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¿Qué más deseábamos nosotros que evitar una guerra atroz? Alemania respaldaba a Austria, y los diplomáticos, aquellos artistas que cambiaban los colores de la realidad y volvían blanco lo negro, no trabajaban lo bastante deprisa. Los austriacos bombardearon Belgrado, y en respuesta nuestro Ejército fue movilizado. A su vez, los alemanes exigieron que nos replegáramos en doce horas o se movilizarían para hacernos frente. Eso era imposible; nuestro Ejército era tan inmenso y complejo que harían falta al menos tres semanas para rehacerse de la orden y la contraorden, y con eso contaban aquellos perversos, con la preciosa ventaja de esos veintiún días.
Alemania nos declaró la guerra al término de esas doce horas, a las diez y siete minutos de una brillante mañana de verano. Las niñas y Nikki y yo nos encontrábamos en misa. Rezábamos con tanta desesperación como en las peores horas de Alexis, en los momentos más duros del atentado contra Nuestro Amigo. Más o menos a esa hora mi reloj se detuvo y yo lo miré durante mucho tiempo atónita. Acababa de comenzar una era distinta, ya no era posible vivir como hasta entonces. Otra vez. Había perdido la cuenta de los cambios trascendentales por los que había atravesado mi vida. La única huida era hacia delante.
Nikki nos dio la noticia definitiva durante la cena:
«Estamos en guerra. Hay que reunir todo el valor posible, y estar a la altura. Cada uno en su puesto, todos, desde Alexis hasta yo mismo, debemos dar ejemplo».
Yo me eché a llorar y las niñas me imitaron. Había que apresurarse y sostener una sesión extraordinaria en San Petersburgo, en el palacio de Invierno, era necesario anunciar de una manera formal al pueblo ruso que nos encontrábamos en guerra. Y allí, mientras Nikki se asomaba al balcón del palacio y nuestra gente aguardaba en silencio, con un dolor que se hacía palpable, mientras el zar, acompañado de sus súbditos, juraba que la guerra no terminaría mientras un solo soldado enemigo permaneciera dentro de nuestras fronteras, sentí nuevamente ganas de llorar. Nada nos había preparado para aquello. Y aquella guerra no mostraría piedad con los débiles, ni perdón para el vencido.
Todo pareció sucederse a una velocidad inusitada; Alemania declaró la guerra a Francia el 14 de agosto, la neutralidad de Suiza y de Italia pareció cuestionarse, Inglaterra se unió a la causa y de pronto nos invadió la alegría, porque si Inglaterra estaba de nuestro lado, nada debía temerse. Solo Austria permanecía junto a Alemania. En aquel momento daba la impresión de que recibirían un castigo rápido y cruel.
Gilliard, el preceptor suizo, estaba inquieto. Habría deseado marcharse a su patria, pero no quise ni siquiera oír hablar de ello. En caso de llegar allí, le resultaría imposible regresar. Pronto supimos que Alemania había violado la neutralidad de Suiza y abandonamos el tema. Pobre hombre, nos fue fiel mientras pudo, incluso por encima de su propia felicidad.
La Alemania de mi niñez sería devastada: nunca podría regresar a ese país de ensueño, al que veía ya humillado y pobre. ¿Y mi hermano? ¿Y su familia? ¿Y todos nuestros amigos? La Alemania contemporánea tenía poco que ver con aquella en la que yo había crecido. Prusia la tenía bajo su puño, apretando poco a poco, y para liberarse de aquella presión solo les quedaba enfrentarse a la guerra.
Odiábamos aquella guerra. Nikki había hecho todo lo posible por evitarla, se había mostrado dispuesto a cualquier concesión, incluso rozando la indignidad personal, lo intolerable en un monarca fuerte. Y sin embargo, ahora que parecía cierta, se disolvía la tensa espera, esa terrible comezón que nos asaltaba tantas veces: cuando Alexis deliraba sin saber si sobreviviría o no, en los largos días de la guerra con Japón, en los debates inacabables de la Duma, tan ansiosa de poder... Ahora, Nicolás Nicolaievich, nuestro tío, el bronco Romanov ante el que toda la familia se cuadraba, dirigía el Ejército ruso. No me gustó aquel nombramiento, es decir, no le gustó a Rasputin, y a mí tampoco, y sin embargo, no pude menos que compadecerle cuando marchó al frente.
Llegamos a Moscú el 17 de agosto, y cuando a veces, en las noches sin sueño, recordamos aquellos días, nuestro corazón vuelve a latir con fuerza y nuestra esperanza en el pueblo ruso se renueva. Fuimos allí a suplicar la bendición de Dios y de nuestro pueblo ante la guerra que llegaba. ¡Cómo nos amaban! Nunca había visto nada similar. Desde la estación hasta el palacio solo veíamos gente, gente, gente en los balcones, sobre los árboles, gente que había trepado a los tejados, que gritaba y se unía al doblar de las campanas, que deseaba larga vida a mi marido, que cantaba fragmentos del himno nacional, que vitoreaba nuestros nombres.
Al menos, sus nombres. El mío no se oía tanto.
Alexis comenzó a quejarse de la pierna la víspera de la ceremonia; pronto imaginamos que, una vez más, no podría acudir caminando por sí solo. Cuando al despertar los dolores seguían, mi hijo rompió a llorar. Ocultamos nuestra desesperación y decidimos que un cosaco lo llevaría en brazos. Parecía que una maldición lo perseguía y le privaba de mostrarse fuerte y sano en público. Cada vez que se requería su presencia, era casi seguro que alguna complicación lo impediría.
Aun así, el entusiasmo del pueblo cuando nos vio en lo alto de la escalinata fue delirante. Nikki y yo descendimos, de la mano, a la cabeza de una procesión interminable que recorrió lentamente el puente que conectaba el palacio con la catedral de la Asunción. Escuchamos la misa (de vez en cuando miraba a mi hijo, somnoliento y malhumorado, y le sonreía) y regresamos al palacio, pero nuestros súbditos no se iban. Continuaban en la plaza, vitoreando, se sentaban en el suelo y cantaban, y aguardaban a centenares. En el aire se sentía la electricidad de aquel amor incondicional, de aquel sentimiento recuperado de unión con nosotros que tanto había anhelado.
Ese era el auténtico pueblo ruso. Nuestro amo y nuestro siervo. De ese lo continúo esperando todo. Algún día, por encima de todas nuestras barreras, me comprenderá.
El entusiasmo del pueblo de Moscú al tener entre ellos a Nicolás y al zarévich era enorme; los ciudadanos les dedicaban bendiciones y les arrojaban flores, y a Nikki le conmovía la espontánea ingenuidad con la que los mimaban. Cada mañana, cuando Alexis salía a pasear en coche con su preceptor, encontraban dificultades para regresar al cuartel: los campesinos aguardaban su regreso, de puntillas, con gritos y llantos si lograban, de un salto, rozar a mi hijo.
Las primeras veces Alexis se encogía y se asustaba, tímido ante aquella multitud desarrapada y entusiasta. Su padre le insistió para que sonriera, para que se mostrara cercano y risueño.
«No seas tonto. Solo te quieren dar un regalo, cógelo.»
Pero no logró gran cosa: solo tenía diez años y a veces se mostraba asustadizo. Alexis enrojecía y no sabía qué decir ni adónde mirar. Por lo general, los campesinos se dispersaban cuando los policías al cargo de la seguridad de mi niño los disuadían, aunque otras veces había que gritarles y amenazarlos. A mí me daban pena aquellas gentes, con sus humildes presentes... El regalo de un pobre, ¿quién podrá valorarlo?
Antes de regresar a Tsarskoye Selo nos acercamos al monasterio-fortaleza de Troitsa. Rezamos y nos arrodillamos ante las reliquias de san Sergio. El archimandrita le tendió a Nikki el precioso icono de san Sergio que antiguamente acompañaba a los zares en las campañas de guerra.
Yo quería que los niños visitaran la pequeña ermita de Getsemaní, muy cerca de allí. Como me había explicado Nuestro Amigo, los ermitaños vivían en celdas subterráneas dedicados a la oración, sin apenas comer, en extrema pobreza. Los monjes los miraban con recelo. Creo que también nos miraban con recelo a nosotros.
Recibimos la bendición del archimandrita y abandonamos el monasterio. Los monjes, bultos de tela oscura y silenciosa, nos rodearon como cucarachas. Luego, cuando llegamos al carruaje, desaparecieron repentinamente y de nuevo pensé en cucarachas.
Nikki se había transformado durante los primeros días de la guerra y nunca se acercó tanto al zar digno y fuerte que yo había soñado. Vivía, respiraba, hablaba con un único fin en mente: que la guerra fuera breve y que Rusia fuera la ganadora. Su energía resultaba contagiosa. Yo, que tan bien lo conozco, sé el esfuerzo que fue para él vencer su timidez y sus dudas y su pobre concepto de sí mismo, y sé que lo hizo por su pueblo. Nunca antes los rusos habían estado tan cerca de su zar, tan seguros de que los guiaría a la victoria. Nunca, salvo quizás en los días que siguieron al nacimiento de Alexis, nos habían querido tanto. Nikki había visto en esa guerra la ocasión perfecta para retomar lo que había de bueno en la gente rusa, su valor y su capacidad de sacrificio, y estaba seguro de que tras los momentos difíciles seríamos todos mejores.
Con esa idea había prohibido la producción y la venta de todo tipo de alcoholes. Desde luego, esa medida nos privaría de importantes impuestos que eran preciosos en aquellos tiempos, pero el vodka y los licores habían minado durante demasiado tiempo la salud y el alma de los rusos, y eso debía acabarse. Y resultó que al final continuaban destilando en alambiques ilegales. Pero la intención era la que era.
Sabíamos que Rusia poseía una discreta flota naval, pero esperábamos que Inglaterra remediara esa falta. Después llegó Francia, una nueva aliada. Creíamos tener suficientes municiones y Nikki se sentía especialmente seguro con su tío Nicolás al frente del Ejército.
Comenzaron los primeros errores... La munición tardó tres meses en llegar al frente, y cuando lo hizo, era inútil porque el calibre era distinto al de las armas que los soldados empleaban. Cuando despedía a los soldados de mi Ejército, y con cuánto cariño me respondían algunos, la pena no me dejaba respirar: muchos de ellos no podrían ni defenderse con aquellas balas defectuosas.
Mi primer impulso cuando escuché la declaración de guerra había sido el de crear mi propio hospital. Las niñas y yo recibimos instrucción como enfermeras y nos convertimos en hermanas de la Caridad. Nuestra maestra, la princesa Gedroitz, era profesora de cirugía, y pronto la ayudamos en operaciones y amputaciones. Las niñas pasaron a llamarse entre ellas hermanas 1, 2, 3 y 4 y se tomaron muy en serio sus obligaciones.
Mientras mi marido visitaba el frente y los distintos cuerpos del Ejército, yo continuaba con mi labor en el hospital. Las dos mayores me acompañaban, Tatiana como enfermera, Olga como administradora, porque pese a sus esfuerzos le resultaba demasiado duro enfrentarse a los heridos y las curas. Había mucho por hacer: era necesario organizar nuevos hospitales militares, conseguir ambulancias y trenes que sirvieran como hospitales móviles y reforzar la labor de la Cruz Roja. Nos lo tomamos en serio. Incluso demasiado en serio. Olga nunca tuvo madera de enfermera. Sufría horriblemente, y aunque en un principio no se negó a colaborar, cada vez más a menudo manteníamos discusiones que llegaban a ser acaloradas. Yo no sabía qué hacer, si obligarla a superar sus miedos y su dolor o dejarla tranquila y que se dedicara a otras cuestiones.
Tampoco la sociedad me respaldaba demasiado, aunque eso era de esperar: no importaba que gran parte de las reinas europeas vistieran mi mismo uniforme de la Cruz Roja. Al parecer, la zarina rusa se rebajaba si trabajaba como enfermera cuando miles de hombres rusos se desangraban. ¿Querían de nuevo que fuera un objeto bello adornado con perlas y diamantes, sin ninguna preocupación, ciega a la muerte y la destrucción que me rodeaba? Alguna vez vi la sorpresa, incluso una dolida incredulidad en los ojos de un soldado al que curaba; entre las muestras de agradecimiento, también recibí insultos (un «Alemana», apenas musitado, que dolía como un puñal) o un firme reproche: «Este no es lugar para una emperatriz».
Mi lugar, por lo visto, tampoco era el escritorio de mi esposo: las cartas anónimas incitándome a regresar a la salita malva se sucedieron, algunas respetuosas y preocupadas, otras infamantes. Los periódicos publicaron la carta de la princesa Vassiltchikov en la que me pedía, en nombre de todas las mujeres rusas, que dejara de mezclarme en los asuntos políticos de mi país, ya que ese era el deseo de todas las clases sociales. Esa carta me enfureció primero y me humilló hasta las lágrimas después. ¿Qué estaba haciendo mal, nuevamente? ¿Curar a los heridos? ¿Preocuparme por mi país, en el que un día reinaría mi hijo?
Intenté buscar aquellos fieles y leales consejeros que siempre me recomendaban, y los busqué por todas partes. Cada jueves organizaba una recepción a la que acudían los nobles y los militares más destacados del país, los comandantes más hábiles y los que esperaban una oportunidad para demostrar que lo eran, y mientras escuchábamos a la orquesta dirigida por Goulesko recababa el consejo de quienes se suponían expertos. A veces me sacaban tanto de quicio que solo el veronal me permitía soportar la tensión. Picoteaba la comida, ni siquiera se me ocurría tomar una copa de champán (pero ¿qué importaba si toda Rusia afirmaba que tanto yo como Nikki éramos dos borrachos que nos bañábamos en licor?) y aguardaba pacientemente a que la reunión terminara.
Alexis enfermó de paperas mientras Nikki estaba en el frente, y Lily también sufría; su marido había sido destinado a Inglaterra y de nuevo había tenido que tomar una decisión dolorosa: optó por no seguirlo y permanecer con nosotros. Dulce amiga, dondequiera que esté, espero que no se haya arrepentido.
Yo seguía el desarrollo de la guerra sin ser del todo consciente de las derrotas y las victorias rusas. Por supuesto, me alegré cuando supe que habíamos entrado en Leópolis y asegurado así los Cárpatos, pero eso significa un fluir de heridos casi tan constante como el que nos había traído la derrota de Tannenberg. Morían muchos, y otros quedaban inválidos e inútiles. Mis pobres hijos rusos, sangre de la tierra, que volvían a ella en la flor de la edad.
En diciembre los niños y yo visitamos Moscú y nos reunimos allí con Nikki, que había viajado al Cáucaso para apoyar a las tropas que luchaban contra los turcos. Más hospitales, más heridos. Más ausencias de mi marido, que viajaba constantemente y que preparaba la gran ofensiva que tendría lugar en marzo, cuando el frío la permitiera. Ausencias también de Alexis, que recorría con su tutor los alrededores de Tsarskoye Selo y pasaba en ocasiones tardes enteras en casa de su mejor amigo, el hijo del doctor Derevenko. En esos días más que nunca veíamos la necesidad de que el niño no creciera tímido y sobreprotegido, sino que tomara parte activa en su entorno, se hiciera su propia idea del mundo y creciera tan rápidamente como lo hacían todos los niños rusos.
La vida se simplificó en palacio. Las niñas vieron cómo el menú se reducía y asumieron con naturalidad que debíamos dar ejemplo con nuestro sacrificio. Yo lo sentía sobre todo por las dos mayores, que se estaban convirtiendo en mujeres sin descubrir lo bella que podía ser la juventud, sin fiestas ni bailes, ni apenas romances. Ellas vivían, como les habíamos enseñado, para nosotros y para su patria, y si algo podían hacer para que sus padres o sus hermanos olvidaran la angustia que sentíamos, lo hacían sin dudar.
Ya no me preocupaba por mi vestuario, porque las niñas mayores y yo vestíamos el uniforme de enfermera casi constantemente. De hecho, no podía permitirme preocuparme por nada, ni siquiera por Alexis, por nada que no fuera el bienestar de los enfermos y el hecho de tener tan solo dos manos. Mi querido padre Grigori había regresado de Siberia, ya recuperado del atentado que sufrió, y apenas pude pasar tiempo con él, aunque mi corazón lo recordaba con afecto a cada momento. Él, sin embargo, siguió tan fiel a nosotros como siempre.
Cuando Anna, mi querida vaquita, sufrió el terrible accidente de tren que casi nos la mata, cuando nos la trajeron inconsciente rescatada de entre los restos del vagón, allí estaba él, con su mirada profunda y sus manos delicadas. Yo lloraba a su lado, preguntándome en silencio por qué la mala suerte perseguía a todos los que amaba, amigos, padres, hijos, súbditos, pero él posó los dedos sobre la frente de Anna y cerró los ojos.
«Vivirá —dijo—, pero quedará inválida.»
Luego abandonó Tsarskoye Selo con tanta discreción que nadie lo vio salir, para desaparecer hasta que volviéramos a necesitarlo. Anna vivió, por supuesto, pero su convalecencia fue terrible, larga y lenta, y muy dolorosa, y no volvió a caminar.