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Pero Nikki no siempre ha opinado lo mismo. Él, como yo, veía cómo día a día en Alexis se libraba una lucha fuera de lo común: el niño ya no era niño, dejaba paso con una rapidez sorprendente al adulto que mi hijo llegaría a ser. Sus preguntas daban fe de una extraña madurez, de una capacidad de observación sobrenatural, mucho mayor que la de Olga o la de Tatiana. Era incapaz de presenciar el sufrimiento en animales o en seres humanos; lo conocía tan de cerca que no soportaba las lágrimas ni el dolor, por poco que él pudiera aliviarlo.
Y eso sí, como la familia de su padre, gozaba de una llaneza de formas, de una seguridad en sí mismo que no tenía nada que ver con su rango. Con tacto y lindas palabras, Gilliard se quejaba de lo difícil que era gobernarlo:
«El zarévich tiene estallidos de mal humor cada vez más frecuentes. Cuando quiere, es un niño adorable. Cuando no, solo obedece a su padre. Y yo no puedo molestar al zar de Rusia para controlar a un colegial. Necesitamos tomar medidas, madame».
Yo asentía, porque mi amor de madre no me cegaba hasta el punto de no ver lo caprichoso y difícil que en ocasiones podía mostrarse. Pero solo tenía nueve años, era un niño precioso, un niño que robaba todos los corazones... Sabía que Derevenko y Nagorni lo malcriaban y que una criatura de su edad debía aprender a cuidar de sí mismo, sin depender de una niñera-marinero que lo apartara de los peligros..., pero crecería tan pronto, tendría tantas ocasiones para desarrollar el sentido común y para enfrentarse a lo desconocido que por un poquito más, solo un poco más, quería estrecharlo contra mi corazón y protegerlo.
«No podremos protegerlo contra todo —me dijo en una ocasión Nikki. Sí, el mismo que me insta ahora a controlarlo, que me mete ideas negras en la cabeza. Alexis se había caído de nuevo, sin consecuencias esa vez, en un segundo de descuido de Nagorni—. No puede vivir bajo ese control constante. Él se siente humillado. Permitamos que, al menos durante algún tiempo, nadie lo vigile. No puedes defenderlo frente a la vida.»
«No —pensé—. Ni ahora contra los golpes, ni en un futuro contra las mujeres, o las malas decisiones o los ministros dañinos.» Esa noche apenas dormí, como si un segundo parto me alejara a mi hijo. Por la mañana sonreí y me mostré de acuerdo con mi esposo. Él era un zar, y debíamos criar a otro zar.
«Muy bien —le dije—, tú ganas. Tendrá, en lo posible, educación militar. Tú serás responsable de él.»
Alexis se portó bien durante algún tiempo, tan feliz por librarse de la supervisión que se mostró dispuesto a obedecernos en todo lo que deseáramos. Después, de nuevo, el horror. Durante la clase de francés se subió a una silla y se resbaló, y de nuevo la pobre pierna se hinchó, y de nuevo la hemorragia, aquel veneno rojo e intenso, fluyó sin cesar bajo la piel de mi hijo.
Más noches junto al lecho, las miradas doloridas de Nikki y la culpa callada de Gilliard, que casi enloqueció de desesperación cuando se vio incapaz de evitar el accidente. Las niñas entraban de vez en cuando, sobre todo cuando estaba dormido, y le besaban en la frente con una dulzura que me conmovía tanto como el llanto de Alexis.
«¡Mamá! —gritaba, y a mí se me desgarraba el pecho—. ¡Mamá! ¡Mamá!»
¿Qué magia hay en esa palabra, y por qué yo no podía ejercerla? Le acariciaba la frente, le prometía que el dolor se marcharía pronto. Rezaba y rezaba, y guardaba la esperanza de la Virgen, que había perdido a un hijo de una manera tan injusta, arrebatado por la maldad humana, y le pedía que me conservara el mío. Y la Virgen me escuchó. Mi hijo, mi precioso hijo, ha sobrevivido al dolor, los ataques, la humillación del cautiverio, el viaje hasta esta casa gris. No será un gran zar, no si las cosas continúan como hasta ahora; pero será un gran hombre.
Y aquellos médicos... Ah, el doctor Derevenko, el doctor Botkin. No sabían qué hacer, nos volvían locos con sus dudas y sus miedos. Se opusieron, otra vez, a que el niño corriera por ahí sin vigilancia. Pero yo sabía por qué era: no eran capaces de curarlo si lo peor ocurría, y mientras temían que ese día llegara, cada pequeño susto se convertía en lo peor. Torturaban a mi hijo, lo sometían a curas terribles y a dolores que casi superaban los de la enfermedad. Y nada de eso servía. Solo las oraciones del Hombre Santo; el amor tan poderoso pese a la distancia del padre Grigori obraba el milagro.
«En fin —decía mi suegra con su habitual tacto—. Está muy bien que te preocupes por el niño. Nadie te va a quitar la medalla a la mejor madre. Pero esas niñas están creciendo salvajes, pasan los años y nadie se ocupa de ellas.»
«Por favor, mamá —le suplicaba—, no me digas eso. Ahora no.»
¡Mis hijas! Mis niñas guapas, bondadosas, el orgullo de mi casa. De cualquier casa. Hasta de este cuchitril. Cuando levanto la cabeza y las veo juntas, peleándose o riendo, me templan el corazón. Han logrado lo que yo nunca tuve con mis hermanos, una unión indisoluble, una comprensión infinita hacia los defectos y las virtudes de las otras, un amor que solo la muerte podrá relajar. Las imagino siempre juntas, aunque sus matrimonios las distancien y los hijos las absorban. Incluso han creado un club secreto, una asociación a la que han dado el nombre que resulta de sus iniciales. ¡OTMA! Como OTMA firman sus notas cuando vienen de todas ellas, o los regalitos que aún tienen el humor de idear, o las trastadas que de vez en cuando cometen.
Quizás se refugien así, en su fraternidad. Pero a mí no me engañan. Son tan distintas como ya apuntaban de niñas. Puede que las haya intentado vestir igual, pero eso ha sido todo.
Olga siempre ha sido de comprensión rápida, tan veloz que en ocasiones se aburre e inventa interpretaciones nuevas de los conocimientos antiguos. Es la que más sufre por la falta de libros. Le encanta leer, quizás una excusa para encontrar la soledad de la que, en el fondo, es tan amiga, y leía tanto, incluso de niña, que su padre tuvo que censurar algunas de sus lecturas.
«¿Sabes qué me ha preguntado hoy Olga? —me contó una noche Nikki. Yo negué—. El significado de la palabra merde.»
Dudé un momento. Luego, cuando recordé yo misma el significado, me sonrojé de golpe.
«Pero ¿dónde ha oído eso?»
«Lo ha leído en Los miserables.»
«Entonces —dije— hay que advertir a Gilliard para que sea más cauto en sus recomendaciones de lectura.»
«Ya lo he hecho —replicó Nikki riendo—. Y ya lo ha hecho. Olga le desobedeció y leyó esa página.»
Yo también me eché a reír.
«Estamos criando a nuestras hijas como carreteros...»
«¡Como Romanov!», exclamó él.
Tatiana no es, como las niñas dicen a veces, mi preferida (no tengo preferida, no sería capaz de esa injusticia), pero es, sin duda, aquella en la que más me reconozco. No solo por sus rasgos, tan morenos en comparación con sus hermanos, sino también por esa manera suya silenciosa, reservada, de resolver los problemas. No posee la inteligencia de Olga, pero es más serena y mucho más obstinada, y eso le hace llegar más lejos en sus estudios y en sus observaciones. Es linda, como todas mis hijas, y creo que lo es porque su amabilidad, esa manera de cuidar de que cada uno de los que la rodeen esté a gusto, asoma a su rostro. Se olvida de ella misma, mi hija, para cuidar de quien más lo necesita. Y me temo que, más frecuentemente de lo que desearía, esa soy yo.
También María es la bondad personificada, y por suerte ha heredado todo lo valioso que en la familia de su padre había, incluida la talla y su magnífica piel. Pero para María ser buena surge de manera natural, como emana el frescor del agua o el calor del sol, o los sentimientos nobles de sus ojos enormes y claros. Será una estupenda esposa y una madre demasiado complaciente, si sus hijos aprenden a tomarle el pelo de la misma manera que sus hermanos.
Anastasia debería haber sido un niño, un hijo fuerte y enérgico, porque le sobra vida para limitarse a ser una señorita. A veces no sé si felicitarla por su inteligencia o reñirla por la última barbaridad que ha ideado. Es ingeniosa hasta el extremo de resultar ofensiva y hace lo que quiere con la pobre María, que no ha llegado aún cuando Anastasia ya ha vuelto. Y alegre hasta la exageración, y con unas dotes de convicción que no siempre emplea para el bien. Hay que decir que es la única que ha logrado hablar francés bastante bien y que cuando dirige su talento a las obras de teatro que improvisa, lamentamos que el mundo haya perdido una actriz tan grande. Y que sus travesuras nunca son fruto de la malicia. Creemos. Pero me gustaría que no fuera tan perezosa y que diera un mejor ejemplo a Alexis, y a María, a quien las lecciones le importan muy poco y le cuestan tanto.
Mis niñas no me abandonan nunca; cuando no es una, es otra la que me acompaña. Incluso Olga, la más solitaria, la que más aprecia su independencia y que últimamente está triste y hosca, me cubre de cariño. No, no podríamos soñar con hijas más dulces, más buenas, más devotas. Ninguna de ellas ha llegado demasiado lejos en sus estudios, ni siquiera Olga, a la que los problemas de nuestro entorno han acabado por consumir energías y concentración. Pero lo intentan. Incluso ahora continúan con ello, se ayudan las unas a las otras, se programan sus materias. Se saben manejar bien en la vida y en la corte, son sensatas y razonables, y no creo que se les pueda pedir más en la jaula dorada, en la prisión de seda en la que siempre han vivido.
Con mi quinta hija, en cambio, no lo he hecho tan bien. ¡Ni siquiera la tengo a mi lado! ¡Qué poco he cuidado de mi pobre Anna! ¿Dónde estará ahora? Ha pasado por la cárcel, hasta ahí la ha llevado su fidelidad a mí. ¿Y cómo se lo he pagado? Nunca me perdoné el error que cometí con la pobre Anna. Su lealtad, imbatible, su dulzura y su espiritualidad solo recibieron como premio la presencia de un hombre repugnante, de un borracho que ni siquiera fue capaz de hacerle sentir una mujer.
He cometido muchos fallos en mi vida, muchas decisiones erróneas. Soy impetuosa, soy leal y apasionada, y por lo tanto, proclive a dejarme llevar por mi primer pensamiento y por mi última intuición. Anna se unió a mí en su desgracia y se convirtió pronto en mi mejor amiga. Hasta en eso me han atacado. Era simple, es cierto, siempre lo ha sido. Sus opiniones casi siempre provienen de una mente de niña y no sabe una palabra de elegancia; pero también resulta cierto que carece de ambición, que no es capaz de intrigar ni de un mal pensamiento hacia nosotros, y eso la convierte en un sorbo de agua en mitad del polvo. En eso no cederé nunca: si nos ha sobrevenido algún mal a través de Anna, fue porque la convirtieron en el instrumento de otros, porque cerebros más fríos y calculadores se aprovecharon de su inocencia. Ella jamás jamás nos traicionará.
El tiempo pasó. A veces para mejor, a veces para peor. Casi siempre para mejor. En ocasiones me consolaba pensando que el carácter de Alexis, tan similar en algunos defectos al mío, resultaría beneficiado por su enfermedad. Comencé a mirar a la hemofilia como a un cruel aliado que lo obligaba a tener paciencia cuando lo quería todo en el momento, a buscar en su corazón y los sentimientos la verdad cuando lo rodeaban los halagos y la adulación, a soportar el dolor con estoicismo y valentía.
Era mejor pensar así, y me aliviaba la herida que me laceraba el pecho cada vez que pensaba en una maldición, en un mal transmitido por mi sangre y mi amor. Ya que la soledad propia de un príncipe se veía agravada en su caso, ya que su poca movilidad y los riesgos de su salud le impedían conocer la vida en su crudeza, la hemofilia le dotaría de esa sabiduría, de esa madurez impropia que reconocía en él cada vez más a menudo.
Sí, el tiempo pasó. La primavera nos llevaba a Livadia, al precioso palacio de Crimea, al sol y a la sencillez de las aldeas tártaras de los alrededores. Los días se alargaban rápidamente y las puestas de sol parecían eternas. Ah, si nos permitieran vivir en Crimea... Alexis siempre mejora allí, y todo lo que nos rodea nos habla de recuerdos tan dulces que incluso ahora el aroma de las flores llega hasta aquí. Bastaba con hacer las maletas para que las niñas cambiaran de humor y para que Alexis comenzara a alborotar y a volver loco a Derevenko.
La locura se prolongaría durante todo el verano, en el que mis hijos crecían medio salvajes, entre las excursiones a las montañas y las tardes en el yate real. Durante el invierno yo era quien se encargaba de los niños. Nikki, agobiado por el trabajo y las preocupaciones, apenas podía verlos, y yo procuraba no añadir más peso a sus hombros contándole los pequeños problemas diarios. Pero cuando llegaba el verano, mi marido se convertía en el más cariñoso y preocupado de los padres.
Incluso por algún tiempo nos olvidábamos de la enfermedad de Alexis y lo dejábamos sin demasiado freno. La alegría de su padre era contagiosa y el tiempo se le iba en planear excursiones y comprar regalos. Se llevaba con él a las niñas, hacía el payaso como una criatura más y se bañaba con ellas como un mortal más. Una vez, cuando Anastasia tenía cinco años, una ola los engulló a los cinco. Las tres mayores y Nikki aparecieron pronto, pero la pequeña no tuvo fuerzas para nadar. Yo esperaba en la orilla con el niño, que daba palmas, encantado, y sentí que se me detenía el corazón en el pecho. Mi marido se sumergió, aferró a Anastasia por el pelo, que por suerte llevaba muy largo, y me la devolvió sana, salva y llorando como una posesa. Ese tipo de cosas nos ocurrían en Livadia, y las noches eran largas y deliciosas, y nos pertenecían solamente a nosotros.
El tiempo pasó. Ese verano de 1913 fue el verano del fallido compromiso de Olga. Mi hija mayor tenía ya dieciocho años, y hasta entonces no habíamos querido hablarle de boda, pero había un pretendiente interesado al que no era conveniente hacer esperar: el príncipe Carol de Rumanía. De hecho, nos encontrábamos en la obligación de devolver a sus padres una visita de cortesía, y yo confiaba en que el romance cuajaría entonces.
«Ver a mi hija mayor casada —le decía yo a Nikki—. ¿Te imaginas?»
«Pero tenemos tantas hijas. Y tan feas.»
«Sí, somos muy desgraciados.»
Olga cambió; fue así, de la noche a la mañana, cuando comenzó a adivinar que el tema estaba claro. Nicolás pareció no advertirlo, pero a mí se me rompió el corazón. La niña no quería casarse con Carol, ni abandonar Rusia, ni alejarse de nosotros. Eso era evidente. No sé si he llegado a comprender del todo a mi hija mayor, pero si algo tenía claro era que ninguna de mis hijas se casaría en contra de su voluntad. Nuestro matrimonio había sido tan hermoso, tan bendecido por la fortuna, que pienso que algo terrible nos sucedería si no anhelara algo similar para mis hijos. Razonamos con ella, le prometimos libertad absoluta y, como mi abuela hizo tanto tiempo atrás, intenté hacerle ver que una princesa no pertenece del todo al lugar en el que nace.
«No es por Carol», confesó.
«Entonces, ¿por qué es?»
Sabía, claro está, que había tenido sus pequeños romances. Coqueteos con los marineros del Standart, y después con uno de los oficiales con los que trataba a menudo. También las dos sabíamos que no podían ir en serio.
«No abandonaré Rusia, mamá. No podré adaptarme, jamás, a otro país.»
«Pero mi vida, yo...»
«Yo no quiero ser como tú.»
Lo comprendí de inmediato. Olga no quería ser una extranjera en su patria y lo defendió apretando la mandíbula. Había nacido rusa y quería morir así. A Nikki le conmovió su lealtad. Yo sospeché que alguno de aquellos amores pequeños había crecido, pero sus hermanas guardaron un silencio que fui incapaz de romper. De todas maneras, nos dijimos, en Rusia abundaban los nobles honrados y dignos de la hija de un zar. Era un consuelo mínimo pero eficaz. Tampoco nosotros deseábamos apartarnos de nuestras niñas.
«¿Y ahora qué hacemos? Hemos quedado con los rumanos.»
«Nunca se sabe. Aún pueden gustarse. Cosas más raras han pasado.»
Aun así, tragué saliva cuando me encontré con los reyes rumanos en el puerto de Constanza y vi que nos recibían con descargas de artillería y con la flota desplegada. Durante el banquete de gala observé de reojo a la reina Elizabeth, una mujer magnífica e inteligente, que escribía libros sin ser molestada bajo el exótico nombre de Carmen Sylva.
¿Quién me había hablado de ella? Aquella otra Elisabeth, hacía una eternidad, un millón de años al menos... Y sí, la observé. Una reina amante de la soledad, que escuchaba el sonido de las olas durante horas y mientras tanto pensaba, sin costura, sin hijas, sin nada, reclamando el tiempo del mundo para ella.
Ochenta y cuatro personas me separaban de Nikki, y en la gran sala se hacía difícil respirar por la emoción contenida y por el vapor que se desprendía de las palmeras y las flores que cubrían las paredes. Con el rabillo del ojo vigilaba cómo Olga, sentada junto al príncipe Carol, se mostraba relajada y amable, y las otras niñas, a las que por lo general había que amonestar para que no bostezaran, no dejaban de cuchichear y de señalarme a su hermana. Yo las atravesaba con la mirada.
Ya habían hecho bastante: sin nuestro permiso, habían salido a pasear sin gorro ni velo y el sol había quemado sus preciosas caritas. A propósito, supimos luego, y a la vez, para no correr el riesgo de que el rumano se fijara en ninguna de ellas. Las cuatro parecían unas aldeanas en tiempo de siega. Por supuesto, a Carol no le gustó Olga ni mi hija cambió de opinión, así que de la manera más elegante posible retrasamos el compromiso. Carmen Sylva, que escribía en alemán mejor de lo que yo nunca había hablado la lengua de mi patria natal, me entendió sin palabras. ¿Cómo era? «Las normas son para las personas sin moral, la moda para la gente sin elegancia, la etiqueta para gente sin educación.» ¿Cómo hubiera encajado mi hija en aquella corte pequeña, con una suegra que, en ocasiones, me recordaba tanto a la mía?
A finales de verano de nuevo Alexis tuvo un pequeño accidente: saltó cuando no debía y su pierna se quedó enganchada en una escalerilla a bordo del Standart. Estábamos disfrutando de un crucero sin incidencias por los fiordos fineses, pero pronto los dolores del niño nos hicieron salir del encanto de la tranquilidad y el paisaje. Las aguas del color de los pinos y los pinos del color de las esmeraldas relumbraban bajo el sol eterno del verano nórdico. Bajo la piel de Alexis la hemorragia dejaba rastros violeta.
Aunque no parecía revestir demasiada gravedad, cuando el niño cayó dormido, quise enviar un telegrama a Nuestro Amigo, que por esos días, como hacía cada cierto tiempo, había regresado a su casa, en Pokrovskoye. Me encontraba serena, un poco cansada por la falta de sueño y la luz perpetua. Entonces me dieron la noticia. Los marineros del Standart, cobardes, no habían querido decírmelo. Una mujer, una fanática con la nariz devorada por la sífilis, una criatura del demonio, le había clavado un puñal en el estómago.
«Pero ¿cómo?, ¿cómo está?», pregunté mientras la ansiedad me hacía casi chillar.
El militar al cargo se encogió de hombros.
«No se preocupe, madrecita. Los mujiks tienen nueve vidas.»
Pocas veces he sentido unos deseos tan intensos de abofetear a nadie. Corrí a refugiarme en los brazos de mi marido, lloré por él como si Nuestro Amigo y mi propio hijo estuvieran muertos ya, y luego, apenas recuperada, me aseguré de que el mejor cirujano de San Petersburgo fuera enviado a Siberia para tratarlo.
«Él no puede morir. ¿Es que no me entiendes?», le suplicaba a Nikki.
Recé por él tanto como por mi hijo, rogué a todos mis iconos que los sufrimientos de mis seres amados cayeran sobre mí. Alexis se recuperó al mismo tiempo que el padre Grigori; en una semana los dos estaban fuera de peligro, y para cuando llegó la siguiente ocasión oficial, la visita del presidente francés, me encontré con ánimos como para acudir a la cena y llevar conmigo a mi hijo. A cambio de unas frasecitas en francés, le otorgó la escarapela de la Legión de Honor. No estaba mal, teniendo en cuenta lo tenso que se mostraba el pobre Gilliard cada vez que el zarévich abría la boca.
Regresamos a Tsarskoye Selo para encontrarnos con que Austria, en su afán desmedido por ganar poder en los Balcanes, había dado un ultimátum a Serbia. Al mismo tiempo que una mujer pérfida asestaba una puñalada casi mortal a Rasputin, un país con espíritu de mujerzuela intentaba, a la desesperada, herirnos a nosotros y a nuestros aliados. Pero Rasputin perdonaba a su asesina y nos advertía que la guerra debía ser evitada a toda costa, si no deseábamos que las peores calamidades cayeran sobre Rusia y sobre los Romanov.