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La muerte de Kaspar Schmitt, sin embargo, difirió mucho de como yo la había imaginado. Ningún grupo de «vengadores» tomó parte en ella. No fue cosa de judíos. Al menos eso aseguraba la versión que me trasladó el oficial de la policía Alain Munsch por orden del inspector Lacomte, quien debido a mi retraso había tenido que ausentarse para atender otros asuntos.

El acento alsaciano del oficial Munsch encajaba a la perfección con su aspecto físico, más propio de un caballero germano del romanticismo que de un francés miembro de la resistencia. Hombre de grandes y melancólicos ojos claros, pelo liso de color ceniza perfectamente recortado, facciones marcadas —en realidad demacradas— y un cuerpo magro, frágil en apariencia y huesudo, propio de alguien que ha padecido toda clase de vicisitudes alimentarias durante un largo periodo de tiempo, se dirigió a mí para decirme con tono burocrático:

—El señor Kaspar Schmitt murió por la ingesta de una cápsula de cianuro justo cuando íbamos a detenerlo.

¿Para eso me había tomado la molestia de viajar desde Núremberg hasta Baden-Baden? ¿Para escribir la crónica de un nazi que se había suicidado ingiriendo una cápsula de cianuro, tal y como habían hecho muchos de sus correligionarios al sentirse descubiertos o acorralados? Yo mismo había descrito los efectos del cianuro en el organismo en media docena de artículos, con el propósito de enfatizar que producía una dolorosa agonía. No puedo negar que la decepción hizo presa de mi ánimo y de mi rostro, hasta el punto de que el oficial Munsch se sintió en la obligación de abundar en sus explicaciones.

—En el transcurso de la guerra, el señor Schmitt llegó a amasar una de las mayores colecciones de arte egipcio de Alemania, que, según tengo entendido, había comenzado su mujer o la familia de ésta, no estoy seguro. Hace un par de semanas detectamos cierto movimiento en el mercado negro de la compra y venta de antigüedades. Si nos interesa esta clase de comercio es porque la mayoría de las piezas que se ponen en almoneda son robadas, en muchos casos por antiguos oficiales nazis, quienes las enajenan para disponer de dinero contante y sonante con el que huir de Alemania. En el caso que nos ocupa, no fue el señor Schmitt quien trató de vender las piezas, sino su criado. De modo que sólo tuvimos que seguirle los pasos a éste para dar con el paradero de Herr Schmitt, quien llevaba varios meses viviendo oculto en la mansión que poseía en una de las zonas residenciales más exclusivas de Baden, sin que nuestros servicios de inteligencia hubieran detectado su presencia. Por desgracia, son muchos los oficiales nazis que guardan un as en la manga, para el supuesto de ser descubiertos…

He de reconocer que el tinte folletinesco de la historia que acababa de narrarme el oficial Munsch, reunía los ingredientes necesarios para componer un reportaje que fuera del interés de los lectores de Le Monde: un conocido miembro de las SS que se suicida cuando nuestra policía estaba a punto de echarle el guante, después de haber seguido los pasos de su criado, quien trataba de deshacerse de antigüedades egipcias, en el mercado negro, provenientes del expolio nazi. La historia, en cualquier caso, me alcanzaba para relacionarla con la actuación de Kaspar Schmitt en Auschwitz.

Sea como fuere, aquellos eran los mimbres que tenía a mi disposición, así que acabé preguntándole al oficial Munsch por el criado de Kaspar Schmitt y por la localización exacta de la mansión donde se guardaban aquellos tesoros egipcios y donde, al parecer, el prófugo había consumado su suicidio tras verse acorralado.

—El criado se llama Egon Lemper. En cuanto a la mansión, no tiene pérdida. Su nombre reza en una llamativa inscripción que semeja un jeroglífico: «Villa Isis». Está situada en Annaberg, en un lugar conocido como «Paradies»; una zona residencial vertebrada en torno a una enorme fuente que desciende por una fuerte pendiente. La casa está enclavada en una pequeña avenida llamada Friedrichshohe Zeppelin, y se distingue porque en la parte trasera del jardín hay una pirámide, cuyo vértice es visible desde la calle dada su gran altura.

—¿Una pirámide? —pregunté de manera instintiva, mientras tomaba apuntes en mi cuaderno de notas.

—De mármol. De veinte metros de altura por diez de lado, aproximadamente —respondió sin titubeos, como si él mismo hubiera efectuado la medición—. Se trata, según tengo entendido, de un mausoleo, de un panteón familiar. En mi opinión, el lugar es tan imponente como siniestro; al margen de que haya servido de residencia a un tipo tan abominable como Kaspar Schmitt.

No podía negar que mi suerte había cambiado por completo, que quizá había minusvalorado el potencial de un tipo como Kaspar Schmitt, cuyos antepasados, al parecer, yacían en el interior de una pirámide de mármol levantada en el corazón de la frondosa y verde Baden-Baden. Todo un hallazgo que podía proporcionarme el argumento para escribir uno de esos relatos morbosos que tanto interés suscitan entre los lectores. Incluso dejé volar mi imaginación más allá de lo que era razonable y acabé imaginando a Kaspar Schmitt viviendo oculto en las entrañas de aquella pirámide, que luego habría servido para inhumar sus restos mortales gracias a la intervención de su fiel criado, para mayor gloria del artículo que tenía encomendado escribir.