9
—Tú mataste a mis padres.
—¿Qué has dicho? —A pesar de que ella había repetido la frase dos veces, Simon estaba convencido de que no la había oído bien. Tenía que resolver aquella situación cuanto antes, no podría detener al guardián durante más tiempo.
—Tú mataste a mis padres. Bueno, tu padre los mató, pero tú has ocultado las pruebas desde entonces.
—Mi padre nunca mató a nadie. —Simon defendió al mejor hombre y guardián que había conocido nunca. Dio un paso hacia Mara, y lo único que consiguió fue que ella amartillara la pistola—. ¿De qué estás hablando? —Otro paso, y ella sujetó el arma con las dos manos. Él se detuvo—. Mara, ¿qué está pasando?
—Tu padre asesinó al mío, y a mi madre también. Mi tío me lo contó todo hace años, y ahora por fin tengo las pruebas que lo demuestran. Y también tengo las pruebas que demuestran que tú has sobornado a media comisaría para que nadie lo averiguara jamás.
—Yo nunca he sobornado a nadie, y tú deberías saberlo mejor que nadie.
—Quiero que te entregues a la policía —le ordenó ella como si él no hubiera hablado—. Y quiero que todo el mundo se entere de que el maravilloso Royce Whelan mató a sangre fría a un joven matrimonio mientras estaban en su casa, indefensos.
Los instintos del guardián se pusieron alerta al escuchar esa última frase. No podía ser. Imposible.
—En la ficha de la empresa pone que tus padres fallecieron en un accidente de coche, y que te criaste con tu tío, Ronan Stokes. —Simon se obligó a analizar las cosas con calma—. ¿Cómo se llamaban tus padres? —Un sudor frío le resbalaba por la espalda, y notaba que los colmillos querían volver a extenderse. La luna brillaba omnipresente proporcionando la poca luz que entraba a través de las ventanas.
—No te hagas el tonto. Dime dónde puedo encontrar el resto de las pruebas. Tienes que haberlas escondido en alguna parte.
—No tengo ninguna prueba —contestó entre dientes. Podía acercarse a ella y quitarle la pistola a la fuerza, pero no quería hacerlo. No quería asustarla—. Dime cómo se llamaban tus padres.
—Lo sabes perfectamente.
—Dímelo.
Se produjo un silencio que en realidad sólo duró unos segundos, pero las palabras que lo rompieron fueron tan trascendentales para Simon, que tuvo la sensación de que había durado una eternidad.
—Tom, mi padre se llamaba Tom, y mi madre…
—Nina —dijo él, aunque la palabra quedó atrapada en su garganta—. María… —Se le quebró la voz y estuvo a punto de caerse de rodillas. María. Su María. Titubeó y dio otro paso hacia ella. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
—Nadie me llama así. —Mara levantó de nuevo la pistola. Su tío Ronan siempre la había llamado Mara, y, con el paso del tiempo, ella misma lo prefirió a María. Tenía la sensación de que María era la niña que había perdido a sus padres, y Mara la que había sobrevivido y seguido adelante—. No te muevas, o te juro que dispararé.
—María
—¡No me llames así! —ordenó nerviosa. ¿Qué diablos le estaba sucediendo a Simon?—. Dime dónde has escondido las pruebas.
—¿No te acuerdas de mí? —preguntó, más dolido de lo que lo había estado nunca. Él se había pasado toda la vida echándola de menos y ella lo había olvidado por completo.
—¿De qué quieres que me acuerde? —Mara había leído algo sobre personas que pierden la cordura bajo presión, pero Simon nunca le había parecido de ésos.
—De mí. —Cada vez estaba más furioso. Y dolido—. De cuando éramos pequeños.
—¿De qué diablos estás hablando?
—De cuando nos conocimos.
—Nos conocimos cuando empecé a trabajar para ti.
—No. —Apretó los puños—. Nos conocimos cuando naciste y… —Le costaba pronunciar cada palabra. El guardián estaba desesperado por abrazarla y Simon tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para no ceder a tal necesidad.
—¡Deja de mentir! Estás tratando de distraerme, y te aseguro que no funcionará. Me he pasado toda la vida esperando este momento.
Ese comentario inquietó a Simon, y recuperó algo de control.
—¿Qué momento?
—El momento en que pudiera vengar la muerte de mis padres.
—¿Y qué pretendes hacer?
—Lo que sea necesario. Estoy dispuesta a conformarme con verte entre rejas durante el resto de tus días, pero si no colaboras —tomó aire—, no tendré inconveniente en apretar el gatillo.
Él quería gritar de rabia y de dolor. María estaba viva, la tenía a menos de dos metros de distancia, y quería verlo muerto. El destino era un bastardo de lo más cruel.
—Mi padre no mató a tu familia. Te lo juro. Tienes que creerme —le pidió con sinceridad.
—¿Por qué? ¿Por qué diablos iba a creer nada de lo que dijeras? Tengo un archivo lleno de documentos que demuestran lo despreciable que eres.
—María, por favor… vete de aquí —le suplicó.
Cada vez que ella lo insultaba, el guardián se retorcía más y más dentro de Simon. Estaba a punto de perder el control, y cuando el guardián tomara el mando, si María estaba allí con él buscaría el modo de demostrarle que le pertenecía. Y entonces sí que la perdería para siempre.
—Ni lo sueñes. De aquí nos iremos juntos y directos a la comisaría de policía.
—Tienes que irte de aquí. —Eliminó la distancia que los separaba y le colocó las manos sobre los hombros—. Por favor.
Mara ni siquiera lo había visto moverse, pero Simon estaba pegado a ella, y la pistola seguía entre los dos.
—Vete, María. —Cerró los ojos y apretó los dedos encima de su piel. Las manos le quemaban. Por fin la estaba tocando. Por fin podía dejar de preguntarse cómo sería María, cómo llevaría el pelo, a qué olería, qué tacto tendría—. Vete. —Poco a poco, levantó los dedos.
Ella le apoyó el cañón de la pistola en el hombro derecho.
—Ya te he dicho que dispararé —le recordó, y rezó para que él no notara que le temblaba el pulso.
—María. —Simon se sentía incapaz de dar el primer paso que lo alejaría de ella—. Confía en mí.
—Yo no confío en ti, Simon. ¿Se puede saber qué diablos te pasa?
—No confías en mí.
—No.
—No te acuerdas de mí. —Inclinó la cabeza, buscando los ojos de ella, quizá allí vería lo que María se negaba a reconocer de viva voz.
—Es imposible que me acuerde de algo que no sucedió.
—Tú… —Ya no podía seguir reteniendo al guardián y se rindió a lo inevitable. Sujetó el rostro de María entre sus manos y, sin darle la oportunidad de rechazarlo, la besó.
Cuando notó el tacto de sus labios bajo los suyos, sintió que por fin podía volver a respirar. Llevaba años ahogándose. Había soñado con aquel primer beso durante miles de noches. Se lo había imaginado dulce, romántico, apasionado, increíble. Pero nunca desgarrador, cruel, salvaje. Nunca se había planteado que ella no lo quisiera. En sus sueños, María le quería, María le decía que lo había echado de menos y que lo había estado buscando con la misma desesperación que él a ella. Le recorrió el interior de la boca con la lengua, ansioso por encontrar aquella puerta secreta que lo conduciría hasta su corazón. Simon la besó, la consumió con la esperanza de que, al terminar, ella lo mirase a los ojos y le dijera que se acordaba de todo. Y que lo amaba. Pero María disparó. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo y no besarla. Un primer beso era irrecuperable, y ellos habían perdido el suyo.
Mara no podía creerse que hubiera apretado el gatillo. El beso de Simon había sido feroz, incluso violento, pero lo que de verdad había conseguido que el corazón dejara de latirle fue sentir que él temblaba. A ella apenas la habían abrazado, así que el hecho de que Simon se estuviera conteniendo para no estrecharla entre sus brazos fue demoledor. Y supo que tenía que hacer algo para alejarlo; algo que les recordara a ambos lo que de verdad estaba sucediendo allí. Ella y Simon no se estaban despidiendo tras una cita romántica. Mara había ido tras él para exigirle que le contara la verdad y para que se entregara a la policía. Así que, cuando el beso estuvo a punto de hacerla olvidar, sintió que todavía tenía la pistola en la mano y disparó, pero antes la movió con intención de alejarla lo máximo posible del corazón. La bala entró y salió, y el impacto echó a Simon hacia atrás. Atónito, se llevó una mano a la herida, que sangraba profusamente. Los dedos en seguida le quedaron cubiertos de sangre y se los acercó a los ojos como si no pudiera creérselo.
—Me has disparado.
—Te he dicho que lo haría —contestó ella para justificarse. Si Simon podía hablar, señal de que la herida no era demasiado grave. El local estaba a oscuras, y la luz de la luna sólo le permitía verle los ojos. Unos ojos que parecían desolados… y confusos. Perdidos.
—Me has disparado —repitió, y al escucharse a sí mismo decir esas palabras, algo sagrado se rompió en su alma. La mujer que amaba (nunca se había engañado en eso y no iba a empezar a hacerlo entonces) no se acordaba de él y no le importaba lo más mínimo hacerle daño. ¿Acaso Simon no había sufrido ya bastante? Una cosa había sido perderla cuando eran pequeños, eso había sido muy cruel, pero había podido superarlo. Más o menos. Pero que María hubiera sido capaz de dispararle mientras él la estaba besando por primera vez era una tortura. Quizá su padre tenía razón al decir que ella no era ni había sido nunca su alma gemela. Los dioses no podían ser tan injustos con él y emparejarlo con una mujer que, a juzgar por lo que acababa de suceder, nunca lo amaría. ¿De verdad había estado tan equivocado? Si María no era su alma gemela, ¿por qué se había sentido tan perdido sin ella? ¿Por qué no se acordaba de él, que había sido incapaz de pasar un día sin pensar en ella? La herida empezó a cerrarse y la punzada de dolor lo devolvió a la realidad. Tenía que conseguir que se acordara del pasado—. María…
—Mara.
—Está bien, Mara. —Si ella le había olvidado, bien podía llamarla Mara—. Te juro que mi padre no mató al tuyo. Tom era uno de sus mejores amigos, me acuerdo de…
—Cállate.
Simon hizo precisamente eso y se quedó mirándola. Podía quitarle el arma en cuestión de segundos, sujetarla por los brazos y obligarla a que lo escuchara. O volver a besarla y no parar hasta que uno de los dos se rindiera. O bien irse de allí antes de que ella le pegara otro tiro. O tratar de volver a razonar con ella.
—Escúchame, Mara. —Eligió la última opción—. Tu padre y mi padre no sólo eran amigos. También trabajaban juntos. —Interpretó el silencio de ella como una buena señal—. Antes de que mataran a Tom, estaban metidos en algo muy importante.
—Todo eso te lo estás inventando.
Simon cerró los ojos en busca de algo que pudiera dar credibilidad a su relato.
—Tienes una cicatriz que empieza en el esternón y traza una línea hasta la mitad de tu espalda.
La noche en que los soldados del ejército de las sombras mataron a los Gebler, uno de ellos hirió brutalmente a María, que por aquel entonces era sólo un bebé. Dominic, el guardián que la curó, trabajó de prisa para salvarle la vida, así que no se preocupó demasiado del tema estético. Simon había observado fascinado aquella cicatriz miles de veces a lo largo de los días en que María estuvo ingresada.
A ella le tembló el pulso.
—Lo habrás visto en algún informe médico.
—Te encanta el musical Annie.
—Lo odio.
El jueguecito estaba colmando la paciencia del guardián, que seguía sin comprender por qué diablos aún no tenía a María entre sus brazos.
—Mientes.
Los dos se mantuvieron firmes. Ninguno estaba dispuesto a ceder, lo que estaba en juego era demasiado importante.
—Dime una cosa, Simon. Si de verdad tu padre y el mío eran tan amigos, ¿por qué mi tío no lo sabía? ¿Por qué no vinisteis a visitarme por vacaciones? ¿Por qué? Yo te diré por qué, porque es mentira. Tu padre mató a los míos. Y tú y yo no nos conocimos hasta que entré a trabajar para ti. Lo único que estoy dispuesta a admitir es que cuando me contrataste no sabías quién era yo.
«Si lo hubiera sabido —pensó Simon—, ahora las cosas serían muy distintas».
—Y ahora, señor Whelan, muévete.
—No sé por qué tu tío no te contó que mi padre y el tuyo eran amigos. Si te soy sincero, ni siquiera sabía que Tom tuviera un hermano.
—Es el hermano de mi madre.
—Da igual, eso tampoco lo sabía. Pero lo que sí sé, maldita sea si lo sé, es por qué no fuimos a verte durante estos años.
—¿Por qué, a ver?
—Porque estabas muerta.
—Déjalo, Simon. ¿No te parece que estás llevando toda esta farsa demasiado lejos? Dame los papeles que te pido de una vez. Nos están esperando en la comisaría.
Él no tenía intención de entregarse a la policía y confesar el montón de tonterías que le atribuía Mara, pero si quería convencerla de su inocencia necesitaría pruebas de la amistad entre Royce y Tom.
—Al menos deja que me cure la herida —le pidió para ganar tiempo.
—Cinco minutos —accedió ella.
Simon caminó hasta el baño y abrió el grifo para limpiarse la herida. No cerró la puerta para seguir controlando a Mara, aunque seguro que ésta tampoco lo habría dejado hacerlo. Tenía el cerebro saturado de información, y el corazón destrozado, pero trató de hacer una lista mental de las cosas que creía saber: María no estaba muerta, pero era evidente que no se acordaba de él. Tenía un tío, un supuesto hermano de Nina, que le había lavado el cerebro y la había convencido de que la familia Whelan eran todos unos asesinos y delincuentes. María no estaba muerta y le había disparado. María no estaba muerta y no sentía nada por él. María no tenía ni idea de que él le había salvado la vida y tampoco sabía nada acerca de los guardianes. ¿Dónde diablos había estado todos esos años? ¿Quién era el hombre que la había criado? ¿Era el mismo que la había secuestrado de pequeña? Demasiadas dudas, demasiadas preguntas, y una sola certeza: María estaba viva.
Quizá debería conformarse con eso.
Oyó un clic y se dio media vuelta en busca de Mara.
—¡Al suelo! —Se tumbó encima de ella medio segundo antes de que empezaran los disparos.