
—Muchísimas, gracias, Blake. Se lo agradezco infinito. Ya sabía yo, que podía confiar en usted, —dijo con vehemencia—. Seguramente querrá usted ver el sitio dónde encontramos a la víctima, ¿no?
—Ante todo me gustaría ver a la policía, si continúa aquí, dijo el detective.
—Sí; Hailsham y el coronel Whickthorne, jefe de la policía del condado, no han salido todavía. Se han instalado en el salón de fumar y desde allí dirigen las investigaciones.
—Entonces voy a hablar un momento con ellos; ¿quiere usted acompañarme?
Por toda respuesta, se dirigió Alperton hacia la puerta de la biblioteca.
Blake le siguió a través del vestíbulo, donde se cruzaron con Benson. El mayordomo les miró con curiosidad cuando pasaron junto a él, y les siguió con la vista hasta que llegaron a una puerta situada en un extremo del vestíbulo, donde Alperton llamó con los nudillos.
Una voz ronca preguntó desde dentro quiénes eran; sir Robert contestó, pero todavía tardaron unos segundos en abrir la puerta. La habitación donde entraron el detective y su amigo era pequeña; en ella no había más que una mesa y unas cuantas sillas. Frente a la mesa, y con un librito de notas abierto en la mano, estaba sentado un hombre sanguíneo, de cara colorada, y cuya expresión hubiera carecido por completo de inteligencia, a no ser por sus ojos azules, muy vivos y de mirada penetrante. Le escoltaban dos oficiales más.
El trío miró fijamente a Alperton cuando éste les presentó a Blake.
—Les ruego me dispensen si les estorbo, —dijo brevemente—. Este señor es Sexton Blake que acaba cíe llegar y se ha ofrecido amablemente para auxiliarles en sus investigaciones encaminadas a solucionar este deplorable asunto. Coronel Whickthorne, superintendente Hailsham señor Blake.
El detective se inclinó levemente.
—No me cabe duda, —dijo con amabilidad al ver la expresión de disgusto con que los policías acogieron las palabras de sir Robert—, que mi ofrecimiento es considerado por ustedes como una intrusión impertinente. Pueden creer, sin embargo, que no tengo el menor deseo de ponerme frente a la policía; lo único que pretendo, y me consideraría honrado con ello, es cooperar con ustedes en sus investigaciones.
El coronel Whickthorne se movía nerviosamente en su silla. Sabía que sí aquel hombre inteligente y capaz, cuyo nombre era conocido en todo el mundo, lograba solucionar aquel asunto y lo comunicaba a la Scotland Yard antes que él, perdía su propia reputación y quedaba en ridículo ante sus jefes. Cuando se decidió a hablar, su tono era conciliatorio.
—No hay ningún motivo para que surjan desavenencias entre nosotros, señor Blake, dijo.
—Únicamente estoy bastante resentido por la actitud de «ir Robert Alperton, al mandarle llamar a usted sin consultarme a mi previamente.
—Creo que estoy en mi perfecto derecho de hacerlo, Whickthorne, intervino Alperton.
—Nadie puede impedirme que encargue a un investigador privado de la solución de este asunto.
—Comprendo y excuso la actitud del coronel Whickthorne, Alperton, terció Blake con viveza.
—Como jefe de la policía del condado, todo crimen cometido dentro de los límites de su demarcación, debe ser investigado por él. Por mi parte, no tengo el propósito de usurpar su autoridad. Sólo me pareció lógico y natural, que habiendo aceptado su encargo de investigar el asunto Casselll, Hería mejor para todo el mundo que trabajara en estrecha colaboración con la policía.
—Soy de opinión, gruñó Hailsham, que ya hay muy poco que hacer en este asunto.
—¿Quiere usted decir, —preguntó el detective— que ya han resuelto ustedes el misterio?
—No diría yo tanto, —intervino rápidamente Whickthorne—. Lo único que ha querido decir mi colega es que ya tenemos una pista que nos conducirá, sin duda alguna, a la resolución del misterio.
—Por lo visto, —exclamó Alperton con enfado—, continúan ustedes creyendo que fue mi hijo el que mató a Norman Casselll. ¿No es eso?
—No puedo explicarme de dónde ha sacado usted ese convencimiento, contestó el coronel. Nadie ha acusado a su hijo…
—¡Abiertamente, no! —interrumpió allí poderse contener el anciano—. Pero se necesita ser ciego para no ver ni quien se concentran, todas sus sospechas, fue precisamente por eso, para evitar que se cometiera una injusticia inmensa, por lo que llamé al señor Blake.
La cara pálida y delgada del coronel Whickthorne se tiñó de púrpura.
—Siento diferir de su opinión, caballero, dijo conteniendo su indignación a duras penas; no íbamos a cometer ninguna Injusticia. En nuestras investigaciones, nos hemos atenido estrictamente a los hechos consumados. Usted mismo convendrá conmigo, en que la actitud de su hijo al ser Interrogado por el superintendente Hailsham, es francamente sospechosa.
—¡Estoy muy lejos de convenir en ello!, —replicó Alperton—. Considero, por el contrario, que las preguntas del superintendente Hailsham durante el interrogatorio fueron impertinentes en extremo. Mi hijo tiene perfecto derecho para hacer lo que le venga en gana' sin rendir a nadie cuenta de sus acciones. ¡Yo hubiera hecho lo mismo que él!
Y diciendo esto, el anciano lanzó una mirada de reto al jefe de policía, mirada que éste le devolvió con creces.
En cualquier otra ocasión, Blake no hubiera podido por menos de soltar la carcajada. Pero comprendiendo la gravedad de la situación, trató de calmar los ánimos sobreexcitados.
—Me parece, querido Alperton, dijo, —que olvida usted que este es un caso muy serio. El coronel Whickthorne y el superintendente están tratando de descubrir a un asesino peligroso. Y según me ha dicho usted mismo, la policía se basa en dos razones positivas e indudables para sospechar de su hijo. Esto no quita para que yo inicie mí trabajo sin el menor prejuicio en contra de nadie. ¿Supongo que ya habrán retirado el cuerpo de la víctima?, añadió dirigiéndose al superintendente.
—Sí, —contestó éste—; después de haber sido reconocido por el médico forense y después de haber sido fotografiado, hemos trasladado el cuerpo a uno de los dormitorios de la casa.
—¿Supongo, también, que no tendrán ustedes inconveniente en que yo examine el lugar donde se cometió el crimen y los restos mortales de Cassell?
Hailsham dudaba todavía, pero e) jefe de policía contestó:
—¡Desde luego que no! El sargento Cripps le acompañará, Blake.