25

El alumno de la tarde de los lunes se marchó tras dejar el dinero sobre la mesa y Marta se asomó a la ventana que daba al Garona. Los corpulentos plátanos de las orillas, en esa época casi pelados, aún conservaban algunas hojas rabiosamente obstinadas en seguir siendo verdes. Vivían no demasiado lejos del centro, en un piso de tres habitaciones, una de las cuales habían destinado a estudio, donde impartía sus clases particulares. Desde allí, cuando se marchaban sus alumnos y aún no habían regresado sus hijos del colegio ni Émile del trabajo, le gustaba contemplar el río siempre caudaloso, incluso en verano, la corriente que avanzaba impaciente y culpable a pagar su deuda con el mar. El clima y la costumbre prohibían la siesta y a las cinco de la tarde terminaba lo que consideraba su jornada laboral y le quedaba una hora para ella sola. En aquel país todo iba adelantado respecto a España: dos horas en el quehacer cotidiano, dos años en cualquier novedad técnica, dos siglos en el pensamiento ideológico que habían anticipado con la Revolución.

Como a tanta gente con intensas aficiones privadas, a Marta también le parecía un desperdicio ocupar esa hora de soledad con labores domésticas y la dedicaba a oír la radio, con la que perfeccionaba el idioma mejor que hablando con Émile o con otros franceses, a leer o a tocar la viola si sus alumnos no habían sido ese día demasiado torpes y no estaba cansada de música, o simplemente a contemplar la corriente enérgica e incansable del Garona. Pero esa tarde sabía que al final iba a rendirse al reclamo de la carta que esperaba sobre la cómoda y a la que ahora daba la espalda, como si la atemorizara el sobre amarillento con el rostro del dictador en el sello, con la paradoja de un franqueo pagado por quien lo había combatido con tanta entereza y convicción. En el remite figuraba solo una palabra, Tena, sin ningún otro dato ni dirección. Ese sobre, que aún no había abierto, le había llegado dentro de otro más grande franqueado en Lavelanet, una población fronteriza de los Pirineos franceses.

Después de catorce años, Tena había pensado en ella, la había localizado desde allí abajo, había averiguado su dirección y le había escrito una carta que, por el grosor, debía de contener varias cuartillas. Conmovida por la sorpresa, su primer impulso fue el de abrirla, y una esquina quedó mordida por ese gesto, pero enseguida se detuvo y se negó a continuar, temerosa de la tristeza que pudiera provocarle. Una carta así solo podía traer malas noticias.

Al acallarse el fragor de la guerra mundial, en los primeros años de paz europea, había asistido a algunas reuniones de exiliados españoles, a charlas informativas sobre la resistencia interior de los maquis o sobre los pies de barro de la dictadura, a lecturas de informes y de cartas pensadas como inyecciones de esperanza que, sin embargo, terminaban convertidas en desoladas sesiones de pesimismo. Marta no participaba activamente en la organización y al observarlos desde cierta distancia advertía el creciente cansancio de unos hombres que habían empuñado el fusil en el treinta y seis y no lo habían soltado hasta una década más tarde, cuando ya se les había pasado la juventud y se les había hecho tarde para muchas cosas. A pesar de sus declaraciones en voz alta, de sus desgastadas proclamas y de sus votos, en el fondo ya se daban por vencidos y apenas lograban ocultar la desgana y la derrota. Aunque en un principio se negó a reconocerlo, tuvo que aceptar que era un exilio deprimido que conservaba las ideas, sí, pero ni el entusiasmo ni la esperanza con que unos años antes las habían defendido en España ni el vigor con que habían intentado llevarlas a la práctica. Todo lo más eran capaces de pelear por sus ideas en terreno urbano, en manifestaciones y barricadas, pero desde la frustrada invasión del Valle de Arán estaban definitivamente inhabilitados para lanzarse a luchar como soldados en campo abierto. En las reuniones hablaban siempre en español y eran tremendamente españoles, incapaces de vislumbrar ese internacionalismo del militante revolucionario que predicaban a gritos. El odio a Franco los unía por encima de las diferencias ideológicas entre comunistas y anarquistas que a veces todavía provocaban agrias discusiones y alguna riña. Gentes que habían sido solidarias en el combate descubrían que no resultaba tan fácil ser solidarios en la derrota. Quienes habían compartido los peligros de la lucha, las carencias en las trincheras o la angustia y el terror en las cárceles, en ocasiones se volvían hostiles entre sí en la decepción, competían con ferocidad por un pequeño privilegio en la asociación o por un trabajo humillante en una fábrica y se acusaban mutuamente de no haber contribuido lo suficiente a la resistencia. Estaba presente, además, la pequeña facción de los arrepentidos, de los que sentían que habían sido engañados por las proclamas y carteles, por la fácil euforia de los mítines, y que, a pesar de su arrepentimiento, tenían en su cargo algún antecedente que les impedía regresar. Aunque a veces Marta se sentía cansada de todos ellos, de sus discusiones interminables, de su estéril nostalgia, siempre le causaban una profunda lástima y terminaba admirando su tenacidad de apátridas y su capacidad para resistir en tierra de nadie. Ellos eran todo lo que sobrevivía de aquella desventurada República con la que habían soñado. ¡Qué atrás quedaba el optimismo de los primeros años de exilio, a pesar de la amenaza alemana, qué atrás la confianza y el brío con que se afiliaron a la Resistencia y la alegría con que celebraban las victorias aliadas cuando comenzó a cambiar el rumbo de la guerra! ¡Qué lejos también los primeros meses de posguerra, cuando creían que, en cuanto se juzgara definitivamente a Alemania en Núremberg, Europa entera volvería los ojos hacia España para ajustar las cuentas pendientes! Hacia España y hacia el olvidado Portugal de Salazar que tanto había contribuido a la victoria de Franco. ¡Qué muerta la esperanza de que la Península Ibérica, ese bolsón de cuero de toro que colgaba en el costado occidental de Europa, fuera vaciada de sus sanguinarios ocupantes en cuanto se apagaran los últimos rescoldos del conflicto mundial!

Para Marta todas aquellas esperanzas habían quedado atrás y veía envejecer a los exiliados entre una excesiva palabrería, poco a poco incapaces de hablar con rigor de la guerra y con objetividad de la posguerra, mientras las fotos que llegaban de los jerarcas de Franco los mostraban cada vez más jóvenes, más satisfechos, más descansados, más sonrientes. Ella misma no había perdido la fe en las ideas socialistas, pero había deducido que ser revolucionaria ya no consistía en seguir luchando ingenuamente por las utopías, sino en aceptar que las utopías no se realizarían nunca, que el ser humano estaba genéticamente incapacitado para alcanzarlas y que, por tanto, lo verdaderamente revolucionario era conformarse con establecer la dignidad, el bienestar y la justicia en las pequeñas parcelas de la vida cotidiana y entre las personas que la rodeaban. Así que cuando se quedó embarazada de su primer hijo dejó de acudir a sus reuniones, a pesar de que Émile la animaba a no perder contacto con sus compatriotas, con su idioma, con su pasado.

Se retiró de la ventana con un movimiento brusco, como si algo la hubiera deslumbrado, y en cinco pasos llegó hasta el mueble. A sus dedos de violista les estaban prohibidas las uñas largas, así que introdujo el índice por la esquina mordida y desgarró el sobre. Como había supuesto, contenía varias cuartillas, escritas por las dos caras con una aguada tinta azul muy apropiada al lugar de donde procedía, con esa letra ancha, redonda y laboriosa de quien no tiene demasiada seguridad en su caligrafía. Algunos trazos habían sido marcados con tanta firmeza que habían estado a punto de horadar el papel. Volvió junto a la ventana, se sentó en la silla desde donde escuchaba a sus alumnos y comenzó a leer:

«Querida Marta:

»¿Cómo estás? Soy Tena, tu viejo compañero en las trincheras de Breda. Estoy seguro de que no necesito darte más datos para que me recuerdes. Hace unas semanas, un compañero que vive en tu ciudad te citó casualmente. No puedo decirte su nombre, son las consignas de arriba. Me dio tu dirección, pero creo que no me hubiera atrevido a escribirte si no se hubiera producido unos días más tarde otra extraordinaria casualidad: después de catorce años sin saber nada de él, me encontré en la calle con Mangas. No sé por qué, pero yo había llegado a creer que estaba muerto, porque no podía ser que no hubiera vuelto a oír ninguna referencia de alguien que hablaba tanto y que se hacía notar dondequiera que estuviera. Esas dos novedades han hecho que estos días me acuerde mucho de todo lo que nos ocurrió allí, en Breda, en aquel lugar que ahora, si a mí me parece muy lejano de Madrid, a ti te parecerá que está en otro planeta. Sin embargo, ¿no te gustaría volver algún día? ¿Te acuerdas del teniente Noguerol? ¿Y de Magro? ¿Y de Rubén, del mural en el que nos pintó? ¿Te acuerdas de João, el portugués, y de Gema, de lo bien que se entendían aunque él era mudo? ¿Cómo estarán el herrero y su hija, y aquel barbero cojo que tenía una mujer tan guapa..., si es que todos ellos siguen viviendo todavía? ¿Te acuerdas de Viriato y de las veces que nos hizo ganar aquella apuesta de que podría levantar por encima de su cabeza a cualquier persona, animal o cosa, viva o muerta, que se estuviera quieta unos segundos y que no pesara más del doble que él? ¿Te acuerdas de cómo nos reíamos algunas veces, a pesar de todo lo que nos rodeaba? Yo nunca he podido olvidar aquellos meses, me acuerdo de todo, de lo grande y de lo pequeño, de lo triste y de lo alegre, del pánico que nos provocaba el cañón de los fascistas y de las frases tontas con que algunos milicianos hablaban con sus fusiles para afinar su puntería. Me acuerdo de Marcelo y de quienes murieron combatiendo. Pero tú, ¿cómo estás? Me han dicho que tienes dos hijos y un marido francés, pero no sé nada más. ¿Sigues siendo tan guapa? ¿Sigues tocando la viola? Tendrás que escribirme para contarme todos esos detalles.

»Mangas también ha preguntado por ti y me pide que te mande un abrazo. Te decía antes que me encontré con él en la calle, por el mercado Maravillas, cuando yo acababa de descargar como un animal un camión de patatas. No nos veíamos desde el treinta y siete, cuando estábamos en Breda. Los dos nos quedamos sorprendidos, parados, dudando si debíamos saludarnos, porque ya tenemos miedo de todo y de todos. Después de unos segundos sin decir una sola palabra dimos un paso y nos fundimos en un abrazo en mitad de la acera, sin hacer caso de la gente que nos miraba, unos con curiosidad, otros con recelo. Había adelgazado mucho, como si pasara hambre o estuviera enfermo. Las ropas anchas y tupidas contra el frío ocultaban sus brazos escuálidos y su pecho hundido. Se había achicado y no tenía demasiadas ganas de hablar. ¡Con lo que hablaba entonces, que no había forma de callarlo! Lo único que no han podido domarle es ese espeso pelo rojo de la cabeza que le hace parecer un gallo. Parecía no catorce, sino veinte años más viejo, y yo pensé que tal vez él también me vería a mí de ese modo, un viejo prematuro por haber pasado el último tercio de su vida en la cárcel, con mala alimentación, sin tomar el sol necesario y debilitado por el insomnio y la desgana.

»Entramos en un bar y pedimos una botella de vino y dos vasos, porque a pesar de todo debíamos celebrar el reencuentro y el hecho de estar vivos. No, no hablamos de anécdotas de cuartel ni recordamos batallitas de trincheras. Yo le hablé de mi condena y de cómo la ayuda del Partido me había sostenido dentro y el buen comportamiento me había facilitado el indulto y la salida dos años antes. Le conté lo mismo que a ti te estoy contando ahora: las dificultades del día a día y el callejón sin salida a que nos llevó la derrota, somos los vencidos y nada podemos esperar de los vencedores. Incluso tenemos miedo de nosotros mismos, de que al reunirnos atraigamos nuevas represalias para las que no habría indulto posible.

»Para sobrevivir, hago un poco de todo, pequeños trabajos que van saliendo: de albañil, de barrendero, de animal de carga y de descarga. A veces, cuando no encuentro nada, me pongo mi mejor ropa y voy a los Jerónimos o a cualquier iglesia donde se celebre alguna ceremonia especial, una boda, un bautizo, una novena a alguna de sus vírgenes, cualquiera de sus ritos. Vendo claveles en la puerta y luego me las arreglo para volver a cogerlos de las peanas y revenderlos de nuevo. No creas que siento remordimientos. Al contrario, sé que estoy arrancando algo de las manos de quienes se han enriquecido acaparando y traficando con las mercancías que siempre escasean tras las guerras. En fin, Marta, que hago cosas así, a medio camino entre el trabajo y la picaresca, en ese margen que siempre se nos ha dado tan bien a los españoles.

»Y Mangas me contó cómo transcurre la suya, por suerte de un modo más estable que la mía: trabaja como croupier en una especie de casino medio ilegal. Cuando los militares entraron en Madrid desmantelaron un local de juego que había en la Gran Vía. Pero uno de sus jefecillos se las arregló para quedarse con las ruletas, las mesas, los tapetes, las cartas y fichas... Y poco después, cuando la situación se fue calmando, montó otro casino clandestino, por la carretera de La Coruña, permitido por sus autoridades, que hacen la vista gorda. Su horario es nocturno y me dijo que eso era lo mejor del trabajo, porque le permite vivir alejado de todo. De noche hay menos ruido, me dijo, no se ve a gente conocida por las calles, no suena la radio en todas partes voceando sus discursos. Aunque es cierto que en el camuflado negocio tiene que soportar con frecuencia la chulería, el alarde, las protestas y el mal perder de una gente acostumbrada a ganar, también lo es que recibe un sueldo aceptable, que luego engordan las propinas.

»No ha olvidado sus ideas anarquistas, si es eso lo que estás pensando. En voz baja susurró que aún sigue creyendo en esa ingenua utopía de la fraternidad universal, pero está convencido de que habrá que esperar todavía mucho tiempo y de que él no verá su triunfo. Al sacar ese tema volvió a ser durante unos minutos el Mangas de entonces, que no callaba, tan individualista y tan testarudo, tan charlatán, moviendo la lengua a una velocidad que apenas daba tiempo a seguir su discurso. Conserva una memoria excelente y su cabeza es un almacén de recuerdos. Habíamos terminado con la botella de vino y solo entonces nos dimos cuenta de cuánto tiempo habíamos estado hablando. Se nos había hecho tarde y tenía que irse corriendo hacia las obras de los Nuevos Ministerios, donde lo recogería el automóvil que cada tarde lleva a los empleados del casino. Aún tuvimos tiempo para darnos la dirección y para mencionar a otros compañeros de Breda. Hablamos de ti, claro está, y aunque no teníamos ninguna certeza, él temía que estuvieras muerta. Nadie te había visto en los días que pasamos hacinados en los calabozos de Breda y, por otra parte, a una muchacha como tú no le habría resultado fácil sobrevivir a aquella ofensiva final de moros y soldados, me dijo. Así que imagínate la alegría que sintió al saber que habías logrado pasar a Francia.

»Y así vivo, Marta, y así van pasando los días y se amontonan las semanas sin nada especial que hacer sino sobrevivir. Conservar la moral, nos decimos a veces, en nuestros ocasionales encuentros del Partido, es la única venganza que nos queda contra los vencedores, pero es solo una frase bonita, no resulta fácil mantener la esperanza cuando los ves cada día más firmes y asentados en sus poltronas, y a la gente cada día más conforme con algunos progresos materiales. No, no hay antídoto contra la derrota a corto plazo, como afirma Mangas con su hablar de enfermero. De momento, todo sigue en contra nuestra. Perdimos y contra la derrota no hay remedio. Ellos son los que mandan. Los sargentos que nos dispararon son ahora capitanes, y los capitanes de entonces ahora son generales y no van a retroceder ni un milímetro de las posiciones que conquistaron. Así que nos toca aguantar la situación en espera de algo que aún no vemos, al menos no desde aquí abajo, bajo una censura que impide cualquier noticia desfavorable para el régimen. No sé si desde ahí veis la situación de otra manera.

»Mientras tanto, ayudan algunas conversaciones con los viejos camaradas para recordar lo que fuimos, lo que pudimos ser y no hemos sido. Pero hablamos en pocas ocasiones. Los que no participaron en la guerra hablan demasiado de ella, y los que de verdad participamos no queremos hablar. Hace unos días yo mismo me sorprendí desviando la mirada cuando un compañero se puso a mostrarme las heridas que la metralla le había dejado en un brazo. Nadie quiere seguir viendo cicatrices. Ayudan, también, algunos libros muy baratos que encuentro ratoneando en las bibliotecas o en librerías de viejo, hundidos en cajones hasta donde no han llegado las manos de los censores por miedo al polvo acumulado y a un ataque de tos. Y ayudan mucho, ahora, estas páginas que te escribo con toda mi alegría por saber que estás viva y que estás bien. Estoy seguro de que a ti también te alegra recibir noticias de tus viejos camaradas.

»Si, como espero, te llega esta carta y quieres responderme, sigue el mismo procedimiento por el que la has recibido. Envíala a la dirección de la localidad francesa que figura en el sobre exterior. Ellos se encargarán luego de pasarla por la frontera sin que nadie curiosee lo que va escrito.

»Con un abrazo enorme, se despide de ti

»Tena.

»P.D. ¡A pesar de todas las dificultades, seguimos trabajando por la derrota del fascismo!»

Entre lágrimas, Marta inclinó hacia atrás la cabeza y le pareció que su nuca tardaba mucho tiempo en encontrar apoyo en el respaldo de la silla. La carta de Tena la había conmovido de un modo profundísimo, más de lo que creía que algo de allí abajo todavía pudiera conmoverla. Había ido abandonando el contacto con los exiliados por la gastada rutina de sus quejas, por la poca credibilidad de sus esperanzas, por el aire de derrota que aplastaba sus hombros, incluso los de invitados o compañeros de otros países y ciudades que llegaban para dar una charla sobre lo que sucedía entre los exiliados de otras tierras y exigían unión y un frente común. Pero las palabras de Tena no sonaban en el vacío, evocaban implicaciones personales y la mayor de ellas era la intencionada discreción al mencionar a Rubén. Lo imaginaba con la pluma en la mano preguntándose si al escribir su nombre no estaría renovando un dolor que tal vez ella intentaba eludir.

Porque aún dolía, aunque su intensidad hubiera remitido. Solo se habían amado durante unos meses, desde aquel primer beso en las cuevas con las pinturas del parhelio hasta la víspera de su muerte, pero tenía la sensación de haber pasado en su compañía una buena parte de su vida. En los meses que sucedieron al parto necesitaba tanto su presencia y estaba tan sola que se arriesgó hasta lograr cruzar las líneas y pasar a Madrid. Y allí, la ausencia de Rubén era una herida abierta que la llenaba de una rabia y de un odio que la empujaban hasta las primeras posiciones en las trincheras de Titulcia. Disparaba contra cualquier cosa que se moviera al otro lado hasta agotar sus municiones y se comportaba temerariamente en cualquier escaramuza, porque el dolor la volvía osada e imprudente. Sentía la necesidad de vengarlo y en una ocasión se presentó voluntaria para formar parte de un pelotón de fusilamiento, ante el asombro del oficial que lo dirigía, que no encontró suficientes argumentos para negarse a su solicitud. Tras la ejecución de los tres soldados sorprendidos cuando se disponían a desertar, Marta estuvo dos días llorando, aturdida por el remordimiento, por la conciencia de ser una asesina: aquellos tres soldados, de su misma edad o más jóvenes que ella, no habían matado a nadie, su único delito había sido el de intentar salvar su vida pasándose al bando que resultaría vencedor en pocos meses.

Pero también aquel episodio fue quedando enterrado con el paso del tiempo. Poco a poco el recuerdo de Rubén se había ido haciendo menos lacerante. Ya no se despertaba todas las noches añorando su abrazo ni siempre que miraba sus labios en un espejo pensaba en sus besos. Se fue calmando, pero no desaparecía de su alma. Sentía siempre su memoria gravitando alrededor de ella como un satélite gravita alrededor de su planeta, brillante cuando le daba de lleno la luz de un recuerdo, de una anécdota, de una frase, flotando invisible en la oscuridad en otros momentos, pero sin alejar nunca su órbita, sin hundirse en el fondo oscuro e infinito del tiempo.

Un atardecer del último otoño de la guerra, conmovida bajo un cielo silvestre lleno de nubes con ciclistas y caballos, al contemplar las vegas del Jarama desde las lomas de esparto de Titulcia, se dijo que la tierra era hermosa aunque no estuviera allí al lado Rubén para contemplar tanta belleza. Cuando una hora después regresaba a Madrid en uno de los camiones que trasladaban a los relevos del frente, coincidió con un muchacho holandés que apenas conocía cuarenta palabras de español, y de ellas, veinte eran vocabulario militar. La dificultad para comunicarse no fue obstáculo, sin embargo, para que se convirtieran en amantes esa misma noche. Durante meses mantuvieron una relación extraña e impúdica, de encuentros improvisados en los que se amaban sin apenas preámbulos ni palabras, sin aplazar nunca una cita porque no fuera adecuado el lugar o el momento, y en la que Marta hallaba una profunda satisfacción que serenaba su espíritu y su carne. Follaban con desesperación, sin apenas cautelas, sin engañarse sobre lo que ambos perseguían. Porque no era amor. El amor era un prodigio regido por leyes incomprensibles y caprichosas, refractario a las leyes y a la lógica, que solo sucedía en contadas ocasiones. Marta lo había sentido por Rubén, pero él ya se había hundido en el vacío y entre ambos soplaba el viento helado de la muerte. Era posible que nunca más gozara ese privilegio.

Y ahora, de pronto, la carta de Tena, a pesar de su recuento de dificultades y miserias, también evocaba lo mejor de los primeros tiempos pasados en Breda, cuando se creían héroes y se alistaron sin preguntarse qué podían ganar alistándose, sino cómo podrían contribuir a la ganancia de todos, cuando tenían de sí mismos la imagen de unos jóvenes que iban con sus mejores galas a una guerra en la que no tendrían que disparar o, si lo hacían, no sería apuntando sobre un semejante atado con las manos a la espalda y con una cinta tapando sus ojos, sino a las nubes o a los árboles para advertir al enemigo que no siguiera avanzando; cuando confiaban en una rápida y limpia victoria, porque era imposible que incluso los militares más cerriles no comprendieran su error al rebelarse; cuando se veían con veinte, veintiuno, veintidós años, todavía sonriendo, antes de ser obligados, unos meses más tarde, tras un doloroso bautizo de sangre, a realizar con sus manos acciones que no toleraba su conciencia. ¡Con qué rapidez había virado todo hacia la tragedia, degenerando en una masacre sucia y cruel que sacaba lo peor que todos ellos llevaban dentro! El conflicto se había convertido enseguida en una lucha fea, en una guerra sin prestigio, como había adivinado Rubén en una de las primeras caminatas de entrenamiento, cuyo pesimismo había enfadado a Marcelo. Ni siquiera fue una guerra con belleza, si es que la belleza cabía en alguna guerra, al menos tal como de pequeños se las habían narrado o habían leído en libros ilustrados: no hubo jinetes galopando en hermosos caballos en una carga a sable, ni hubo fiel y ordenada infantería avanzando con la cabeza agachada y sin mirar atrás entre los estallidos de los obuses, ni hubo aviadores subiendo hacia las nubes aun sabiendo que uno de cada cuatro no regresaría de su vuelo. Se habían alistado para contribuir a un país más limpio y en cambio el país los había ensuciado con manchas indelebles. Al margen de las primeras semanas en Breda, las imágenes de lucha que Marta conservaba ofrecían siempre algo sórdido y obsceno, un exceso de cadáveres, un sudor campesino y una escasez de ropa raída en las trincheras, una estética dura de milicianos sin afeitar, de manos negras y uñas atizonadas curvadas sobre los gatillos, un malhumor permanente en las noticias de generales malencarados, un tufo rancio de sotanas y de uniformes militares en la clínica donde curaban a los heridos y donde dio a luz. Por eso valoraba tanto la pintura con que Rubén había llenado las paredes del Mausoleo, porque no estaba contaminada de todo lo que vino después. En aquel enorme mural todo era luminoso. Sí, ya aparecía el conflicto y asomaba el terror en algunos detalles, en las bocas abiertas y llenas de dientes de los caballos montados por los militares, en los artilleros que servían el cañón, en la turbia amenaza de los regulares, en el herido que se desangraba en una camilla, transportado por sus compañeros... Pero incluso esas escenas estaban llenas de la briosa luz de los dos soles del parhelio, no se rendían al tenebrismo por el que siempre había sentido querencia una parte sustancial de los mejores pintores españoles.

Sonó el timbre de la puerta y Marta miró el reloj de pared. ¡Qué rápido se le había pasado el tiempo recordando! Antes de abrir ya los oyó hablando en el rellano, las voces infantiles tan francesas, en las que no había rastro de acento español, aunque desde pequeños les había enseñado también su idioma. Jean-Luc, el menor, se precipitó a contarle un conflicto que había tenido en el colegio y que había terminado en pelea, esperando su aprobación. Los dos se parecían mucho a Émile, de quien habían heredado la piel clara y los mansos ojos azules, y Marta solía bromear sobre la escasa fortaleza y contundencia de su herencia genética, invisible en sus hijos al menos en el aspecto físico, aplastada bajo las apariencias paternas. Pero ellos dos justificaban su vida y la sostenían en pie en los momentos difíciles.

—¿Qué vamos a cenar? —preguntó Marc, que, con nueve años, comenzaba a tener un apetito insaciable que le hacía clavar el tenedor con fuerza en la comida cuando estaba hambriento y que luego se transformaba de repente en el centímetro que crecía de la noche a la mañana.

—No lo sé, todavía es temprano. ¿Tenéis deberes?

—Sí.

—Os ponéis a hacerlos y yo preparo algo rico.

Con la carta se le había olvidado todo lo demás. Se dio cuenta de que la había escondido instintivamente al sonar el timbre, para mantenerlos al margen de aquel pasado de guerra y de penuria del que ella había escapado al llegar a Francia y que no sabría cómo explicar sin provocarles inquietud y pesadillas. Por fortuna, sus hijos vivían en el centro de un país que hacía del orden y de la lógica virtudes a las que aspirar, en una amplia vivienda con ventanas a un río que nunca se secaba y con las necesidades básicas cubiertas. No podía introducir en sus vidas los episodios más trágicos de la biografía de su madre.

Se sentó con ellos a la mesa, revisó sus tareas escolares y le pidió a Marc que ayudara a su hermano si le surgían dudas. En la cocina guardó la carta entre las páginas de un libro de recetas y comenzó a limpiar los champiñones.

En eso estaba cuando oyó que Émile abría la puerta y la encajaba con su habitual delicadeza. Siempre había un intervalo de silencio entre una y otra acción suya, siempre se tomaba un segundo antes de responder a una pregunta o de replicar a un argumento con el que no estaba de acuerdo. Todo en él era apacible, y si en ocasiones podía encresparla su lentitud, su costumbre de mirar varias veces las cosas antes de decidirse por una u otra, a cambio le aportaba serenidad al afrontar cualquier contratiempo y sus comentarios tendían a reducir la gravedad de cualquier percance. Era un buen hombre, en el que había encontrado un remanso de paz donde sosegar las turbulencias de sus últimos años en España.

—¡Qué bien huele! —dijo besándola, acercándole aquel peculiar olor a trenes que tanto le recordaba el oficio de su padre.

Fue a lavarse y al volver abrió una botella de vino y sirvió dos copas. Alzó una de ellas, observó su color y se la pasó a Marta mientras la sustituía junto al fogón.

—Ya sigo yo.

Siempre agradecía aquellos detalles suyos, su laboriosidad tranquila y eficiente, la diligencia con que se lavaba las manos y se ponía a preparar una ensalada, aunque acabara de llegar de un viaje en tren desde Marsella, el cuidado con que los fines de semana arreglaba el trozo de jardín que les correspondía en el patio interior del edificio, la puntualidad con que cambiaba una bombilla fundida, porque sabía que ella no soportaba la escasez de luz. Con su generosidad, Émile le estaba diciendo que se consideraba afortunado por estar con ella y que nunca le exigiría ninguna deuda por ser él el anfitrión y ella una exiliada, como había ocurrido con algunas parejas formadas por nativos y españoles. En una ocasión había asistido abochornada a una de esas escenas, a una discusión que había estallado en una fiesta al aire libre a la que habían sido invitados. La mujer, francesa, que había bebido en exceso, se encrespó con su marido español por alguna razón. Su furia y su rencor chisporroteaban con el mismo ardor con que en la barbacoa se quemaban las costillas y las salchichas que la mujer atendía y a quien, mientras gritaba, nadie se atrevía a pedirle las pinzas. «¿Dónde estarías tú ahora si no me hubieras encontrado? Te abro mi casa, te entrego mi vida, ¿y así es como me lo pagas? Nunca pensé que pudiera existir alguien tan desagradecido. ¡Vuélvete a tu país de mierda y olvídame!», vociferó antes de alejarse hacia la casa, entre la incomodidad y el bochorno de los invitados. Nadie se atrevió a romper el silencio hasta que Émile, que nunca era el primero ni el último en hablar, por una vez tomó la iniciativa, no para eludir el desagradable episodio, sino para pedir perdón a todos los que hubieran podido sentirse ofendidos.

No era un hombre personalmente brillante ni atractivo —uno de esos franceses larguiruchos sin ser altos, de pelo escaso sin ser calvos, con el maxilar inferior un poco más corto y la nariz un poco más larga de lo habitual— ni tampoco tenía ninguna relevancia intelectual o social: le importaba más el bienestar hogareño de los suyos que el bienestar colectivo de su comunidad. A pesar de haber coincidido muchas tardes en el tren, posiblemente nunca se habría fijado en él si no hubiera ocurrido el robo.

Sentada ante la mesa de la cocina, bebiendo la copa de vino que Émile le había servido, mientras veía su espalda al remover los champiñones y aspiraba el aroma de la salsa volcánica del tomate que empezaba a burbujear en una cazuela, recordó las circunstancias en que se habían conocido.

Al poco tiempo de llegar a Toulouse, a Marta le habían ofrecido impartir unas clases de viola y de solfeo a dos hermanos que vivían en un pueblo cercano. Todos los sábados, al mediodía, al salir del trabajo en la fábrica textil, subía al tren y recorría los diez kilómetros hasta Labège. Allí estaba tres horas, una para la clase individual de cada hermano y la tercera para la clase común de solfeo. Al terminar, volvía a subir al tren y regresaba a Toulouse, satisfecha porque después de tanto tiempo alguien le hubiera vuelto a pedir que tocara la viola. Aunque las clases suponían un esfuerzo extra, resultaban una tarea mucho más gratificante que estar sentada ante la máquina de coser. Además, le pagaban muy bien.

Ya llevaba algunos meses yendo y viniendo los sábados y, aunque en ocasiones le había entregado el ticket para su control, aún no había reparado en aquel revisor educado y de aspecto anodino, a quien no habría reconocido luego en la calle, vestido de civil. Y tampoco aquella tarde lo habría mirado a los ojos, y solo habría atendido a su figura avanzando por el pasillo, para olvidarla inmediatamente, si no fuera porque al hundir la mano en el bolsillo del abrigo no encontró el monedero donde guardaba el ticket y el dinero de las clases. Asustada, buscó por toda la ropa y en la funda de la viola hasta comprobar que no lo tenía. Con la esperanza de que se le hubiera caído, se inclinó a mirar bajo el asiento, pero tampoco estaba allí debajo. El revisor terminó con otro viajero y se acercó a ella mientras la angustia le lanzaba al rostro una oleada de sangre. La sensación de ruborizarse la aturdió aún más y comprendió que le resultaría muy difícil encontrar las palabras adecuadas para explicar que había comprado su billete de ida y vuelta, como todos los sábados, pero que había perdido el billete y el monedero, de modo que ni siquiera podría pagarlo de nuevo, con el recargo correspondiente, para que no la bajaran del tren en la próxima estación: una extranjera tramposa que se colaba sin pagar en los trenes franceses. El temor al bochorno ante el revisor y los demás pasajeros agudizaría sus dificultades con el idioma en aquellos primeros meses en los que hablar francés le resultaba agotador. Aunque tenía oído para discriminar sonidos que no existían en castellano, las peculiaridades de la sintaxis, el orden de las palabras y las concordancias no le eran fáciles.

Votre billet, s’il vous plaît, mademoiselle.

Je ne le trouve pas —murmuró, consciente de que el nerviosismo endurecía su acento y lo volvía incomprensible.

Y como para apoyar su afirmación, se puso en pie y repitió la búsqueda hundiendo las manos en los bolsillos del abrigo y en el compartimento lateral de la funda de la viola, cerrado con cremallera, donde guardaba las partituras y en algunas ocasiones también el dinero.

J’ai perdu le... le... —balbuceó sin encontrar la palabra francesa—. J’ai perdu l’argent, les billets —añadió cada vez más turbada, incapaz de sospechar un robo, consciente de las miradas de recelo de los pasajeros más cercanos a ella, alguno de los cuales ya farfullaba algo mientras removía la cabeza con desaprobación hacia una excusa que tenía apariencia de mentira: los profundos bolsillos del abrigo, de los que era difícil que algo se saliera, sus espasmódicos movimientos de búsqueda, la casualidad de perder al mismo tiempo el billete y el dinero, la justificación demasiado manida. Y entonces, al mirar a los limpios ojos azules del revisor, se dio cuenta de que la estaba creyendo. Su impresión se vio ratificada cuando le preguntó en español, hablando muy despacio y separando exageradamente los labios, como si se dirigiera a un sordomudo:

—¿Usted es española?

—Sí —respondió aliviada porque al menos no tenía el obstáculo del idioma para explicar lo ocurrido.

—¿Usted ha perdido su billete?

—Sí. Este mediodía compré uno de ida y vuelta hasta Labège. Lo guardé bien y lo tenía al llegar a la estación, en el monedero, junto al dinero del trabajo. No sé si usted estaba hoy en el tren —añadió esperanzada, porque su rostro le resultaba vagamente familiar.

—No, trabajaba otro compañero. En cambio... —dudó.

Marta esperó su decisión, creyendo que su silencio se debía a que él no encontraba las palabras españolas para explicarse. Hasta unas semanas más tarde no descubrió que en realidad se debía a su pudor, a su timidez para contar delante de los demás pasajeros que la recordaba de otras tardes de sábado como aquella, de regreso a Toulouse: una mujer joven que le entregaba el ticket sin hablar para no revelar que era extranjera, con los ojos bajos como si también en ellos pudiera leerse su condición, y que siempre buscaba dos asientos vacíos para colocar en uno de ellos el violín, sobre cuya funda apoyaba protectoramente una mano. A pesar de sus prevenciones, había descubierto que era española por el acento con que respondió en alguna ocasión a un saludo de otro viajero o a una disculpa al sentarse. Pero en ese momento, ante su silencio, Marta solo acertó a ofrecer:

—Puedo pagar el billete en Toulouse. Puedo ir corriendo a casa y volver antes de que...

—No, no se preocupe. Usted lo paga el próximo día. Por esta vez no será necesario —respondió continuando con su trabajo para no obligarla a insistir en el agradecimiento.

Así había sido su primer encuentro con Émile, que se había alejado por el pasillo dándole la espalda como se la daba ahora mientras preparaba la cena, siempre confiado. Esperó impaciente durante toda la semana y al subir al tren el sábado siguiente llevaba en las manos el billete de ida y vuelta y el dinero del viaje de la semana anterior. Sin embargo, el revisor no era el mismo que le había perdonado la multa. Impartió en Labège las clases y al regreso lo vio entrar en el vagón. Advirtió cómo también él la descubría al fondo, ocupando dos asientos, uno para ella y otro para la viola. Comprobó los billetes de los demás pasajeros y al llegar junto a ella, Marta le entregó su ticket y el dinero correspondiente a la semana anterior.

—No, por favor, usted no puede pagar dos veces —se negó a aceptarlo, hablando muy despacio, como si contara la sílabas—. Sé que era cierto todo lo que dijo.

A partir de entonces sí se fijó en él, en el modo meticuloso con que taladraba los billetes y controlaba en la planilla la ocupación de los asientos según el trayecto, en su amabilidad cuando alguien le pedía cambiar de sitio para ir junto a un familiar o por simple comodidad cuando los huecos lo permitían, en su forma de caminar sin chocar contra los respaldos, en su habilidad para mantener el equilibrio en las curvas o en los frenazos, abriendo las piernas, de modo que no necesitaba sujetarse a nada. Comenzó a esperar su aparición en los viajes de regreso. Al entrar en el vagón, Émile la localizaba enseguida con una mirada fugaz y sus pequeños gestos —las cejas que se alzaban, el atisbo de sonrisa— servían al mismo tiempo para saludarla y para revelar su satisfacción al verla. Era un hombre tímido, discreto, puntual, ordenado y con un rudimentario sentido del humor: en otra ocasión en que ella no encontraba su billete, le preguntó sonriendo:

—¿No habrá perdido otra vez su monedero?

Sábado a sábado Marta se fue acostumbrando a esa aptitud suya para el sosiego y el orden —incluso en un lugar tan proclive a la agitación y a las incidencias como un tren— que en otras circunstancias no la habría atraído. Sus últimos cinco años habían sido una intensísima aventura de la que se sentía, al mismo tiempo, satisfecha, fatigada y arrepentida cuando pensaba en su primer hijo, al que nunca vio el rostro. Había luchado en una guerra y la había perdido, había escapado al terror escondida tras las tablas de un gallinero, se había quedado embarazada y había entregado a su hijo, había salido de su país y vivía en un país extranjero donde debía trabajar duro y aprender un nuevo idioma. El revisor, Émile, de algún modo le ofrecía una posibilidad de descanso. Su trayecto de los sábados también terminaba en Toulouse y una tarde aceptó esperarlo cinco minutos para entregar los partes y volver juntos caminando desde la estación. Émile la invitó a un café y ella le dio su dirección. Acordaron verse al día siguiente por la mañana, domingo.

Émile era todo lo contrario a Rubén, y también era muy distinto a Marcelo, quien ya le parecía a Marta doblemente lejano en su vida. Sentía mucha afición por el deporte y aunque recorría largos trayectos en bicicleta y ocasionalmente formaba parte del equipo de fútbol de su barrio, su verdadera pasión era el remo. Salir a palear en piragua o en canoa por los remansos del Garona y dejarse mecer con suavidad y en silencio por la corriente siempre fresca y renovada le transmitían una paz inefable frente a las prisas, la agitación, la dureza y el ruido de los trenes, frente a la sequedad del hierro y del balasto, frente a la rancia tapicería de los asientos. Incluso remar a contracorriente, con movimientos firmes, sudando, le producía un agradable desahogo de la fuerza física que no podía canalizar en el ir y venir entre vagones.

Se besaron por primera vez en una orilla del Garona, después de un paseo fluvial y una merienda muy francesa bajo los anchos árboles de la orilla. Sentados en la hierba, escuchó sus comentarios sobre los tipos de canoas, sobre el adecuado manejo de los remos, que obligaba a coordinar movimientos diferentes en una especie de baile, sobre cómo medir con la propia pala la profundidad de las aguas y la fuerza de las corrientes. Una hora antes, haciendo caso omiso de sus protestas, le había entregado un remo al subir a la estrecha canoa. Émile se había colocado detrás y le fue corrigiendo algunos detalles mientras se acompasaba a su ritmo. Y luego se habían sentado a merendar mientras él le hablaba de los ríos en Francia y de que cualquiera, con un pequeño bote, podría salir de Toulouse y recorrer todo el país a través de la tupida red francesa de ríos y canales hasta aparecer a los pies de los Alpes, o bajo un puente del Sena, o en una lejana ciudad de Normandía.

—Francia es un país de ríos caudalosos y de arroyos que atraviesan las ciudades y los pueblos y que, por fortuna, nunca se secan —le dijo—. Y yo creo que esa riqueza, el disponer siempre en abundancia de algo tan imprescindible como el agua, al alcance de la mano, sin necesidad de ir a buscarla cada día a sitios alejados, temiendo que se acabe, ha influido en nuestro carácter y en ese chauvinismo que nos reprochan.

—¿Y no es cierto?

—Bueno, no tenemos la culpa de estar en el centro de Europa —respondió con su peculiar sentido del humor.

—¿Y cuando hay inundaciones?

—Casi siempre es menos dañina una inundación que una sequía —replicó sonriendo después de pensar unos segundos.

Émile no tenía secretos y, por lo mismo, no ofrecía sorpresas. Era un hombre sencillo, transparente, sin demasiada imaginación y con una manifiesta incapacidad para cualquier tarea creativa que superara las destrezas del bricolaje. No mostraba un interés especial por las actividades artísticas, cuyas manifestaciones más audaces contemplaba con cierta desconfianza. No tenía pudor en admitir su dificultad para conmoverse ante un cuadro abstracto o ante un poema sin claridad expositiva y sin la regularidad del verso alejandrino que había aprendido en el instituto. Pero le ofrecía a Marta todo aquello de lo que disponía, sin guardarse nada en exclusiva. Marta sabía que no podía esperar de él en cada conversación un comentario chispeante o ingenioso que le hiciera reír, ni una iniciativa sorprendente cada día, pero al menos organizaba con precisión todos los detalles y procuraba todos los recursos necesarios para llevar a buen puerto los proyectos ajenos. Además, había algo fresco y encantador en su sencillez: hacía mucho tiempo que no había encontrado a alguien que no le hablara, con o sin excusa, de Hitler y de Stalin, del fascismo y del marxismo, de Pétain y de Franco, de la Resistencia y de la Guerra Civil. Émile, en cambio, le hablaba de las ciudades que conocía por su trabajo en el ferrocarril, de los vinos o de lo pesada que se hacía la digestión del cassoulet, de los ciclistas que corrían el Tour y de los puertos que ascendían, de la habilidad y fortaleza de los remeros del Garona, de alguna película que habían visto, de las diferencias entre el sonido de la guitarra española y el del acordeón a cuyos sones la había invitado a bailar en las verbenas del 14 de julio. Sus amistades —compañeros de trabajo en el ferrocarril o de los equipos deportivos— tampoco eran excesivamente brillantes ni originales, pero esa normalidad ahuyentaba las tensiones, rivalidades y discusiones interminables en las que nadie daba su brazo a torcer de los ambientes que ella había frecuentado en sus años de Madrid.

Sí, era cartesiano y profundamente francés, y tal vez por eso también compartía la tendencia nacional a acoger a huidos de otros países por razones políticas o humanitarias. Su primer impulso de protección hacia Marta se convirtió en un amor incondicional desde que comenzó a hablar con ella. Su horario de trabajo variaba según los turnos y el trayecto, pero generalmente recorría la línea Burdeos-Marsella, lo que a veces lo obligaba a pernoctar fuera. En esas ocasiones solía regresar con alguna menudencia para ella: unos dulces autóctonos, o una botella de Saint Emilion que bebían juntos, o uno de los innumerables quesos del país, o un bibelot ingenuo y no siempre artístico, o un complemento para la ropa, como la boina que le regaló por su cumpleaños, porque, según fotos que había visto en revistas, dedujo que una muchacha artista no estaba completa sin ese toque bohemio.

Una tarde, y a pesar de sus protestas, Émile la eximió de pagar el ticket.

—No, no voy a pedirte el ticket si yo estoy de turno. Tú necesitas el dinero para cosas más urgentes. Francia no se va a arruinar porque tu viajes en un trayecto tan breve sin pagar.

—No quiero que te metas en un lío por mí —insistió.

—Si tú no se lo dices a nadie, nadie tiene por qué enterarse.

Disimulaba cuando lo veía llegar por el pasillo revisando la planilla, guardando sin aparente dificultad el equilibrio a pesar de los vaivenes y pasando por delante de ella sin pedirle el billete, como si fuera un viajero que venía de más lejos, de Marsella o de Nîmes o de Carcasona. En la media hora que duraba el trayecto encontraban algunos minutos para charlar en un pasillo, o entre dos vagones, o, si estaba solo, la invitaba a entrar en el pequeño habitáculo de los revisores, donde hablaban de cualquier cosa, saltando de uno a otro idioma, cada vez más relajados y ágiles en su comunicación. Al terminar el viaje, a veces la acompañaba hasta su casa, o tomaban un café en un bar. Marta comentaba alguna anécdota que le hubiera llamado la atención, o le preguntaba por alguna costumbre francesa que la sorprendía o por la identidad de un personaje que había oído mencionar en la radio. También se interesaba por la evolución de la guerra con Alemania, aunque no afectaba mucho a la vida en Toulouse, pues hasta allí apenas llegaban los tentáculos nazis ni las acciones de la Resistencia, los sabotajes ni las represalias. Como ferroviario, Émile estaba exento de ser llamado a la primera fila de combate, pero temía que un agravamiento de la situación cambiara aquella tensa tregua. En cambio, no le gustaba hablar de sí misma, de su pasado en España, que poco a poco iba quedando atrás. Al transcurrir del tiempo se añadía la carencia de noticias.

Una de las tardes en que el tren venía inusualmente vacío, Marta le preguntó:

—¿También lleváis el correo en este tren?

—Sí.

—¿Dónde?

—Ahí atrás. ¿Por qué te interesa?

—Cuando era niña viajaba a veces en ese vagón.

Aunque ya siempre conversaba con él en francés, necesitó volver a su idioma para contarle aquellos recuerdos. Habló tanto para Émile como para sí misma al evocar el trabajo de su padre en los trenes y su casa en la estación de Alcalá de Henares donde vivían y desde donde se desplazaba dos veces por semana para estudiar en el Conservatorio de Madrid.

—Mi padre me subía en el vagón correo, con la complicidad de sus compañeros, entre cientos de sacas ásperas y verdosas, de lona encerada, que tenían un olor peculiar a sudor y a papel viejo. El tren las había ido recogiendo en todo el trayecto desde Barcelona. Algunas mañanas yo me moría de sueño y a veces me recostaba en ellas y me quedaba dormida a pesar de la aspereza de la lona, pero, eso sí, siempre abrazada a la funda de la viola que no soltaba ni en sueños, tan concienciada estaba de su valor. En algunas ocasiones, cuando no había podido ensayar todo lo necesario, sacaba la viola y estudiaba adaptando el ritmo de la pieza al ritmo de las ruedas del tren sobre las vías, que me servían como una especie de metrónomo. Otras veces miraba las sacas llenas de cartas y siempre me extrañaba que hubiera tanta gente separada de los suyos y que tuvieran tantas cosas que contarse como para llenar cada día un vagón entero con noticias de muertes o de nacimientos, de promesas o de rechazos, de deudores que solicitaban una prórroga en sus pagos o de acreedores que amenazaban con un desahucio. Si curioseaba en alguna saca abierta, veía sobres dirigidos a personas a quienes yo nunca conocería, miles y miles de personas desconocidas que esperaban o temían una carta como la que en ese momento yo tenía en las manos, leyendo la dirección bajo el sello con el rostro del rey español Alfonso XIII, o con el dibujo del Palacio de Comunicaciones, o con el símbolo de la Cruz Roja. Todavía recuerdo aquellos sobres, la mayoría de tamaño corriente, unos blancos y otros de color marfil, cada uno de ellos con una caligrafía diferente, tantas como rostros, me parecía increíble que, siendo tan pocas las letras y obligatoriamente tan similares, pudieran existir tantas formas diferentes de escritura.

—¿Tú echas mucho de menos esos años? —le preguntó en voz baja, iniciando la frase con el pronombre que nunca elidía.

—Sí, mucho —dijo, y añadió—: En la infancia siempre hay alguien que te quiere incondicionalmente.

—Bueno, también hay terrores infantiles —discrepó Émile.

—Aunque haya terrores infantiles.

Émile se quedó callado unos segundos antes de ofrecerle:

—¿Tú quieres verlo ahora?

—¿El vagón correo?

—Sí.

—Me gustaría mucho.

—Ven.

Cogió la viola y lo siguió hasta el último vagón. Era muy parecido al que recordaba de su infancia: los mismos montones de sacas en el suelo y en las anchas estanterías fijas, si bien estas eran de color azulado. Y el franqueo de las cartas llevaba, en lugar del rostro de Alfonso XIII, escenas deportivas, o un gallo, o la mujer tocada con el gorro frigio a quien llamaban Marianne.

Pero el olor era el mismo, un intenso olor a papel y a lona encerada. Solo habían pasado doce años, pero le pareció que habían pasado siglos desde que era una niña encaramada sobre las sacas que arrancaba de la viola las melodías que consideraba apropiadas para los diferentes destinatarios. El tiempo no había logrado borrar aquellos recuerdos, que volvían puros, convocados por un escenario similar, sin que las tragedias ocurridas desde entonces los hubieran desfigurado. Se volvió hacia Émile para agradecerle aquel nuevo gesto de generosidad con que se hacía cómplice de su nostalgia, pero él se había ido hacia la puerta entreabierta para ver si venía alguien. Marta comprendió su impaciencia y se precipitó a salir de aquel espacio prohibido a los pasajeros. Sin embargo, aquella tarde, al regresar caminando desde la estación, terminaron en su habitación hablando de su vida en España, sobre la que siempre había sido tan hermética.

Desde su salida de España Marta había vivido en un estado de letargo sentimental. No salía con ningún hombre, pero tampoco lo echaba especialmente de menos. Había cortado de raíz los acercamientos de algunos compatriotas y, por lo demás, los hombres no detectaban en ella ninguna predisposición al idilio. Algunos fines de semana, harta de estar encerrada, salía a pasear sola por Toulouse y se daba cuenta de que, de pronto, todas las chicas eran más jóvenes que ella. Solo tenía veinticinco años, pero sentía su juventud enterrada en España.

Sus relaciones con Émile comenzaron de un modo natural, sin resistencia, pero sin ninguna precipitación. Desde sus primeros encuentros Émile se comportaba de un modo delicado y lento, sin excesivos ardores ni efusiones, como si el amor fuera uno más de los placeres de la vida, como una comida o un vino exquisitos o un paseo en canoa quand la Garonne était douce. A Marta, acostumbrada a un sexo más intenso y apasionado, en ocasiones espasmódico, la sorprendía y le resultaba agradable su serena templanza. Al terminar, Émile ni se levantaba precipitadamente a limpiarse ni saltaba a trabajar en el mural, como solía hacer Rubén, siempre excitado por el acelerado discurrir del presente, temeroso de que se le acabara el tiempo. Al contrario, le gustaba quedarse en la cama y hablar. Le preguntaba por sus recuerdos de infancia, que escuchaba con interés y asombro. Sentía por su cuerpo una curiosidad inagotable, antes y después de hacer el amor. Observaba con lentitud y complacencia sus axilas depiladas, acariciaba las pequeñas estrías de su vientre sin sospechar la dilatación que las había causado, admiraba el fuste de sus muslos cuando en la cama sus rodillas se elevaban más que sus caderas. Si Marta se tumbaba de bruces, se sentaba a horcajadas sobre sus muslos para masajear sus hombros, tensos de tantas horas manejando en la fábrica textil la máquina de coser, o estudiaba su espalda o sus nalgas, acariciándolas sin decir nada, del mismo modo que un viajero al caminar a solas por una ciudad adquiere un conocimiento más íntimo y personal del espacio que cuando un guía lo dirige y señala monumentos consabidos y rutas repetidas. Y todo le parecía bien, y la amaba. Émile era cinco años mayor que ella, y ella cuatro años mayor que cuando estaba en Breda, y por primera vez Marta se preguntaba si, a la larga, tomar decisiones teniendo en cuenta el mundo exterior en lugar de los propios sentimientos no sería un buen modo de afrontar la madurez. En contra de todo lo que se afirmaba sobre ese tema, de toda la literatura leída y todas las óperas que había escuchado, comenzaba a sospechar que la pasión no es un ingrediente indispensable para la felicidad. A fin de cuentas, la pasión propia y la de quienes la habían rodeado le habían procurado más momentos de dolor que de dicha. La pasión había matado a Marcelo, la pasión la había dejado embarazada, los frutos de la pasión de Rubén habían acarreado su propia destrucción.

Émile la escuchaba hablar, esperaba sin prisas y sin interrumpirla a que encontrara la palabra francesa que se le resistía cuando le contaba una anécdota de sus padres o un recuerdo de la guerra, compartía su angustia cuando evocaba sus días en Breda oculta en el gallinero y admiraba su valor para emprender la huida con la identidad de Luz, la hija del mecánico. Se interesaba por los pormenores de sus clases de música. Y con la misma serenidad con que la escuchaba resolvía asuntos administrativos o domésticos que la afectaban y contribuía a que Marta se fuera asentando en la ciudad extranjera de un modo estable. ¿Cómo, pues, no iba a estarle agradecida y a aceptar sus invitaciones al cine o a un paseo por los alrededores de Toulouse donde todo era verde? ¿Cómo no iba a aceptar su propuesta de matrimonio, seis meses después de estar saliendo juntos? Estaba segura de que sería un marido mejor de lo que lo hubiera sido Rubén, aunque no lo amara del mismo modo. Por eso aún demoró su respuesta durante una semana, por eso y porque, aunque habían pasado cuatro años desde su muerte, temía ser una de esas mujeres casadas en segundas nupcias que, sin embargo, no logran olvidar a su primer marido. Pero más tarde, tomada la decisión, ¿cómo iba a negarse a tener con él un hijo, a pesar de haber jurado que nunca más volvería a concebir?

Cada cierto tiempo Marta volvía a sufrir la misma pesadilla, aunque a veces se actualizaba en sus sueños con los ingredientes de sus últimas preocupaciones. Heredada de un juego infantil, sin embargo le provocaba una intensa angustia. Siempre se soñaba formando parte de un corro de niñas que giraban alrededor de sillas colocadas en círculo. A una señal —una palmada, un silbido, pero a veces un disparo—, cada una corría a sentarse y, como siempre había una niña más que sillas, la última en hacerlo quedaba eliminada. En la crueldad de la pesadilla, Marta siempre perdía. Siempre se quedaba de pie, desconcertada y girando alrededor del círculo, sin hallar un asiento mientras todas sus compañeras o todos los adultos que la rodeaban encontraban un lugar seguro y confortable donde instalarse.

En las variaciones más terroríficas del sueño Marta llevaba en brazos un bebé de pocas horas. Por una parte, el bebé entorpecía sus movimientos y le restaba libertad, pero, por otra, la obligaba a conseguir un asiento para que no se lo arrebataran, pues por alguna regla de juego que ella misma aceptaba no podría amamantarlo hasta haber encontrado un refugio.

Cuando, al huir de Breda, llegó a la casa de su tío en Ciempozuelos, estaba embarazada de Rubén, pero aún no lo sabía. La tensión de las semanas previas a la derrota y los angustiosos días aclocada en el escondite del gallinero, sucia, asustada como un conejo que oye los disparos de los cazadores y los ladridos de los perros en la puerta de su madriguera, habían mantenido alejada de su cabeza cualquier idea ajena a la guerra o a su supervivencia. Enseguida su tío y sus primos la trataron con delicadeza y montaron coartadas verosímiles para justificar su estancia entre ellos ante cualquiera que preguntara, puesto que no podía estar siempre encerrada.

A los pocos días de llegar se desperezaba una mañana en la cama cuando la despertó el estruendo de una bomba que un avión republicano había arrojado sobre el pueblo. Había caído tan cerca que notó cómo la casa entera se tambaleaba. Saltó de la cama y otra explosión, aún más cercana, rompió los cristales y le hizo acurrucarse en un rincón con los brazos protegiéndose el vientre. Así esperó unos minutos, y cuando volvió el silencio ella siguió en la misma posición, con la repentina certeza de estar embarazada. Se protegía el vientre con los brazos y se palpaba como un ciego que intentara reconocer un rostro, más aterrorizada por el miedo al embarazo que por el miedo a las bombas. Así la encontró su tío, que entró para ver cómo estaba y comprobar si había daños.

De nuevo sola en su habitación buscó un calendario y comenzó a recordar fechas, a hacer recuento de momentos de placer y de dolor que le parecían enormemente lejanos, mientras en la calle el silencio que había seguido a las bombas era poco a poco sustituido por los ladridos de los perros, que tardaban en reaccionar ante un peligro que llegaba desde el cielo, por voces excitadas y gritos de dolor, por el motor de un coche que aceleraba. No pudo determinar un cálculo exacto, pero llegó a la conclusión de que llevaba un mes de retraso con la regla, demasiado tiempo para tratarse de una alteración provocada por la tensión y el miedo.

Volvió a tocarse el vientre con un renovado sentimiento de pánico. Recordó las últimas veces que había hecho el amor con Rubén, intentando descubrir qué error habían cometido, en qué precaución se habían relajado para que ahora, en el peor momento, pudiera ocurrir aquello, pero los recuerdos se le escurrían entre los dedos y huían antes de concretarse. Camuflada en la zona tomada por los militares, sin sus padres, muertos en el bombardeo de la estación de Alcalá de Henares, sin Rubén a su lado, sin una mujer a quien consultar sus temores y sus dudas, ¿cómo iba a tener un hijo?

—Marta, ¿estás bien?

Su tío llamó de nuevo a la puerta, todavía preocupado por lo cerca que habían caído las bombas, confirmando la peligrosa situación de la casa en la parte alta del pueblo, cerca del ayuntamiento.

—Sí, sí —ocultó el calendario bajo las sábanas de la cama aún deshecha, porque le parecía que con cualquier indicio todos se darían cuenta de lo que ella había tardado tanto tiempo en advertir.

No pudo comer nada ese día y su tío lo achacó al miedo provocado por las explosiones, al desconcierto de sentirse atacados indiscriminadamente por los suyos, al asombro de comprobar hasta qué punto la violencia y la crueldad son eficaces en la guerra.

Preocupados por su tristeza, sus primos comenzaron a salir a la calle con ella, a pasear hasta las orillas del Jarama para quemar energías, siempre dirigiéndose hacia el sur del pueblo, alejados de las líneas del frente. Pero nada la animaba ni calmaba sus insomnios ni su ansiedad. Un peso enorme, situado en la base del esternón, no por invisible menos opresivo, le impedía respirar a fondo. Algunas noches la oían caminar encerrada en la habitación y distinguían palabras sueltas e incomprensibles, la veían salir a la oscuridad lechosa del jardín y pasear de muro a muro hasta el amanecer. O la descubrían al alba en la pequeña terraza de la casa, con la mirada puesta en las colinas de Titulcia, por encima de los farallones del río, en las lomas secas y ásperas donde solo crecía el esparto, en la tierra caliza donde los republicanos habían cavado las trincheras desde las que soportaban con tenacidad las embestidas de los militares rebeldes, quienes, tras su paseo triunfal por Extremadura, habían sido parados en seco en aquellos cerros cercanos a Madrid.

En otros momentos, en cambio, Marta apelaba a la esperanza y quería creer que solo se trataba de un desarreglo pasajero, fruto de tanto miedo y tanta angustia, y que cualquier día, al despertarse, vería manchadas sus bragas y todo volvería a la normalidad. Repasaba lo poco que sabía del embarazo buscando detalles que justificaran su optimismo.

—No tengo náuseas por las mañanas —se decía—. Al contrario, me despierto siempre con hambre, con el estómago vacío.

Pero los días transcurrían sin novedades y entonces pensaba que su apetito era provocado por el futuro bebé, que consumía en su crecimiento las siempre escasas raciones de la cena. Su vientre no se movía, paralizado como las cercanas líneas de combate, que parecían haber entrado en una tregua tácita, con ausencia de sangre, solo de vez en cuando estremecidas por amagos de ataque. Habría dado cualquier cosa por consultar a un médico cómplice, y se acordaba del médico de Breda que le curó la mastoiditis, pero en Ciempozuelos no tenía a nadie de confianza a quien acudir. Si un doctor local confirmaba el embarazo y se hacía público, todo sería ya definitivo, irreversible.

Para no hablar con nadie, en los atardeceres, la peor hora, cuando la añoranza de Rubén y de sus padres se le hacía insoportable, subía a la terraza y miraba a lo lejos, hacia el norte, desde donde llegaban a veces los ecos de los cañonazos. Si estuviera al otro lado no sería difícil encontrar el modo de abortar, pero no veía el modo de atravesar unas líneas tan vigiladas.

Una mañana en que la radio anunció que varios soldados republicanos se habían pasado a las filas de los militares, le preguntó a su tío:

—¿Habría algún modo de cruzar el frente?

—Ninguno. Es imposible.

—Pero ellos sí se han pasado —insistió, convencida de que los nativos siempre terminan por encontrar vías para burlar la vigilancia de los ocupantes.

Su tío la miró con alarma. Sabía cuánto le costaba permanecer allí con ellos después de haber combatido en las filas republicanas, limitada en sus movimientos y obligada a disimular cuando salía a la calle y se cruzaba con militares o con falangistas, sin nada que hacer, sin ni siquiera la viola para ocupar su tiempo o buscar en la música una pizca de consuelo. La veía deprimida, inquieta y desconcertada, pero no imaginaba la verdadera causa.

—Es imposible, Marta —susurró, como si también dentro de la casa corrieran peligro—. Ahora mismo es imposible moverse, aunque tal vez la situación cambie pronto. En la radio del Gobierno dicen que están llegando a Albacete miles de voluntarios que acuden de todo el mundo para defender la República. Y que Stalin los está equipando con armamento moderno.

—Eso mismo ya lo han repetido muchas veces antes.

—¡Pero ahora es cierto! Mira cómo han parado a los rebeldes ahí mismo, cuando creían que iban a entrar en Madrid al día siguiente, como si fuera un paseo. En cuanto se organicen mejor podrán desplegar una contraofensiva y entonces sí, entonces Ciempozuelos será uno de los primeros pueblos liberados. Pero todavía hay que tener paciencia. No nos queda otro remedio que tomarnos todo esto como unas largas vacaciones.

—Más bien como una larga prisión —replicó, aunque enseguida se arrepintió de haberlo dicho y de parecer desagradecida.

Las semanas siguientes terminaron por certificar su embarazo. Algunas mañanas ya le costaba desayunar. El estómago le ondulaba y aunque se frotaba los dientes con furia no lograba borrar el mal sabor de boca. El vientre comenzó a crecerle, al principio imperceptiblemente, de forma ostensible con el paso de los días, mientras un cosquilleo le hormigueaba en los pezones. Se vestía con ropas amplias, de colores viejos y humildes, confiada en que la ausencia de una mujer en la casa demorara el descubrimiento, en que los ojos masculinos no advirtieran el resplandor de sus pómulos, su creciente dificultad para agacharse, su facilidad para las lágrimas, la forma en que desviaba la mirada cuando se hacía alguna referencia al futuro. A solas, observaba desnuda en el espejo la creciente redondez de su vientre, los pechos que se ensanchaban preparándose para la maternidad, la leve aspereza de los pezones, la suave línea de sombra que bajaba desde el ombligo al pubis.

A veces barajaba la posibilidad de terminar con todo y recordaba los métodos brutales que en una ocasión había oído contar a Gema, conocedora de aquellas supersticiones y costumbres rurales. Con un sentimiento de pavor y compasión se ponía en lugar de otras mujeres que utilizaron emplastos de perejil y canela, que se aplicaron cambios bruscos de temperatura, que forzaron movimientos y posturas que ella no se atrevía a repetir. Su vientre y ella no tenían nada en común y soñaba con un desenlace producido de forma natural que la despertara una mañana ensangrentada y vacía, aunque tuviera que cargar con el remordimiento, porque no sentía ningún deseo de ser madre. El instinto materno que había oído mencionar a tantas mujeres, el indomable impulso hacia la procreación sin cuyo cumplimiento ninguna mujer podía considerarse realizada, o no existía en ella o ella era aún demasiado joven para albergarlo. Si ahora tenía un hijo, sin padre reconocido ni ceremonia oficial, madre soltera en un régimen que trataba con mayor desprecio y repugnancia a las mujeres libres sin la bendición matrimonial de la Iglesia que a los propios comunistas, todo habría terminado para ella: un futuro digno, la música, el ir y venir con gente de su edad, los estudios y los viajes, los últimos restos de su inocencia. Tarde o temprano tendría que buscar trabajo en un ambiente de rechazo donde solo se le ofrecería lo peor, sin nadie que la apoyara. Y luego la lactancia entre tantas carencias, las noches sin dormir, el lavar pañales, los llantos inconsolables de los bebés, tan difíciles de calmar, la penuria sin la ayuda de un padre, porque no podía exigirle más sacrificios a la familia de su tío, bastantes dificultades sufrían ya ellos para sobrevivir en medio de las sospechas y los racionamientos, y la más absoluta soledad para afrontar tantos problemas. Veía el embarazo como una carga superior a sus fuerzas, como una tragedia que reducía a escombros sus sueños, por mucho que el embrión llevara viva la sangre derramada de Rubén.

Una mañana, mientras tendía la colada en la terraza, sintió la primera patada, un saludo cariñoso y brutote que demostraba que ya no había marcha atrás. El embrión, que hasta entonces imaginaba como un botón informe y vegetal, se había convertido en un feto con vida y movimientos propios. Apoyó la mano en su tripa, donde había notado el golpe, y de nuevo, como si le respondiera, notó el saludo del pequeño ser que aleteaba dentro. Oyó ruido a sus espaldas y vio cómo la observaba su tío.

—¿Estás embarazada, verdad? —le preguntó, pero no le miraba el vientre, sino a los ojos.

—Sí —respondió sin retirar la mano.

Su tío sonrió.

—Nada me hubiera alegrado más que oír esa noticia en otras circunstancias.

—Lo sé.

Marta avanzó unos pasos y se refugió entre sus brazos. Eran los mismos que los de su padre, duros y cohibidos, con la misma torpeza ante los misterios femeninos, con la misma bondad de los hombres.

—Estoy muy asustada.

—No te preocupes —solo acertó a responder.

Marta advirtió de pronto una diferencia con los brazos de su padre: ahora en ellos había también miedo, el mismo que ella sentía y que los contagiaba a todos y los volvía prudentes y asustados, el miedo de no poder predecir quién sería la siguiente persona que llamaría a la puerta. Todo el que tenía algo que ocultar intentaba pasar desapercibido, no atraer la atención, permanecer inmóvil y en silencio para no despertar a las fieras. Y pocas cosas resultaban más escandalosas que una muchacha soltera embarazada, pocas más difíciles de encubrir que el llanto de un bebé en el silencio militar de la noche. Su tío había recibido algunas visitas de los falangistas y en una ocasión lo habían convocado a su sede para informar sobre empleados sospechosos de otras ciudades y estaciones. Y aunque aquella hostilidad había quedado en nada, permanecía un poso de amenaza que revivía ante el nuevo problema: quién era el padre, de dónde había venido ella, dónde había estado antes para quedarse embarazada, porque en la zona liberada no ocurrían esos libertinajes. El miedo de su tío desprendía un olor que solo se apreciaba en su cercanía, en el temblor de sus manos en la espalda, en las dudas al elegir palabras que no resultaran ofensivas:

—¿De cuánto tiempo estás?

—De cinco meses.

—¿Y el padre? —preguntó tras unos segundos de cálculo, porque había ocurrido al otro lado de las líneas—. ¿Lo sabe?

—Murió.

—¿Era un soldado?

—No, no era un soldado. Pero se alistó como miliciano y lo mataron.

—A tu padre le habría gustado mucho ver que lo convertías en abuelo.

—Sí.

—¿Y tú cómo te encuentras?

—Tengo algunas molestias, pero son soportables.

—No te preocupes más, ya veremos cómo lo solucionamos —concluyó, pero en su voz había un poso de queja por haber sido tan imprudente, por haber jugado a personas adultas sin las prevenciones necesarias, por haberse dejado llevar por un impulso que ahora los comprometía a todos ellos—. De momento, lo primero es que te vea un médico.

Salió y una hora después estaba de vuelta, acompañado por un anciano doctor que la auscultó y, al conocer su situación, la remitió al sanatorio militar, el único que tenía potestad y medios para aquellos casos. Marta rechazó la sugerencia, confiada en la desaparición de las náuseas, en el repetido saludo del bebé cuando pasaba su mano sobre él, en el afilado crecimiento de la tripa, en la rutina con que comenzaban y se apagaban los días, siempre pautados por las esporádicas explosiones al otro lado del Jarama, en un frente que apenas variaba sus perfiles. Pero el seco tictac del reloj de su habitación le recordaba que transcurría el tiempo sin encontrar una solución, sin haber decidido nada.

Y una tarde, sin que nada lo hubiera anunciado, sintió un dolor agudísimo en el vientre. Aún no había cumplido siete meses y no podía ser el anuncio del parto. El dolor no se atenuaba pero, bajo el miedo a que algo estuviera mal dentro de ella, se colaba la esperanza de llegar por fin a un desenlace. Los pinchazos se agudizaron y, al notar humedad, descubrió una pequeña mancha rojiza. Aturdida por el dolor y los torpes tartamudeos de sus primos, no esperó más y decidió acudir al sanatorio. Su tío acababa de llegar y fueron caminando despacio, apoyada en su brazo. Temía que de un momento a otro se le desgarrara el vientre y el feto cayera en mitad de la acera, pero al mismo tiempo deseaba que ocurriera cualquier cosa que le impidiera llegar a la clínica.

En la puerta montaban guardia dos soldados, que charlaban con un enfermero vestido con una bata blanca. Antes de llegar hasta ellos oyeron el ulular de la sirena de una ambulancia. El enfermero gritó algo hacia el interior y enseguida aparecieron varios camilleros para trasladar a los heridos que llegaban. Eran dos soldados muy jóvenes y uno de ellos se quejaba con una voz aguda y lastimera. De su pierna escurría un hilo de sangre que fue dejando un rastro rojo en el pasillo.

El enfermero volvió con un cigarrillo apagado en una esquina de la boca y los descubrió esperando en la puerta. Miró el vientre hinchado, el gesto de dolor.

—Un momento, llamo a la encargada.

Regresó un minuto después siguiendo a una enfermera tocada con la boina falangista. Mientras se acercaba hacia ellos por el pasillo tuvo tiempo de observar a Marta y a su tío, de adivinar su parentesco y de ordenar a uno de los soldados de la puerta:

—Que limpien esa sangre.

Y enseguida, sin comprobar que la obedecían, se acercó hasta ellos. De cerca era más joven de lo que indicaban la bata abotonada sin encajes ni adornos, los zapatos demasiados brillantes para aquel escenario, el pelo rubio estrangulado bajo la mancha roja de la boina, el perfume severo, los ojos eficaces que miraban de frente.

—¿Qué ocurre?

—Me duele. Y estoy manchando.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace una hora.

—Sígueme.

La condujo hasta una habitación donde esperaba un médico que lucía en la bata los galones de capitán y que le ordenó:

—Quítese la ropa y tiéndase en la camilla.

Era la primera vez que se desnudaba así, ante un desconocido, y apartando el pudor se colocó de espaldas mientras respondía a las preguntas del médico, que anotaba los datos en una cartulina: nombre, edad, domicilio, fecha de la última regla, enfermedades. Cuando dijo que no estaba casada, el médico arrugó la frente y miró la tripa como si viera en ella un agravio personal.

—¿Nombre del padre?

—Está muerto —susurró.

Su desnudez, tumbada en la camilla, los galones militares del médico, la mirada inquisitiva de la enfermera le hacían arrepentirse de haber ido allí, a pesar del dolor que no se atenuaba.

—¿Nombre del padre? —repitió.

Desvió la mirada, de pronto consciente de que no debía revelar ningún dato sobre Rubén, porque a partir de él terminaría hablando de Breda y de su alistamiento como milicianos. Con su silencio se protegía ella y protegía su memoria y la pureza del amor que entre ambos habían levantado. No tenía nada que hacerse perdonar ante ellos y si desvelaba su historia permitiría que la mancharan. En la espera resonó el impaciente chasquido de la lengua de la enfermera, que parecía interpretar mal su silencio, como si ni siquiera Marta supiera quién era el padre.

—¿Un soldado? —insistió el médico con gesto de resignación ante lo inevitable, mirándola como si fuera un enfermo desahuciado a quien no podía ayudar.

Marta buscó una respuesta que no la comprometiera. ¿Por qué todos creían, como lo había hecho su tío, que cuando una muchacha se quedaba embarazada y no aparecía el padre, siempre se trataba de un soldado? ¿Para obligarlo a asumir su papel, si era uno de los suyos, o para acumular cargos en su contra, si se trataba de un enemigo?

—¿No sabes quién es? —el médico cambió al tuteo.

Negó con la cabeza mientras la enfermera prolongaba un suspiro de reproche, de incuestionable superioridad moral.

—Vamos a verlo.

El médico se levantó con esfuerzo, se lavó las manos y se acercó a la camilla. Levantó sus piernas, tocó su vientre y la auscultó con un fonendoscopio. Luego manchó un algodón en la humedad de la vagina y lo observó en el microscopio.

—No es nada grave, todo está bien —diagnosticó al fin—. Solo necesitas reposo. No debes hacer esfuerzos ni movimientos bruscos. Tampoco cargar pesos. Quédate una semana en la cama, hasta que desaparezcan las molestias. Cualquier accidente a estas alturas del embarazo puede resultar peligroso para la madre y para el futuro bebé. Tómate esto ahora, es para el dolor —le dio una cucharada de jarabe mientras repetía—: No es nada grave. Sospecho que tu problema no es tanto el embarazo sino lo que vendrá después. ¿Vives con tus padres?

—No.

—¿Dónde están ellos?

—Murieron. Vivo con mi tío y mis primos.

—¿Alguna mujer cerca?

—No.

—Si sientes que rompes aguas, debes buscar enseguida a una comadrona.

—O venir directamente aquí, al sanatorio —intervino la enfermera, que, después de conocer sus circunstancias, mostraba hacia ella un atisbo de piedad.

El médico la miró sin decir nada y volvió a lavarse las manos, hizo resbalar la pluma por la ficha con las últimas anotaciones y salió de la habitación.

—¿Tu tío es quien te acompañaba? —preguntó la enfermera cuando se quedaron solas.

—Sí —respondió mientras se vestía la ropa que en aquellos minutos se había impregnado de un aroma tristón a sangre y a antisépticos.

—¿Es que no tienes otra familia directa?

—No. Mis padres murieron —repitió— y no tengo hermanos.

—Entonces, cuando nazca el niño, ¿quién te ayudará?

—No sé... Mi tío y mis primos.

—¿No conoces a alguna mujer de confianza?

—No —respondió con desaliento, cansada de sus preguntas.

—Recuerda lo que te ha dicho el doctor. Necesitarás ayuda de una comadrona para que todo salga bien..., o para evitar complicaciones —explicó, protectora y poniéndole una mano en el hombro que expandió de nuevo el aroma de su severo perfume, la mezcla de caridad y flores.

—No me importa que ocurra una desgracia —susurró sin fuerzas.

—¿Cómo que no te importa? —reaccionó enfadada—. Ahora eres responsable de tu futuro hijo. ¿Sabes lo que eso significa?

Marta agachó la cabeza para calzarse y para no enfrentar la mirada de la enfermera bajo la boina roja, la piel limpia de maquillaje que hacía más enérgico su reproche.

—¿Sabes cuántas mujeres desearían estar en tu misma situación? Ahí afuera hay muchas que te envidian y que darían todo lo que poseen por quedarse embarazadas. Tu hijo es un ser débil que necesita toda tu protección...

Oía la voz cayendo sobre su nuca mientras se decía «No, por favor, que no siga hablando. Que no me pida que lo proteja cuando yo misma siento tanta necesidad de protección. Que no repita que es débil cuando mi debilidad me impide levantarme por las mañanas. Nadie puede exigirme que sea fuerte cuando ya he gastado todas mis fuerzas».

—¿Has preparado las cosas que necesitarás?

—¿Qué cosas?

—La canastilla. La cuna, los pañales, los biberones, algo de ropa.

—No, todavía no —respondió desconcertada, temiendo que la enfermera adivinara lo que escondía su falta de previsión: que no había preparado nada porque aún seguía confiando en que algo impidiera el nacimiento.

—Nosotras —ofreció remarcando el femenino, apartado definitivamente el médico, e introduciendo un acento de lástima y de complicidad, también una dosis de cálculo— podemos ayudarte. Pero es importante que te cuides y que todo salga bien. Si quieres, podríamos hacernos cargo de ti y, posteriormente, del niño.

El grito lejano de un enfermo o herido entró en la habitación y mantuvo el dolor durante unos segundos. Por el pasillo se oía un torpe tactac de madera contra el suelo, como si alguien estuviera aprendiendo a caminar con muletas.

—No sé, no lo he pensado. Ya veré —respondió, impaciente por salir de allí y tumbarse en la oscuridad de su habitación sin pensar en nada hasta que pasara el parto y aquella contradictoria sensación de tener el estómago vacío y el vientre lleno.

—Vuelve por aquí si continúan las molestias. O si no tienes a nadie cuando sientas que se acerca el parto. Aquí podemos ayudarte —repitió—. A ti y al niño. Nosotras podemos encargarnos de él.

—Gracias —dijo caminando hacia la puerta mientras el dolor comenzaba a remitir.

—Aún eres muy joven... y una muchacha muy bella. Aún tendrás muchas oportunidades, y en mejores condiciones, en cuanto la guerra haya terminado. Ya no tardará mucho.

No siguió escuchando todo lo que sugerían sus palabras y salió al pasillo, donde la esperaba su tío, tan desconcertado y temeroso como ella, sin duda echando de menos a su mujer muerta para orientarlo en aquel asunto de mujeres.

—¿Qué te han dicho?

—Que no es nada grave, que solo necesito reposo. Unas molestias pasajeras.

—¿Y el dolor?

—Me han dado un jarabe y se me está pasando.

—Vamos a casa.

Durante unos días su tío y sus primos no la dejaron moverse de la cama. Le traían la comida en una bandeja, algún libro y, en ocasiones, periódicos que informaban de las victorias de los rebeldes y anunciaban la inminente caída de Madrid. Marta leía las noticias y escuchaba la radio de ambos lados sin saber qué creer.

Los aviones republicanos continuaban con ocasionales incursiones sobre los acuartelamientos de Ciempozuelos, donde de nuevo se reagrupaban fuerzas para otra ofensiva. Al terminar los bombardeos, su tío y sus primos venían junto a ella, torpes y balbuceantes, mirando la tripa que había crecido con el reposo, inexpertos ante aquel misterio femenino que se veían obligados a cuidar sin apenas conocimientos y cuyo desenlace les parecía imprevisible.

En los peores momentos Marta se ponía las manos sobre el vientre, y como si el feto notara su calor, daba enseguida una patada de saludo y reconocimiento que la reconfortaba de un modo extraño. Lo notaba moverse, crecer dentro de ella con esa minúscula pero indomable fuerza con que los pollos salen del cascarón. Entre el deseo de acabar con todo y el remordimiento por haberlo deseado, racimos de lágrimas escapaban por los costados de sus ojos, mojaban sus abatidos pómulos y llenaban de mercurio sus oídos, y con el paso de los días iban generando un vino agrio que la mantenía hundida en una resaca de contradicciones. El embarazo le traía el recuerdo de Rubén y una nostalgia insoportable cerraba sus ojos caldeados por las lágrimas y proyectaba su rostro dentro de sus párpados, a veces con nitidez, pero a veces difuminado, desplazado por tantas imágenes intensas como había contemplado desde entonces. Evocaba frases suyas, gestos, detalles. Se veía a sí misma apartándole de la frente el pelo endurecido por alguna mancha de pintura y por las carencias de jabón, una tarde en que se había quedado dormido sobre una de las lonas que protegían el suelo del Mausoleo, en medio de aquel desorden propio de los estudios de los pintores. O lo veía en lo alto, encaramado en los andamios, en una postura forzada por la curvatura de la pared, aislado de todo, también de ella, sin mirar atrás durante horas, como si el muro a medio metro de su rostro ofreciera un paisaje más apasionante que todo el espacio abierto a sus espaldas donde se desarrollaban la vida y la guerra, el amor y la muerte. Absorto en el mural, trazaba con decisión el gesto huidizo de un ciervo en El Paternóster, o esparcía en un recodo del Lebrón un polen de colores con el revoloteo de sus pinceles, o, menos inspirado, borraba e insistía hasta precisar la rugosa corteza del tronco de las encinas, su textura de patas de elefantes negros, y al conseguirlo por fin sonreía y miraba hacia atrás, hacia ella, que asentía consciente de que en aquellos momentos estaba saboreando la felicidad. Entonces Rubén bajaba del andamio y, sin tocarla con las manos manchadas de pintura, la besaba en silencio: era otra forma de decirle «Te quiero». Añoraba el sabor de sus besos, las huellas de sus dientes en su hombro y cómo, cuando estaban desnudos, el amor impedía que fueran soeces las palabras del placer, las limpiaba de toda la suciedad... Así lo recordaba y así le gustaba recordarlo, sucio de pintura, con el blusón que usaba manchado de un confeti de rayas y puntos de todos los colores.

—No me arrepiento de lo que ellos dirán que debería arrepentirme. ¡No, no me arrepiento! —se decía hablando sola, en voz alta.

Su futuro hijo era todo lo que le quedaba de él, porque habían estado tan absortos en su amor, su amor ocupaba tanto que apenas habían tenido tiempo de ocuparse de otros aspectos de su vida privada. No, sin el hijo que llevaba en el vientre nada le quedaría de Rubén... Pero una hora después se apagaba aquel murmullo de su corazón y volvía a lamentar su embarazo y a angustiarse ante un futuro que no ofrecía ninguna luz. Contra la opinión de su tío, estaba convencida de que sola y libre terminaría encontrando un modo de cruzar las líneas hasta el lado republicano y llenar sus pulmones con el aire nutricio de la libertad, lejos de aquel opresivo ambiente. Pero con un bebé sería imposible. Y entonces se acordaba de la enfermera falangista, de su boina roja incrustada en el pelo, de su poder y sus recursos, de su oferta para hacerse cargo de todo, de ella y del niño. Si se ponía en sus manos, todo resultaría fácil y cómodo, ni siquiera le impondrían la humillación de pedir perdón. Bastaría con fingir arrepentimiento y convencerlas de que no era ni tan inteligente ni tan virtuosa como ellas y por eso se había quedado embarazada de no sabía quién: una chica guapa y sin recursos, alejada de su familia, ingenua y de moral atolondrada a la que estarían encantadas de perdonar y ayudar. Se ocuparían sobre todo del bebé, como si ya supieran a quién iban a destinarlo, y no indagarían más sobre su pasado, nadie le preguntaría si el padre era republicano ni ejercerían represalias.

Marta no habría aceptado su propuesta si no hubiera estallado en la plaza la bomba que mató a su tío. Tres aviones del Gobierno llegaron de repente desde las colinas de Titulcia, se abrieron en abanico antes de sobrevolar el pueblo y vaciaron sus bodegas llenas de bombas buscando sin demasiada puntería las concentraciones de vehículos y soldados que de nuevo reunía Franco para un asalto desde el sur, puesto que la cerrada defensa republicana impedía cualquier avance en la ciudad universitaria. El avión del carril central buscó la iglesia y una de las bombas cayó en la plaza. En ese momento no pasaba mucha gente, pero pasaba su tío, que había salido de casa unos minutos antes para intentar comprarle unas naranjas de Aranjuez, que tanto le gustaban desde pequeña, porque no quería que el bebé naciera, le había dicho, con un antojo de naranjas en la mejilla y se lo estuviera siempre reprochando.

Marta no tuvo naranjas y una hora más tarde sus primos apenas encontraron palabras para comunicárselo. Y aunque ninguno hizo la mínima alusión al motivo por el que su padre estaba en ese momento en la calle, ella no dejó de pensarlo.

Un dolor pasivo la paralizó a partir de entonces, ante la evidencia de que a su alrededor estaba muriendo demasiada gente: Marcelo, Rubén, sus padres y ahora su tío, para quien la muerte también había venido desde el cielo, igualando en su final a los dos hermanos gemelos. Dejó de salir de casa y, a fuerza de inmovilidad, comenzaron a hinchársele las piernas. Para evitarlo, subía a menudo a la terraza, donde caminaba de un lado a otro contemplando las colinas que volvían a hervir con la nueva ofensiva de los sublevados y desde donde llegaba un retumbo sordo y sostenido que le hacía evocar los estampidos del cañón en las trincheras del Montón de Trigo.

—Ahora ya no hay nadie que sepa hacerme llorar —se dijo un día, asombrada de la esterilidad de sus ojos, de la dureza con que iba aprendiendo a soportar la pena.

Se acercaba el fin del año treinta y siete y el otoño dejaba llenos sus osarios, sus semilleros de huevos en letargo y daba el relevo a un invierno helador, que llegaba montado en un viento constante y lastimero que parecía quejarse de la vejez que arrastraba. El cielo era una plancha de plomo abollada a martillazos de la que se desprendían las punzantes limaduras de la lluvia. Pero en días más despejados se abrigaba bien y, en la terraza, paradójicamente convertida en su refugio, bajo restos de nubes que estriaban el cielo cobrizo, color bellota, hallaba algún sosiego contemplando el espectáculo de los atardeceres de Madrid, del sol final que volvía amarillo el verde del esparto de las colinas de Titulcia. A esa última hora todo quedaba envuelto en silencio, excepto la guerra, que se manifestaba en el lejano tronar de la artillería, en el vibrante sonido de alguna trompeta que pautaba el horario de los cuarteles, en el murmullo de algún coche y en los pasos de grupos de combatientes que regresaban o se incorporaban al frente ocupando las aceras y dejando vacía la calzada.

Claudicó una de aquellas tardes invernales. Una poderosa puesta de sol arrastró sus ojos hacia el oeste, hacia Breda, donde habían quedado Luz y Camilo el herrero, que arriesgó su vida por traerla a Madrid, y Mangas, y Tena, y Gema y João, y Viriato, y el comandante Guedea, y los cadáveres de Marcelo y de Rubén. Detrás de aquellos cielos del color de los calderos de cobre habían desaparecido aquellos en quienes creyó, con quienes compartió el pan y el agua y a quienes amó como nunca volvería a amar. Y ahora estaban todos vencidos. Todos vencidos. Su deuda era con ellos, con el pasado, no con el futuro que representaba el niño que pronto nacería y que sin duda se convertiría en la exigencia central de su nueva vida. Abandonarlos en el olvido sería la peor traición. Entregaría al niño, y aunque pagara la entrega con dolor, estaba segura de que sería bien cuidado, querido y más deseado por su nueva familia que por ella misma.

Encontró enseguida a la enfermera cuando al día siguiente acudió a la clínica.

—¡Marta! —la saludó amable, para hacerse perdonar la hostilidad de la primera consulta. Enseguida le hizo pasar a una habitación—. ¿Te encuentras bien?

—Sí.

—Me alegro mucho.

—He pensado en lo que me dijo el otro día.

—¿Y qué has decidido?

—Si entregara al bebé, ¿quién se haría cargo de él? ¿Lo cuidarían bien?

—¿Estás segura de esa decisión? ¿Lo has pensado con calma?

La sorprendió que la enfermera respondiera con otras preguntas, porque esperaba una rápida aceptación de su propuesta, un trámite corto y clandestino ante un médico y, todo lo más, una firma en un papel sin nombres.

—Sí.

—Porque luego no puede haber marcha atrás. No podemos hacer una promesa y luego no cumplirla. No podemos crear una ilusión en una familia y defraudarla luego.

—Estoy segura, siempre que el bebé esté bien cuidado.

—Lo estará, no te preocupes por eso, no le faltará nada. Estará más que cuidado: será un niño muy querido, hace tiempo que lo esperan en esa familia sin hijos. Son mayores que tú y lo han intentado con todas sus fuerzas, pero Dios no ha querido darles descendencia. ¡Lástima que no puedas conocerlos! Porque yo no puedo decirte más. Ni tú sabrás sus nombres ni ellos sabrán el tuyo. Nadie conocerá nunca nada de lo que ahora decidamos. Tampoco volverás a verlo: es gente de otra ciudad.

«Tendrás un hijo y será como si nunca lo hubieras tenido», iba diciéndose de regreso a casa de sus primos, convenciéndose de que había tomado la decisión acertada. Nadie era culpable de la desgracia y por tanto nadie debía ser castigado.

Al día siguiente recibió una grata sorpresa cuando un soldado llamó a la puerta de la casa para entregarle un gran ramo de flores y una cesta que contenía provisiones que a ella y a sus primos le costaba semanas conseguir: pan blanco, embutidos, una botella de aceite, unos saquitos de legumbres, latas de conserva y una botella de leche fresca, la misma que seguiría recibiendo cada mañana hasta que se produjera el parto.

El dolor la sorprendió un mediodía, a una hora que no imaginaba, porque siempre había asociado a los partos, como al amor, una cualidad nocturna. Preparaba la comida para sus primos —el mayor había entrado a trabajar como peón en un taller mecánico— cuando notó un pequeño latigazo en el vientre, de un calibre distinto a los que había sufrido anteriormente. Enseguida supo que había llegado el momento. Sin embargo, no se precipitó y cuando se repitió unos minutos después, contuvo el aliento y siguió rehogando las acelgas. Solo al terminar de cocinar fue a su habitación a cambiarse, pensando que al final todo se cumplía de un modo irremediable.

Una nueva contracción, más profunda, la obligó a sentarse en la cama y, aunque media hora antes su decisión era firme, volvió a dudar sobre sus siguientes pasos. Todavía podía quedarse allí, tumbarse sobre las sábanas y pedir a su primo que corriera a buscar a la comadrona, y así no entregar al bebé, que volvía a empujar con una determinación inquebrantable. Todavía podía parir en casa y luego dejar que el futuro la embistiera con todas sus amenazas, ya sacaría ella de algún lado las fuerzas y los recursos necesarios para enfrentarlas.

Se levantó con esfuerzo al notar humedad en los muslos, con miedo a manchar la cama. Estaba mojada, como si con la última contracción hubiera roto aguas. Se secó como pudo con una toalla mientras una nueva contracción la paralizaba y le hacía temer que el bebé naciera de golpe allí mismo, sin nadie para ayudarla. Llamó a su primo y le pidió que cogiera el bolso, donde había introducido un pijama, ropa interior, un peine y el cepillo de dientes. Apoyada en el brazo del adolescente, más asustado que ella misma, caminó hasta el sanatorio. A lo lejos seguían sonando los cañonazos. Para cruzar una calle tuvieron que esperar un minuto hasta que pasó una compañía de combatientes que avanzaban en dos filas, entre los que se veían diferentes uniformes: soldados, moros y, detrás, una escuadra de falangistas con boina roja y el detente bordado en las camisas azules. Todos la miraron con curiosidad, pero nadie detuvo la marcha para permitirles el paso, porque los negocios de la guerra eran más urgentes que una simple embarazada a punto de parir.

Los soldados que guardaban la puerta sí los dejaron entrar sin preguntarles nada. En el banco del pasillo no esperaba nadie y llamó con los nudillos a la puerta de la consulta. Al entreabrirse y reconocerla, el rostro de la enfermera cambió el reproche que llevaba en los labios por un amistoso gesto de acogida.

—¡Marta! ¿Ya?

—Creo que sí.

—¡Pasa, pasa! ¡Doctor!

Sentado tras la mesa, el médico anotaba algún dato de la mujer a la que atendía, pero se levantó ante el requerimiento de la enfermera, fue hacia Marta y palpó su vientre.

—Llévala a la sala y avisa a la comadrona. Voy ahora mismo.

En el paritorio, de paredes alicatadas con azulejos blancos, una ayudante ya estaba colocando dos almohadas sobre la cama. En la cómoda brillaban las toallas y los paños blanquísimos, que contrastaban con la penuria de medios en casa de su tío. Una segunda auxiliar entró con una jofaina de agua muy caliente, que arrojó en el aguamanil.

—No te preocupes, que todo saldrá bien. ¿Te duele mucho? —le preguntó al ver cómo Marta se contraía por un dolor más fuerte.

Pero ya estaba allí el médico calzándose unos guantes, disponiendo sus utensilios y midiendo el tiempo entre contracción y contracción. Llegó la comadrona y comenzó a hacerse cargo de todo con una desenvoltura que a Marta la llenaba de seguridad. Observó la tripa, calculó y midió la dilatación antes de levantar la cabeza hacia nadie para decir:

—Esto va a ir muy rápido. Si viene bien colocado, no tardará mucho.

Un nuevo zarpazo en las entrañas, dado de dentro afuera, como una descarga eléctrica que aumentara poco a poco la intensidad de la corriente, le arqueó la espalda. No quería gritar, pero no pudo evitarlo cuando sintió que se le abría el vientre, mientras la enfermera le enjugaba el sudor de la frente y del cuello.

—¡Empuja ahora! ¡Empuja fuerte ahora!

Las manos de la comadrona apretaron con firmeza en lo alto de la tripa y le provocaron nuevas contracciones, ya muy seguidas, sin apenas tiempo para recuperarse entre una y otra. Con la respiración agitada y las manos aferradas a los barrotes laterales, en una pequeña tregua pensó que, puesto que el dolor no podía ser evitado, había que dejarse arrastrar por sus ráfagas y pasar por él lo antes posible. Cerró los ojos y empujó con fe y determinación, como le pedía la comadrona, hasta que de repente una contracción más profunda desencadenó una sensación de desgarro y liberación física que tardó unos instantes en ser asumida por su consciencia. El dolor y el agotamiento le adormecían la vagina, pero aun así un nuevo empujón la vació de todo lo que aún conservaba en su vientre.

Cuando creyó que todo había terminado, el tierno y furioso vagido le recordó que ahora comenzaba lo peor. Intentó levantar la cabeza, pero se lo impidió la mano de la enfermera en su frente y solo entrevió a la comadrona que salía deprisa de la habitación llevando entre los brazos un bulto envuelto en un lienzo blanco.

—¡Dejadme verlo! ¡No os lo llevéis todavía! —gimió intentando levantarse—. ¡Dejadme verlo, por favor! ¡Por favor! ¡Por favor, solo un segundo, por favor!

Trató de levantarse de nuevo, pero los brazos de la enfermera se lo impidieron apoyándose en sus hombros.

—Es mejor así, Marta. No debes verlo. Es mejor así.

Oyó que se abría la puerta y creyó que se apiadaban de ella y cedían a su ruego, pero solo era el médico, que regresaba seguido de una ayudante que traía una nueva jofaina de agua caliente.

—¡Quiero verlo, por favor! ¡Solo un segundo! —le rogó.

—Es mejor que no lo vea, créame. Ahora solo debe pensar en su recuperación.

El médico se acercó a la cama, se agachó ante sus piernas y algodoneó sus heridas con un desinfectante que le produjo un vivo escozor que luego calmaba con un trapo húmedo, atento solo a su labor, sin atender a sus ruegos. Ante su indiferencia, Marta intentó de nuevo incorporarse y de nuevo fue sujetada de un modo suave y firme por la enfermera. Al mirarla, vio que también ella estaba llorando.

La ayudante que había traído el agua le limpiaba ya los muslos y el vientre. Con pericia, cambió las sábanas y protectores, recogió la ropa manchada y salió. El médico y la enfermera no tardaron en seguirla. En pocos minutos habían desaparecido las huellas del parto: no se oía el llanto del bebé y todo en la habitación alicatada con azulejos blancos volvía a estar limpio y ordenado. Marta, vacía, hueca, exhausta y sola, volvió la cabeza hacia la pared más cercana y se quedó inmóvil, susurrando:

—¡Perdóname, perdóname, perdóname, perdóname, perdóname!

¡Qué tortuosos eran, en efecto, los caminos de la memoria, capaces de conservar infinitas imágenes de un pequeño tramo de tiempo, lleno de paradas en las cunetas hasta conseguir que pareciera larguísimo, y en cambio, otras veces, atrochar a través de semanas, meses, años sin apenas recordar nada, como si todo se hubiera ido rompiendo a su paso, como si transitara con los ojos vendados por un desierto sin hitos ni referencias! ¡Qué caprichosos sus fermentos, que no obedecían a las leyes de la proporción ni del tiempo, de modo que unas veces producían luminosas explosiones y otras, vapores de niebla y humo que todo lo embadurnaban de olvido! Al margen de los episodios de la guerra, Marta recordaba muy poco de los años que siguieron al parto. Sí permanecían algunas fechas, algunas sensaciones: los largos meses de aquel invierno en casa de sus primos, hundida en el remordimiento por no haber querido a su hijo lo suficiente, tumbada en la cama en postura fetal, con las rodillas tan cerca de la boca que apoyaba en ellas los labios y se mordía hasta hacerse daño, con los pechos llenos deshinchándose poco a poco y las heridas cicatrizando, sin otra diversión que subir a la terraza a contemplar el espectáculo de los atardeceres que colgaban en el cielo, hacia Breda, y que le reportaban un extraño consuelo. Si salía a hacer una compra o un recado y veía a algunas embarazadas mostrando orgullosas su tripa, felices y panzudas, sentía una culpa tan intensa que, cuando la miraban, se ruborizaba incapaz de ocultar su dolor y su arrepentimiento, desdichada por no ser como ellas, que esperaban un hijo como el mejor regalo que podía ofrecerles la vida, que le hacían un hueco en el hogar, en el rincón más cálido y luminoso, donde no hubiera corrientes de aire, donde besarlo y amamantarlo. Si veía a una mamá o a una criada conduciendo un carrito, apartaba los ojos del bebé por miedo a reconocer en él alguno de sus propios rasgos o de los de Rubén, aunque estaba segura de que la enfermera falangista no mentía cuando le dijo que los padres de adopción vivían en otra ciudad.

Cada noche, al acostarse, recordaba a su hijo, a pesar de no haber podido verlo. Guardaba como tesoros los mínimos detalles que le había dejado, las pequeñas sensaciones: la primera patada en el vientre cuando puso la mano en la tripa, como si la saludara, los movimientos con que reclamaba su atención si se sentía olvidado durante muchas horas, la resistencia con que sobrevivió a sus dudas y a su desdén, la indomable decisión con que salió a respirar, su furioso primer vagido mientras la comadrona se lo llevaba, como si también él solicitara el contacto con su madre y le reprochara su abandono... Aquello había pasado y el bebé ya nunca la miraría fijamente a los ojos, durante unos minutos maravillosos, mientras engullía su leche, ya nunca sentiría su leve peso, abrazado a ella como una ranita satisfecha, cuando después de amamantarlo lo dejara dormir sobre su pecho.

Sin que supiera por qué, reapareció de pronto una anécdota insignificante y olvidada desde los días escondida en el gallinero de la fragua: la imagen de la gallina que destrozó el huevo que ella misma acababa de poner y la conmoción que le había provocado al verla. Doblada sobre sus húmedas rodillas, Marta se dijo que ella no era mejor que aquella gallina al haber entregado a su hijo a manos ajenas.

Sentía que en unos pocos meses había perdido las últimas reservas de su inocencia, que se había convertido en una mujer adulta, mayor, vieja, a la que ya no le quedaba en la vida nada por ver, por conocer, por descubrir. Había combatido en una guerra y la había perdido; había amado a dos hombres y los dos habían muerto: uno, el más noble y valiente y generoso, el otro, el más tierno y creativo, y entre ambos solo ella había sobrevivido; había concebido a un hijo y lo había abandonado en otras manos y entregado a otras gentes que tal vez en aquellos mismos momentos ya le estarían enseñando a despreciar todo lo que Marta y los suyos representaban. La más dulce historia de amor había producido el fruto más amargo. En aquellos días se convenció de que ya no recibiría más regalos de la vida, puesto que parecía destinada a destruir todos los que llegaban a sus manos.

Miraba alrededor con la terrible certeza de que nadie en el mundo la necesitaba ni se alegraba de que estuviera viva. Se quedaba en la cama hasta muy tarde, exhausta, incapaz de levantarse, con la sensación de que, mientras dormía, le habían extirpado la columna vertebral con un bisturí y la habían cosido luego. Por eso se derrumbaba, las costillas sin anclajes no le sujetaban el corazón herido, caído a sus pies, o bien le apretaban de un modo angustioso los pulmones y le impedían respirar.

Al terminar la guerra, la idea de marcharse del país se convirtió en una obsesión. En España ya no le quedaba nada. No era una de esas jóvenes y hermosas viudas de guerra que hacían soñar a los hombres más jóvenes con gestos de amor y generosidad y que humedecían de piedad y de turbación los ojos de los viejos generales, quienes les abrían las puertas de un estanco o de un puesto en la administración. Esas imágenes quedaban reservadas para las viudas de los vencedores. Las viudas de guerra de los vencidos despertaban otros sentimientos, ambiguos cuando no inconfesables.

Y sus padres habían muerto en el brutal bombardeo de los Junkers sobre la estación de Alcalá de Henares el ocho de enero del treinta y siete. La casa había ardido por efecto de las bombas incendiarias y cuando, terminada la guerra, fue a verla, solo encontró un cascarón negro apenas sostenido sobre un montón de escombros. No, allí tampoco le quedaba nada. Abandonó España con la sensación de que en el país se había producido un cambio demográfico.

A las pocas semanas de llegar, Marta, que nunca había terminado de encontrarse bien instalada en el mundo, se dijo que Toulouse era una ciudad donde podría vivir. Por suerte, enseguida había encontrado trabajo en una fábrica de textiles, en los puestos que dejaban libres los hombres que se incorporaban a filas. Con el dinero que había rescatado de los ahorros de sus padres en España y algo de lo que logró reunir en el primer año, compró por un precio muy bajo una viola, una vieja Giuliani algo herida, pero con un alma firme que le daba un sonido limpio y sedoso. Incomprensiblemente, estaba en venta desde el primer año de la guerra, empeñada por alguien que había huido precipitadamente de Toulouse, de una forma parecida a como ella había huido de España: el dueño de la tienda mencionó la palabra judíos y habló de viajes en tren a Alemania. Los motivos de las guerras podían ser distintos en cada lugar y en cada época, pensó Marta apartando el remordimiento, pero qué similitud había siempre entre las víctimas y qué iguales los mecanismos para defenderse o para eliminar al contrario.

Con la viola comenzó a recuperar algo que creía perdido: la infinita capacidad de consuelo que aportaban las Suites para chelo de Bach, adaptadas a su instrumento, las incursiones de Beethoven hasta el centro del corazón, la serenidad armónica de Telemann, el Capricho de Vieux-Temps o el adagio de Schubert, que siempre le hacía pensar en Rubén. Desde hacía cinco años no había vuelto a tocar y aunque atacaba con un golpe de arco decidido y enérgico, le faltaban fuerzas en los brazos desentrenados y el sonido pronto decaía y se volvía afónico. Había perdido algunos fundamentos de su técnica, que ya nunca recuperaría por completo, pero comprobó que aún perduraba en sus dedos una buena parte de su memoria musical y la suficiente capacidad emotiva para enseñar con eficacia a los alumnos que le iban llegando para recibir clases particulares. Siempre había sido una buena violista y, aunque no lo decía, sabía que no tocaba como algunos de sus compañeros, que en lugar de arco parecían tener entre las manos una sierra con la que partir en dos el mástil. Alguna cualidad especial dentro de ella le regalaba aquella habilidad. Con pudor y extrañeza, había comprobado que en ocasiones las personas más reservadas y cohibidas se emocionaban con sus interpretaciones.

Otro hecho contribuyó, además, a consolidar su satisfacción: se presentó a una prueba y fue admitida en la orquesta de la ciudad. Marta se incorporó a ella con entusiasmo, porque hacía aún más tiempo que no tocaba con otros músicos. Desde el 18 de julio en que estalló la guerra, en su último concierto en un teatro de la Gran Vía, no había participado en un grupo donde más de tres personas interpretaran la misma música con más de tres instrumentos diferentes. Tocar sola o acompañando a sus alumnos estaba muy bien, pero al entrar en la orquesta, al ensayar juntos, al compartir las dificultades y los éxitos en la actividad que mejor sabía hacer, por primera vez en mucho tiempo volvió a sentirse integrada en el mundo, a formar parte del grupo de quienes encontraban asiento en el corro de sillas. Entre los metales puros y las maderas nobles de los demás instrumentos, el sonido de su viola crecía y despertaba unos sonidos que permanecían dormidos cuando tocaba sola. Entre las bengalas que arrojaba el clarinete y las nubes oscuras del fagot o la tuba, entre la timidez del oboe y el desparpajo de los saxos, entre las crestas del violín y los bordones de los chelos, Marta encontraba un sitio para su voz.

—Ya están los champiñones —anunció Émile.

—Voy a poner la mesa.

—¡Estoy hambriento! ¿Qué tal hoy con tus clases?

—Bien, son unos alumnos muy disciplinados.

—Hace mucho tiempo que tú no nos das un pequeño concierto.

—¡Es verdad! Déjame ensayar unos días y lo hacemos el próximo fin de semana.

—¿Tocarás el adagio? —preguntó, porque siempre había notado el sentimiento tan intenso con que lo interpretaba.

—Sí.

Iba a llevar la fuente a la mesa del comedor donde esperaban los niños cuando Marta lo detuvo.

—Espera un momento. Esta mañana he recibido una carta de España —la sacó del mueble y se la mostró—. Es de un viejo camarada, se llama Tena. Era comunista... y lo sigue siendo, aunque ahora allí abajo no puede decirlo.

Marta siempre había sido sincera con Émile. Solo le había ocultado su embarazo y la entrega de su hijo, porque aquellos recuerdos seguían atormentándola y llenándola de vergüenza. Pero le había hablado de su pasado con Rubén y con Marcelo, y cómo ambos habían muerto en la guerra y lo que eso suponía: su historia de amor no había terminado por cansancio ni por hastío, sino de forma trágica, y ambos sabían que las tragedias quedan grabadas para siempre en la memoria.

—Toma. Quiero que la leas.

—No es necesario.

—Quiero que la leas después, cuando los niños se vayan a dormir. Ahora vamos a cenar, que los tres estáis muertos de hambre. À table!

A ella, la impaciencia por contestar la carta le había quitado el apetito y mientras su cabeza elegía las palabras para Tena, extendió comida sobre su plato, se llevó a la boca unos pedazos que apenas pudo tragar y esparció los restos por los bordes. Escuchó los comentarios de sus hijos sobre colegio y amigos, sobre injusticias en las calificaciones y peleas en el patio, y respondió a sus preguntas sin confundirse demasiado. Agradeció la prontitud con que Émile la sustituyó al observar su tenedor tintineando nervioso contra el plato y disimuló su impaciencia en los postres.

La carta de Tena revelaba la contradicción que arrastraba desde España. Cuando en momentos así veía a su familia, pensaba que ellos la habían salvado. La constancia de Émile para hacer planes y cumplirlos, la sencilla felicidad que destilaban los días al lado de sus hijos, su pasmo al comprobar que, aunque físicamente se parecían mucho a Émile, repetían los mismos gestos y manifestaban las mismas preferencias que ella recordaba de su infancia, la habían librado de la aflicción y del desamparo. Pero al mismo tiempo habían adormecido la pasión y la intensidad emocional de sus días de España. La carta de Tena le recordaba que ya no era posible recuperar nada de aquello, que había muchos nombres distintos para denominar la derrota, pero que todos eran tristes e irremediables.

Los niños estaban dormidos cuando Émile terminó de leer.

—Me resulta muy difícil comprender cómo es España —suspiró mirándola con sus ojos azules y candorosos—. Nunca deja de hacerse daño a sí misma. ¡Esas terribles fotografías de Franco con su guardia de moros...! Es como imaginar que De Gaulle o Leclerc atacaran París con tropas coloniales de Argelia o del Chad o del Senegal matando a franceses opuestos a sus ideas.

—De todo eso he podido alejarme gracias a ti —se inclinó hacia él y lo abrazó.

—Se ve que ellos te quieren —Émile señaló la carta con un gesto de la cabeza.

—Sí.

—¿No los echas de menos?

—A ellos, sí. Al país, no.

Desde la ventana, una hora después, Marta contemplaba la luna y las tibias luces amarillas que silueteaban el Garona, las calles dormidas del país extranjero que, al cabo de diez años, ya consideraba también suyo. Con la casa en silencio a sus espaldas, se sentó y comenzó a escribir:

«Querido Tena:

»¡Con qué enorme alegría he recibido hoy tu carta! Desde esta mañana, cuando la encontré en el buzón, la he leído y releído y me he emocionado con cada lectura, alegre por saber de ti y de Mangas y al mismo tiempo triste por las condiciones en que vivís. Desde que salí de Breda, hace catorce años, no había vuelto a tener noticias de ninguno de vosotros. En mis recuerdos todo iba quedando petrificado en una especie de retrato colectivo a cuyas figuras, ahora, tu carta ha dado vida y movimiento.

»Por lo que me dices, yo tuve allí mejor suerte que vosotros. Aquel último día me quedé aislada en medio de una calle, con los moros y legionarios avanzando por todas las esquinas. Cuando creí que todo iba a acabar, alguien abrió la puerta de una casa y una familia de los nuestros me escondió. Pasé muchos días oculta tras las tablas de un gallinero, hasta que mis anfitriones, asumiendo un gran riesgo, encontraron el modo de sacarme de allí.

»Lo demás ha sido un camino largo hasta llegar a Toulouse, hasta hoy, cuando he recibido tu carta. ¡Ojalá tengamos algún día la oportunidad de vernos y de contarnos cara a cara los detalles de lo que, en mi caso, no fue sino una larga huida!

»Me preguntas si me acuerdo de Breda. ¿Cómo no voy a acordarme? No olvidaré nunca aquel tiempo, el miedo que pasábamos en las trincheras cuando disparaba el cañón de los fascistas, el dolor por los compañeros muertos, la desesperanza final de la derrota... Pero en muchas ocasiones esos malos recuerdos desaparecen, barridos a escobazos por una brisa que parece venir de El Paternóster, de sus paisajes con ciervos, con rapaces en el cielo y con las pinturas rupestres del parhelio y baja hacia las vegas del Lebrón, hacia el Montón de Trigo y el Puente del Jinete. Y entonces queda flotando un aire limpio en el que aparecen las risas de los compañeros alojados en el Mausoleo, sus paredes poblándose con las pinturas de Rubén, las bromas con el sueño sonoro de los milicianos en las literas y el silencio y la oscuridad de algunas noches tranquilas en las trincheras, en las que solo se veían brillar las puntas rojas de los cigarrillos. Me acuerdo de la confianza en la victoria de las primeras semanas, de la obsesión del comandante Guedea por la limpieza, de la fuerza de Viriato y de la pericia del barbero que acudía una vez a la semana para que no pareciéramos demasiado salvajes. Me acuerdo del amor con que miraba a Gema aquel miliciano portugués mudo, João, que solo disponía de los ojos y las manos para hablarle.

»Sí, tienes razón, desde aquí, desde este país, todo aquello resulta muy lejano en el espacio, pero no en el tiempo. Al contrario, a veces creo que sucedió ayer y que todavía estoy allí, aunque enseguida cualquier detalle me devuelve a la realidad, porque no hay ninguna similitud entre un ambiente y otro. ¡Qué diferentes son estos países, el país donde yo escribo esta carta y el país donde tú vas a leerla!

»Ese amigo tuyo que me conoce te ha contado que tengo dos hijos. Sí, es cierto: Marc, de nueve años, y Jean-Luc, de cinco. Son dos niños maravillosos y procuro educarlos como mejor sé, sin regatear esfuerzos ni sacrificios. Procuro inculcarles virtudes de las que estoy segura de que son virtudes y alejarlos de los defectos que sé que son defectos. A veces me piden: “Háblanos de España”. Y yo les cuento algunos de los sucesos que ocurrieron ahí abajo, les describo cómo vivíamos e intento explicarles por qué me fui. Y no creas que les exagero las cosas, al contrario, las suavizo porque son niños y lo primero que debo evitarles es la creencia de que el mundo es horrible. Ellos escuchan con una reconcentrada atención, con asombro, sin interrumpirme, y cuando termino me preguntan: “¿Por qué siguen viviendo allí? ¿Por qué no se vienen a vivir a Francia?”. Mis hijos son franceses y no conocen España. Algunas veces, Émile, mi marido, que trabaja en los ferrocarriles, me ha propuesto que viajemos a Madrid, que ahora soy también ciudadana francesa y que no habría problemas administrativos. Piensa que nuestros hijos deben conocer el lugar de donde procede su madre, y que él también debería verlo, porque así me conocería mejor, entendería de mí cosas que a veces no entiende. Pero siempre me he negado. No quiero que vayan mientras impere ese régimen violento, cruel y descarnado, no quiero que contemplen su indecencia, que se contaminen de ella. En los peores momentos, cuando llegan noticias de represalias y ejecuciones, si yo pudiera haría que borraran el nombre de españoles de sus partidas de nacimiento y que ese calificativo desapareciera de su pasado.

»Pero creo que me estoy excediendo con estos comentarios que tal vez tú no compartas. Releo las últimas líneas y siento la tentación de tacharlas, pero decido mantenerlas al recordar las penurias que estáis pasando Mangas y tú, y supongo que otros muchos camaradas.

»Me preguntas en tu carta, además, cómo se ve desde aquí arriba la dictadura de Franco. Me resulta difícil comprender tanta crueldad cuando ya han transcurrido más de doce años desde el fin de la guerra. Puedo entender la violencia en la batalla, pero no la violencia en la paz. Si ya nos vencieron, ¿por qué siguen aplicando la represión con tanta saña? ¿Todavía no están satisfechos? ¿No tienen cautivos y desarmados a sus enemigos? Pues que disfruten de su victoria sin ejercer más represalias. En cualquier guerra hay héroes en los dos bandos, pero si al terminar la batalla continúa la violencia del que gana, ya solo hay verdugos armados y víctimas indefensas. Los más grandes vencedores del pasado fueron generosos con los vencidos, pero esta posguerra muestra que ellos carecen de grandeza, como antes, en la guerra, carecieron de piedad.

»Al escapar de Breda viví durante el resto de la guerra y hasta el año cuarenta bajo dominio de los militares. Y ahora vivo en territorio neutral, de modo que he tenido información de primera mano de lo que ocurría en ambos frentes, oí lo que en ambos se contaba del enemigo y leí lo que unos y otros afirmaban. Sí, es cierto, en los dos lados se cometieron salvajadas y hubo asesinos que mataron y miserables que se aprovecharon de esas muertes, pero los dos bandos no fueron iguales ni en ambos se ejerció la misma brutalidad. Quienes los igualan son siempre los vencedores, nunca los vencidos defienden tal similitud. Los republicanos no fuimos unos santos y podíamos tener experiencia en algunas maldades, pero no teníamos experiencia en matar. En eso ellos venían bien entrenados de Marruecos. Esa es una ventaja que siempre nos llevaron. Estábamos en guerra, sí, pero la mayoría de nosotros seguíamos pensando como civiles con ideas y creencias para los tiempos de paz. Ellos, además, continuaron ejerciendo una violencia estatal y organizada cuando ya la lucha había terminado. Y quienes estaban en la cima del aparato represor son los mismos que hoy continúan en el poder. ¡Qué bien lo dices en tu carta: los sargentos de entonces son ahora capitanes, y los capitanes de entonces son ahora generales, comandados por Franco, el general supremo! ¿Así que cómo no vamos a odiarlo? Lo extraño es que no lo odie también la mayoría de los españoles, todos los que juran amar a España por encima de todo, porque en la historia de nuestro país —¡y cuánto me cuesta ahora escribir ese posesivo!— ningún otro español mató a tantos españoles».

Marta se detuvo un momento, con el brazo cansado de aquella larga expansión. Siempre escribía en una postura un poco forzada, con el puño en exceso vuelto hacia dentro, como si protegiera su escritura de las miradas ajenas. La carta le estaba saliendo más seria, más discursiva de lo que pretendía, pero no iba a corregir su espontaneidad. Apoyó de nuevo el plumín en la cuartilla y continuó:

«En tu carta mencionas a Rubén. ¡Si supieras cuánto tiempo hace que nadie pronunciaba su nombre! Tú lo rescatas ahora de un silencio de catorce años.

»Solo con vosotros puedo hablar de él y revivir aquellos días que compartimos, solo con quienes nos conocisteis mientras estábamos juntos. Para el resto del mundo esta historia de amor no existió nunca. Y sin embargo, ¿cómo podría olvidarla? Su sangre es como esas gotas de lacre ardiente y rojo con que se cerraban las cartas antiguas y sobre el cual se imprimía el sello de un anillo. Su sangre cerró la carta donde se contaba nuestro amor y el sello, ¡ay!, el sello lo estampó Franco con esa frialdad y contundencia que le permite seguir en el poder sin remordimientos. No, nunca olvidaré su rostro, sus palabras unos pocos días antes del desastre. Acabábamos de perder el Puente del Jinete, ¿te acuerdas?, y muchos tuvimos que huir atravesando a nado el Lebrón. Rubén me abrazó y me dijo: “No te preocupes, que hay tiempo todavía”. Pero no, no lo había, nuestro tiempo ya se estaba acabando.

»Pero no sé si me estoy excediendo al hablar tanto del pasado, con el riesgo de que esta carta resulte demasiado larga, demasiado llena de rencor. Porque yo no tengo tantos motivos para quejarme como vosotros. Tal vez tengas razón y convenga callar a la espera de tiempos mejores. Callar todo lo que supimos, todo lo que soñamos, todo en lo que creímos... Lo que ocurre es que ni vosotros ni yo sabemos cómo hacerlo.

»No puedo ocultar que, a pesar de todo, he tenido suerte. Vivo en otro país, sin soportar vuestro miedo; hablo otro idioma con el que pronuncio y escribo palabras que a vosotros os están prohibidas; incluso he logrado armar en mi rostro una sonrisa para facilitar la convivencia cuando los anfitriones no son acogedores; estoy casada con un hombre bueno y tengo dos hijos maravillosos. Y, además, sigo tocando la viola.

»Pero todo eso no impide que me acuerde mucho de todos los que estuvimos en Breda. Por eso te pido que, cuando tengas ocasión, me escribas de nuevo y me cuentes más cosas de vosotros. Y si necesitáis algo que esté en mis manos satisfacer, por favor, no dejéis de pedírmelo.

»Cuídate mucho. Rompe esta carta después de haberla leído, no quiero que te cause algún problema.

»Dale un fuerte abrazo a Mangas y recibe tú otro de quien no os olvida.

»Marta».