1
Nueva York, hace veintitrés años
Había sangre por todas partes, se colaba por entre las baldosas del suelo, y las cortinas que días atrás habían sido blancas ahora estaban teñidas del color de la muerte. Había sido un error separarse, se estaban acercando demasiado al ejército de las sombras, pero Tom había insistido en que quería ir a ver a su mujer, Nina, y a su pequeña María. Como siempre, Tom le había dicho que era un exagerado y que se preocupaba en exceso. El científico humano solía burlarse a menudo de su amigo guardián, pero por desgracia, esta vez Royce no se había equivocado.
Había quedado con Tom esa misma noche a las doce en una de las oficinas que la familia de Royce poseía en la ciudad, y cuando pasaban dos minutos de la hora acordada, supo que algo iba mal. Tom Gebler nunca llegaba tarde. Nunca. Royce marcó el número de teléfono al mismo tiempo que se acercaba a la ventana, y no esperó a que sonara ni una vez. Al guardián le bastó con ver la luna para que sus instintos se despertaran. Corrió hacia su coche, un Bentley adaptado a la medida de sus necesidades que se había hecho traer desde Inglaterra, y pisó el acelerador. Durante el trayecto, dio rienda suelta al guardián, las garras de acero salieron de entre sus nudillos y las vértebras de la columna se fueron separando. En cuestión de segundos, sus ojos pasaron a tener la agudeza de los de un gato, y los colmillos se le clavaron en el labio inferior. Royce tenía muy pocos amigos en este mundo, y no iba a permitir que le sucediera nada malo a Tom ni a su familia. Detuvo el coche en seco delante de la casa con valla blanca en la que vivía el científico y oyó el inequívoco ruido de una pelea. Derribó la puerta y, sin dudarlo, degolló al primer intruso que se encontró a su paso. Era un soldado del ejército. Iba vestido con el uniforme de los rangos inferiores y tenía una mirada ávida de sangre. Todavía no se había transformado del todo; los señores del ejército otorgaban esa categoría a muy pocos, y la sed de sangre que lo consumía hizo que a Royce le fuera muy fácil matarlo. Había dos tipos más, podía oír su respiración acelerada, pero no los veía por ninguna parte. Le llegó un grito ahogado y Royce subió la escalera que conducía a las habitaciones. Allí vio a Nina acurrucada encima de una cama, con su cuerpo protegía al bebé de apenas seis meses, y encima de las dos se cernía uno de los hombres que el guardián había detectado antes.
—Apártate de ellas —ordenó Royce.
El asesino no obedeció, pero sí aflojó la garra con que tiraba del pelo de Nina y se dio media vuelta para enfrentarse al recién llegado.
—He dicho que te apartes de ellas —repitió él, y vio que Nina lo miraba con ojos suplicantes. Iba a morir, tenía una herida muy profunda en el estómago y el corazón le latía cada vez más despacio—. Te mataré, de ti depende que sea rápido.
El soldado sonrió a Royce y se lamió el labio inferior.
—De acuerdo, ya terminaré de jugar con ellas más tarde.
Royce oyó un disparo proveniente de otra habitación y se puso en acción. No podía perder ni un segundo más, así que se lanzó sobre el soldado, que, igual que el del piso inferior, no era rival para un guardián de trescientos años, y le clavó las garras de la mano derecha en el esternón abriéndolo en canal. Cuando el cuerpo cayó al suelo, le cortó la cabeza para asegurarse de que no se llevaría ninguna sorpresa. Nina, aunque estaba agonizando, consiguió farfullar:
—Tom…
—Tranquila. —Royce trató de ocultar la preocupación que sentía y le apartó un mechón de pelo ensangrentado de la cara. Ella le atrapó la muñeca y se la sujetó con las pocas fuerzas que le quedaban—. En seguida vuelvo.
Nina lo soltó y él fue en busca de su amigo, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de la pequeña María cubierta de sangre. ¿Estaría viva?
Pisó un charco de sangre y apartó de su paso una estantería que se habría caído durante la pelea.
—Royce. —La débil voz de Tom era apenas perceptible.
El guardián encontró a su amigo sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared más lejana. Sujetaba un revólver entre los dedos de una mano mientras, con la otra, trataba de detener la hemorragia. No serviría de nada, fue lo primero que pensó Royce al agacharse a su lado.
—Sé que no servirá de nada —dijo Tom con una media sonrisa.
—Tú no puedes leer la mente —respondió Royce—, y además siempre te has burlado de ello —le recordó, mientras le apartaba la mano para taparle él la herida—. ¿Qué ha pasado?
—Tenías razón. —Levantó un poco el cañón de la pistola y señaló al hombre caído a unos metros—. Asegúrate de que está muerto.
Royce se levantó y se acercó al tercer soldado del ejército de las sombras. Éste era de un rango superior, y seguro que por eso había ido a por Tom en vez de a por las mujeres.
—Está muerto —certificó, pero extendió de nuevo las garras de la mano derecha, que habían retrocedido para poder ocuparse de la herida de su amigo, y le arrancó la cabeza.
—Tú y tus alardes —Tom tuvo un ataque de tos—, aunque esta vez no me importa. Si pudiera, yo mismo lo cortaría a pedazos. —Otro ataque de tos y escupió sangre—. Tengo los pulmones encharcados, no me queda mucho tiempo.
Royce regresó junto él y no le dio falsas esperanzas.
—Los resultados de las pruebas están en la caja de seguridad —prosiguió su amigo, y apretó los dientes y cerró los ojos para aguantar el dolor—. El resto de la documentación…
—Tengo una copia. No te preocupes por eso. —Cubrió con su mano la de Tom, cubierta de sangre. La tenía helada.
—Nina y María, yo… —Apretó los dedos de Royce—. Es culpa mía.
—No. No es culpa tuya, y seguro que ellas no quieren que pienses eso.
—Han llegado cuando Nina subía a María a su habitación —le explicó Tom, haciendo caso omiso de su comentario—. No me han pedido nada. —Tosió otra vez—. Uno ha subido arriba y los otros dos…
—Tranquilo. —A Royce se le hizo un nudo en la garganta. Si alguien amenazara a Molly y a Simon, él estaría dispuesto a hacer cualquier cosa para protegerlos.
—Prométeme que cuidarás de ellas. Prométemelo. —Hizo un esfuerzo para levantar la cabeza y miró a su amigo a los ojos.
—Lo prometo —juró éste solemne.
—Prométeme que harás todo lo que sea necesario para que María salga viva de ésta. —Vio que Royce abría los ojos—. Sé que Nina está malherida, y que la pequeña también, pero… —Escupió sangre—. Sé que María saldrá adelante. Tiene que vivir, Royce. Júrame que harás lo que sea necesario para salvarla.
—Tom… —Sabía bien lo que su amigo estaba insinuando.
—Júramelo. Los resultados están… —Ya casi no podía respirar.
—Son sólo teóricos. —Seguía negándose a mentirle a Tom.
—Júramelo. —Apretó de nuevo los dedos—. Por favor.
—Lo juro.
—Gracias. —Tom aflojó la mano—. Diles que las quiero —le resbaló una lágrima—, y dile a Nina que me perdone.
—Tom…
—Dile que la querré siempre.
—Lo haré.
Abrió los ojos por última vez y se despidió de Royce Whelan. Éste cerró los párpados de uno de los hombres más honrados y valientes que había conocido en toda su vida y fue a cumplir sus promesas.
Entró en la habitación de la niña y encontró a Nina con la pequeña en brazos.
—Tom está muerto —dijo la mujer. No era una pregunta—. Y yo… —Tragó saliva—. Acércate, Royce.
Él obedeció y se sentó a su lado.
—Tom me ha pedido que te dijera que te querrá siempre, y que te pidiera perdón.
—Siempre ha sido algo melodramático —sonrió Nina, y en ese instante Royce tuvo un atisbo de la brillante mujer que era la esposa del científico—. Sé que me quiere, y ahora, cuando lo vea, le diré que no tiene que pedirme perdón. Coge a la niña.
Él cogió a la pequeña en brazos y le acarició la mejilla. La tenía manchada de sangre, pero pudo sentir como todavía latía la vida bajo la delicada piel.
—Uno de esos hombres la ha apuñalado. Le he presionado la herida con la manta, pero necesita ir a un hospital.
—No voy a dejarte aquí —afirmó Royce antes de que ella se lo pidiera.
—Prométeme que María será feliz. —Lo sujetó por el cuello de la camisa.
Los ojos de Nina brillaban con la ferocidad de los de una leona.
—Lo prometo.
—Sácala de aquí y sálvala. Yo… —Apartó la mano ensangrentada de la herida que tenía cerca del cuello y que había taponado hasta ese momento—… Yo tengo que irme con Tom.
Royce abrazó a la pequeña María y no se fue de allí hasta que Nina se hubo despedido de su hija para siempre.
Luego corrió con la niña hacia el coche, deteniéndose sólo un segundo para coger unas mantas, y la acomodó como pudo en el asiento del acompañante. Se sentó al volante y pisó el acelerador. El corazón de María no iba a aguantar mucho más, y a ella no iba a perderla. Condujo como un poseso hasta el hospital en el que trabajaba Dominic Prescott, un guardián centenario, y se comunicó con él mentalmente para que lo esperara en urgencias.
—¿Qué ha pasado? ¿Y Tom? —le preguntó Dominic al coger al bebé en brazos.
—Muerto, y Nina también. Unos soldados del ejército los han atacado esta noche. —Recorrieron juntos el pasillo de urgencias—. ¿Podrás salvarla?
—Haré lo que pueda. —Hizo gestos a una enfermera, que en seguida corrió a preparar un quirófano—. Espera aquí.
Royce asintió y fue a la sala de espera. Había tenido mucha suerte de que unos años atrás, Dominic decidiera que estaba aburrido de vivir en Inglaterra y se mudara a Nueva York una temporada. De lo contrario, habría tenido que entenderse con un médico de urgencias cualquiera y habría tenido muchos problemas a la hora de explicar por qué llevaba en brazos a una niña de seis meses al borde de la muerte, cuyos padres habían fallecido a manos de unos aprendices de demonio. Sí, que Dominic estuviera allí era buena señal. O así decidió interpretarlo cuando, dos horas más tarde, éste salió del quirófano.
—¿Cómo está?
—Estable, pero no sé si sobrevivirá. —Ambos se sentaron en un par de las incomodísimas sillas blancas de la sala de espera—. Ha perdido mucha sangre, y es muy pequeña. Tienes que estar preparado, Royce.
—No —replicó él—. ¿Qué me dices del proyecto Ícaro?
—No lo dirás en serio. —Pero vio que su amigo iba muy en serio—. Mierda, Royce. No me hagas esto. El propio Tom decía que por ahora sólo era una teoría. No se ha probado nunca. Nunca. María podría morir.
—Y si no lo probamos, ¿cuántas probabilidades tiene de sobrevivir? Dime la verdad.
—Muy pocas. —Royce buscó la mirada de Dominic y éste se la sostuvo—. Ninguna —reconoció al fin la horrible verdad—. No creo que pase de esta noche.
—Tiene que vivir, Dominic. Se lo prometí a sus padres. —Se puso en pie y, exasperado, se pasó las manos por el pelo.
—Royce, ni Tom ni Nina querrían que te torturaras con esto.
—No, María tiene que salir de ésta. Voy a buscar los papeles de Tom…
—No hace falta —lo interrumpió el otro guardián—, hace una semana estuvo aquí y me dejó una copia. Me pidió que lo ayudara con unas pruebas. —También se puso en pie—. Está bien, de acuerdo. Lo intentaré. —Antes de que Royce lo abrazara, añadió—: Pero si algo sale mal —tragó saliva—, si algo sale mal, María se quedará dormida y se reunirá con sus padres, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —Royce sabía que Dominic no iba a permitir que nada saliera mal—. ¿Qué necesitas?
—El quirófano está equipado con todo lo necesario…
—Pues a qué esperamos —lo interrumpió.
—Falta lo más importante —dijo Dominic.
—¿Qué?
—Sangre. María es un bebé, así que si queremos que su pequeño cuerpo tenga la más mínima posibilidad de salir adelante, necesita la sangre de un guardián que todavía esté creciendo, y me temo, amigo mío, que eso nos descarta a ambos.
—Simon.
—¿Tu hijo? ¿Cuántos años tiene?
—Diez.
Dominic se quedó pensando unos segundos antes de hablar.
—Podría funcionar.
—Voy a buscarlo —dijo Royce, ya de camino hacia la salida.
Una hora más tarde, Royce y un Simon algo aturdido estaban dentro del quirófano. El niño permanecía tumbado en una camilla, con una cánula en el brazo derecho que iba extrayéndole sangre poco a poco. En una camilla a su lado, casi perdida entre las mantas, estaba María, que también llevaba un artilugio similar, pero adecuado a su tamaño.
—Papá, ¿se pondrá bien? —le preguntó Simon a Royce.
—Esperemos que sí, hijo —le respondió éste, y le acarició la frente. Estaba muy orgulloso de su hijo, pero ver que había bastado con que le dijera que la vida de una niña corría peligro para que él se ofreciera a ayudarlo, lo había conmovido especialmente. Algún día, Simon sería un gran guardián.
Dominic siguió a pies juntillas las indicaciones que Tom había escrito acerca del proyecto Ícaro y al terminar fue en busca de Royce y Simon, a los que al terminar la transfusión había mandado de nuevo a la sala de espera.
—María se pondrá bien —les anunció sin dilación.
Los dos adultos y el niño se abrazaron.
—Menos mal —dijo Simon a media voz—. Mi vida no tendría sentido sin ella.
Ni su padre ni Dominic prestaron atención a la extraña frase. Una frase que años más tarde adquiriría mucho sentido.