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«Mi nombre es Grigori Efimovich Rasputin, hijo de Efim y de Anna, campesinos de Prokovskoie, en la provincia de Tobolsk, Siberia. Mi padre era carretero y campesino, dueño de su buena tierra, y no nos faltó nunca de nada. Comíamos pan rico, teníamos una casa de ocho habitaciones y varios caballos para las labores del campo. Caballos y mulos. Nunca me gustó mi nombre: Rasputin significa ‘disipado, desenfrenado’, y siempre me ha parecido un mal presagio para mi vida.
»Nací el día de san Gregorio de 1869, pero a veces miento sobre mi edad. Nadie confía en un sabio joven. Para ganarse el respeto hay que ser venerable, deben llamarte “anciano”. Pero mi alma es vieja. El cuerpo no siempre corresponde a nuestro espíritu.
»Yo tenía un hermano mayor que se llamaba Misha. Yo le quería como solo se puede adorar a un hermano mayor. Corríamos por el bosque y por el pueblo cuando no nos necesitaban en las labores del campo, porque ninguno de los niños de la aldea acudíamos a la escuela. A los sacerdotes no les gustaba que los campesinos quisiéramos aprender. Eso nos podía llenar la cabeza de ínfulas, y por tener sueños, perder nuestra alma. Un día mi hermano se cayó al río. Estábamos jugando, lo empujé sin querer y, al aferrarse a mí, me arrastró también. Luchamos contra las aguas heladas, que nos arrastraban con ellas, hasta que logramos salir. Los dos caímos enfermos, con mucha fiebre y convulsiones. Mi hermano Misha murió. Yo estuve al borde de la muerte, pero una mujer me detuvo.
»Lo juro por la salvación de mi alma. A mi lado apareció una mujer hermosísima, vestida de blanco y azul, que me limpió el sudor y me dijo: “Grisha, debes curarte. Tienes que curarte”. Dicen que me senté en la cama, con la mirada perdida, y que grité: “¡Sí sí! ¡Quiero curarme!”.
»El pope del pueblo interpretó la visión: “Es la Virgen nuestra Madre, y tú eres un elegido. No sabemos para qué. ¿No te lo dijo?”. “No...” “Un día regresará y te lo dirá.”
»Desde entonces no fui el mismo. Por fuera parecía que sí, pero algo había cambiado en mí. Me sentía habitado por dos almas, la mía y la de mi hermano. Hablaba con los animales y ellos me entendían, y yo a ellos. Aprendí a curar caballos y bueyes. A veces tenía visiones, pero no sabía cómo interpretarlas. Pronto me dijeron que había más como yo: por el pueblo pasaban peregrinos y santones, starets errantes que recorrían el mundo predicando las enseñanzas de Dios. Pronto supe que yo sería uno de ellos. Mis padres me permitieron marchar, pese a ser su único hijo, y visité varios monasterios. Viví en ellos. Regresé convencido de que ansiaba una vida de santidad. Pero era demasiado joven y no comprendía las cosas. A los pocos días ya había arrojado mis intenciones por la borda y me había juntado con malas compañías. El campo, como la ciudad, es un mar donde se pierden las vidas. Me junté con los peores; en la aldea se bebe mucho y se pega fuerte. Mi propio padre bebía sin tregua, al menos algunos años. Algunas de mis peleas más atroces fueron con él. Sí, le levanté la mano a mi padre. Muchas veces. Era lo normal.
»En una ocasión nos juntamos una pandilla para robarle unos caballos a un vecino. Queríamos venderlos y repartirnos después el dinero. Pero me pillaron a mí. Me partieron la nariz con una estaca, me llevaron preso. Y entonces algo cambió en mí. Descubrí el goce de la humillación del arrepentimiento. Mi alma cantaba. Supe que si no hubiera pecado, si no me hubieran descubierto, no habría vivido esa revelación. Atraparon a mis amigos en otros robos, pero yo ya no fui el mismo, no me uní a ellos. A ellos los desterraron. Yo me casé con Praskovia.
»Ha sido una buena esposa. Me ha dado dos hijas y un hijo. Me perdona. Yo no soy un santo, solo soy un humano cargado de defectos. Lo sabe, nos entendemos bien. Hasta los veintiocho años viví en el mundo, estaba con el mundo, amaba lo que había en el mundo como hacían los demás. Entonces escuché la palabra de Dios. No la del cura de mi aldea, que era tan ignorante como yo, sino la de un estudiante de Teología al que escuché cuando trabajaba como carretero. “Dios espera al pecador hasta el último segundo —dijo—. Ni siquiera en el último momento es demasiado tarde para salvarse.”
»Empecé a ver a Dios en todas partes, en el murmullo del río, en los pájaros, en cada cosa. Todo está vivo, todo posee un alma. Quise ser predicador, pero en mi aldea no me comprendían. Como a Cristo, me decían: “¿Crees que no sabemos quién eres tú y de dónde sales?”.
»Y le dije a Praskovia: “Adiós, sé una buena esposa. Me marcho, pero regresaré”.
»Y comencé mi peregrinación por los monasterios; viví de la limosna y de la esperanza. Visité todos los lugares importantes, en especial, el monasterio de san Simeón de Verjoturie.»
«El preferido de mi marido.»
Rasputin se interrumpió sin mostrar sorpresa por mi exclamación.
«Tengo un precioso icono de él. Se lo regalaré. Es un buen hombre, pero hay que ganarse aún su voluntad.
»Como Cristo, comencé a tener mis primeros discípulos. Las primeras en comprenderme fueron las mujeres. Rusia es compleja, madrecita, y su corazón es de mujer. Santa, pero sus raíces se hunden en lo pagano. Las mujeres comprenden cosas que los más elevados sabios ni siquiera sospechan. En todos los pueblos de Rusia se conservan creencias milagrosas: todas son diferentes, pero todas son iguales. Adoramos el fuego, el agua, el cielo, a las madres, a los niños, las cosechas. Todo es lo mismo bajo distintos nombres. El zar gobierna la Iglesia, pero la Iglesia manda sobre la vida del zar. Sin el zar, el pueblo no sobrevive, pero no hay zar sin su pueblo. Son lo mismo, no pueden dividirse, por mucho que lo intenten los nobles, los malditos.
»Aprendí a leer en los rostros. Dicen mucho los rostros, cada arruga, cada gesto. Tus ojos preciosos se inclinan hacia abajo, mujer, tu boca ha marcado surcos tristes. Tu piel es de marfil, pero refleja cada emoción. Hay pliegues en tu cara que indican que conoces bien el placer. No te avergüences, madrecita, no hay nada contra Dios en eso. Dios manda el placer, no el diablo. El diablo manda la culpa. Todo hombre es un Dios, toda mujer es la Madre de Dios. Si no conocieras todo eso, ¿cómo podrías entender nada?
»Entonces me fue concedido sanar no solo a los caballos, sino también a los hombres. Cosas que no había estudiado se manifestaban en mi entendimiento. He estudiado un poco en cada convento, y he estado en muchos.»
«Los obispos hablan maravillas de ti. Teofán me había recomendado tu nombre, pero te llamó de otra manera.»
«Novy, quizás.»
«Quizás, sí.»
«Teofán ha estudiado lo que yo sé, y yo sé lo que no he estudiado. Es otro de los milagros de Dios. Pero nos diferencia otro salto. Ellos son hombres elevados, aspiran a la perfección. Yo no soy así.»
Se incorporó, me miró de hito en hito.
«Yo soy un hombre peligroso. Hay lobos y osos y cuervos dentro de mí, y luchan todos por quedarse con la mejor parte. Me gusta la bebida y el juego y la danza, y cuando me atrapan no soy dado a la moderación. Me atraen las mujeres hermosas y en ocasiones no puedo contenerme, puedo resultar colérico y cobarde, a veces, y destruir aquello que más quiero. Solo me excuso de un pecado: carezco de ambición o de avaricia, no me interesa nada material. Salvo eso, no soy un hombre recomendable.»
Le sostuve la mirada. Muy dentro, en algún lugar entre mis cejas, un nudo de tensión se deshizo.
«No veo ante mí —murmuré— más que un hombre corriente con el valor de reconocer sus defectos.»
«Pero me arrepiento, madrecita. A diferencia de quienes se creen perfectos, yo aúllo cada vez que caigo y me doy cuenta de ello. Ayuno y me mortifico, y rezo porque en esta lucha venza lo que hay en mí de Dios y no de hombre. Y cada vez salgo de esa espiral con mayor fuerza y mayor decisión, porque la mano divina se posa sobre mí y me redime. Y esto no pueden comprenderlo quienes no poseen un alma compleja como la nuestra, quienes se limitan a caminar por un único lado de la vida.»
Cómo me comprendía aquel hombre, con qué sencillez expresaba las luchas que había mantenido desde niña.
«Padecemos mucho, es cierto, pero recibimos a cambio enormes recompensas. La intuición. La sensibilidad. La compasión.»
«Todo eso se paga, sí.»
«Porque es muy caro y muy valioso. Si no se pagara, estaría al alcance de cualquier patán. Lo pagamos con la difamación y las críticas, con el insidioso cotilleo y el veneno de los mediocres. Eso lo has sufrido siempre, madrecita, te lo noto en la frente, y en el mentón, también.»
Incliné la cabeza.
«Siempre. Siempre.»
«Cualquiera te diría que deberías haberte acostumbrado ya, pero no te comprenden. Las manos suaves no encallecen jamás. Pasarán treinta años y te dirán lo mismo, y te dolerá igual.»
«Exactamente igual», reconocí.
Él esbozó una ligera sonrisa.
«Madre, cuando vengan a infamarme, no te enfades. No los culpes. Piensa que, sin duda, habré hecho cosas peores que las que me imputan. O las habré pensado. No pierdas tu tiempo en defenderme. Es demasiado valioso.»
Rasputin ha sido detenido por escándalo público [...] ha convivido con dos parientes, tía y sobrina, al mismo tiempo, y con ellas ha tenido comercio carnal. Rasputin toqueteó los pechos de la joven Y ante su madre, a las que había recibido en su casa, borracho, y a las que encerró sin dejar salir por el espacio de dos horas. Rasputin es el amante de Anna Vyrubova, a la que visita sin recato en su casa. Rasputin exhibió su órgano reproductor ante las zarevnas y besó luego en la boca a la zarina. Rasputin contrató por dos días una orquesta de gitanos y durante dos días y dos noches organizó una orgía en su casa. Rasputin alardea de los regalos de la zarina y regala las camisas que esta le ha bordado a sus amigos. Rasputin...
¿Qué no leería o escucharía de Nuestro Amigo en tiempos venideros? En aquel momento, en la intimidad de mi salita malva, caí en el error de pensar que exageraba. Qué ingenua. Rasputin no exageraba jamás. Me da miedo pensar en alguna de sus profecías. Mucho miedo.
Estoy en su tierra. Bajo sus leyes, con sus creencias. He comprendido lo que me explicaba con frases tan directas: Todo es lo mismo bajo diferentes nombres. Todo nos lleva al mismo lugar.
«Es tu hijo —dijo de pronto—. Crees guardar bien el secreto, pero no hay llave que yo no pueda abrir.»
Me sobresalté.
«Yo...»
«Yo también tengo un hijo», añadió.
No supe qué decir. Como cuando era niña y descubrían que había hecho alguna travesura, me sentí avergonzada primero, y con una indecible sensación de ligereza después.
«Es su sangre, ¿verdad?»
Asentí con la cabeza.
«Es nuestra maldición.»
«No te preocupes, madrecita. Mientras yo viva, al niño no le ocurrirá nada. Te doy mi palabra.»
Levantó la mano derecha y la posó primero sobre su corazón, y después sobre el mío.
«Ven —le supliqué en un impulso—. Vamos a verlo.»
Lo llevé hasta el cuarto del niño, que se movía de un lado a otro, agitado, exhausto por el cansancio pero incapaz de conciliar el sueño. El Hombre Santo se inclinó sobre su cuna, como tantas veces le vi hacer después al cabo de los años. Su figura, su noble perfil aguileño se recortó en la penumbra.
«¿Qué pasa, precioso? ¿Qué te atormenta? Eres demasiado pequeño para tanta preocupación.»
Le acarició la frente, le pasó la mano ante los ojitos llenos de fuego.
«Chiss, chiss», comenzó a tararear, o más bien a emitir sonidos graves, nasales y tranquilizadores, muy parecidos a los que le habíamos dedicado durante días sin éxito.
El niño fijó la mirada en el techo y entonces, ante mi estupefacción, cerró los ojos y emitió un suspiro antes de caer dormido.
«Duerme tú ahora —me dijo y me indicó el diván junto a la cuna—. Descansa. Te aguardan muchas peleas.»
Le obedecí, y solo recuerdo que me hizo el signo de la bendición desde la puerta y que desapareció antes de reclinarme y de dormir hasta que la niñera vino a despertarme.
Sí, la nuestra fue una historia de amor. Lo fue hasta su muerte, lo será hasta la mía. Pero no como se la han contado al mundo. No como el mundo la ha conocido.