14

Mara salió de la ducha y se secó con la diminuta —y única— toalla que Simon le había dejado en el baño. Se peinó y se cepilló los dientes. El muy cretino no le había dejado nada de ropa, pero sí un cepillo de dientes y un pequeño tubo de pasta dentífrica; ah, y un peine. Cuando saliera, le diría dónde podía meterse el dichoso peine.

Simon podía oír, y ver, a Mara dentro del baño, y sabía que estaba furiosa, pero él también lo estaba, y además a él le habían disparado. Y al parecer ahora razonaba como un niño de trece años. Tomó aire y lo soltó despacio. Más sereno, puso los pies en el suelo y se levantó de la cama en la que había estado medio tumbado, esperándola. Cojeó hasta la cómoda en la que había dejado el petate y cogió la camiseta que había seleccionado para Mara, y con ella en mano se dirigió al baño. A través del espejo, vio como lo fulminaba con la mirada, pero la ignoró y dejó la camiseta encima de la tapa del retrete.

Ya se había dado media vuelta cuando oyó que ella farfullaba:

—Gracias.

—De nada —respondió él, también en voz baja, y siguió hasta la cama.

Pasó los canales de la televisión sin prestar atención a ninguno, buscando algo que consiguiera alejar sus pensamientos de María, pero nada funcionaba. Resignado, apagó el televisor y esperó a que ella terminara de asearse.

Cuando salió del baño, trató de no pensar que iba desnuda debajo de aquella camiseta que olía a él, y se aferró al odio que durante tantos años había alimentado su sed de venganza. La única luz que había en el sórdido dormitorio la proporcionaba la lámpara de la mesilla de noche que separaba las dos camas, y Mara se encaminó hacia la que estaba libre. No hacía ni dos segundos que se había tumbado cuando vio a Simon de pie a su lado.

—Quiero dormir sola —sentenció ella.

—Y yo también —contestó orgulloso—. Dame la mano —le pidió al mismo tiempo que se la cogía.

—No, por favor.

—No me lo pongas más difícil, Mara. Los dos estamos cansados y necesitamos dormir.

Ella lo miró a los ojos y vio que no lograría convencerlo, así que se resignó a que le atara una muñeca al cabezal de la cama. Además, él tenía razón en una cosa, necesitaban descansar, así que bien podía aprovechar y dormir un rato. Quizá si dormía un poco lo vería todo con más claridad y dejaría de tener ganas de besar y abrazar al hombre que la había secuestrado. «Tú le pegaste un tiro», dijo una voz en su cabeza, pero Mara decidió ignorarla y cerrar los ojos.

Después de atarle una muñeca a la cama, Simon tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para obligarse a dar media vuelta y volver a la otra cama. Se tumbó y uno a uno fue abriendo los dedos de sus puños cerrados para ver si así conseguía resistir las ganas, la necesidad que sentía, de tocarla. Apretó los párpados y trató de regular la respiración. Era imposible que consiguiera dormir con ella tan cerca, pero quizá, como mínimo, lograra descansar, y sus heridas, al menos las del cuerpo, tendrían tiempo de cicatrizar.

El sueño empezó como siempre. Mara aparecía en medio de un jardín de ensueño en el que brillaba el sol, los pájaros cantaban y olía a jazmín, pero a diferencia de las anteriores ocasiones en que había visitado ese sueño, esta vez estaba sola. No veía a su padre y a su madre por ningún lado y a cada paso que daba, el cielo del jardín onírico iba oscureciéndose, los pájaros se transformaban en unas criaturas espeluznantes que la miraban hambrientos y el olor a jazmín era sustituido por el de azufre. Mara se pellizcó un brazo para ver si así se despertaba, sin conseguirlo, y entonces oyó la voz de su madre.

—Mamá —susurró ella—, ¿dónde estás? —preguntó, subiendo el tono de voz—. ¿Mamá? —gritó.

—Estoy aquí, cariño —le respondió su madre desde detrás de unos árboles cuyas ramas la encerraban.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Mara asustada—. ¿Quién te ha encerrado?

—Tienes que recordar, cariño —le pidió su madre tocándole la mejilla—. Claire te necesita. Todos te necesitamos. Tienes que encontrar a Claire.

El bosque entero empezó a desvanecerse. Era como ver caer un castillo de naipes; todo iba esfumándose alrededor de Mara y en su lugar sólo quedaban el frío y la oscuridad.

—¡Mamá, no te vayas! —Trató de sujetarla con una mano, pero fue inútil, su madre se convirtió en humo y desapareció—. ¿Quién es Claire? ¡Mamá!

—Chsst, tranquila. Tranquila —le repitió una voz cálida—. Ya estoy aquí.

—¿Simon? —Abrió los ojos y vio que él se había cambiado de cama y que estaba abrazándola—. Simon —volvió a decir, y cerró los ojos aliviada—. Estás aquí —susurró.

—Sí, estoy aquí —contestó, acariciándole el pelo y la espalda. Ella le había mirado, pero por el brillo de sus ojos, Simon supo que no estaba despierta del todo.

—Creía que te había perdido —susurró Mara, abrazándolo, y todo su cuerpo se relajó al instante—. Tenemos que encontrar a Claire.

Él se tensó al oír el nombre. Ewan le había contado que Dominic había pasado varios meses encarcelado en los sótanos de Vivicum Lab. Talbot y sus científicos habían sometido al guardián centenario a varios experimentos cuyas secuelas todavía no sabían si serían permanentes. La noche en que Ewan y Mitch, un policía humano muy vinculado al clan Jura, rescataron a Dominic, se encontraron con un guardián duro y distante, y decidido a encontrar a su alma gemela, una mujer que también estaba prisionera en aquellos malditos laboratorios. Una mujer que se llamaba Claire. Después de lo que le había sucedido en las últimas veinticuatro horas, estaba convencido de que esa Claire y la de la pesadilla de María eran la misma. Y sus instintos de guardián le decían que no era tan humana como Ewan creía.

Por todos los dioses, Simon llevaba tiempo convencido de que algo grave estaba a punto de suceder. En el clan de los Whelan había habido varios guardianes con el don de prever el futuro. No era su caso, pero su madre siempre le había dicho que sus instintos eran muy poderosos, y que tenía que escucharlos. Y éstos le decían que lo que estaba tramando el señor de las sombras era mucho más oscuro y peligroso de lo que creían.

Estrechó a María entre sus brazos y al sentir que ella se relajaba confiada sintió algo de esperanza. Despierta, no recordaba nada de él, pero dormida sabía que no había lugar en el mundo en el que estuviera más a salvo que a su lado. Simon le acarició el pelo y se atrevió incluso a darle un casto beso en la frente. Poco a poco, él también fue quedándose dormido, y antes de perder del todo la conciencia, pensó que no quería volver a acostarse sin María a su lado.

Ronan Stokes entró en la cabaña que tenía alquilada en Anchorage, Alaska, a pocos metros de los laboratorios donde trabajaba, y se quedó petrificado al ver al hombre que lo estaba esperando sentado en una de las butacas del salón. Hacía años que no veía a lord Ezequiel, desde aquella lluviosa mañana en que lo llevó al hospital en el que Mara estaba ingresada, y no había cambiado lo más mínimo. Quizá incluso parecía algo más joven. Todo él emanaba poder, e igual que aquella vez, cuando lo miró a los ojos, Ronan sintió una mezcla extraña de miedo y deseo. Apretó la mandíbula y trató de controlar ambas reacciones.

—Hola, Ronan —lo saludó lord Ezequiel con una sonrisa—, cuánto tiempo.

—Sí, ha pasado mucho tiempo —respondió él, y sin poder remediarlo, dio un paso hacia el señor de las sombras.

—Supongo que ya sabes a qué he venido —le dijo lord Ezequiel, que se puso en pie y le pasó un dedo por la mejilla.

Ronan se estremeció y negó con la cabeza. Si hubiera podido pensar, quizá se habría acordado, pero la decadente atracción que sentía se lo impidió.

—He venido a cobrar mi deuda —le susurró lord Ezequiel pegado a su oído—. Ha llegado el momento de que me compenses por haberte devuelto a tu preciosa sobrina.

El cuerpo de Mara fue el primero en darse cuenta de que estaba entre los brazos de Simon. Su mente seguramente trataría de negarlo más tarde, pero nunca antes se había sentido tan a salvo. Tan bien. La camiseta que él le había prestado para dormir le iba muy grande, y a lo largo de las horas de sueño se le había ido subiendo, y ahora la tenía toda por encima de la cintura. Una de sus piernas estaba entre las de él, y Simon tenía la cabeza justo encima de la de ella. Mara tenía el rostro en el hueco de su cuello, y podía impregnarse del aroma de su piel sin que él se enterase. El pijama de Simon consistía sólo en unos calzoncillos y una camiseta negra, y ninguna de las dos prendas podía ocultar su espectacular físico y lo excitado que estaba. ¿Siempre sería así?, pensó Mara, y sintió un increíble aguijonazo de celos al imaginárselo excitado por otra mujer. Abrió los ojos lentamente y, al comprobar que él seguía dormido, aprovechó para estudiar aquel rostro duro y al mismo tiempo capaz de mirar de la manera más tierna que había visto jamás. Tenía los pómulos más marcados de lo que creía, y debajo de los ojos le habían aparecido unas sombras, probablemente a consecuencia del cansancio y las heridas. Tenía los labios apretados, incluso dormido parecía estar alerta, y una incipiente y sensual barba negra. Bajó la vista hacia su cuello y vio que en el lateral izquierdo, rozando el borde de la camiseta, se insinuaba un tatuaje. No sabía que Simon tuviera ninguno, y sintió una enorme y casi incontrolable curiosidad para saber si el dibujo seguía por debajo de la ropa. Colocó la mano derecha, la que no tenía esposada, en su torso y notó que a él se le aceleraba la respiración. Esperó unos segundos, y cuando el subir y bajar del pecho de Simon volvió a la normalidad, siguió con su inspección. Sin atreverse a deslizar la mano por debajo de la camiseta, Mara lo recorrió con los dedos y dibujó los abdominales que se marcaban en la tela. Podía sentir su erección presionándole el vientre, pero aunque ni ella misma conseguía entenderlo, no le daba miedo, sino que le gustaba sentir que conseguía despertar aquella reacción tan intensa en él.

Como si su cuerpo hubiese tomado la decisión sin consultárselo a su cerebro, levantó el rostro y besó a Simon en la mandíbula. Él ronroneó, o algo igualmente sensual, y movió la cara para dejarle más espacio. Mara no tenía ni idea de qué estaba haciendo, pero después del horrible sueño de la noche y de sentir que en sus brazos estaba a salvo, decidió dejarse llevar. Algo nada típico en ella y de lo que seguramente terminaría arrepintiéndose. Le dio otro beso a Simon, esta vez en el mentón, y deslizó la mano hasta hundirla en el pelo de la nuca de él. Estaba tan pegada a su cuerpo que podía sentir cada latido, cada respiración, y eso le dio valor para hacer lo que de verdad quería hacer: besarlo en los labios.

Colocó los labios a escasos milímetros de los de Simon, sintió su respiración rozándole la piel, y lo besó. Primero fue un beso delicado, inocente, pero cuando sus cuerpos se dieron cuenta de que se habían encontrado, esa inocencia se convirtió en puro deseo.

Simon creyó estar soñando cuando notó el aliento de María sobre su piel, pero cuando la boca de ella lo tocó, el guardián decidió que había llegado el momento de hacerla suya. Separó los labios y dejó que su delicada lengua lo saboreara a su antojo. Él jamás había adoptado un papel pasivo, pero estaba descubriendo que por su alma gemela era capaz de todo, incluso de dejar que lo volviera loco con sus besos inexpertos. Trató de seguir haciéndose el dormido durante unos segundos, pero las ansias de tocarla y poseerla terminaron por derribar la presa de su control. Gimió de placer y la besó. La devoró, y ella se dejó devorar. Sus lenguas pelearon por tomar el control, y sus labios estaban sedientos por beber el uno del otro.

Ella tenía la mano izquierda atada al cabezal de la cama, así que no podía cambiar de postura, pero él tenía las dos manos libres y aprovechó para levantarle la camiseta y dejar al descubierto sus preciosos pechos. Era preciosa, perfecta, y Simon se pasó la lengua por los labios. Inclinó la cabeza y besó uno de los pechos con la misma determinación con que antes la había estado besando en la boca. Notó que María movía la mano que tenía libre, y durante un terrible instante creyó que lo apartaría, pero cuando sintió que se aferraba a él y le retenía la cabeza entre los senos, un gemido gutural escapó de su garganta. Abandonó el pecho que había estado torturando con labios, lengua y dientes, y fue en busca del otro. Un delicioso sonido salió de los labios de María, el sonido más dulce que Simon había oído nunca, y deslizó una mano hacia abajo para quitarle las braguitas. Con la otra mano le acarició el estómago y la espalda. Ella temblaba, pero no de miedo, y él estaba a punto de precipitarse por el abismo. Desesperado por mirarla a los ojos, volvió a acercarse a su rostro. María le sostuvo la mirada un segundo, y entonces tiró de él y lo besó como nunca antes lo había besado nadie, como si lo necesitara para seguir viviendo, y Simon supo entonces, sin lugar a dudas, que haría lo que fuera para que María lo recordara y lo amara tanto como él la amaba a ella.

El beso siguió y siguió, Simon no podía respirar, y tampoco le hacía falta si María seguía consumiéndolo con aquella pasión… Pero quería algo más, necesitaba saber lo que se sentía al darle placer a la única mujer que lo completaba y completaría jamás, así que deslizó una mano hacia la entrepierna de ella. Simon se estremeció y dio gracias a los dioses por haberle dado esta oportunidad. María estaba caliente, excitada, y movía tímidamente las caderas en busca de su mano. Él le colocó la palma encima del sexo, y ambos se quedaron inmóviles durante un segundo. Aquella reacción no era normal. Era como si sus cuerpos se hubieran fundido, y Simon ya no sabía si el temblor que sentía era el de él o el de María. Lentamente, deslizó un dedo hasta encontrar el lugar más íntimo de su alma gemela, y volvió a detenerse. Iba a ser incapaz de hacerle el amor. No iba a poder aguantar, así que suplicó:

—Tócame.

Despacio, agonizantemente despacio, María aflojó los dedos de la nuca de Simon y bajó la mano hasta la erección de él. Ella nunca había hecho algo así, pero su instinto la guio. Parecía que supiera exactamente cómo tenía que actuar para hacerlo feliz, como si hubiera nacido sabiéndolo. Y a pesar de todo lo que él significaba en su pasado, quería satisfacerlo, al menos allí, en ese instante.

Cuando los dedos de María rodearon su erección, Simon soltó el aire que no sabía que estuviera conteniendo y hundió un dedo en su interior. María arqueó la espalda, y él aprovechó para besarle el cuello. Ahora que por fin sabía lo que se sentía al estar dentro de ella, supo que cuando por fin le hiciera el amor sería el guardián más feliz del mundo. De la historia. Y al mismo tiempo supo que cuando eso sucediera quería que María lo amara. Negándose a estropear el encuentro, el mejor encuentro sexual de toda su existencia, con sueños que tardarían un poco en hacerse realidad, Simon se dejó llevar por el placer y la pasión que sólo ella había sido capaz de despertar en él. La acarició y besó como si su vida dependiera de ello. Y dependía de ello. Y recurrió a todo lo que había aprendido con otras mujeres para llevarla al orgasmo. Si Mara seguía negándose a recordar su pasado, tal vez el sexo consiguiera derribar aquellos muros que los separaban.

Mara sintió cómo el calor que había nacido en su estómago iba extendiéndose por todo su cuerpo. Los labios de Simon no dejaban de besarla, de llevarla a un sitio en el que no existía la soledad, ni la tristeza, ni las pesadillas, un sitio en el que sólo estaban ellos dos y el increíble placer que creaban juntos. Con los dedos, él se apoderó de un espacio que ella nunca le había entregado a nadie, y se dejó guiar hasta aquel lugar hasta entonces desconocido. Las piernas le temblaban, y al mismo tiempo no podía dejar de acariciar la poderosa erección que se deslizaba entre sus dedos. Notó que Simon se tensaba, que se aferraba a ella y la apretaba contra su torso.

—Recuerda, María —le oyó susurrar.

Y con esa súplica, ese ruego, ambos alcanzaron el orgasmo. Sus cuerpos se estremecieron al unísono, abrazados el uno al otro, el único lugar seguro en medio de la deriva de placer en la que se habían perdido.