16

Nueva York, comisaría del distrito 13

Oliver Cardoso estaba harto de que todos sus casos terminaran relacionados con Simon Whelan. Al detective no le gustaba nada que le ocultaran información, y estaba convencido de que aquel hombre le estaba escondiendo algo.

Después de la explosión del almacén, Cardoso investigó los allanamientos de los que Whelan había hablado y consiguió encontrar un vídeo grabado por una cámara de seguridad del muelle en el que aparecía una camioneta blanca saliendo a toda velocidad de una de las propiedades del grupo Whelan-Jura. La misma camioneta que ahora tenía delante con tres cadáveres. Tres hombres que habían muerto desangrados a causa de unas heridas que parecían hechas por un tigre con garras de acero. Genial, al parecer, un X-Men andaba suelto por la ciudad. Lo que le faltaba. Dicha camioneta estaba registrada por una empresa de nombre impronunciable, pero los agentes del departamento de delitos financieros consiguieron darle información. Oliver siempre había creído que los miembros de esa unidad eran mucho más peligrosos que los policías comunes y corrientes como él. Lo mismo que Hacienda, ellos sí que conseguían dar miedo a todo el mundo.

La empresa en cuestión estaba registrada a nombre de Jeremiah Claybourne, un rico empresario de Nueva York que recientemente había anunciado su compromiso con la ex esposa de Simon Whelan, cómo no. El señor Claybourne había denunciado el robo de la camioneta días atrás, pero Cardoso no terminaba de creerse la historia. Algo no encajaba.

Abandonó el laboratorio y regresó a su mesa. Repasó los informes que le había proporcionado Whelan y los que había confeccionado él mismo tras interrogar a todos los testigos y analizar todas las pruebas de que disponía. No tenía sentido, ¿por qué diablos alguien entraba en aquellos locales si luego no se llevaban nada? ¿Qué había matado a aquellos tipos?

—Detective —una agente llamó a su puerta—, tiene visita.

Oliver levantó la vista del informe y sonrió.

—¡Sebastian, qué alegría verte! —Abrazó al que había sido su mejor alumno en la academia de tiro. Sebastian Kepler pertenecía a un cuerpo de élite que el detective entrenaba de vez en cuando—. ¿Qué te trae por aquí?

—Tengo que pedirte un favor.

Mara se despertó y comprobó que estaba oscureciendo. Habría dicho algo pero su estómago se anticipó. Debía de estar más cansada de lo que creía, o su cuerpo había decidido que necesitaba desconectar para tratar de asimilar aquellas sorprendentes revelaciones acerca de su pasado. Ella jamás había podido dormir en un coche, y al parecer ahora lo había hecho durante horas.

«Simon ha de estar cansado», pensó, y al instante se reprendió por ello.

—¿Tienes hambre? —preguntó él.

—¿Qué? —dijo Mara algo confusa.

—Te he preguntado si tienes hambre —repitió con una sonrisa, ajeno a lo que sucedía en la mente de ella.

—La verdad es que sí —respondió algo avergonzada—. Lo siento.

—No te disculpes, yo también estoy hambriento. De hecho, creo que lo que te ha despertado es que a mí también me ha rugido el estómago —mintió, para ver si así conseguía devolverle la sonrisa. Y cuando Mara en efecto sonrió, casi lo dejó sin respiración—. Lamento que no podamos pararnos a comprar ropa, seguro que en casa hay algo que te irá bien.

—¿Tienes por costumbre secuestrar a chicas? —Trató de parecer ofendida, pero terminó sonando como un flirteo.

—No, tú eres la primera, aunque creo que le estoy cogiendo el tranquillo. Mis primas van a menudo a la casa —le explicó.

—¿Cuántas primas tienes?

—Demasiadas. Al parecer, el hermano de mi padre es incapaz de tener hijos.

Era una conversación tan mundana, tan de pareja que sale a cenar o al cine, que ambos se quedaron mudos. Pero a diferencia de los anteriores silencios, ése no fue incómodo para ninguno de los dos.

—Ahí hay una gasolinera. Quizá encontremos algo para comer.

Redujo la velocidad y giró hacia los surtidores. Simon bajó primero y fue a abrirle la puerta a ella. La ayudó a salir y le dio la cartera con un gesto que a Mara le pareció muy íntimo.

—Pondré gasolina, ahora te alcanzo —le dijo.

Ella cogió su cartera y asintió, volviéndose hacia la cafetería de la gasolinera. Simon se quedó embobado mirándola mientras realizaba de modo automático los gestos necesarios para llenar el depósito. El olor a gasolina nunca le había gustado, pero aquel hedor…

—¡María, vete de aquí! —gritó segundos antes de que una criatura espeluznante apareciera delante de ella—. ¡Corre!

Mara no reaccionó, y cuando aquella cosa trató de atraparla, Simon dio rienda suelta al guardián y extendió las garras de acero y los colmillos a la par. Se lanzó sobre el monstruo y le clavó las afiladas hojas en el esternón hasta sentir que lo atravesaba hasta la espalda. Luego dejó caer el cadáver al suelo y con el rabillo del ojo vio que se acercaban más.

—¡Huye de aquí, María! ¡Corre! —Buscó con la mirada algún lugar seguro—. Escóndete allí —le señaló lo que debía de ser un granero y le dio la Glock con la que ella le había disparado—. Iré a buscarte.

Mara corrió y trató de no darse media vuelta para asegurarse de que Simon seguía vivo. Aquellas cosas eran asquerosas. ¿De dónde diablos habían salido? Entró en el granero y, al cruzar el umbral, una mano le cubrió la boca mientras otra la sujetaba por la cintura. Iba a morir.

Simon se había enfrentado en más de una ocasión a soldados del ejército de las sombras. Incluso había tenido que vérselas con un par de perros del infierno, pero nunca había tenido que luchar contra seres como aquéllos. Parecían una extraña mezcla de soldados del infierno, zombis de una película de terror y su peor pesadilla. No tenían miedo a nada y costaban mucho de matar. Era como si no sintieran dolor, a diferencia de él, que acusaba cada uno de los golpes que había recibido. Pero le bastaba con pensar en María para seguir luchando. Cómo había sido tan tonto, cómo no se había dado cuenta de que la gasolinera estaba desierta y que estaban siguiéndolos. Se maldijo una y otra vez mientras iba quitando de en medio a aquellas criaturas. Si salía de ésa, no, cuando saliera de ésa, se dirigiría a la casa de Vancouver sin parar. Allí podría proteger a su alma gemela.

—¡Tío Ronan! —exclamó Mara, sorprendida al descubrir la identidad del hombre que la retenía. En un acto reflejo, se abrazó a él, pero en seguida se soltó para poder mirarlo a la cara—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo sabías…?

—Tu móvil tiene localizador GPS. Se lo instalé personalmente —le explicó su tío antes de que ella pudiese terminar la pregunta.

—¿Y por qué no has venido a buscarme antes?

Él se tocó nervioso el cuello de la camisa antes de responder.

—No he podido hasta ahora —contestó incómodo.

—Tenemos que salir de aquí. Unas criaturas horribles están atacando a Simon —dijo ella dirigiéndose ya hacia la puerta.

—No, espera. Tienen orden de no matarlo.

—¿Qué has dicho? —Mara se detuvo en seco—. ¿Orden de quién? ¿Qué diablos son esas cosas? ¿Y cómo sabes tú qué tienen que hacer? —Abatida, se sentó en una bala de paja—. Será mejor que empieces a hablar, tío.

—¿Te acuerdas de que te dije que si no fuera por lord Ezequiel y el ejército de las sombras jamás te habría encontrado?

—Sí, me acuerdo —respondió alerta.

—Pues bien, el otro día lord Ezequiel me recordó que tengo que saldar mi deuda con él.

—¿Qué clase de deuda, tío? ¿Qué son esas cosas? Yo siempre había creído que lo del nombre era sólo una exageración, y cuando te lo pregunté me dijiste que no tenía importancia. Pero después de lo que he visto…

—Ahora no tengo tiempo de contártelo todo, pero tienes que saber que siempre serás mi sobrina, y que si pudiera volver atrás y hacer las cosas distintas con tu madre, yo…

—Lo sé, tío —le aseguró ella, interrumpiéndolo.

Ronan carraspeó y recuperó su habitual compostura.

—Lord Ezequiel vino a verme y me dijo que había llegado el momento de saldar mi deuda.

—¿Y qué tienes que hacer para saldarla?

—Entregarle a Simon Whelan vivito y coleando.

A Mara le dio un vuelco el corazón y decidió que ya analizaría más tarde si se lo había dado por miedo a perder a Simon, o por no poder meterlo entre rejas.

—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver él con lord Ezequiel?

—No lo sé, y la verdad es que no me importa, pero lord Ezequiel se anticipó a tu reticencia…

—¡Yo no…!

—Déjalo, ya lo hablaremos más tarde. —Volvió a carraspear—. Lord Ezequiel me pidió que te dijera que si le entregabas a Simon, él te diría dónde está Claire.

Mara se quedó estupefacta, y de no ser porque estaba sentada se habría caído al suelo. ¿Cómo lo había sabido?

—La verdad es que no tengo ni idea de lo que significa —prosiguió Ronan—, que yo sepa, no conoces a ninguna Claire, ¿no?

—¿Cuándo quiere que le entregue a Simon? —preguntó ella.

Su madre le había pedido en sueños que encontrara a Claire, y quizá lord Ezequiel pudiera ayudarla a hallar respuestas. No quería traicionar a Simon, pero su madre… Además, saltaba a la vista que él sabía ocuparse de sí mismo. Seguro que lograría escapar, o quizá ella, cuando supiera el paradero de Claire, podría llamar a la policía y pedir ayuda.

Ronan la miró sorprendido y aliviado al mismo tiempo.

—Tú sigue como hasta ahora. El móvil nos dará tu posición exacta. ¿Sabes adónde os dirigís?

—A Vancouver, a una casa de la familia materna de Simon.

—Perfecto. Lord Ezequiel me ha dicho que irá a recoger a Whelan dentro de dos días. Regresa con él y haz como si nada; todo habrá terminado dentro de poco, ya lo verás.

—Sí, todo habrá terminado.

Simon llegó al granero con la respiración entrecortada, las heridas del hombro y el muslo abiertas, y un par más añadidas a la colección, pero nada le dolió tanto como lo que oyó al apoyarse en la pared de madera para descansar. Mara estaba hablando con un hombre, al que identificó como Ronan Stokes tras un par de frases, y estaba negociando su entrega al señor de las sombras. Iba a entregarlo a su peor enemigo a cambio de obtener información sobre dónde estaba Claire. Y Simon que había creído que ella empezaba a sentir algo por él. Se quedó allí, escondido entre las sombras, hasta que Ronan se fue por la parte trasera del granero, y durante todo ese rato trató de hacer retroceder al guardián. No podía creer que la misma mujer que lo había besado esa mañana, la misma con la que había compartido confidencias en el coche, estuviera dispuesta a traicionarlo sin pestañear, pero al parecer así era. Ya debería estar acostumbrado a que las mujeres lo utilizaran; su ex esposa lo había querido por su dinero y posición social, y, al parecer, Mara —ahora que la había descubierto se negaba a referirse a ella como María— lo quería como moneda de cambio. Si se lo hubiera pedido, él la habría ayudado a encontrar a Claire. Por todos los dioses, habría hecho cualquier cosa por ella. Furioso, golpeó la pared con la palma de la mano.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Mara—. ¿Simon?

—Sí, soy yo —respondió, decidido a seguir con la farsa—. Estoy aquí.

Entró y, cuando ella lo vio, se le lanzó al cuello y lo abrazó.

—Estaba tan preocupada —susurró, pegada a sus labios antes de besarlo.

Fue un beso corto, porque Simon lo interrumpió, incapaz de besarla sin recordar la frialdad con que ella le había dicho a su tío que lo intercambiaría por información.

—Tenemos que irnos —dijo, para justificar la premura.

—Claro.

Juntos corrieron hacia el coche, que, por suerte, había salido indemne del ataque de las criaturas, y Simon lo puso en marcha nada más sentarse.

—¡Dios mío, estás sangrando! —exclamó Mara—. Tienes que ir a un hospital.

—No, mañana estaré bien —le aseguró él—, ya lo verás. Buscaré un lugar donde pasar la noche y mañana seguiremos nuestro camino. Si no tenemos más sorpresas, al anochecer podríamos estar en Vancouver.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —Ella empezaba a tomar conciencia de lo que había sucedido—. ¿Cómo puedes decir que mañana estarás bien si estás dejando el asiento del coche empapado de sangre? —Pero en cuanto terminó de pronunciar la última sílaba, se dio cuenta de que una de las heridas del brazo derecho se estaba cerrando delante de sus ojos—. ¿Qué…?

—Cuando en el almacén me apuntaste con una pistola, no parecía que te afectara tanto la sangre —bromeó él—. Además, una chica que conoce al ejército de las sombras ya debería estar acostumbrada a estas cosas. —Supuso que aquel momento era tan bueno como cualquier otro para tantear el terreno respecto a los conocimientos que Mara tenía sobre los guardianes y otras criaturas.

—Ya te dije entonces que no iban conmigo —se defendió ella otra vez.

—Pero veo que no niegas que los conoces. ¿Cuánta gente crees que habrá oído hablar del ejército de las sombras, o de lord Ezequiel?

—Mi tío me llevó a casa de lord Ezequiel un verano. —Simon logró ocultar lo sorprendido que se quedó al ver que Mara se lo contaba—. Pero no le he visto nunca. Sé que mi tío tiene algunos asuntos con el ejército de las sombras, y, según él, fueron ellos los que me salvaron la vida tras el accidente. —Vio que Simon apretaba el volante hasta quedársele los nudillos blancos—. Pero hasta hace un par de días creía que sólo era un nombre. No tengo ni idea de qué son —tomó aire—, igual que no tengo ni idea de lo que eres tú.

«¿Qué soy yo? —pensó él—. ¿Un estúpido? ¿Un incrédulo? ¿Un cínico?»

—Soy un guardián. Un guardián de Alejandría —respondió.

Aún no sabía cómo iba a escapar de la trampa que Mara le estaba preparando, pero llegó a la conclusión de que el hecho de que supiera la verdad acerca de él no iba a cambiar las cosas.

—¿Qué significa eso?

—Significa que pertenezco a una raza de guerreros cuya misión es proteger a los hombres. Mi padre también era un guardián, y mi abuelo, y todos mis antepasados.

—¿Mis padres lo sabían?

—Sí, los dos lo sabían. En realidad, tu padre estaba al mando de un proyecto muy importante para los míos.

—¿Qué proyecto?

Simon casi se había olvidado del proyecto Ícaro y de sus consecuencias.

—Ahora no es el mejor momento para hablar de eso. —No quería decirle que seguía viva gracias a la sangre de él y a los descubrimientos de los padres de ambos—. Te lo contaré cuando lleguemos. —«Y tenga delante pruebas que sustenten mis palabras», pensó.

—¿Puedes extender las garras y los colmillos a voluntad? —Mara siempre había sido muy curiosa, y tener delante a un ser que en parte pertenecía a otro mundo la fascinaba.

Simon no respondió, sino que se limitó a apartar la mano derecha del volante y extender y retraer las garras.

—¿Y los ojos negros?

—No, los ojos no. Cambian cuando el guardián se despierta.

—¿Se despierta?

—Así es como llamamos a los momentos en los que afloran nuestros instintos.

—¿Eres humano?

—Sí. Nací igual que tú, y moriré igual que tú.

—Si no eres inmortal, ¿por qué he visto cómo la herida del brazo se te curaba sola?

—Un guardián es inmortal hasta que conoce a su alma gemela.

—¿Alma gemela?

—La única mujer a la que podrá amar, capaz de completarlo y darle hijos —explicó escueto.

—¡Qué romántico!

«Dudo que dentro de unos días te lo parezca tanto», pensó.

—¿Y el tatuaje?

—¿Qué tatuaje?

—El que tienes en el cuello —dijo ella, y con un dedo le señaló la zona.

Mierda, estaba perdido. Simon no se había dado cuenta de que había empezado a salirle el tatuaje. Éste aparecía cuando un gran guardián encontraba a su alma gemela, lo que significaba que Mara era la suya, y aunque esa noticia tiempo atrás lo habría embriagado de felicidad, ahora lo llenaba de tristeza.

—El tatuaje no tiene nada que ver con esto —respondió algo distante. No quería humillarse delante de aquella mujer que no sentía nada por él.

—Es bonito —dijo ella mirándolo extrañada.

—Es una tontería. —Vio unas luces y giró el volante—. Nos detendremos aquí.

—¿Y qué pasa cuando un guardián encuentra a su alma gemela? —No sabía muy bien por qué, pero tenía el presentimiento de que cuanto más supiera acerca de los guardianes y su mundo, mucho mejor.

—Cuando un guardián encuentra a su alma gemela pierde el don de la inmortalidad. Sigue convirtiéndose en guardián, y si es herido de gravedad hay un modo en que puede seguir engañando a la muerte.

—¿En qué consiste?

—Tiene que beber sangre de su alma gemela.

Paró el coche en seco en el aparcamiento del motel e, igual que la noche anterior se puso el abrigo y cogió el petate. Pidió una habitación en la planta baja y cerca del aparcamiento, y el recepcionista se la dio sin preguntarle nada. A lo mejor era el rasgo distintivo de los de ese oficio, pensó al recordar al del otro motel; la capacidad de no inmutarse por nada.

Entraron en la habitación, que era calcada a la de la competencia, y Simon dejó el petate en el suelo. Sacó de él otra camiseta y el neceser, y caminó en dirección al baño.

—Iré a ducharme —le dijo.

—¿Quieres que te ayude con las heridas? —preguntó ella, que al parecer había interpretado su silencio como una muestra de cansancio y no de dolor.

«Claro —pensó Simon—, Mara no sabe que la he oído hablar con su tío».

—No hace falta —respondió—, seguro que tú también estás cansada. ¿Sabes qué?, dúchate tú primero, así podrás acostarte.

Ella lo miró a los ojos. Aquel Simon tan distante no se parecía en nada al que la había desvestido esa misma mañana. Claro que se había peleado con unos seres sanguinarios y que estaba hecho polvo.

—Gracias —aceptó el caballeroso gesto—. No tardaré nada. ¿Puedo coger otra camiseta?

—Coge lo que quieras. —«Ya te has quedado con mi corazón».

Mara cumplió su palabra y salió del baño en menos de cinco minutos. Simon entró después y se metió bajo el grifo del agua caliente hasta que ésta empezó a salir fría. Luego se sentó en el retrete y se remendó lo mejor que pudo. Su cuerpo empezaba a ser mortal, y si no bebía de su alma gemela iba a tardar unos días en curarse. Se quedó en el cuarto de baño mucho más tiempo del necesario y cuando salió había conseguido su propósito: Mara estaba completamente dormida. Se metió en la otra cama sin hacer ruido y cerró los ojos, quizá así se olvidaría de que ella iba a traicionarlo.