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»Como ya mencioné al principio de esta historia, en gran medida soy el creador de Kaspar Schmitt, su particular doctor Frankenstein.

»Los Schmitt eran (son) originarios de Zell-Weierbach, en la región de Ortenau. Todos los varones de la familia trabajaban como viticultores para una de las más afamadas bodegas de Riesling, el mismo vino que llevaban consumiendo los Von Zähringen desde hacía cien años.

»Como siempre he gozado de un buen paladar y de un mejor olfato, la markgräfin Caroline consideró que yo debía hacerme cargo de las relaciones con los mencionados bodegueros, quienes por tradición secular guardaban las mejores botellas de cada añada para la familia Von Zähringen. Vinos de marcada acidez y aromas florales unos; vinos dulces otros. Incluso contaban con un magnífico “Eiswein”, un peculiarísimo vino elaborado a partir de uvas heladas que posee un alto índice de azúcares. Por descontado, eran miembros de la familia Schmitt quienes, con sus manos, extraían los mejores frutos de las mejores cepas para la elaboración de estos caldos. Fue así como acabé trabando amistad con el padre de Kaspar Schmitt, un hombre llano y afable llamado Faust tan apegado a su familia como a la tierra donde había nacido.

»Desgraciadamente, los primeros años veinte fueron catastróficos para la economía de Alemania, circunstancia que fue aprovechada por ciertos movimientos políticos de nuevo cuño cuya finalidad era ganar adeptos agitando sobre todo el espíritu de las nuevas generaciones. Imagino que estará al tanto del llamado Putsch que protagonizó Adolf Hitler en 1923 al intentar hacerse con el gobierno de Baviera por la fuerza, y que dio con sus huesos en la cárcel. Allí permaneció encerrado hasta febrero de 1925, si no me falla la memoria.

»Así las cosas, el joven Kaspar Schmitt, quien había nacido en 1906, sintió que sobraba en aquel ambiente rural, que un lugar como Zell-Weierbach acabaría pisoteando su vida tal y como él mismo llevaba haciendo desde pequeño con las uvas de los viñedos, extrayendo un zumo que no le pertenecía, mientras el mundo se convulsionaba a su alrededor. Necesitaba, pues, salir de las llanuras del Rin Superior y dejarse subyugar por el vértigo de la época, según lo demandaba su edad y su espíritu inconformista.

»Al cabo, el propio Faust Schmitt me pidió que le echara una mano a su hijo, que le buscara un trabajo al margen de la vid, en un lugar como Baden-Baden; algo que hice con sumo placer habida cuenta de la fidelidad que la familia Schmitt había mostrado para con los Von Zähringen a lo largo de tantos años.

»Kaspar, un muchachote alemán de buena raza, era diestro podando cepas, trabajo que había realizado desde pequeño, sus manos eran ásperas como cortezas de árbol y siempre había vivido en contacto con la naturaleza, por lo que pensé que podría hacerse cargo del jardín de “Villa Isis”, que en aquellos días presentaba una aspecto demasiado afectado a mi juicio. Soy un buen alemán y siempre me han gustado los jardines alemanes, por mucho que la influencia de la jardinería británica sea evidente en ciertas zonas de Baden-Baden, como en el Lichtentaler Alle.

»Pese a que no era el trabajo que en un principio tenía pensado, acabó aceptando mi ofrecimiento a la espera de encontrar algo mejor en el futuro.

»Desgraciadamente, ese algo mejor lo halló en las filas de las Juventudes Hitlerianas. Sí, imagino que se estará preguntando por qué no lo impedí o, en su defecto, si no pude a pesar de intentarlo. La respuesta es bien sencilla: no moví un solo dedo, ni siquiera sentí la más mínima preocupación, puesto que en 1925 Hitler no representaba un peligro mayor que cualquier otro de los muchos que asfixiaban a Alemania hasta casi ahogarla. Hitler era un personaje residual, un agitador político exaltado y visionario con un fuerte acento austríaco del que nadie esperaba otra cosa que hiciera un poco de ruido. Además, en un principio, las Juventudes Hitlerianas tenían en apariencia un aspecto inofensivo: los jóvenes hacían acampadas al aire libre en torno a una gran fogata, llevaban a cabo exigentes ejercicios físicos, fortalecían el cuerpo y el espíritu, y sobre todo, establecían lazos de camaradería; todo bajo un régimen de estricta disciplina que, en circunstancias normales, es de lo que más adolecen los jóvenes. De modo que no había motivos en apariencia para sospechar que aquel ambiente de muchachos sanos y activos fuera a convertirse en un eficaz instrumento para la guerra que estaba por venir. Kaspar tenía por entonces diecinueve años y, tras haber llevado una vida casi de clausura que giraba en torno al mundo de la vid, estaba ávido de camaradería. Francamente, jamás pensé que aquel inocente uniforme de camisa y pantalón corto de color pardo fuera a derivar en lo que acabó siendo.

»Además de este impulso natural de relacionarse con otros jóvenes, Kaspar experimentó el amor por primera vez en aquellos días. Algo que, por otra parte, yo tenía que haber previsto. ¿Pero acaso se le puede pedir a quien nada sabe del amor que impida su avance? Yo nunca había estado enamorado (ni siquiera lo estuve de mi mujer, con la que me casé a la misma edad que Kaspar y a la que perdí cuando tres años más tarde dio a luz a nuestro segundo hijo), así que yo mismo fui el primer sorprendido cuando descubrí que el objeto del amor de Kaspar no era otro que Constanze. Como ya he dicho, Kaspar tenía diecinueve nueve años faltos de emociones fuertes, y Constanze quince adornados de una hermosura en plena efervescencia.

»Empero, la diferencia de clase social sirvió en un principio de dique. Hay barreras que sólo la confianza en uno mismo puede derribar, y en aquella época Kaspar era todavía una uva demasiado verde. Por no mencionar que Constanze, siendo como era una joven extremadamente sensible, no se fijó en el joven jardinero más allá de la labor que éste realizaba. De vez en cuando le pedía que le cortase tal o cual flor, a lo que éste respondía preparándole un hermoso ramillete. De hecho, el ensimismamiento de Constanze era tan particular que ni siquiera reparó en el uniforme de las Juventudes Hitlerianas que Kaspar vestía los domingos. Aunque pueda parecer lo contrario, no había en este comportamiento displicencia; todo obedecía al mundo interior que bullía dentro de Constanze como el magma de un volcán que lucha por salir a la superficie con una furia desatada, incontrolada. Además, estaba su interés por la egiptología, por la cultura egipcia de la que creía haber tomado parte, a la que consagraba largas horas de estudio. A las cuatro horas de clases particulares que recibía a diario en casa, dedicaba otras tantas a cultivarse en otras materias que, en su opinión, podían ayudarle a conocer mejor su pasado. Tenía además grandes dotes para la música, supongo que heredadas de su célebre pariente el compositor y músico Félix Mendelssohn. Evidentemente, todo este mundo culto y refinado quedaba muy lejos de Kaspar Schmitt, quien formaba parte de otra clase de universo. Podría asegurar sin temor a equivocarme que mientras la vida de Kaspar era un exhorto a la vitalidad, a la acción, al movimiento; la de Constanze lo era a la introspección, a la vida calma, tranquila y reflexiva. Su convencimiento de haber vivido otras vidas, además, aumentaba exponencialmente sus diferencias con respecto del resto de jóvenes de su edad.

»En 1926, siendo Fran von Pfeffer el líder de las Juventudes Hitlerianas, Kaspar Schmitt comenzó a romper el dique antes mencionado, y aprovechando una de las frecuentes salidas de Constanze al jardín en busca de flores, le arengó acerca de su compromiso ideológico, de su patriotismo, habló poseído por “la conciencia del deber”, expresión que solía emplear a menudo, y, por último, la invitó a adscribirse a la Alianza de las Chicas Alemanas, pues de no hacerlo corría el riesgo de ser “postergada”. Aquella propuesta, unida al extraño término empleado por el joven, fue para Constanze lo mismo que si un chino le hubiera hablado en su lengua y propuesto que participara en la construcción de la gran muralla, cuando apenas se relacionaba con nadie que no fuera de la casa y carecía de amigas de su edad. En mi opinión, su paso por el orfanato le había hecho descubrir la crueldad intrínseca que anida en los seres humanos a edad demasiado temprana, por lo que evitaba relacionarse con sus semejantes en la medida de lo posible. ¿Acaso usted o yo no hubiéramos reaccionado de la misma manera? ¿Qué otro recurso de protección le queda a la tortuga cuando se siente amenazada sino buscar cobijo dentro de su caparazón? En el fondo, ella siempre había estado “postergada”, para emplear el mismo término que Kaspar Schmitt, desde el principio, y eso era algo que ninguna asociación juvenil podía remediar.

»Con eso y con todo, creo que la arenga del joven seguida de aquella propuesta sacó a Constanze de su letargo; al menos le puso sobre aviso acerca de la existencia de un mundo (hasta entonces desconocido para ella) que era más real y estaba más próximo de lo que hubiera imaginado. Los cimientos de Alemania habían comenzado a tambalearse, levemente en un primer momento, pero no había que menospreciar la sacudida, por lo que había que estar preparados, por si la magnitud de las réplicas del terremoto terminaban por derribar el edificio.

»En cierto modo, al hablar en estos términos de Constanze también lo hago de mí mismo, pues también yo percibí esos pequeños temblores, esos cambios de actitud que no eran otra cosa más que el anticipo de la deriva hacia la que se encaminaba el país.

»Ahora creo que ha llegado el momento de que nos dirijamos de nuevo a la galería de retratos y le muestre una imagen de Constanze; de esa forma podrá ponerle rostro a mis palabras, y comprobar cuánto se parece a la markgräfin Uta.