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Percibí cierto aire de preocupación en el rostro de Egon Lemper, así que le pregunté por su encuentro con el comisario Lacomte la tarde anterior.
—Digamos que me ha servido para descubrir que usted no ha sido del todo sincero conmigo. —Me reprochó.
—¿A qué viene eso? —Le pregunté.
—Me llevó dos hora explicarle que momificar un cadáver no contraviene ninguna ley, ni moral ni terrenal. Entonces quiso saber qué perseguía yo momificando el cadáver de Schmitt. «Su castigo eterno», le respondí. «El problema es que, con toda probabilidad, Schmitt no tenía las mismas creencias religiosas que usted. No creo que deseara ser momificado», me replicó. «Schmitt no tiene derecho a que sus deseos, sean cuales fueran, se cumplan. ¿Acaso él respetó los deseos de sus víctimas, a las que humilló y masacró en Auschwitz? Schmitt será inhumado en una tumba, algo a lo que no tuvieron derecho sus víctimas», contraataqué. Como digo, así estuvimos dos horas. La única persona que estaba al corriente de la momificación de Schmitt era usted. Y mi fiel Moritz.
—Sí, la otra noche cené con el comisario Lacomte, y le hablé de su intención de momificar a Kaspar Schmitt —reconocí.
—Al hacerlo, usted mismo rompió el acuerdo de exclusividad que nos une —esgrimió ahora Lemper.
—Sólo quise que la policía estuviera al tanto, ya que desconocía si lo que quería hacer con el cadáver de Schmitt era o no legal.
—La cuestión es que no me dijo nada.
Tenía razón.
—Lo lamento. Le pido disculpas.
—Acepto sus disculpas, pero necesito que me garantice que no volverá a ocurrir. Necesito poder confiar en usted, que sea el transmisor entre mi persona y sus lectores, sin interferencias.
—No volverá a suceder. Lo prometo.
—Está bien. Ahora sigamos con nuestra historia. No tenemos tiempo que perder. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí, ya lo recuerdo!
»Según tengo entendido, después del fallecimiento de Didier Belincourt, la markgräfin comenzó a padecer frecuentes cefaleas, que derivaban en sueños y recuerdos “recurrentes” que tenían como escenario el antiguo Egipto; los médicos interpretaron estos síntomas como una consecuencia del trauma que le había provocado la revelación de su prometido en el lecho de muerte. Según éstos, la marquesa se inventaba (o forzaba) aquellos sueños o recuerdos con el único propósito de mantener viva la relación que la muerte había truncado de manera prematura. Al parecer, son frecuentes los casos en que la mente del deudo comienza a buscar reminiscencias del fenecido en objetos, personas y situaciones, lo que le lleva a negar lo sucedido y a cuestionar su percepción de los acontecimientos. Todo era, por tanto, una suerte de delirio vívido; una fantasía que lindaba con el mundo de la histeria. Obviamente, la markgräfin estuvo en completo desacuerdo con el diagnóstico, pues para ella no había en aquella experiencia nada patológico, sino el afloramiento, el despertar de una vida pasada, de modo que en su opinión aquellos sueños y recuerdos eran evidencias, señales que había que atender, y no síntomas de una dolencia que requiriese tratamiento.
»Sea como fuera, la obstinación de la markgräfin acabó intensificando su afán coleccionista, a la vez que se incrementaba su deseo de visitar Egipto, en particular todos aquellos lugares que su amado había hollado durante su estancia en el país del Nilo.
»Gracias a monsieur Vivant Denon dio con el paradero de uno de los miembros de la expedición del general Desaix, un explorador llamado Hubert Laplace, quien en una incursión de reconocimiento por el desierto occidental había llegado hasta un oasis que obedecía al nombre de Al Jarga o de Kharga (es decir, el mismo que había mencionado Belincourt en su lecho de muerte), cuya localización quedaba a doscientos kilómetros al oeste de las ruinas de Hieracómpolis, capital del Egipto predinástico y lugar desde el que partió Narmer, primer faraón de la dinastía I, para unificar el país, el Alto y Bajo Egipto.
»Hombre de estatura elevada y extraordinario vigor, la markgräfin comprendió al instante que Laplace era la persona idónea para servirle de guía durante la expedición que pretendía llevar a cabo.
»A la misma se apuntaron mi bisabuelo, el primer Egon Lemper, y Philippe Saulnier, sobrino del distribuidor de antigüedades francés Sebastien-Louis Saulnier. En cuanto al señor Maximilian, la idea de viajar con su esposa a Egipto le pareció monstruosa, sobre todo después de contemplar los dibujos de momias que habían comenzado a publicarse en las gacetillas de la época, así que prefirió quedarse al cuidado de las propiedades y negocios familiares.
»Los preparativos se prolongaron más de nueve meses, y por fin el 1 de septiembre de 1807, una vez el valí Mohamed Alí hubo acabado con los mamelucos y pacificado el país del Nilo, los expedicionarios partieron en barco desde Marsella con rumbo a Alejandría.
»Allí les esperaba Bernardino Drovetti, quien por su doble condición de vicecónsul de Francia en Egipto y de amigo personal del valí, consiguió un permiso especial para explorar y licencias para realizar excavaciones arqueológicas donde consideraran oportuno, sin restricciones. La markgräfin, como ya he mencionado, tenía un cuarto de sangre piamontesa, y Drovetti no dejaba de ser un piamontés al servicio de Francia al que el apellido Brassicarda le resultaba familiar, por lo que no tardaron en trabar amistad. La belleza fuera de lo corriente de la markgräfin hizo el resto, a lo que había que añadir su genio vivo y su falta de ponderación cuando expresaba sus opiniones, lo que complacía al aventurero italiano; sin olvidar que la dama era una fuente inagotable de recursos que ella misma (gracias a una destreza proverbial para los negocios) había sabido multiplicar después de recibir una cuantiosa herencia, que además de grandes extensiones de tierras incluía la explotación de importantes yacimientos minerales: hierro, carbón, zinc y plomo.
»Como Belincourt había asegurado en su delirio ser un judío nacido en Alejandría que se había visto obligado a huir hacia el desierto, lo primero que hizo la markgräfin fue encargar a un reputado historiador local una relación exhaustiva de las revueltas que en la ciudad hubieran tenido como protagonistas a los judíos, ya como instigadores o como víctimas. Su propósito, obviamente, pasaba por cifrar la verosimilitud de lo dicho por su prometido en el lecho de muerte. Dos meses y medio más tarde, tuvo en su poder la prueba de que a lo largo de la historia, pero de manera particular durante el periodo de dominación romana de Egipto, la numerosa colonia judía que habitaba en Alejandría, que contaba con los mismos derechos y libertades que el resto de los gentiles gracias a las prerrogativas concedidas por el fundador de la urbe, Alejandro Magno, había sido objeto de numerosas disputas y persecuciones. Especialmente cruenta había resultado la llevada a cabo por orden del emperador Nerón, quien envió a dos legiones desde Libia para sumarse a los dos mil soldados que ya había de retén en Egipto con el fin de sojuzgar y escarmentar a los judíos, quienes, entre otras cuestiones, se negaban a rendir culto al Emperador como Dios y habían empezado a dar muestras de sedición. Las víctimas de esta represión se contaron por miles, y muchas de ellas fueron quemadas vivas en el interior de sus viviendas. Fueron pocos los judíos que pudieron escapar con vida, pero entre los supervivientes se encontraba uno de los arcontes de la ciudad, uno de los magistrados de la comunidad hebrea, quien encontró la forma de huir con su esposa hacia el sur, donde fue perseguido por los hombres del prefecto Tiberio Julio Alejandro, un judío que había apostatado y se había convertido en ciudadano romano. El nombre de este magistrado judío que logró escapar era Adael. Las palabras pronunciadas por Belincourt antes de morir, por tanto, encajaban con lo sucedido en Alejandría en tiempos de Nerón. ¿Cómo un hombre en pleno delirio podía afinar tanto? ¿Era el magistrado Adael el judío que Didier Belincourt decía haber sido? Estas preguntas sin respuesta supusieron un nuevo acicate para la markgräfin, quien mandó acelerar los preparativos para viajar al corazón del desierto en busca de la momia de Adael-Senurset.
»El encargado de acompañar a los expedicionarios y de resolver los problemas sobre el terreno, no obstante, fue un agente de Drovetti llamado Jean-Jacques Rifaud, un artista sin escrúpulos que más tarde se haría famoso por fabricar en Francia muebles inspirados en la cultura de los faraones egipcios. En compañía de éste, pues, y tras arrendar la falúa de mayor cabotaje de cuantas surcaban el río, los expedicionarios remontaron buena parte del curso del Nilo; los caballeros vestidos a la usanza local, dado que se habían comprometido con los ulemas (autoridades religiosas) a respetar las costumbres del país; en tanto que la markgräfin cubrió su cabeza con un sombrero con velo de gasa y se replegó a un discreto segundo plano, desde el que controlaba todos y cada unos de los detalles y negociaciones.
»En alguna de las notas escritas por mi bisabuelo, éste insinúa que el aspecto de los expedicionarios era, pese a todo, demasiado teatral y llamativo, pues nada dignifica más a una persona que su educación, que es a su vez una extensión de su cultura, y partiendo de esta premisa no hay disfraz que pueda ocultar el color de la faz o de los ojos, la forma de hablar o de comer, los modales en suma de un grupo de extranjeros en tierra extraña.
»Al parecer, al margen de todo esto, la primera consecuencia de la presencia de la markgräfin en Egipto fue la intensificación de lo que, a partir de entonces, comenzó a llamar “visiones de su vida pasada” en las que, como había indicado su prometido, su nombre era Asenath. “Soy Sarah, la convertida en Asenath, la que se esconde en el desierto”, repetía a menudo en estado de trance. La única pieza que faltaba por encajar, por tanto, era si la Sarah convertida en Asenath de la que hablaba la markgräfin era la mujer que había huido de Alejandría en compañía del magistrado Adael. Todo parecía indicarlo. De esa forma, la búsqueda de la momia de Adael-Senurset terminó por convertirse a la postre en una búsqueda de sí misma por obra y gracia de aquellos espejismos o alucinaciones, llámelos como quiera.
»Como mi bisabuelo era el único médico de la expedición, la markgräfin tuvo que recurrir a menudo a sus remedios, pues estos episodios le provocaban fuertes jaquecas. Huelga señalar que el primer Egon Lemper era ante todo un científico, y aunque no había llegado a pronunciarse, entre otras razones porque no le había sido pedida su opinión, compartía el diagnóstico emitido por los médicos sobre la dolencia de la markgräfin, por lo que acabó achacando aquellas migrañas al ardiente clima y a la violencia de la luz, caldo de cultivo propicio para que se agudizaran los desequilibrios emocionales que arrastraba desde la muerte de su joven prometido.
—Me pregunto cómo una mujer con la salud quebrantada logró emprender semejante viaje por el desierto —interrumpí a Lemper.
—Porque nada puede con una obsesión, sobre todo si se convierte en convicción. La markgräfin estaba convencida de haber sido otra persona en otra vida. La fiebre, los delirios, eran una señal de que iba por el buen camino, de que se estaba acercando a su objetivo de encontrar a esa otra persona que fue en el pasado. Algo parecido a lo que le ocurre al zahorí cuando rastrea un lugar y de repente las varillas se cruzan indicando un campo energético. Lo más probable es que por allí transcurra una corriente de agua subterránea.
—Sin embargo, el primer Egon Lemper podía haber hecho más para impedir que el deterioro mental de la markgräfin fuera a peor —sugerí.
—De buena gana la hubiera internado en una institución, pero no hubiera servido de nada. Olvida que la markgräfin había llegado a un acuerdo comercial con el diplomático Drovetti, de modo que había muchos intereses en juego. Tesoros enterrados en la arena del desierto que podía salir a la luz gracias a la financiación de la marquesa. No, mi familiar tenía las manos atadas desde el punto de vista médico. Podía sugerir tratamientos paliativos, pero no proponer el internamiento de la enferma. Ni la markgräfin ni Drovetti lo hubieran aceptado.
—Comprendo.
—Ahora permítame que prosiga.
»Como digo, a pesar del quebranto en la salud de la marquesa, el barco siguió remontando el curso del Nilo, haciendo escalas en aquellos lugares que podían ser propicios para el hallazgo de tesoros enterrados en las arenas del desierto, entre los numerosos templos y ruinas que jalonaban las orillas del Nilo de Norte a Sur: Guiza, Memphis, Faiyum, Amarna, Asyut, Abydos, etcétera. Aquella búsqueda (paciente y obstinada) no era un trabajo en sí mismo, sino una consagración, por lo que tardaron cinco meses y medio en llegar a Luxor, cuna de la antigua Tebas, donde quedaron maravillados por la colosal monumentalidad de templos, obeliscos y estatuas. ¡Ningún otro lugar de la tierra, ya fuera Roma, Londres o París, podía compararse en grandiosidad con aquellos majestuosos y orgullosos vestigios que no eran otra cosa que el pálido reflejo de la civilización más perfecta creada por el ser humano!
»Los fellahs locales no tardaron en indicarles que en la orilla opuesta, a los pies de las gargantas de los farallones que se divisaban en el horizonte y que con frecuencia el polvo del desierto emborronaba confiriéndoles el aspecto de una niebla espesa e infranqueable, había numerosas tumbas, enterramientos de reyes y nobles pertenecientes a uno de los períodos más prósperos de la historia del antiguo Egipto, los mismos que habían levantado los templos de Karnak y Luxor que tanta impresión les había causado. Era la misma necrópolis que Laplace había visitado durante la expedición científica de Napoleón; si bien entonces la misión que tenía encomendada era más descriptiva que descubridora. Hacia aquel lugar, pues, encaminaron sus pasos.
»Allí encontraron algunas tumbas abiertas, saqueadas y en muy mal estado de conservación, como si en algún momento incluso hubieran servido de viviendas o, simplemente, de urinarios. Algo que les fue corroborado por los lugareños. En época lejana, aquellos enterramientos habían servido de morada a ermitaños cristianos, llamados coptos en el país; en otros casos, habían sido empleadas como almacén de momias, pues era costumbre entre el pueblo llano aprovechar aquellos enterramientos que habían sido allanados por los ladrones de tumbas para inhumar a sus muertos y ponerlos a salvo de los chacales.
»No conformes con lo que ya estaba descubierto y expoliado, se propusieron hallar una tumba intacta, para lo que tomaron como referencia una imponente colina con forma de pirámide que era conocida como la morada de la diosa del inframundo, Meretseger, nombre que significa “la que ama el silencio”. Cualquiera que visite la necrópolis de Tebas, sentirá el influjo que la colina ejerce sobre el paisaje y sobre quienes visitan la zona, y si yo hubiera tomado parte en la expedición de la markgräfin, también habría elegido las estribaciones de aquel lugar para excavar.
»Tardaron seis semanas de duro trabajo en encontrar la puerta de un hipogeo inviolado que había sido tallado en la roca viva a la vuelta de la colina, en un apartado rincón de un desfiladero. Una escalera que se hundía en las profundidades de la tierra les condujo hasta una antecámara y una cámara funeraria. Como los antiguos egipcios, utilizaron antorchas cuyas mechas habían sido previamente empapadas en salmuera y puestas a secar, para iluminar el interior de la tumba sin que las teas liberaran el pernicioso humo que hubiera enhollinado las paredes y destruido los mensajes en ellas escritos. Pero cuando por fin lograron desentrañar los secretos de aquel laberinto de piedra cuyos muros de roca habían sido aplanados, enyesados y decorados con vistosas pinturas, descubrieron que no se trataba de la tumba de un faraón, sino la de un dignatario a tenor del ajuar funerario que hallaron en su interior. Sí, había piezas de una gran belleza y valor, pero no propias de un rey o una reina. Sin embargo, más allá de la decepción por no ser aquélla una tumba real, el enterramiento les tenía reservada una sorpresa que confundió a todos por cuanto tenía de novedoso; la momia no yacía en su sarcófago, sino dentro de una enorme vasija de cerámica, sumergida en miel. ¡Una miel que, al menos en apariencia, parecía apta para el consumo humano después de transcurridos tres mil años! Fue el joven Saulnier quien hizo el hallazgo al introducir la mano en aquella sustancia viscosa y toparse con un mechón de cabello humano. El descubrimiento provocó desconcierto y emoción a partes iguales entre los expedicionarios, pues una leyenda asegura que Alejandro Magno fue enterrado “en miel blanca sin fundir”, en la ciudad que lleva su nombre. El agente Rifaud escribió rápidamente a Drovetti para comunicarle el hallazgo; el diplomático conminó a su empleado a quedarse en aquel lugar y a seguir un programa de excavaciones en la zona, hasta que diera con la tumba intacta de un rey o reina.
»Todos estos acontecimientos agravaron el estado de salud de la markgräfin, quien como consecuencia de unas fiebres sufrió un primer episodio de glosolalia o de xenoglosia. Según unos, comenzó a hablar en un lenguaje ininteligible; a decir de otros, lo que balbucía era egipcio antiguo, o más exactamente, demótico, que era el idioma que hablaban los egipcios en tiempos de la dominación romana. Según sabemos hoy, el demótico dio paso al copto, lengua con la que compartía similitudes, y a comienzos del siglo XIX había una numerosa comunidad copta en Egipto, para quienes las palabras de aquella dama europea tenían reminiscencias con su lengua ancestral. Mi bisabuelo, de no tener la completa seguridad de que la markgräfin no consumía alcohol, que por otra parte no podía encontrarse en Egipto por tratarse de un país musulmán donde estaba prohibida su ingesta, hubiera diagnosticado que padecía delirium tremens. ¿Cómo si no se podían explicar aquellas alucinaciones, aquellos desvaríos, la confusión, la sensibilidad a la luz, el estupor y la fatiga que de pronto hicieron mella en ella? Era como si algo en su interior le estuviera consumiendo la vida, al estilo de esos parásitos que se instalan en nuestro organismo y se alimentan de nuestra energía hasta dejarnos exhaustos para emprender cualquier actividad o incluso para tomar decisiones. Sea como fuere, cuando no sufría uno de aquellos ataques de xenoglosia, cuando en apariencia había vuelto a su ser y recobrado la cordura, soltaba frases como: “Nuestros perseguidores han llegado hasta Oph. Hopi-Mu, el padre de las aguas, nos ha ayudado a cruzar a la otra orilla”. ¿Qué sentido podían tener para ella aquellas palabras que brotaban de su garganta con la espontaneidad de un manantial que fluye de la tierra de manera natural en busca de una salida? En su opinión (y cada vez se mostraba más segura), ella era un vehículo, la mera transmisora de la persona que había sido en otra vida. Es decir, la markgräfin Uta von Zähringen creía ser la reencarnación de la judía Sarah, esposa del arconte Adael, quienes habían cambiado sus nombres por los de Senurset y Asenath en su afán por adoptar una nueva identidad. Según pudieron averiguar, Oph era el nombre egipcio de la antigua Tebas, por lo que podía colegirse que la frase en su conjunto aludía al paso de la markgräfin por aquella ciudad, cuando la judía Sarah se vio obligada a ocultar su verdadera identidad bajo el nombre de Asenath y buscar refugio en los confines del desierto, lejos de la persecución de los romanos.
»Bueno, amigo Doisneau, tengo trabajo ahí abajo. Así que tendremos que seguir con nuestra historia en otro momento. ¿Leyó los documentos que le entregué? El testimonio de la propia markgräfin sobre su paso por Egipto es de lo más clarificador.
—Reconozco que sólo he tenido ocasión de leer unas pocas notas autógrafas tanto de Didier Belincourt como de la markgräfin Uta. He estado ocupado tomando apuntes sobre cómo describir en mi artículo la momificación de Kaspar Schmitt. Quiero ser lo más objetivo posible, como si fuese un observador que contempla la escena desde fuera. El problema es que me impliqué tanto que acabé ayudándolo. Así que no puedo eludir mi subjetividad.
—Está bien, no voy a cuestionar cómo tiene que llevar a cabo su trabajo. No obstante, le aseguro que para que la historia que pretende contar esté completa, resulta imprescindible que lea los documentos que le entregué. Incluso me tomé la molestia de ordenarlos siguiendo la secuencia de acontecimientos.