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La única frase que recuerdo una vez Egon Lemper hubo retirado el lienzo que cubría el retrato de Constanze Mendelssohn Bartholdy fue la siguiente: «Es obra de Arthur Kampf, uno de los grandes pintores de la escuela de Düsseldorf. Este retrato fue el regalo de bodas que Kaspar Schmitt le hizo a Constanze, en diciembre de 1935».
Soy consciente de que la voz de Egon Lemper siguió sonando, tal vez desgranando las características de la obra en cuestión, pero tengo que reconocer que el impacto que causó la imagen de la joven en mi interior me sumió en un extraño estado de conciencia alterada. Una frase del escritor Stendhal tras visitar la Basílica de la Santa Croce de Florencia, refleja lo que experimenté ante la visión de la joven del retrato. Dice el literato: «Saliendo de la Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, caminaba con miedo a caerme». A mí me sucedió algo muy parecido; mi corazón comenzó a galopar dentro de mi pecho; me quedé sin aliento, hasta que empecé a sentirme extenuado; y cuando quise simplemente dar un paso adelante para acercarme al cuadro con el propósito de observar los detalles de la pintura, trastabillé, noté cómo mis piernas se volvían frágiles como finos alambres, por lo que al final Egon Lemper tuvo que servirme de báculo.
De su brazo llegué hasta la puerta, sintiéndome diez, veinte, cincuenta, cien años más viejo, con los sentidos abotargados.
En efecto, Constanze Mendelssohn Bartholdy guardaba un parecido sorprendente con la markgräfin Uta, pero su belleza era más contemporánea que la de ésta, era más actual, estaba más viva, hasta el punto de que daba la impresión de que se disponía a saltar desde su balcón —en realidad, el pintor había capturado su figura de pie, detrás del pretil de piedra de un pequeño puente bajo el que fluía un arroyo que abría la perspectiva a un campo verde y florido— para incorporarse al mundo animado que quedaba al otro lado del lienzo. Sí, ésa fue la impresión que me causó el conjunto, de un vívido realismo, como si la modelo fuera a tenderme la mano y a pedirme a continuación que la ayudara a abandonar aquel entorno bucólico. Tal vez mi discurso esté resultando demasiado impreciso y contradictorio, pero para buscar un argumento que explique mi turbación, voy a remitirme ahora a un adagio de Pascal que resume a la perfección mi estado emocional: el corazón tiene razones que la razón no entiende. Así de sencillo. Así de difícil de exponer.
Ya ven, he tenido que pedirles ayuda a Sthendal y a Blais Pascal para poder adornar con palabras comprensibles lo que —incomprensiblemente— experimenté al ver el retrato de Constanze Mendelssohn Bartholdy por primera vez, y que me sumió en el desconcierto más absoluto.
—¿Qué ha sido de la joven del cuadro? —Logré preguntar por fin cuando alcanzamos el rellano que conducía hasta el camino del jardín.
—Según tengo entendido, se encuentra en Suecia —respondió.
La revelación me sorprendió sobremanera.
—¿En Suecia? ¿Hay algún motivo por el que haya preferido no regresar a Alemania? —proseguí el interrogatorio.
—Eso es precisamente lo que quiero que usted averigüe, dada su condición de periodista. Por eso le dije al principio de esta historia que, llegado el momento, era probable que le pidiera ayuda.
—¿Quién es su fuente? ¿Cómo puede estar seguro de que se encuentra en Suecia y no en otro lugar?
—Mi fuente fue Kaspar Schmitt, y logré la información a cambio de comprometerme a proporcionarle el dinero en efectivo con el que huir de Alemania vendiendo un par de piezas de la colección Belincourt. El resultado ya lo conoce. No me conduje con discreción, si me permite expresarlo así, puesto que una vez obtenida la información que precisaba no tenía ninguna intención de permitir que Kaspar Schmitt desapareciera sin más. Quería que pagara por todo el daño que nos había hecho.
De nuevo volvió a sorprenderme que utilizara el plural.
—De modo que provocó de manera intencionada la detención de Schmitt.
—Digamos que fui un elemento necesario para la misma.
—La policía cree…
—Dejemos que la policía piense lo que quiera. —Me interrumpió—. Ahora permítame que le responda a su segunda pregunta. Sé que Constanze está en Suecia porque fue una de las supervivientes de la tragedia del buque Cap Arcona. El 30 de abril de 1945, el mismo día en que Adolf Hitler se descerrajó un tiro en la sien, la Cruz Roja sueca logró que dos mil deportados franceses y de las colonias de ultramar fueran liberados y trasladados a Suecia, donde fueron atendidos y hospitalizados. Sí, se estará preguntando cómo Constanze pudo ser incluida en esa lista siendo alemana de nacimiento. La respuesta es sencilla: se había criado y educado como una auténtica Von Zähringen, y éstos tenían un cuarto de sangre francesa gracias al parentesco que la familia mantenía con los condes de Belincourt, por lo que Constanze hablaba un perfecto francés. Por no mencionar que había realizado estudios universitarios en París, asunto al que aludiré más adelante.
—Sigo sin entender por qué no ha regresado o, cuando menos, dado señales de vida. Hace un año y medio que terminó la guerra —insistí.
—Tal vez se encuentre hospitalizada, o peor aún, quizá haya perdido la memoria, sufrido un proceso de amnesia u otra enfermedad mental. Por eso quiero que la encuentre —expuso Lemper.
Cabía también otra posibilidad: que hubiera muerto; si bien Egon Lemper no parecía contemplarla.
—Sí, tal vez —dije—. En cuanto a Schmitt, ¿cómo sabía que Constanze formaba parte de los deportados que acabaron en el Cap Arcona? ¿Y cómo llegó la joven a convertirse en prisionera de los nazis siendo alemana y teniendo un marido miembro de las SS?
—Ésa es otra larga historia y ya ha caído la noche, por lo que tendrá que esperar hasta mañana para conocerla.