Capítulo 21

Después de la cena, terminaban los deberes diarios de Benson. Aquella tarde había pedido permiso a sir Robert y lo había obtenido, para salir aquella noche, de modo que en cuanto hubieron cenado todos en Stiltley Manor, el mayordomo se retiró a su habitación para cambiarse de traje.

Mientras se vestía, su rostro tenía cierto aire de preocupación, y es que; en realidad, Benson estaba muy preocupado. Los últimos acontecimientos habían atraído a Stiltley Manor a muchos policías, y su proximidad le molestaba grandemente. Y tenía razones muy poderosas para experimentar esa molestia. En uno de los grandes cuartos de la Scotland Yard, el dedicado a ficheros, se hallaba una biografía nada recomendable de Benson. Bien es verdad que su ficha no se hallaba entre las que empezaban por B, pues en su larga vida de «aventuras» había adoptado el mayordomo muchísimos nombres, y el de Benson no era, conocido todavía por la policía. Pero el Ir y venir constante de sus enemigos naturales, y en especial de Sexton Blake, no podía por menos de preocuparle.

No es que se considerara incluido en el número de los sospechosos, ni mucho menos. Con la vanidad sin límites, característica de todos los criminales, creía, haber desempeñado magistralmente su papel, y estaba convencido de que ni el mismo Blake sospechaba que Benson el mayordomo no era otro que Tommy Seltwich, personaje conocidísimo en el mundo del hampa, y todavía menos que había tomado parte activa, en los últimos acontecimientos. Cuando le había dicho aquella mañana a Blake que antes de entrar a] servicio de sir Robert, había sido ayuda de cámara de un caballero americano, no mintió. Pero le falte decir, sin embargo, que el mencionado caballero despertó una mañana sin ayuda de cámara, sin joyas y sin quinientas libras que había sacado el día anterior del Banco.

Al entrar como mayordomo al servicio de sir Robert, entró con las mismas sanísimas intenciones, y fue sólo por simple casualidad por lo que averiguó un procedimiento mucho más práctico y provechoso de hacer dinero en abundancia. El corte del cable telefónico que tanto intrigaba a Blake, no era un misterio para Seltwich, pues había sido él en persona quien lo había cortado para retrasar en lo posible que sir Robert comunicara a la policía su desaparición, y la de ciertos objetos que había seleccionado cuidadosamente durante cinco meses de estancia en Stiltley Manor. En todos sus «golpes» tomaba invariablemente aquella precaución que le había dado ya excelentísimos resultados.

Pero, por casualidad, fue testigo presencial del asesinato de Norman Cassell, y aquella circunstancia alteró radicalmente todos sus planes. La noche del crimen fue la que él había escogido para realizar su trabajo, y ya se hallaba en el vestíbulo dispuesto a abandonar Stiltley Manor, cuando tuvo que esconderse aprisa y corriendo tras una, cortina, pues había oído pasos. Era Norman Cassell que salía también precipitadamente atándose el cinturón de la bata. Picada su curiosidad, Seltwich le siguió cautelosamente y gracias a ello pudo ser testigo del asesinato que tanta sensación causó a la mañana siguiente, circunstancia a la que nuestro hombre sacó el máximo rendimiento.

El falso mayordomo era de los pocos ladrones ingleses que iban siempre armados de pistola, y debido a ello pudo entablar negociaciones con el asesino en condiciones extraordinariamente ventajosas. Resultado de aquella conversación en el jardín, fue que Seltwich volviera a colocar cuidadosamente en su sitio todo lo que había sustraído y retirándose a su habitación estuviera paseándose un rato y frotándose las manos de gusto.

¡Le habían prometido cincuenta mil libras esterlinas por su silencio y ayuda!

Con ese dinero podía abandonar Inglaterra, y en un país más ameno, y sobre todo donde fuera menos conocido, podía pasar unos cuantos años viviendo a lo príncipe. No había miedo de que le traicionara su cómplice, pues Seltwich había tomado sus precauciones. En un sobre sellado y lacrado, que había depositado en casa de un notario que le había sacado ya varias veces de apuros, había metido un pliego en el que escribió todo cuanto sabía, incluyendo el nombre del individuo cuya libertad tenía en sus manos, encargando expresamente que si a él le ocurría algo, fuera enviado inmediatamente a la Scotland Yard. Tuvo buen cuidado de comunicar todo esto a su colega, y la expresión de su rostro al notificárselo le dio a entender claramente que sus precauciones no habían sido inútiles.

Poniéndose el abrigo, abandonó Stiltley Manor, emprendiendo directamente el camino del pueblo. Cuando llegó a la High Street, calle principal de Whitchurch, entró en una taberna de no muy mal aspecto, y allí permaneció bebiendo y fumando pitillo tras pitillo cerca de una hora. A las diez estaba citado con su compinche, y cuando faltaban dos minutos para la hora prefijada, un coche se detuvo frente a la taberna. Seltwich cruzó rápidamente la acera, y abriendo la portezuela se sentó en el asiento delantero junto al conductor. El automóvil se puso nuevamente en marcha.

—Bien, —inquirió el conductor—. ¿Regresó ya la joven?

—Sí, —contestó el mayordomo—. Yo mismo le abrí la puerta.

—¿Y el ayudante de Blake?

—También regresó, —contestó Seltwich—. No le até muy fuerte, pues lo único que deseábamos era impedir que interrumpiese —tu conversación con la joven.

—No creo que ninguno de los dos pueda decir nada que nos comprometa, murmuró el otro.

—Desde luego; no te preocupes por eso, que tenemos que hablar de algo más interesante. He logrado averiguar que ha sido de esos gnomos.

Tal fue la sorpresa del conductor, que por poco estrella el coche contra un árbol.

—¡Ten cuidado, hombre!, exclamó Seltwich alarmado.

—Bien, hombre, bien, gruñó el otro. —¿Qué ha sido de los tres gnomos? ¿Dónde están?

—Sir Robert los mandó quitar del jardín y se los regaló al jardinero, el cual los vendió a un fulano llamado Pigeon, dijo Seltwich.

—Y yo creí que Warrender se había apoderado de ellos, —murmuró su compinche, y añadió tras breve pausa—. Tenemos que comprárselos a Pigeon cueste lo que cueste, pues…

—Imposible, interrumpió el mayordomo. —Blake le compró ya el único que le quedaba. Los otros dos los vendió y no recuerda a quien.

El conductor masculló una maldición.

—¡Blake!, —exclamó—. ¿Y por qué lo compró? No puede saber…

—Lo sabe, interrumpió Seltwich nuevamente. —Yo oí todo cuando se lo decía a sir Robert pegando el oído a la cerradura. Conoce la existencia del dinero y sospecha que está escondido en una de esas tres figurillas, mejor dicho, en una de las dos, pues en la que compró ya ha comprobado que no está.

El conductor detuvo el coche junto a la cuneta. Durante la, conversación, se habían alejado bastante del pueblo.

Pues si ese condenado Blake lo sabe, buscará los dos gnomos restantes.

—Ya los está buscando, contestó brevemente Seltwich.

—Pues tenemos que tomarle la delantera. Sería una triste gracia que después de todo lo que he hecho y he sudado, fuera a perder tan tontamente ese dinero. Tenemos que encontrar esos dos gnomos cueste lo que cueste y cuanto antes.

—¿Y por qué no dejar que los encuentre Blake primero?, propuso el mayordomo.

—¿Qué quieres decir?, exclamó el otro. —¿Te has vuelto loco? ¡Si es precisamente eso lo que quiero evitar!

—Calma, —recomendó Seltwich imperturbable—. En estos negocios la tranquilidad es necesaria. Atiende. Ni tú, ni yo podemos hacer abiertamente investigaciones, y, por lo tanto, no encontraríamos nunca los dos gnomos. En cambio, Blake, ayudado por la policía, no tardará mucho en localizarlos. Nuestra labor entonces se reduce a apoderarnos de ellos y ahuecar el ala.

Esta proposición fue acogida en silencio por su compañero.

—¡Tienes razón!, —aprobó al cabo del rato—. Tienes razón, Benson. Pero, ¿cómo sabremos cuándo han encontrado las figurillas?

—Eso corre de mi cuenta, dijo el mayordomo. —También yo estoy interesado en el negocio y no tengas miedo de que me descuide.

—¡Está bien!, —contestó el otro, aunque no de muy buena gana—. Mucho ojo entonces y cuidadito con lo que haces.