Capítulo 8

Aquella mañana Piper se encontraba de pie en su habitación, reflexionando sobre la perspectiva de enfrentarse de nuevo con Martínez. Con la frente y las palmas de las manos en la puerta cerrada, se arrepintió por enésima vez de haber cedido a la tentación de aquel segundo beso.

—Estupendo, Ryan —masculló. Lo malo no había sido el beso, sino el ataque de locura que parecía haberse apoderado de ella.

Contrariada, se dio la vuelta y se apoyó contra la puerta. No había nada como hacer el ridículo para rebajar sensiblemente la autoestima de una mujer. Se había abalanzado sobre Martínez como una quinceañera en celo. Lo único que le había impedido estropearlo todo por completo había sido el recordatorio de su reciente hospitalización, dolorida por los puntos que le habían dado. Sólo entonces había vuelto a ser consciente de la realidad. Justo a tiempo.

Se irguió, cuadrando los hombros. Era muy sencillo. Le diría a Martínez que se marchara a su casa, o a la del señor Rizzoli, o a donde fuera. No podía quedarse otra noche allí, con ella. Su cercanía, en mitad de la noche, le habría minado la moral hasta a una santa. Además, ya se encontraba bien. Simplemente tenía un poco sensible la zona de los puntos de sutura, como era normal.

Su problema, sin embargo, era otro: estaba perdiendo la cabeza. Aquel último año de abstinencia sexual la estaba afectando seriamente, tornándola demasiado vulnerable a los numerosos encantos de Martínez. Tenía que ser eso. Así que la única solución que cabía era desembarazarse de él.

Una vez tomada la decisión, aspiró profundamente y se dispuso a abrir la puerta.

Justo en aquel instante sonó el teléfono. Agradecida por la interrupción, corrió a la mesilla a descolgarlo.

—Ryan.

—Señorita Ryan... —dijo una voz masculina, vacilante—... soy Keith, el secretario.

—¿Qué ocurre, Keith? —al momento recuperó su tono profesional de costumbre. Al mirar la hora en el reloj, esbozó una mueca: las diez de la mañana. Nunca dormía hasta tan tarde. Y no lo habría hecho si hubiera podido conciliar el sueño después de aquel beso con Martínez. Eran casi las cinco de la madrugada cuando por fin logró dormirse, acosada por inconfesables fantasías...

—Mire, sé que suponía que tenía que descansar... El señor Sullenger probablemente me desollaría vivo si llega a enterarse de que la he llamado... —se interrumpió, como avergonzado de sus propias palabras.

Impaciente, Piper frunció el ceño.

—No te preocupes por Dave. ¿Qué pasa?

—¿Se acuerda de la fiesta que iba a dar la señora Carlisle para inaugurar el nuevo pabellón del hospital de la ciudad?

Piper se llevó una mano a la frente, recordando. La fiesta de inauguración estaba prevista para la semana siguiente. Ese día era jueves: seguro que no podían haber cancelado el acto con tan poca antelación.

—¿La han desconvocado?

—No, pero la señora Carlisle ha llamado esta mañana para invitarla a una comida con el consejo de dirección del hospital y algunos donantes.

Sólo la señora Carlisle se habría tomado la libertad de improvisar una comida así y obligar a los hombres más ricos de la ciudad a alterar sus compromisos.

—¿Dónde y cuándo? —inquirió de manera automática. Nadie se arriesgaba a rechazar una invitación semejante.

—El señor Sullenger se enfadará conmigo si se entera de que la he llamado —balbuceó Keith, titubeando de nuevo.

—Tú dile que la señora Carlisle me telefoneó directamente a casa. No se enterará de nada.

—Gracias. No me gusta meterme en problemas —comentó con un suspiro—. Pero sabía que a usted no le habría gustado que se lo ocultara.

—Tienes toda la razón —Piper ya estaba frente al armario, buscando algo que ponerse—.

Tanto si me tomo el día libre o no, Keith, me gustaría recibir todos mis mensajes.

¿Entendido?

—Sí, señora —y la informó del lugar y la hora de la comida.

Piper volvió a mirar el reloj de la mesilla y esbozó una mueca al descubrir que le quedaba menos de una hora. El lugar, un selecto restaurante frecuentado por la elite de Atlanta, determinó su decisión: el vestido de color lavanda. Se lo había comprado un mes atrás, pero aún no lo había estrenado. Sólo cuando lo descolgó, tomó conciencia de su error. Detestaba los botones todo a lo largo de la espalda: desde el cuello hasta abajo. Pero ofrecía un aspecto muy elegante, el adecuado, y a la señora Carlisle le gustaría.

Se quitó rápidamente los pantalones y la blusa para ponerse el vestido. Aquella mañana se había cambiado el vendaje de la cicatriz por una tirita. Los puntos apenas resultaban visibles. Se había olvidado de preguntarle al doctor si tenía que volver para que se los quitara. Quizá lo consultara con su médico de cabecera.

El teléfono sonó de nuevo. Forcejeando con los irritantes botones del vestido, levantó el auricular y lo sujetó con el hombro y la barbilla.

—Ryan.

—Soy el doctor Petersen.

“Hablando del rey de Roma”, pronunció para sus adentros.

—Buenos —días, doctor. Espero que no haya decidido cambiar de diagnóstico —no tenía tiempo para caer enferma. Sólo faltaban unos pocos días para la entrevista con Rominski.

—No se preocupe, señorita Ryan. Está perfectamente, se lo aseguro —rió entre dientes—.

Sólo llamaba para recordarle lo que le había dicho acerca de que los puntos desaparecerán solos al cabo de una semana o así. De todas maneras, espere todavía unos diez días antes de frotar con jabón la zona dolorida, por si acaso.

—Debe usted de tener poderes adivinatorios, doctor Petersen, porque estaba pensando precisamente en eso.

—Le aseguro que no los tengo. Lo que sí que tengo es experiencia con pacientes. Y a veces los pacientes se olvidan de mis instrucciones. Por eso se las damos por escrito

—una voz femenina al fondo informó al médico de que lo necesitaban en una sala—. Sin embargo, el hombre que se la llevó a su casa se marchó tan rápido que la enfermera no tuvo tiempo de tramitar el papeleo. Por eso pensé que lo mejor sería llamarla personalmente.

Piper le dio las gracias y, mientras colgaba el auricular, se preguntó qué tipo de problema habría tenido Martínez con el doctor Petersen. El médico se había mostrado muy amable con ella.—Desechando aquel pensamiento, terminó de abrocharse el último botón del vestido y se calzó unos zapatos de tacón que combinaban bien.

—Lista —dijo mientras se miraba. A continuación desvió la vista hacia la puerta cerrada. Para lo que no estaba lista era para enfrentarse con Martínez.

Estaba malgastando su tiempo. Disponía de treinta minutos para atravesar la ciudad.

Abrió la puerta y salió del dormitorio, recordándose que su carrera profesional era la máxima prioridad. Pero cuando llegó al final del pasillo, se quedó paralizada, sin aliento. Inconsciente de que estaba siendo observado, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, Martínez estaba apoyado en la puerta de la terraza, contemplando el paisaje del lago y del bosque. Una camisa tejida delineaba cada detalle de su musculoso torso. Llevaba unos pantalones caqui, algo más ajustados que lo habitual.

En algún momento de la mañana debía de haberse duchado y vestido en el apartamento del vecino.

Piper tragó saliva con extrema dificultad mientras recorría su rostro con los ojos.

Aquellos rasgos clásicos eran como un estudio de dibujo de una expresión reconcentrada. Su sedoso pelo negro brillaba al sol de la mañana, en perfecto contraste con su dorada tez. Fue en aquel preciso instante cuando tomó conciencia del enorme peligro que representaba aquel hombre para ella. La atraía como jamás antes la había atraído ningún hombre... y le hacía sentir cosas que no quería sentir.

Tenía que rebelarse contra eso. No era sólo su carrera lo que estaba en juego: era su corazón.

Cerró los ojos. Nunca había querido enamorarse de nadie, por muy perfecto que fuera el candidato. Y sobre todo de un hombre como su padre. Volvió a abrirlos nada más formular ese último pensamiento. No, Martínez no se parecía en nada a su padre. Ese hombre había sido un típico agente de la CIA. Su primera lealtad había sido con su gobierno, no con su familia. Y por su gobierno había muerto.

Martínez era un cámara profesional. Parecía gustarle su trabajo, pero el trabajo no lo era todo para él. Al fin y al cabo, había soltado su cámara para acudir en su ayuda.

Su seguridad había significado mucho más que una simple entrevista. Se mordió el labio. Era tan atractivo, y a la vez tan fanfarrón... Sonrió. Le gustaba.

De repente dejó de sonreír. Le gustaba... demasiado.

—Es una pena ver ese ceño fruncido en una cara tan bonita.

El comentario lo sacó de su ensimismamiento. Se había vuelto hacia ella y le estaba hablando.

—No sé qué es lo que sigues haciendo aquí, pero yo tengo que irme —le señaló la puerta principal, recuperándose.

Vio que cerraba las puertas de la terraza antes de dirigirse directamente hacia ella, robándole de nuevo el aliento. La recorrió lentamente con la mirada, deteniéndose en los lugares estratégicos, hasta fijarla en sus ojos. Estaba tan cerca que Piper apenas podía pensar con claridad, embriagada por su aroma sutil.

—Muy bonito —la miró una vez más—. ¿Tienes alguna cita, querida?

Se humedeció los labios, nerviosa, esforzándose por recuperar la determinación.

—Te pedí que no me llamaras así.

—Perdón, señorita Ryan. Intentaré recordarlo en el futuro.

La estaba observando detenidamente, analizando el efecto que le suscitaba. La irritaba que fuera tan consciente de ello.

—Tengo una comida con la señora Carlisle. Pero te agradezco... que te hayas quedado esta noche aquí.

Ric ladeó la cabeza, sin dejar de contemplarla.

—¿Y no necesitas una pareja? ¿O un cámara?

Se lo imaginó inmediatamente a su lado, llevándola del brazo. Mal que le pesara, necesitaba la seguridad que le proporcionaba su presencia. Además, a la viuda Carlisle le gustaría que un hombre tan guapo le alegrara la vista. Quizá no fuera tan mala idea llevárselo a la comida. Además, siempre podría grabar algo con la cámara...

—Tú, desde luego, necesitarás una chaqueta —repuso a modo de invitación.

Probablemente estaba cometiendo un error, pero simplemente no podía evitarlo.

—Eso no es problema —señaló la puerta con la mano.

Piper recogió su bolso de una silla cercana. Una vez en la puerta, se detuvo para verlo recoger una chaqueta azul que había dejado sobre el sofá. ¿Cómo había sabido que necesitaría una chaqueta? No podía haberlo adivinado.

—Yo siempre estoy preparado —explicó con tono burlón al ver su expresión de asombro.

La siguió fuera y se ocupó de cerrar con llave mientras ella informaba a Townsend de su destino. Raine, que se había dedicado a vigilar sus llamadas, había avisado previamente a Ric por su móvil y transmitido la información de Keith.

Green la estaba esperando al lado de su deportivo rojo. La expresión de Piper se iluminó al instante.

—¡Me han traído mi coche! —corrió a examinar las reparaciones efectuadas y se volvió hacia Ric—. No me lo habías dicho.

—Lo trajeron esta mañana —no se molestó en mencionarle que Raine le había instalado un aparato de seguimiento.

Piper seguía revisando el vehículo por dentro y por fuera, admirada, mientras él sacaba la cámara de la furgoneta.

—Vamos, Martínez —lo urgió, sentándose al volante.

Ric guardó el equipo en el asiento trasero y subió al deportivo. Preparándose mentalmente para aquel viaje, se abrochó el cinturón de seguridad. Townsend ya le había advertido que a Piper le gustaba conducir rápido. No tardó en comprobarlo, ya que salió disparada como un bólido.

Llegaron a su destino en un tiempo récord. Y Ric no pudo menos de sorprenderse de que el agente del FBl no la hubiera perdido entre el tráfico. Sólo cuando llegaron se dio cuenta de que había estado apretando la mandíbula durante todo el trayecto.

Piper bajó del coche antes de que Ric pudiera adelantarse para abrirle la puerta.

Barrió la zona con la mirada. No le gustaban los lugares tan expuestos: era demasiado arriesgado. Townsend y Green habían aparcado detrás de ellos y ya estaban bajando del Sedán. Raine se encontraría cerca, como siempre.

El portero del restaurante les franqueó el paso. Una vez dentro, Ric se sintió inmensamente mejor. El maitre los condujo al salón privado del local, donde los esperaba la señora Carlisle. Sonrió nada más ver a Piper y la saludó con un beso en la mejilla.

—Querida, estás preciosa... —en seguida desvió su escrutadora mirada hacia Ric—. Vaya, vaya... —le hizo un guiño a Piper—. Ya había oído yo que había un nuevo hombre en tu vida.

—Ric Martínez, la señora Carlisle... —los presentó, ruborizada.

—Es un placer, señor Martínez —le tendió la mano.

Sin dejar de mirarla a los ojos, Ric se la llevó a los labios para besarle los nudillos.

—El placer es mío, se lo aseguro, señora.

La mujer mayor quedó convenientemente impresionada. Todo lo contrario que Piper, que lo fulminó con la mirada. Aunque la culpa era suya, por haberlo llevado allí.

—Por favor, discúlpenos un momento, señor Martínez —pronunció la señora Carlisle antes de volverse hacia Piper—. Acompáñame, querida. Tenemos muchas cosas de que hablar —y se alejó con ella del brazo.

Ric las observó alejarse. Un anhelo tan intenso como irresistible se apoderó de él, debilitándole las rodillas. Y no podía permitirse sentir algo semejante. Se maldijo en silencio. ¿Qué clase de loco se enamoraría de una mujer que nunca sería suya?

Pertenecían a dos mundos diferentes. Paseó la mirada por el elegante salón: aquél era su mundo, siempre lo había sido.

Aceptó la copa que le ofreció un camarero y se la bebió de un trago. Un vino exquisito, carísimo. Pensó en su pequeño apartamento de Chicago y en el coche que mimaba como si fuera un bebé. Era todo lo que necesitaba. Él era un tipo normal y corriente. Fijó la mirada de nuevo en Piper. No era en absoluto el hombre adecuado para ella. Si se les ocurría profundizar su relación, sus diferencias sólo conseguirían separarlos aún más. Y ése era un camino que no estaba dispuesto a recorrer por segunda vez.

Piper respiró aliviada cuando la encopetada y elegante comida tocó a su fin. Se había sentido incómoda desde el momento en que tomó asiento ante la larga y exuberante mesa. Martínez había estado demasiado callado. No le había dicho una sola palabra desde entonces. De hecho, no había hablado con nadie: se había limitado a comer en silencio. Y no se había comportado en absoluto como el invitado encantador de la subasta benéfica de unas cuantas noches atrás.

No le había pasado desapercibida la tarjeta que le había pasado la señora Carlisle.

Una tarjeta en la que, sin duda alguna, figuraba su número privado de teléfono. Le irritaba que las mujeres galantearan tan abiertamente con Martínez, sobre todo cuando se suponía que era su pareja. Una sola mirada a su perfil mientras se despedía del alcalde, cuando ya se dirigían hacia la puerta, sirvió para recordarle la razón de su éxito: su impresionante atractivo, su don innato para la seducción. Aquel hombre era maravilloso. Pecaminosa e increíblemente maravilloso. En realidad, las mujeres no tenían la culpa de caer rendidas ante él.

Apresuró el paso. Pensó en pasar por la cadena de televisión para entregarle a su secretario un breve resumen de la comida de aquel día. No podía dejar pasar una oportunidad semejante sin reseñarla en los informativos. Antes de marcharse, Martínez sacaría algunas tomas de los exteriores de la casa. Y también podrían utilizar imágenes de archivo de distintos eventos sociales organizados por la señora Carlisle. En la sala de prensa tendría que dejar grabadas unas palabras en off.

Pagó la propina al portero y recogió las llaves. Sabía que Martínez la seguía de cerca.

Podía sentir su presencia, pero se negaba a volver la mirada. Ignoraba por qué estaba tan pensativo, tan taciturno. Y ni siquiera quería saberlo. Tenía que concentrarse en su trabajo y pensar en él exclusivamente como profesional y colaborador suyo.

Townsend y Green se dirigieron hacia su propio vehículo. Piper resistió el impulso de sacudir la cabeza, irritada por aquella especie de ritual de vigilancia. Pensó en Jones. Quería recuperar a su antiguo y fiel cámara. Quería que su vida volviera de una vez a la normalidad.

—Necesitaremos grabar algunas tomas antes de irnos.

Justo cuando se disponía a abrir la puerta del coche, Ric se abalanzó sobre ella con toda la fuerza de su peso. Sus brazos la envolvieron mientras caían juntos al suelo.

Fue él quien se llevó la peor parte de la caída, y rodó con ella cubriéndola con su cuerpo. Los porteros se lanzaron también al suelo, asustados, en la misma puerta del restaurante. ¿Qué estaba pasando?

Piper lo oyó entonces: el silbido de una bala y su impacto en la acera, muy cerca.

Alguien estaba disparando contra ellos. El corazón le latía tan rápido que podía oír el estruendo de la sangre circulando como un torrente por sus venas. El de Martínez también estaba acelerado: lo sentía contra su pecho, apretado como estaba contra su cuerpo. Vio que sacaba algo de debajo de la chaqueta y al instante tenía un arma en la mano.

Lo siguiente que oyó fue el estallido de un cristal, al lado.

—¡Mi coche!

—Tranquila, querida —Ric la mantenía firmemente inmovilizada contra el suelo—. El coche se puede reparar. Tu caso es distinto.

La estaba protegiendo. Su rostro estaba muy cerca del suyo, con su aliento acariciándole los labios. Pese a lo dramático de la situación, Piper no pudo evitarlo: tenía que tocarlo. Tenía que sentir aquellos labios tentadores, delinear el dibujo de su fuerte mandíbula. Lo hizo. Y cuando lo tocó, aquellos ojos oscuros se iluminaron con un brillo tan apasionado como el que debía de reflejarse en los suyos.

Los dedos de su mano izquierda se cerraron sobre su brazo, sintiendo su abultado bíceps. Vio que esbozaba una mueca de dolor. Sólo entonces se dio cuenta. Al retirar la mano, vio que tenía la palma húmeda.

Sangre. Parpadeó varias veces, como si sus ojos se negaran a asimilar la información que su cerebro le transmitía. Martínez estaba sangrando.