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Ha transcurrido poco más de una semana desde que el primer toque de corneta en las agrias colinas del Rif había llamado a la sublevación contra la República, pero los generales rebeldes ya tienen al menos una certeza: el territorio en su poder ha quedado dividido en dos bolsas, una muy amplia y estable, que a grandes trazos ocupa el cuadrante noroccidental de la Península y que desciende hacia el sur lamiendo la frontera con Portugal hasta detenerse en los farallones con que la Sierra de Gredos se estira hacia poniente, formando balcones desde donde la meseta castellana se asoma a Extremadura; y otra pequeña y embrionaria, enquistada en el valle del Guadalquivir, que, sin embargo, crece espasmódicamente alimentada desde África por el ejército colonial. Ambas están separadas por el cinturón republicano de Extremadura, una zona militarmente frágil, sin grandes alojamientos castrenses, y poco poblada, sin masas de proletariado urbano, con un puñado de pequeñas ciudades que aún conservan sus trazados antiguos, sus carcasas medievales, puesto que ni han tenido desarrollo industrial ni explosión demográfica que exigieran suelo para construir fábricas y viviendas, de modo que nunca hubo necesidad de derribar sus murallas. Sobre una población en su mayoría agrícola, medran unos terratenientes rancios y caciquiles y una pequeña burguesía de comerciantes acomodados que nunca tuvieron ni la lucidez ni el coraje para convertirse en empresarios productores y se conformaron con el viejo, colonial intercambio de materias primas por manufacturas. Orográficamente, en el tramo medio de las cuencas del Tajo y del Guadiana se despliega un territorio ondulado, con cultivos de cereales, pastos, olivo y vid, y grandes y nutricias dehesas, que presenta pocas dificultades geográficas para un avance militar bien organizado que abra la gran avenida de acceso hacia Madrid que necesitan. En los dos grandes ríos se conservan sólidos puentes desde las épocas romana y medieval, y los más pequeños llevan un caudal escaso en verano. Las montañas que deben atravesar tampoco son elevadas: en el sur, fronterizos con Andalucía, unos primeros serrijones más ásperos que altos; en el centro, separando las cuencas de ambos ríos, unas estribaciones de los Montes de Toledo que se van debilitando conforme declinan hacia el oeste, camino de Portugal, y solo aquí y allá, en unos últimos arrebatos de orgullo, aún levantan algunos picachos de mayor altura antes de disolverse en La Raya lusitana, agotados en su esfuerzo geológico. Un hipotético avance no necesitará atravesar las sierras más altas, las de Gredos, puesto que antes de llegar al límite regional ya habrán contactado con la bolsa del norte, para, con las fuerzas reunidas, enfilar hacia el este, camino de Madrid.
Los cables telegráficos, las llamadas de teléfono, los contactos por radio entre ambas bolsas son frecuentes en esas primeras semanas: es urgente unirlas y establecer un amplio frente comunicado, de modo que las tropas sublevadas puedan desplazarse y socorrerse mutuamente allá donde sea necesario, en cuanto el desprevenido, caótico y fragmentado ejército republicano se organice y emprenda el contraataque que se espera; también se le cortará al enemigo toda vía de comunicación con Portugal y se obligará a las fuerzas del Gobierno a mirar siempre hacia el norte o hacia levante, en una dirección —esta última— que ya no abandonará hasta el fin de la guerra, cuando desde el puerto de Alicante zarpe el Stanbrook con los últimos embarcados rumbo a Orán.
Hay en esa elección, además, otro motivo de índole personal: puesto que las fuerzas de Mola han sido frenadas en seco en las alturas de Somosierra, en lo que se considera un fracaso inesperado, las prisas de Franco por jugar sobre seguro conquistando un territorio fácil en su rápido avance sobre Madrid revelan su interés por demostrar su superioridad como estratega, en esos primeros días en que aún no se ha decidido quién será el más alto jefe militar y los candidatos se esfuerzan por exhibir méritos para alcanzar el liderazgo.
Para los sublevados, pues, resulta estratégicamente imprescindible cortar con tenazas el ancho cinturón extremeño que ahoga sus comunicaciones. Saben que las avanzadas fulgurantes en los comienzos de una guerra siempre tienen un efecto intimidatorio y derrotista sobre los nativos del territorio y provocan un sentimiento de optimismo y euforia en el ejército que ataca. Los generales rebeldes también son conscientes de esa baza al ordenar un rápido avance sobre un terreno precariamente defendido por unas pocas unidades castrenses, por un puñado de guardias civiles y de asalto que solo esperan el momento adecuado para cambiar de filas y por unos grupos de milicianos y civiles comprometidos y entusiastas, pero inexpertos, carentes de entrenamiento militar y de bautizo de fuego, bisoños y poco disciplinados para soportar la incomodidad de las trincheras, los estruendos de las explosiones y la siempre aterradora visión de la sangre derramada con violencia, y dar, en caso de resistencia, una lección y un ejemplo del rigor a que puede llegar la bota militar con otras regiones leales a la República, para que todos sepan a qué atenerse si no agachan la cabeza.
Esa fue la estrategia que había trazado aquel hombre hermético, implacable y orgulloso, paciente, calculador, astuto y tenaz, más ambicioso de poder que de gloria, siempre con aspecto de acabar de salir de las manos de un peluquero que atendiera más a la medida militar que a la estética, y de la que nada ni nadie logró desviarlo, ni las opiniones de sus colegas generales, ni las excusas de la tropa, ni los sufrimientos de la población civil. La de Extremadura había de ser la primera gran campaña victoriosa de una guerra en la que era más peligroso permanecer en la retaguardia que en el frente. Esa primera decisión suya habría revelado con claridad sus intenciones si no hubieran estado todos tan aturdidos por los acontecimientos: en lugar de avanzar de inmediato desde Sevilla a Madrid por el camino más rápido y más corto, apoyándose en Córdoba, donde acumulaba fuerzas suficientes para embestir contra el balcón de un Despeñaperros en el que intentaban fortificarse las tropas leales, eligió el camino de Extremadura porque allí, en caso de derrota, siempre tendría cubiertas las espaldas, en un Portugal amigo que, bajo el amparo de su conmilitón Oliveira Salazar, alternaba los mueras al comunismo con los vivas a Nuestra Señora de Fátima. Eludió el combate porque no era audaz ni valiente, no al menos en el sentido que entre los militares se tiene del concepto del valor, sino un jefe cauteloso que alcanzó sus éxitos dando siempre pasos pequeños, que nunca arriesgó al todo o nada en la batalla y prefirió la seguridad de un mínimo botín al riesgo de ganar con gloria. Fue más un cabecilla que un caudillo, un adalid más que un líder, un militar astuto y ventajista que, basándose en el lema «Divide, espera y vencerás», se sobrepuso a todos los problemas, dificultades y contraataques republicanos, hasta que la gente, convencida por una eficaz y machacona propaganda desde los medios de comunicación, desde los partes de guerra y desde los púlpitos, terminó por creer que era valiente en lugar de oportunista. Cuando aún no se había cumplido un año de la contienda y el azar ya había acabado con Sanjurjo y con Mola, que lo precedían en el escalafón, su aparato de propaganda aprovechó aquellos accidentes para ungirlo no solo como el favorito de la suerte, también de la divinidad, dotándolo así de una aureola sobrenatural. Tampoco fue brillante en la oratoria —esa virtud que tantas veces ha ido de la mano con el talento estratégico—, como los generales de la antigüedad a los que tanto admiraba. A todo lo que llegó fue a utilizar una prosa de tópicos grandilocuentes y aliñada con metáforas agrarias: «Hoy estamos sembrando la semilla del mañana», «Arrancaremos de raíz las malas hierbas para que crezca el trigo». Nunca improvisó una arenga que emocionara a sus tropas o enardeciera su valor en el combate. No tuvo la claridad de Mola, ni la seca contundencia de Yagüe, ni la venenosa ironía de Queipo de Llano, ni dejó para la posteridad una frase brillante con la que ser recordado. Alejó de sí a la gente elocuente para que no se advirtiera la torpeza de su palabra, y para ocultar su mediocridad se rodeó de una áspera y sumisa corte de mediocres que tampoco encontraron las palabras adecuadas para expresar sus razones. Y hasta el final no eligió entre ellos a ninguno como favorito claro o heredero para sustituirlo en caso de accidente: al contrario, para prevenir cualquier conspiración, suscitó recelos y rivalidades entre sus ayudantes. Nada, pues, ha quedado de aquellos años grises: ni una idea vigente, ni un lema eterno, ni un eslogan que no hubiera dicho antes el joven ideólogo, prematuramente muerto, a quien le gustaba rodearse de poetas, ni un ideario coherente que demostrara a las masas que estaban haciendo lo justo y lo correcto, como los idearios de sus colegas alemán e italiano. Convencido de que la crueldad es una de las más eficaces armas de guerra, fue implacable con sus adversarios incluso después de haber alcanzado la victoria, para la que contó no solo con la mayor parte del ejército, también con la colaboración de esos dos aliados extranjeros —los italianos y una Legión Cóndor que pisó suelo español por primera vez en tierras extremeñas— y con las hordas rifeñas que trajo de África. Él, que odiaba a los moros, que había levantado su fulgurante carrera militar pisando sus cadáveres, a quienes había diezmado sin piedad en las ásperas gargantas del Rif y de quienes conocía la extrema crueldad a que llegaban con sus enemigos —aquella costumbre de embutir en la boca de sus víctimas el sexo que acababan de mutilar con sus gumías oxidadas—, ¡cuánto más debía de odiar a sus compatriotas republicanos para lanzar contra ellos sin reparos las harcas, sabiendo lo que harían con los prisioneros! ¡Cuánto odio y cuánto cálculo, puesto que el ejército indígena le resultaba barato: aguerridos en el combate, exigían poco, se conformaban con un mísero sueldo y con el derecho al botín, provocaban pánico en el enemigo, no podían cambiar de bando y su mantenimiento era sencillo hasta en la muerte: la misma chilaba que vestían les servía como sudario! ¡Cuánto odio debía de acumular aquel hombre receloso e impenetrable para seguir aplicando contra los vencidos en tiempos de paz los mismos métodos que le habían proporcionado éxitos en tiempos de guerra! Entre los generales coetáneos que lo conocieron de primera mano solo despertó dos sentimientos: el odio o el temor. Nunca el aprecio. Nadie manifestó cariño personal hacia él, ni él pareció necesitarlo. Tampoco consejo: cuando lo pidió, fue para cumplir con el expediente de escuchar, pero decidido a no seguirlo si no coincidía con sus decisiones.
En 1936, Breda era una villa demasiado pequeña para ser considerada ciudad y demasiado grande para ser catalogada como pueblo. No podía quedar reducida al nivel de esas aldeas en las cuales la mitad de las construcciones son casas y la mitad establos y graneros, pero tampoco había superado su carácter rural para convertirse en una de esas pequeñas ciudades de provincia que basan su prosperidad en acoger organismos de la administración que las dotan de grandes edificios públicos y en un mercado semanal donde los campesinos de la comarca gastan en servicios, comercios y manufacturas una buena parte de las ganancias que obtienen vendiendo sus productos. Hasta entonces su nombre nunca había figurado, marcado con una cruz, en los planes de conquista de ningún monarca y, excepto algunas violentas escaramuzas de guerrillas contra las tropas napoleónicas, jamás había ocupado un lugar destacado en una campaña bélica. Desde su fundación, tres siglos antes, por el primer Jerónimo de las Hoces, que combatió en Holanda con los tercios de Spínola, nunca había conocido la guerra. Tampoco había mostrado ningún particular encanto ni había sobresalido por ningún talento especial de sus habitantes, orgullosos y huraños, toscos y laboriosos, más preocupados por extraer el alimento de sus fértiles tierras y en dirimir en privado sus rencillas internas que en intervenir en las rencillas del mundo.
Y sin embargo, geográficamente Breda ocupaba un enclave estratégico, a medio camino entre la penillanura del Tajo y las sierras de Gredos, cuya vertiente sur forma un alto, limpio y prolongado balcón geológico sobre la región. A cuatro kilómetros al este de la villa corre de norte a sur, aunque siempre ganando terreno hacia poniente, el río Lebrón, que, nacido en las cumbres castellano-leonesas, desprecia al Duero y se deja atraer, como un adolescente inquieto que escapa de su tierra en busca de nuevos paisajes, por otros territorios donde dar rienda suelta a su energía. Es un río profundo, de caudal constante y engañoso, que a su paso va recogiendo las aguas de arroyos y riveras descolgadas del Volcán y del Yunque para llevarlas de la mano hasta el Tajo, ese río largo y mesetario que tanto agradece su generoso aporte porque sabe bien cuánto tiene que llover para alcanzar una crecida. Para cruzarlo, junto a las Huertas de la Abundancia, unas ubérrimas vegas de tierras hondas, suaves como terciopelo, que siempre esperan con impaciencia que caiga sobre ellas la semilla para fertilizarlas, fue construido hace tiempo el Puente del Jinete, un hermoso viaducto de cinco arcos y cuatro sólidos pilares de granito cuyos tajamares astillan con decisión las aguas.
Una vez que, a mediados de agosto, el ejército sublevado ha logrado unir por Extremadura el cuadrante noroeste peninsular con el territorio que Yagüe y Castejón vienen conquistando desde el sur, su avance gira noventa grados hacia Madrid. Sin variar los métodos represivos que tanto les facilitan los resultados bélicos, la poderosa columna formada por el ejército regular, los legionarios y los mercenarios marroquíes y apoyada por grupos de voluntarios falangistas enfila sus armas hacia el corredor de Talavera de la Reina, un territorio llano que sigue sin presentar grandes obstáculos. Aplastan sin miramientos la resistencia que ofrece Navalmoral de la Mata y ya se imaginan llegando hasta Carabanchel, desde donde columbrarán la mole del Palacio Real, vacía de su inquilino, como testimonio de las trágicas circunstancias que han conducido hasta la guerra y como una invitación a ocupar con los uniformes el hueco dejado por la monarquía.
Un poco más al sudeste, sin embargo, el coronel José Moscardó se ha encastillado con unos cientos de partidarios en el Alcázar de Toledo y lanza desde allí desesperadas llamadas de socorro. Las prisas por alcanzar Madrid y por acudir a liberarlo provocan que el territorio no vaya quedando del todo limpio. Atrás, bajo los faldones de las sierras, resiste una difusa zona republicana delimitada por el Lebrón y defendida por unos centenares de milicianos que han ido retrocediendo hasta allí, sorprendidos por la rapidez del avance militar, y por unos restos de guardias de asalto y del ejército regular que, con un puñado de coches y camiones y algo de armamento pesado, se han negado a traicionar el juramento de lealtad al Gobierno legítimo. Y al sur del Tajo se ha fortalecido un espolón en los galayos de la sierra de Las Villuercas, convertida en la primera trinchera estable del amplio territorio republicano que se extiende desde los Montes de Toledo a los arrabales de Córdoba, bien defendido por las tropas excedentes de Valencia y de Murcia. Al norte, las sierras de Madrid sostienen con entereza la presión de la vieja Castilla sobre la capital.
Es en esos días de agosto, tras la masacre de Badajoz, cuando en un despacho de Madrid el capitán Fermín Guedea, adscrito al Estado Mayor, extiende el mapa de España sobre su mesa pensando en alguna forma de detener el fulgurante avance rebelde por el corredor del oeste, por donde los militares le han ganado la espalda al desconcertado Gobierno republicano. Preocupados por mantener las posiciones asturianas y vascas de la cornisa cantábrica y porque nada se complique en la mitad oriental, donde tanta influencia ejercen Valencia y Cataluña, los militares y políticos republicanos han dejado el oeste peninsular en el olvido, continuando así una secular tradición de abandono, cuando no de marginación, de unas tierras no demasiado pobladas, sin apenas tejido industrial y nada reivindicativas, acostumbradas a soportar en silencio ese desdén histórico. Al cabo de unas horas hundido entre mapas de un territorio que conoce bien, porque de allí procede su familia, entre gráficos de datos y memoriales, entre cifras y escalas, levanta la cabeza y se frota los ojos cansados tras las gafas de miope. Es un hombre joven y patriota, de firmes ideas republicanas, uno de esos militares cultos y políglotas, buenos oradores y algo excéntricos, que han existido en todas las épocas y en todos los ejércitos y que con frecuencia se ganan el recelo de sus compañeros más castrenses. Un oficial que ha conocido todas las carencias, corruptelas y brutalidades de la milicia y a quien, sin embargo, le sigue gustando su oficio, por lo que no ha tenido dificultades para alcanzar el grado de capitán, más por estudios de tratados de estrategia, conocimientos teóricos e historia de ejércitos y batallas que por experiencia en el combate real. Siempre meticulosamente afeitado, como para compensar la dejadez de otros miembros de la milicia y para no dar excusa a que sus subordinados no cuiden su aspecto, va siempre bien vestido y con el calzado brillante. Durante un tiempo ha servido en África a las órdenes de Franco, pero nunca encajó bien en aquel ambiente de militares fanfarrones, ambiciosos y puteros. Con los ojos cerrados recuerda que fue ahí, en el oeste peninsular, donde se decidió favorablemente la vieja guerra de la independencia contra los franceses, la última contienda ganada por España como nación antes de hundirse en una desoladora sucesión de guerras carlistas y de derrotas en el exterior. Las victorias sobre los poderosos y arrogantes mariscales napoleónicos en La Albuera y en Los Arapiles, con un ejército de aluvión donde se mezclaban las tropas regulares con las patrullas de guerrilleros voluntarios, con el que tantas similitudes tienen ahora las brigadas mixtas de soldados y milicianos, partieron en dos mitades el territorio dominado por los franceses, cortaron sus vías de comunicación, los hundieron en el desconcierto y abrieron el camino hacia Madrid, obligando a José Bonaparte a evacuar precipitadamente las tropas imperiales de Andalucía para no quedar aisladas. El curso de la guerra cambió a partir de entonces hasta la definitiva expulsión de los invasores.
El recuerdo provoca en Guedea un estremecimiento patriótico al advertir que en esa zona, a cuya defensa tan irresponsablemente han renunciado, se encuentra la clave para modificar el rumbo de una guerra que, contra todas sus previsiones, en apenas un mes de combates tantas ventajas ha proporcionado a los sublevados y tantos sinsabores al Gobierno. Humedece con un soplo de aliento los cristales de las gafas, los limpia con el pañuelo y se pone en pie. Enrolla los mapas, los encaja bajo el brazo y se dirige al despacho de su superior con los datos brincando en su cabeza.
Basta una hora para que su propuesta sea tomada en consideración y se le encargue la redacción de un plan más detallado donde concrete la estrategia. Durante dos días es retirado de cualquier otra labor, pero solo necesita una noche y, encerrado en su despacho, sin más ayuda que la de un soldado mecanógrafo que, ante la continua corrección y ampliación de los escritos, lucha contra el sueño, elabora un sorprendente plan de una ofensiva en el que todo está planificado, desde la actual situación del enemigo hasta los objetivos militares finales, los recursos necesarios, la duración y profundidad del ataque, los escenarios, las ventajas e inconvenientes, los riesgos y el orden de retirada en caso de derrota. Un plan para cortar a cuchillo la retaguardia de los sublevados presionando sobre un punto del corredor por el que la columna de Yagüe avanza imparable hacia Talavera, sin necesidad de empeñar excesivas fuerzas ni de gastar demasiado material. Excitado por la propia claridad de la estrategia, que se ilumina más según avanza en su dictado al mecanógrafo que con el paso de las horas se va rindiendo al sueño que le producen el cansancio y el sonido de lluvia del teclado de la máquina, Guedea explica en un puñado de cuartillas los pasos y las condiciones para una doble ofensiva, a modo de tenaza, coordinada desde dos puntos de ataque. Por un lado, desde las posiciones republicanas del sur, concentradas en los Montes de Toledo, que tienen su punta de lanza en la sierra de Las Villuercas, y cuyo grueso de tropas es la prestigiosa Columna Fantasma del comandante Uribarri; por otro, desde las posiciones del norte, desde la comarca de Breda, en las faldas del Yunque y del Volcán, donde han quedado encerrados unos centenares de milicianos y militares en letargo que Franco y Yagüe, con las prisas por avanzar hacia Madrid y hacia Toledo, no se han detenido a vaciar, confiados en sus tácticas de astucia, cautela y paciencia para dejar que al enemigo se le pudran entre las manos problemas que ellos verán resueltos con el simple paso del tiempo. Sin duda también ellos tienen constancia de esas fuerzas, porque los milicianos y unos pocos guardias de asalto han resistido bien los embates de las patrullas de guardias civiles que han intentado anularlos. Pero en su rápido avance parecen despreciarlas, convencidos de que el esfuerzo necesario para reducirlas es superior a la ganancia territorial, porque los grupos allí atrincherados huirán aterrorizados en cuanto estallen a su lado unos pocos impactos de artillería o vendrán por sí mismos a llamar a las puertas de los cuarteles a pedir unas mantas, un poco de comida y unas botellas de aguardiente en cuanto los rigores del invierno, que a mediados de octubre ya se encarama a aquellas cumbres, ejerzan sobre ellos un poco de presión.
Guedea planifica una ofensiva de cincuenta kilómetros desde cada uno de los flancos sobre unas posiciones sin defensas ni fortalezas ni apenas retenes, sin temor siquiera a ser atacadas, tan confiadas se hallan tras su fulgurante avance de quinientos kilómetros en un mes, desde su desembarco en Tarifa, que no esperan ningún daño de esas tierras ásperas que han dejado al norte. A Guedea la experiencia le dice que sus ocupantes no saben combatir en campo abierto, aunque sí pueden convertirse en buenos soldados si se les despoja de su indomable tendencia al combate de guerrillas, como les suele suceder a los nativos de pueblos de montaña. Si entre ellos y la Columna Fantasma de Uribarri logran cortar el pasillo y copar la retirada de Yagüe y de sus unidades, las más preparadas y con la moral más alta del ejército sublevado, quedarán sin posibilidad de ayuda lateral, de modo que no solo supondría una suculenta victoria con ganancia de tiempo, territorio y armamento; también el primer aviso serio de que el rumbo de la guerra puede cambiar. De paso, sostiene Guedea en su informe, se cercenarán las esperanzas de liberación de ese terco y heroico coronel que resiste en el granito de Toledo y que despierta la admiración de la prensa internacional soportando todo tipo de sacrificios, incluso el de su hijo. La operación será como dar un puñetazo sobre el tablero de la Meseta mientras se exclama: «¡Hasta aquí hemos llegado! A partir de este momento no habrá más concesiones ni debilidades. Eso que llamáis el Alzamiento será detenido y seréis castigados todos los responsables».
Estremecidos por la masacre de Badajoz, de la que siguen llegando informaciones que desvelan lo sucedido en la plaza de toros, el plan es aceptado y se decide acelerar su ejecución. Con ese entusiasmo contagioso de las ideas brillantes, cuya claridad ya parece suficiente para movilizarlo todo a su favor, se pone en marcha precipitadamente, como tantas decisiones republicanas de aquellos días, sin haber reunido la información necesaria y sin aportar el armamento y los recursos solicitados, confiados en los informes que certifican la actitud prorrepublicana de una población que ayudará al ejército del Gobierno e incrementará sus filas en cuanto les pongan un arma en las manos.
En el sur resulta fácil reforzar las tropas. A la Columna Fantasma se le ordena colocarse en los galayos del norte de la Oretana, frente a las líneas enemigas, para saltar sobre ellas en cuanto se le indique. En cambio, el fortalecimiento del norte presenta muchas dificultades. Para llegar hasta las riberas del Lebrón es necesario salir de Talavera, sobre la que ya lanzan su sombra los sublevados, y atravesar un amplio territorio ocupado. A pesar de su permeabilidad y del apoyo de grupos de guerrilleros que actúan en las faldas de la sierra, la operación es delicada y exige un arrojo y una decisión inquebrantables y un claro conocimiento del terreno. Por eso mismo se le encarga al propio Guedea, recién ascendido a comandante, que prepare en Talavera una compañía de doscientos hombres, mitad soldados, mitad milicianos, una docena de caballos y unas reatas de mulas para ser cargadas con material de transmisión, medicinas, municiones y armamento que incluye fusiles, ametralladoras ligeras y pesadas y una batería de morteros.
Pocos días antes de que sea conquistada la ciudad y de que las tropas marroquíes de Yagüe enlacen con las de Mola en las inmediaciones de Arenas de San Pedro, cerrando definitivamente el tránsito republicano por la falda sur de Gredos, el convoy parte una medianoche y en un audaz y arriesgado golpe de mano, con sus miembros divididos en grupos caminando tras las mulas, logra atravesar el territorio de un modo fulgurante y silencioso, faldeando las laderas de la sierra, sin más obstáculos que unos controles que son esquivados o neutralizados por los guías que abren el camino. El terreno quebrado de bosques y gargantas permite el camuflaje durante el día y la incursión resulta tan inesperada que cuando una pareja de atónitos guardias civiles descubre el convoy que avanza en la noche y comprueba que es del enemigo, la columna ya ha pasado y solo pueden enviar un telegrama a la lejana capital de la provincia describiendo su composición de un modo vago, sin datos ni cifras exactas. De ese modo llegan al Lebrón, la última dificultad, y ante la imposibilidad de cruzarlo por el Puente del Jinete localizan el vado previsto. Allí hay vigilancia de los sublevados, pero ya están tan cerca del destino y queda tan lejos su punto de partida, sin retroceso posible, que embisten con decisión y barren al enemigo para pisar suelo de Breda sin más bajas que tres muertos, algunos heridos y algunas mulas desangrándose en las aguas del río. Así alcanza su objetivo un contingente de infantería y armamento ligero para, con la excusa de reforzar la resistencia, preparar la ofensiva desde el norte, descolgándose desde las laderas del Yunque. El Volcán, el monte gemelo que se alza al oeste de Breda, ha quedado en zona de nadie y parece muy lejano, de modo que, en los atardeceres, las dos cumbres añoran el eterno diálogo que establecían por medio del viento y se envían, a través de las rapaces que no saben de guerras ni fronteras, mensajes sobre la irremediable e inmortal estupidez de los humanos.
Cuando al amanecer de uno de aquellos días de septiembre el alcalde republicano de Breda aún está preguntándose qué hay allí para atraer las miradas de Madrid, pues el día anterior han recibido un mensaje que anuncia la llegada a la villa de tropas de la República con una misión especial, a cuyas órdenes deben ponerse todos, oye desde su despacho en el ayuntamiento un murmullo creciente y un ruido de cascos y poco después contempla la entrada en la plaza de la cabeza de un convoy de mulas precedidas por un par de caballos. Desde el balcón ve desmontar a un hombre de unos treinta y cinco años, vestido de paisano, pero con ese envaramiento de quien está acostumbrado al uniforme. Hay algo incongruente entre sus ropas de campesino y sus gafas de miope. Antes de caminar hacia el ayuntamiento, mira alrededor y asiente con la cabeza, como si lo que ve fuera tal como lo había imaginado. Otro hombre de unos cincuenta años lo sigue llevando en las manos una pesada cartera de documentos y varios mapas bajo el brazo.
El alcalde aún no se ha retirado del balcón, está observando a los soldados y milicianos que van llegando detrás y que, fatigados, enseguida se sientan en el suelo, bajo los soportales, apoyando las espaldas contra las paredes de las casas, cuando oye sus pasos subiendo la escalera. Mientras duda con qué palabras recibirlos, escucha cómo preguntan por él. Sale a la puerta del despacho y los invita a pasar.
—Comandante Guedea —se presenta a sí mismo el hombre más joven, y luego a su ayudante—: El capitán Méndez.
—José Gómez —dice el alcalde—. Ayer recibimos el mensaje de Madrid. Pongo a su disposición todo lo que necesite —añade señalando el despacho, con esa servidumbre del rústico hacia el hombre de ciudad, siempre que venga avalado por algún estamento del poder que elimine su desconfianza.
Guedea no desplaza, sin embargo, al alcalde de su silla. Pide un espacio en el ayuntamiento donde establecer un puesto provisional de mando desde el que comenzar la organización militar de la zona, dos máquinas de escribir, teléfono y una sala amplia donde puedan reunirse los ocho o diez componentes del Comité de Defensa.
Es ese día de septiembre cuando verdaderamente la guerra llega a Breda. Lo que hasta entonces habían sido unas escaramuzas entre milicianos y guardias civiles disparándose de una a otra orilla del Lebrón, se convierte a partir de entonces en un frente de combate en toda regla... si es que las guerras civiles admiten algún tipo de reglas.