11
Ayer, sábado, fue una jornada de descanso, no tanto para que nos recuperáramos de la lucha en Silencio y para curar a los heridos como porque nos habíamos quedado escasos de suministros y municiones. La resistencia que encontramos allí y en el Montón de Trigo fue más dura de lo esperado y desorganizó nuestros cálculos. Por la tarde llegaron también algunos refuerzos de tropa para suplir las bajas y mantener el número de nuestros efectivos. Tena nos sigue informando de todo lo que ocurre.
Y esta mañana las nubes han amanecido llenas de sangre, como si hubieran absorbido la vertida en los días pasados. Poco después del amanecer reemprendemos la marcha hacia el sur con el objetivo de alcanzar y cortar la carretera nacional. Nuestra estrategia ha dejado de ser un secreto. Avanzamos en dos columnas: la nuestra, que baja desde Silencio por la margen derecha del Lebrón, debe tomar Éufrates; la otra descenderá hasta Matapán. Marcelo nos vuelve a mostrar nuestra situación en su detallado mapa de correos, que cuida como un tesoro. Entre ambas poblaciones hay quince kilómetros, y debemos ocuparlas y hacernos fuertes en ese tramo de carretera, en espera de que lleguen desde el sur los compañeros valencianos de la Columna Fantasma de Uribarri, atrincherados más abajo, en los Montes de Toledo. No están lejos. Desde algunos altozanos se columbran las serranías bajas y oscuras que ya deben de estar sobrepasando para llegar al Tajo, cruzarlo y venir a reforzar nuestras posiciones. Tena nos dice que el contacto por radio sigue establecido y algunos, arrastrados por su fama, ensalzan las campañas de Baleares y de Valencia donde han intervenido.
Avanzamos deprisa, sin encontrar resistencia, guiados por dos milicianos del mismo Éufrates que habían huido cuando fue ocupado por los militares y se habían refugiado en Breda. Sin embargo, nos hemos vuelto cautelosos. La dolorosa experiencia de Silencio nos ha demostrado que en esta guerra nada es fácil y que cualquier victoria debe ser pagada con sangre.
Según nos acercamos al pueblo la dehesa va dejando poco a poco huecos donde las encinas han sido taladas para despejar terrenos destinados a cultivos de cereal, de vid, de olivos. Pero los campos siguen desiertos, no vemos a nadie trabajando en ellos. Tampoco vemos vacas, ni cerdos, ni ovejas, como si hubieran escondido a sus animales en los establos para que no nos los comamos. En las guerras es proverbial el hambre de los soldados. Solo se oyen nuestros pasos, que también han ahuyentado a los animales salvajes, agazapados en sus madrigueras. En estos terrenos más abiertos nos sentimos desprotegidos y avanzamos mirando con cautela a todos lados, hasta que por fin nos detienen en una colina desde donde se ve la carretera solitaria y el pueblo. Desde nuestra posición no se distingue a nadie por sus alrededores. Tal vez nos han detectado y sus habitantes y defensores estén en sus refugios o encerrados en sus casas, atisbando por un hueco de las ventanas o entre dos tejas corridas.
—Nos están esperando —dice Magro cuando, antes de acercarnos a las casas, nos avisan con algunos disparos lejanos.
El capitán Méndez nos detiene e intenta evitar lo ocurrido en Silencio. Envía a dos emisarios con una bandera blanca a pactar la rendición, pero regresan media hora después con una negativa: no hay rendición ni pacto. Ni siquiera pudieron hablar con un alcalde que se preocupara por sus paisanos. En los lugares que va ocupando, Yagüe sustituye la administración civil por la administración militar, y con los militares no hay posibilidad alguna de diálogo. Así que toca de nuevo combatir. En nuestra sección todos nos buscamos con la mirada, Marcelo, Marta, Gema, Mangas, Viriato, João, bajo las órdenes del teniente Noguerol, del sargento Magro y de Tena, a quien no nos acostumbramos a llamar cabo. Como actores novatos e inseguros que, al salir a escena, se acercan a la concha donde se esconde el apuntador, por miedo a olvidar el texto, así nosotros buscamos amparo en el grupo en cuanto nos exponemos al peligro.
Mientras el grueso de la compañía se dispone al asalto, esta vez nos ordenan quedarnos a cubrir la carretera por el oeste, con la consigna de impedir que alguien se acerque. Por un lado, el encargo nos llena de inquietud, porque no sabemos quién puede aparecer por este asfalto vacío que se pierde a lo lejos, pero por otra parte nos sentimos contentos de alejarnos de la lucha en primera línea. Apoyados por una ametralladora Maxim, formamos un grupo de veinte, una sección mixta donde nos mezclamos milicianos con soldados de reemplazo, como ya viene siendo habitual.
Magro elige el lugar donde apostarnos: en lo alto de un cambio de rasante, a un kilómetro de Éufrates. A un lado de la carretera tenemos una pared de piedra en seco de una finca, y al otro, unos pocos pinos con los troncos pelados y paraguas verdes en lo alto que emiten un sereno murmullo, que también pueden servirnos de parapeto, porque no sabemos ni quién vendrá ni cuánto tiempo estaremos aquí, desde donde podemos ver al mismo tiempo la larga recta de la carretera y la población en donde se recrudece el combate. En la cuneta improvisamos un nido para la ametralladora y atravesamos en el asfalto dos filas de piedras, separadas unos metros y cada una ocupando una mitad de la calzada, de modo que cualquier vehículo tendrá que maniobrar muy despacio en una doble curva para poder pasar. De momento, la carretera sigue desierta, nadie transita por ella en estos días de lucha en los que todo el mundo tiene miedo a salir de sus casas.
—¡Viene un coche!
El grito nos sorprende un tiempo después y nos colocamos en nuestros puestos, porque todo lo que llegue por ese lado de la carretera procede del enemigo. En efecto, al final de la larga recta aparece un coche militar, pero se detiene en seco al divisarnos, tan sorprendido como nosotros, con la misma actitud de alerta y de tensión. Luego, al cabo de un minuto, maniobra, da la vuelta y desaparece tras la curva.
—Ya saben dónde estamos —dice Magro—. No tardarán en volver.
Envía a un enlace a comunicar la novedad mientras nosotros aguardamos expectantes, de vez en cuando mirando hacia atrás, hacia Éufrates, donde continúa el combate sin que hayamos podido avanzar demasiado.
El enlace regresa enseguida con la orden de fortificarnos y de no dejar pasar a nadie.
—¿Qué ocurre ahí detrás? —le pregunta Tena.
—Les estamos dando fuerte, pero ellos resisten. Hay un cura que no les deja retroceder.
—¿Un cura en las trincheras? Creía que en cuanto nos veían corrían a esconderse en las sacristías —dice Mangas.
—Este no. Dicen que no tiene miedo, que incluso es un buen blanco cuando va corriendo de una posición a otra. Algunos tiradores juran que le han dado, pero es como si las balas atravesaran la sotana sin herirlo.
—Espera a que le apunte Viriato.
—Las cosas van mejor en Matapán. Los nuestros acaban de tomarlo. Esta vez se han portado.
—¡Bien! —gritamos.
—Solo falta que aparezcan de una vez los de la Columna Fantasma de Uribarri —Marcelo mira hacia el sur, de donde no llega ningún ruido, ninguna señal.
—Aparecerán —dice Mangas, que se siente obligado a defenderlos por su filiación mayoritariamente anarquista.
—A menos que sean los fantasmas de la Columna Uribarri —bromea Gema, pero nadie ríe, porque ha verbalizado un temor que hora a hora se va extendiendo entre nosotros.
—Llegarán por la noche, en la oscuridad, como los murciélagos que llevan en su insignia —insiste Mangas.
Esperamos sin hacer nada, inmóviles, notando ya el frío que aumenta cada día. Comemos los restos de las provisiones y volvemos a observar la carretera y a escuchar, ahora también los oídos dirigidos hacia el sur. Nosotros hemos cumplido nuestro trabajo, hemos tomado Silencio y hemos avanzado desde el Montón de Trigo hasta el objetivo propuesto. Ahora les toca a ellos.
—¿Crees que vendrán los de ahí abajo? —me pregunta Marta, que aparece a mi lado.
—Sí. Habrán tenido algunas dificultades. Como nosotros. Pero vendrán.
—Dicen que entre ellos hay muchos presos comunes a quienes han sacado de las cárceles de Valencia.
—¿Dónde has oído eso?
—Lo dicen algunos.
—No importa de dónde vengan, pero que vengan ya.
—Los que han venido son los moros de Franco —Gema señala de pronto el fondo de la carretera.
En efecto, sus siluetas van apareciendo por la curva, contra el sol de la tarde, avanzando en dos filas, sin ocultarse y sin precipitación, como fantasmas envueltos en las chilabas blancas, las cabezas tocadas con turbante. Tras los marroquíes se distinguen los uniformes color garbanzo de los regulares, con el tarbuch rojo en la cabeza. Contenemos la respiración, nos agachamos un poco más y empuñamos los fusiles con más fuerza para disimular el miedo. Todos hemos leído las noticias de lo que hicieron en Badajoz. Magro reacciona enseguida y envía corriendo al enlace con la petición urgente de refuerzos.
Se detienen antes de llegar al alcance de nuestros fusiles y sin alterar su disposición nos observan calibrando nuestras fuerzas. Unas figuras militares salen de un coche, merodean alrededor y dejan paso a un cañón que avanza por el centro de la carretera.
—¡Con eso sí van a hacernos daño! —exclama alguien.
—Teníamos que haber cavado trincheras. Las piedras sueltas y los pinos no resistirán sus obuses —se lamenta Tena.
Delante de nosotros los regulares se despliegan a izquierda y a derecha, en campo abierto, ampliando el frente. Pero enseguida nos llegan refuerzos, hombres y otra ametralladora, que el teniente Noguerol distribuye por los flancos, alargando nuestra línea de defensa.
Marta sigue aquí cerca, a mi derecha, al lado de Gema, y por primera vez las veo amedrentadas ante la clase de enemigos que tenemos enfrente. Con habilidad, se recoge el pelo en una coleta, tal vez para evitar que los marroquíes vean que es una mujer. Me gustaría tener aquí los lápices y el cuaderno para dibujar su rostro, con ese tono tostado y con las pequeñas pecas sobre la nariz y los altos pómulos que con el aire libre ha adquirido su piel, para hacerle el retrato que le prometí y que nunca acabo de abordar. Si ella no estuviera aquí, creo que pediría el regreso a Madrid. No puedo ocultar que yo también tengo miedo ahora mismo, en medio de esta carretera solitaria, bajo este sol frío y silencioso. He venido a la guerra y la guerra me ha traído al amor. Pero una guerra no es el mejor lugar para enamorarse. El amor te puede empujar a hacer disparates que evitarías con la cabeza fría.
—¡Cuidado! —grita Tena.
Un silbido corta el aire y dos segundos después el obús del cañón estalla unos veinte metros delante de nosotros levantando una palmera de tierra. En el silencio que lo sigue nos miramos unos a otros para comprobar que no hay nadie herido. Siento un escozor en la mano derecha. Al tirarme contra el suelo he aplastado con la mano una camada de orugas procesionarias y sus pelos urticantes se me han clavado en la palma y en los dedos, que enseguida empiezan a enrojecerse y a hincharse. Instintivamente me limpio con un pañuelo, pero Viriato, que lo advierte, me detiene:
—¡No te limpies así! Si te frotas se te irritará más. Lávate.
Me pasa su cantimplora y me echo agua en la mano, pero no parece que haga mucho efecto. Se está inflamando y me pica con un incómodo escozor hasta que el aviso de un nuevo bombazo me obliga a olvidarlo. Entre dos piedras veo que los regulares siguen en la misma posición, pero en la carretera los militares maniobran con el cañón, confiados y sin prisas, porque nuestras ametralladoras todavía no pueden alcanzarlos. De nuevo se oye otro silbido y nos aplastamos contra el suelo, clavándonos en las mejillas las oxidadas limaduras de los pinos, pero el proyectil esta vez nos sobrepasa y estalla a nuestras espaldas. No tardarán en ajustarlo y, con nuestros medios, no podremos hacer nada contra él. Una de nuestras ametralladoras envía una ráfaga que no les daña.
—Van a intentar machacarnos a cañonazos antes de lanzarse al asalto —murmura Magro.
La tierra entera se tambalea hacia atrás cuando justo delante de nosotros estalla otro obús que mutila un pino adolescente. Me quedo sordo unos segundos y al abrir y cerrar la boca para desbloquear los tímpanos el polvo cruje entre mis dientes.
—¡Agachaos! —grita Magro—. ¡Agachaos!
Van ajustando el punto de mira y no tardarán mucho en hacernos daño. A nuestras espaldas suena el motor de un camión que no sé de dónde hemos sacado y de la cabina baja el capitán Méndez y viene hasta la primera línea. Se tumba en la cuneta y observa con los prismáticos. Esconde la cabeza antes de que suene el silbido y quienes estamos cerca lo imitamos. El proyectil cae esta vez al otro lado de la carretera y provoca gritos de dolor.
—Aquí no podremos defendernos —decide—. Hay que retroceder hasta Éufrates. Con orden y sin prisas. ¡Teniente!
Abandonamos las posiciones comenzando por los flancos, sin caer en la desbandada y alternándonos al retroceder, como hemos practicado en la instrucción. A mí me toca quedarme y, dos puestos más allá, también a Marta, pero oigo que Marcelo le dice:
—Vete tú primero. Me quedo yo.
Al verlos retroceder, apenas puedo contener el impulso de salir corriendo tras ellos. Suena un nuevo relincho del cañón y me pego contra el suelo cubriéndome la cabeza con los brazos. Ha estallado aquí al lado, porque me llueven terrones de tierra, y al abrir los ojos me cuesta reconocer lo que veo: Marcelo está sentado en medio de la sangre y del polvo y mira aturdido su pierna izquierda, que el proyectil del cañón le ha arrancado y ha lanzado a varios metros. Intenta arrastrarse apoyándose en las manos, pero cae sobre su propia sangre. El desgarrador grito de Marta no logra sostenerlo.
Creo que yo también estoy gritando cuando me levanto y corro hacia él sin saber qué hacer, cómo ayudarlo. Marta ha vuelto y está arrodillada a su lado y le acaricia el rostro, le besa la frente, los ojos que apenas puede mantener abiertos, que se van cerrando tras cada convulsión. La sangre empapa el blusón del que Viriato —más rápido y eficaz que nosotros, con esa sabiduría campesina de la anatomía de los mamíferos— se ha despojado y ya aprieta en vano contra el muñón, bajo la ingle, insuficiente para contrarrestar el bombeo del corazón.
—¡El médico! ¡Hay que llevarlo al camión! ¡Hay que llevarlo al camión! —gime Marta, que coge su mano con fuerza, como si no pudiera morir mientras ella lo esté sujetando.
Marcelo abre los ojos, la mira y aprieta su mano sin hablar. Tiene el rostro muy pálido, la respiración acelerada y hay un terrible contraste entre sus labios resecos y sus ojos, que brillan con un fulgor de espanto y comprensión, incapaces de expresarlo. Tampoco yo sé cómo describir este horror, es más fácil pintar la guerra que contarla.
El teniente llega junto a nosotros y se agacha y mira la herida con un gesto de exasperación y de piedad. Muy cerca vuelve a caer otro obús, pero no nos movemos, convencidos de que nunca caen dos bombas en el mismo lugar. Suenan nuevos gritos, roncos los de dolor, estridentes los de alguien que pide ayuda, como si todos nos encontráramos muy lejos y no pudiéramos oírlos. Me arden los ojos y un nudo en la garganta me impediría decir algo, si es que tuviera algo que decir para aliviar su agonía.
Quedamos aquí muy pocos, a los lados de la carretera. Los demás han cargado las ametralladoras en el camión y se han marchado a pie, corriendo hacia nuestras posiciones en torno a Éufrates.
—Los regulares —Viriato señala su avance.
—¡Hay que largarse inmediatamente! —nos ordena Noguerol.
Marcelo ya ha muerto cuando Viriato lo coge en brazos: tiene una lasitud, un peso que lo empuja contra el suelo, como si quisiera disolverse en la tierra. Corremos hacia el camión, donde se quejan otros heridos.
En Éufrates hemos tomado una buena parte de las calles, pero la lucha continúa. Con la llegada de la noche nos refugiamos en casas donde los proyectiles de su artillería no podrán hacernos tanto daño, en espera de las decisiones que se tomen ante la nueva situación. La Columna Fantasma hace honor a su nombre y sigue sin dar noticia de su existencia, mientras los facciosos asediados en el pueblo toman nuevos bríos y se defienden con ahínco al conocer que llegan tropas en su ayuda.
No hemos tenido tiempo para recuperarnos cuando de nuevo truena un cañonazo, aunque no demasiado cerca de nosotros. De momento, desde los sólidos muros de las viejas casas podemos defendernos de su acoso. Poco a poco se va apagando el sordo retronar de disparos que provienen de todas direcciones. Tena nos dice que en Matapán la situación es similar. Después de que tomáramos el pueblo, Yagüe ha hecho retroceder una compañía para recuperar lo perdido. El capitán Méndez sigue pidiendo ayuda por radio, pero parece que no podrán enviarla hasta dentro de dos o tres días.
—En dos o tres días los fascistas nos habrán corrido a bombazos de vuelta hacia la sierra —dice Mangas.
—Y la Columna Fantasma, ¿cuándo viene? —hasta João pregunta con gestos expresivos.
—Los tienen retenidos en la sierra de Las Villuercas y no logran romper las líneas.
Nos invade un pesimismo que no surge solo del fracaso de la ofensiva; también de los cadáveres que se enfrían en la caja del camión y con los que nadie sabe qué hacer. La noche va cayendo con bruscos golpes de sombra y frío y poco a poco remiten los disparos, aunque no dudamos de que mañana retomarán la ofensiva y nos hostigarán de nuevo entre dos fuegos.
Magro organiza los turnos de guardia. Trae en las manos los objetos personales de Marcelo y se los entrega a Marta: la cartera con carnets y fotografías, una llave, una cadena y el mapa de correos, en el que esta carretera está señalada en rojo.
Marta lleva toda la noche acurrucada en un rincón, sin apenas responder a quienes le dirigimos unas torpes expresiones de duelo. Solo soporta la compañía de Gema, que le habla de vez en cuando, le toca el hombro, la abraza. Quizá su vida en Breda, su familiaridad campesina con los ritos de la muerte le permiten encontrar las palabras de consuelo que los demás no encontramos. Relevado del turno de guardia, las imito y me recuesto en la mochila, en este caserón donde estamos alojados.
Me encuentran despierto los primeros disparos del amanecer y salimos de nuevo a defender nuestro sitio. No hemos logrado tomar todo el pueblo, pero ahora tampoco les será fácil movernos de nuestros refugios, contra los que su cañón no tiene tanta eficacia. Pasamos la mañana entre las escaramuzas que nos impiden relajarnos y la impaciencia por recibir alguna novedad de los fantasmas de Uribarri, como ya hemos comenzado a llamarlos. De vez en cuando ellos también descansan, pero entonces su silencio no nos preocupa menos que sus disparos.
Junto a mí, Viriato abre el mapa de Marcelo que le ha dado Marta. Estudiamos de nuevo nuestra posición, hacemos cálculos y maldecimos la oportunidad que estamos perdiendo, con la sensación de que aquí, en esta carretera señalada en color rojo que debemos mantener en nuestras manos, no se está librando solo una escaramuza por la conquista de una cota, ni una batalla por el control de una ruta fundamental para los sublevados en su camino hacia Madrid, sino que en esta zona y en la contraofensiva anunciada por el Gobierno para avanzar más tarde hasta la frontera portuguesa y volver a partir en dos el territorio rebelde, aquí se está decidiendo el resultado mismo de la guerra.
—¿Tú crees que en Madrid nos toman en serio? —pregunta Mangas—. Cualquier acción en esta zona contra los facciosos les viene muy bien, pero no parecen dispuestos a jugársela.
—Pues Franco sí se lo toma muy en serio. Si no, ¿por qué responde con tanta rapidez y con cañones? —le digo.
Resistimos todo el día sin que varíen sustancialmente las enquistadas posiciones y sin recibir noticias de la llegada de apoyos. La constante lucha va erosionando nuestra resistencia y no nos deja ni tiempo para salir a enterrar a los muertos de ayer tarde, al menos respetados por el frío otoñal.
Y a la mañana siguiente el cañón de los facciosos de nuevo levanta el hocico y nos despierta ladrando. Al mediodía llega el teniente Noguerol con lo que resulta inevitable: el comandante Guedea ha ordenado la retirada. Ante la soledad en que nos han dejado los nuestros y la sospecha de que hemos sido utilizados para montar una maniobra de distracción que alivie la presión sobre Madrid al obligar al enemigo a mirar hacia su retaguardia, ante nuestra creciente escasez de suministros y ante la desfavorable situación estratégica, en la que, paradójicamente, corremos el riesgo de quedar copados si los facciosos penetran por el norte, debemos retroceder hasta nuestras anteriores posiciones en el Montón de Trigo. Ahora nos parece mentira que hayamos sido tan ingenuos para creer que medio millar de hombres podría llevar a cabo una empresa de tal envergadura.
—¿Sabes qué es lo que más me duele? —me pregunta Mangas, irritado, mientras enrolla su manta.
—¿Qué?
—Que otra vez nos hayan tomado el pelo los políticos de Madrid. Porque no es la valentía de los facciosos lo que nos obliga a retirarnos, sino nuestra torpeza y nuestra descoordinación.
Recogemos las armas y los pertrechos y comenzamos la retirada en cuanto gana la noche. Apenas hemos estado aquí tres días. Habíamos avanzado con los suficientes suministros para una ofensiva, pero no para mantenernos durante mucho tiempo, como guerrilleros que esperan encontrar sobre el terreno todo lo necesario para su subsistencia, convencidos de que en su ataque se verán apoyados por aliados nativos. Una vez logrado el objetivo de controlar la carretera, comprobamos que en realidad no habíamos calculado bien las armas necesarias, ni los alimentos y medicinas, ni los medios de transporte, ni, sobre todo, la capacidad de respuesta del enemigo, creyendo ingenuamente que en este otoño de 1936 siguen siendo válidos los fundamentos estratégicos de la guerra de 1808, en la que la sorpresa, el entusiasmo, la capacidad de improvisación y la colaboración del pueblo consiguieron grandes victorias.
—Si queremos ganar esta guerra todavía debemos aprender algunas cosas. No podemos permitirnos tanta descoordinación —se lamenta Tena, como si me hubiera leído el pensamiento.
En efecto, da la impresión de que solo somos capaces de trazar tácticas parciales y chapuceras y que, en cambio, ellos van cumpliendo una estrategia global muy meditada y planificada en el tiempo y en el espacio, que aplican de un modo inflexible. Cuando les surge un contratiempo, como el de nuestra ofensiva, se detienen sin prisas y empeñan todos sus esfuerzos hasta recuperar lo perdido, para entonces caminar de nuevo hacia sus objetivos.
—Y nosotros no tenemos otra consigna que la de resistir, la del «¡No pasarán!» que cada noche le oímos gritar por la radio a la Pasionaria.
Hablamos unos y otros, desalentados, acordes en las razones de este fracaso. Incluso el teniente Noguerol, que camina unos pasos por detrás de nosotros, parece tener la misma opinión, aunque su disciplina de militar lo obligue a callar.
—Pero nosotros no hemos elegido resistir. Resistir es una respuesta defensiva a sus movimientos —replica Tena.
—Ellos sí saben qué itinerario seguir y qué destino buscan —dice Mangas.
—¿Qué destino? —le pregunto.
—Madrid, para cortarles la cabeza a todos los miembros del Gobierno.
Seguimos avanzando bajo la luna creciente, ahora por la carretera que conduce directamente al Puente del Jinete y al Montón de Trigo. Somos los supervivientes de un ejército derrotado que en la noche se aleja del campo de batalla. Por delante nos ha precedido el camión con los cadáveres.
Marta camina entre nosotros, en silencio. Sus ojos brillan en la oscuridad como si estuvieran llenos de lágrimas. Cuando se retrasa, me detengo con cualquier excusa para que vaya delante, como si por el simple hecho de ir tras ella pudiera protegerla, cuando la realidad es que no podría hacer mucho. La mano derecha se me ha hinchado como un globo por el veneno de las procesionarias y tengo dificultades para introducir el índice en el guardamonte y apretar el gatillo. Me pica, me escuece y al mismo tiempo la siento adormecida y ardiendo. Por fortuna, los regulares no vienen tras nosotros, como si no tuvieran prisa y prefirieran avanzar paso a paso, porque no les resultaría difícil aplastar una columna desmoralizada y exhausta que retrocede sin demasiado orden.
El primer sol del día se abre paso entre una cortina de nubes rizadas y nerviosas y diluye las sombras cuando por fin llegamos al Montón de Trigo, arrastrando con nosotros al retén que había quedado en Silencio, y volvemos a sentirnos fuertes, con la seguridad que nos da el terreno conocido. Nuestras viejas trincheras siguen como las dejamos y ocupamos espontáneamente las posiciones en espera de los facciosos, porque nadie duda de que vendrán contra nosotros, aunque tarden uno, dos, tres días.
Nuestros camiones nos están esperando en el Puente del Jinete y el comandante Guedea, tras una breve reunión con sus oficiales, ordena organizar de nuevo la defensa y colocar las ametralladoras en sus nidos. Montada la guardia, a los demás nos permiten regresar a Breda, a proceder sin tardanza al entierro de los cadáveres. Sin mirar hacia atrás, Marta se sube enseguida en el camión que nos lleva hasta allí.