20
Por fin, a finales de abril, después de cinco meses de un trabajo intenso, a veces febril, Rubén le dijo a Noguerol que ya podían desmontar los andamios y realizar una profunda limpieza de todas las huellas y manchas de pintura, de las excrecencias del trabajo. El mural estaba terminado.
Guedea fijó la inauguración para tres días más tarde. Y a la mañana siguiente, en cuanto los milicianos abandonaron el Mausoleo, aparecieron varios albañiles para llevarse andamios y maderos y, tras ellos, Marta y Gema acompañadas por un grupo de mujeres de la villa armadas con escobas, cubos y trapos de limpieza, entre las cuales estaba la hermosísima esposa del barbero.
Tal como les había pedido, al anochecer habían terminado la tarea y todo, excepto las telas que lo ocultaban, se veía limpio y recogido. El comandante Guedea había hecho especial hincapié en que la inauguración no se viera afectada por la guerra. Desde el principio se había implicado personalmente en el proyecto y ordenó que todo se desarrollara como en la vida civil, con el mismo espíritu entre cultural y festivo con que se hubiera celebrado en tiempos de paz, en un desesperado intento de demostrar que todo iba bien, que la guerra no se estaba perdiendo.
Desde primeras horas del día previsto se retiraron las telas y no se le permitió a nadie la entrada en el Mausoleo, a la espera de que a las seis, todavía con sol, pero ya sin el peligro de bombardeos de los aviones alemanes, acudieran a la inauguración los oficiales, soldados, milicianos y combatientes libres de guardia y los habitantes de Breda, que habían sido invitados sin ninguna excepción.
Marta no había visto a Gema y la esperaba algo alejada de la puerta, junto a Luz, la hija del herrero, y un grupo de muchachas de la villa que se habían acercado a su arrimo. Aunque Rubén había insistido en que estuviera a su lado, puesto que ella había participado directamente en la pintura, prefería huir de la primera fila y contemplar desde un rincón el avance imperial de las autoridades, seguidas por el inevitable cortejo de aduladores que solían acudir a estos actos, incluso con los mandatarios menos proclives al boato. Por otra parte, aunque conocía el mural a trozos, quería descubrir qué sentía al contemplarlo desde fuera y todo al mismo tiempo, al hundirse en su vientre de colores como una espectadora más. Desde su posición esperó a que entrara toda la gente, los invitados principales, los milicianos que habían servido como modelos, las mujeres de Breda y los hombres que, antes de entrar, tiraban al suelo los cigarrillos y los aplastaban meticulosamente. Dentro vio a Rubén que explicaba algo señalando las figuras, mientras Guedea, el discreto alcalde de Breda y otros oficiales asentían con gestos concentrados.
Dejó que avanzaran sus compañeras y se detuvo sola en el centro del Mausoleo. Incluso conociendo el mural y conociendo a su autor, ahora, al verlo en perspectiva, despejado de telas y andamios, se sintió embargada por una intensa admiración. Giró sobre sí misma, muy despacio, buscando un comienzo y un final, pero todo era un paisaje continuo, sin marcos que lo limitaran, un cinturón de colores poblado de decenas de figuras, desde la pasarela hasta la cúpula, que la rodeaban como si estuviera ante un espacio abierto y real. No había principio ni fin, pero Rubén había reflejado con exactitud el mundo de fuera, en un riguroso orden geográfico y temático del que hasta ese momento ella no había sido consciente. El norte en la pintura coincidía con el norte geográfico, y el sur, con el sur, como los otros puntos cardinales, de modo que el interior se correspondía con la realidad de fuera. Breda y su comarca habían sido concentradas en aquel recinto circular, se reconocía su luz, su paisaje, la tierra y sus frutos y los rostros de quienes la habitaban, pero no desde un realismo plano y notarial, sino desde una estética levemente deformada por un vigoroso expresionismo que eludía todo folclore costumbrista. Para pintar un árbol, Rubén no había ido al campo cargado con tela, atril y caja de colores a asediarlo desde todos los puntos de vista, para «captar su esencia», como le había dicho con ironía en más de una ocasión. Marta observó los dos soles del parhelio que lo iluminaban todo para que nada quedara en sombras. Bajo su luz se desarrollaban escenas en las Huertas de la Abundancia y en la margen derecha del río, en la amplia curva donde el Lebrón comenzaba a barrer hacia el oeste. Desde allí un carro de ruedas anilladas arrastraba la vista hacia las calles de Breda, pobladas de niños jugando, de mujeres —unas vestidas de negro, otras de un traje festivo de brillantes colores— sentadas en sillas de anea, peinándose unas a otras en la calle, de hombres que elevaban una campana hasta una cúpula con la ayuda de cuerdas y poleas. Después de aquello, en la zona que correspondía al norte, se levantaba El Paternóster y, tras él, el telón de las montañas, enmarcado entre las cumbres del Yunque y del Volcán, los dos nombres que había oído repetir tantas veces que ya le parecían inmortales. Bajo un roble se veía a un grupo de muchachas, acompañadas por un hombre y un niño, sentadas en la hierba, alrededor de un mantel con comida para una merienda campestre. La más cercana giraba la cabeza sonriendo y miraba a los espectadores como invitándolos a participar en la merienda. Los rayos de luz se colaban por los embudos de las hojas y veteaban de verde los rostros, entre los cuales Marta se reconoció de nuevo. Separado de las montañas, pero unido a la villa por una suave transición de prados y por un muchacho que conducía con un palo una punta de vacas, el oeste albergaba un paisaje de encinas colosales bajo cuyas copas la luz de los dos soles se resquebrajaba en brillantes fragmentos que parecían picotear algunas palomas posadas en sus copas o que andaban a gatas por el suelo en busca de bellotas. Antes de que aparecieran las imágenes de guerra —que tanto esfuerzo le habían costado a Rubén— en el Puente del Jinete y en el Montón de Trigo, se veía la carcasa de un avión derribado sobre el que se habían subido unos muchachos señalando la cruz gamada en el ala rota. Y un poco más allá, a un grupo de campesinos con sandalias de cuero y suela de neumáticos a quienes les habían puesto en las manos un fusil que no parecían saber utilizar y que sopesaban con un gesto entre voluptuoso y asustado, como si acariciaran a una mujer, con una torpeza que revelaba su falta de familiaridad con las armas de guerra. Todavía ahí la dehesa conservaba esa paz que permitía el idilio que mantenían las palomas con las encinas y todo era aún tan apacible en la pintura que Marta sintió el impulso de pasar la mano por el suelo enyerbado, como si pudiera notar su frescura. Sin embargo, un poco más allá, de pronto los brillantes colores del cielo y de los campos se batían en retirada, sustituidos por tonos sombríos, por el humo de las explosiones y el gris plomo de las armas, por el negro del cañón que parecía tronar en la pared al disparar contra un grupo de milicianos y soldados que resistían en una trinchera. A sus espaldas, dos enfermeros transportaban en una camilla a un soldado herido en una pierna, dirigiéndose hacia un claro en la retaguardia con tiendas de campaña, y se cruzaban con un oficial que dirigía a una patrulla conduciendo a dos prisioneros con las manos atadas a la espalda. En aquella parte todo era movimiento, tensión y desgarro y, como si Rubén hubiera adivinado el hastío del espectador tras contemplar las últimas escenas, donde nada quedaba en reposo, de nuevo conducía sus ojos hacia las riberas del Lebrón y cerraba el círculo volviendo al sosiego de las Huertas de la Abundancia.
Marta respiró profundamente. Todo aquello solo podía haberlo creado un pintor extraordinario. No estaba al alcance de cualquiera levantar un mundo tan personal y emotivo en el que, sin embargo, los demás se sintieran representados. Abstraída en medio de la gente, cuyas conversaciones le llegaban amortiguadas, comparó su oficio de músico con el oficio de Rubén: «Hay músicos que nos dicen cómo es el mundo: Vivaldi, Albéniz. Y hay músicos que nos dicen cómo somos nosotros: Bach, Schubert, cada vez que tocas una pieza suya sientes que la compuso pensando expresamente en ti. Esa misma sensación la he tenido ahora, delante del mural. Al hablar de sí mismo, Rubén está hablando de todos nosotros».
Conmovida, volvió a buscarse en la pared, bajo la sombra del roble rota por los pellizcos del sol, y se sintió satisfecha y orgullosa de estar allí.
—¡Eh, despierta! —era Gema, que, al descubrir lo que miraba, añadió—: Te ha sacado muy guapa. Ni en la pintura puede disimular cuánto le gustas.
—¡No seas exagerada!
—¡Qué voy a serlo! Ya me gustaría que alguien me sacara tan favorecida en un retrato. ¡Pero ni con cámara de fotos! —sonrió abriendo mucho sus ojos azules y luego añadió en voz baja—: Te he estado buscando, pero no te veía. Tengo que contarte una cosa. João me ha pedido que todavía no se lo diga a nadie, pero a ti no puedo ocultártelo.
—Dime.
—¡Vamos a casarnos! ¡El muy pánfilo, hasta ayer no se decidió a pedírmelo!
—¡Enhorabuena! —Marta la abrazó—. Quiero ser tu... como se diga, dama de compañía... o lo que sea eso.
—Creo que no vas a poder —lamentó.
—¿Por qué?
—Porque nos casamos en Portugal. Dice que aquí..., que ahora están las cosas aquí muy complicadas y que es mejor que nos vayamos una temporada... sobre todo si queremos tener un niño —confesó.
—João tiene razón.
—¡Con lo que me gustaría que tú tocaras la música en mi boda!
—Te prometo que luego, cuando volvamos a vernos, lo celebramos y toco algo especial para vosotros.
—Te tomo la palabra, ¿eh? Además, la boda será en Portugal porque João quiere que nos casemos por la iglesia —dijo con vergüenza.
—Bueno, cada cual tiene sus ideas.
—¡Si no es por él! Es por su madre, que está enferma. Le daría un gran disgusto. Ha hablado con mi padre y las dos familias están de acuerdo. ¡Muy republicanos, sí, muy republicanos..., pero cuando se trata del matrimonio de una hija, todos los hombres vuelven a lo tradicional! Me iré a vivir allí con él. Me da mucho miedo que esté cruzando la frontera para acá y para allá. Se está poniendo muy difícil el paso por La Raya.
—Haces bien —Marta intentó tranquilizarla—. Yo haría lo mismo en tu situación, con un novio que me quisiera tanto.
—¡Pero si lo tienes! —Gema soltó una carcajada—. No hay más que ver lo guapa que te saca en las pinturas.
—¿Cuándo será la boda?
—Dentro de un mes. Sus hermanas se están encargando de preparar todos los detalles. João se fue ayer para ayudarlas —dijo antes de alejarse con las compañeras que la reclamaban.
Rubén seguía hablando con Guedea y agradeciendo los elogios de quienes se acercaban a felicitarlo. Pero de vez en cuando la miraba como si quisiera escaparse hacia ella y no se lo permitieran, con un gesto que parecía decirle que también a él le gustaría estar en las últimas filas, entre los parientes pobres que acuden a las bodas. Marta oyó los comentarios de asombro que hacían todos, vio los gestos de satisfacción de quienes se reconocían en el mural, de complicidad al identificar un paisaje o al recordar una escena similar, de admiración ante alguna figura cuyos ojos los seguían por todas partes. Ella misma comenzó a descubrir detalles que, si aislados no tenían sentido, en relación con el conjunto se llenaban de resonancias. Muchos le resultaban conocidos, pero, iluminados por Rubén, adquirían matices que no había apreciado. Era como si hubiera estado viendo ese mismo mundo de un modo borroso, con un velo de niebla, que de pronto él había retirado para mostrárselo con toda claridad, diáfano y luminoso.
Ahora las imágenes desbordaban la pared e implicaban a los demás sentidos. Notaba la aspereza de las camisas de arpillera de los campesinos y la frescura de la hierba, en la que apetecía recostarse, el filo de las hojas de las hoces y el tacto granuloso de la luz bajo las copas de las encinas cargadas de palomas con el buche lleno de bellotas. Se podía oler la acidez del rayo que caía sobre un roble en El Paternóster, el tufo de los pies alpargatados de los campesinos y el sudor en las cabezas hirsutas de los pastores, con el pelo chamuscado por el sol, tan duro, resistente y protector como el mismo pelo de las cabras o la lana de las ovejas. Se oían las voces de los hombres que guadañaban en las riberas del Lebrón una hierba tan alta que les llegaba a la cintura mientras, tras ellos, un grupo de mujeres se afanaba reuniendo las gavillas. Apetecía, en fin, morder el fresco sabor de la sandía que comía un rapazuelo.
Todas aquellas escenas habían pasado por sus ojos sin fijarse demasiado, sin haberlas incorporado a la memoria de sus pupilas hasta que los pinceles de Rubén le descubrían todo lo que veía sin ver.
Conmovida, Marta recordó de pronto una anécdota que, para animarla en uno de sus peores momentos, le había contado el médico que le curó la mastoiditis. En una ocasión llegó a su consulta un anciano que en los últimos años había ido perdiendo poco a poco la audición, tanto que ya apenas distinguía las voces que le hablaban ni los cantos de los pájaros, menos aún los murmullos del viento. No le quedaban muchas esperanzas de volver a oír. El médico estudió sus oídos con lentitud y delicadeza y le pidió que no se moviera, aunque sintiera una molestia, que iba a limpiar algo. Cuando le extrajo con agua caliente las excrecencias negras y endurecidas, el mundo volvió a ser audible y el anciano no pudo contener las lágrimas.
En aquellos momentos Marta sentía algo parecido al comprobar que todo lo que la había rodeado en Breda aquellos meses, terribles y prodigiosos, quedaba fijado en el mural, inmune a las tinieblas del olvido. Por primera vez se sintió orgullosa de haber colaborado en aquella obra, aunque su aportación solo hubiera sido la del más humilde y bisoño ayudante.
La tarde de la inauguración del mural fue la última en que los combatientes de Breda aún creyeron que era posible la victoria. El día siguiente amaneció con un fuerte ataque de los sublevados y a partir de esa jornada tuvieron que asumir que estaban definitivamente encerrados en la comarca, que el Gobierno de Madrid nunca lanzaría la ofensiva prometida y que no les iba a ser fácil escapar de allí.
Al cañón de 105 mm que tanto daño hacía en las trincheras republicanas se unió una batería de morteros que incrementaron la lluvia de metralla desde la orilla derecha del Puente del Jinete. A la misma hora, una compañía de legionarios atravesó el Lebrón unos kilómetros más arriba de las Huertas de la Abundancia, con la ayuda de unas barcas que habían logrado trasladar hasta allí. El río estaba lo suficientemente crecido por las lluvias primaverales como para que los sitiados se durmieran en la vigilancia de aquel tramo de aguas profundas. Sorprendidos entre dos fuegos, las tropas republicanas no resistieron los golpes cruzados y al atardecer habían retrocedido hasta los arrabales de la villa para defenderse en las trincheras cavadas unos meses antes y que hasta entonces no se habían utilizado.
Refugiados tras una defensa mixta de trincheras y casas, sin quintacolumnistas que los hostigaran desde dentro, la resistencia de los republicanos era más eficaz dentro de la villa que en campo abierto, como había ocurrido en Éufrates. Sin embargo, su moral de combate, erosionada por las bajas, por la carencia de víveres ahora que ya no podían salir a los campos y por la escasez de municiones, solo se mantenía en pie por la conciencia de la represión que les esperaba. Sin nada que ofertar en una improbable negociación de entrega, los más significados políticamente y cualquiera que hubiera tenido alguna responsabilidad militar preferían morir combatiendo antes que acabar con las manos atadas a la espalda ante un pelotón de fusilamiento. Y esa convicción dotó a la lucha en aquellos últimos días de una ferocidad numantina que exigió esfuerzo y valor en los dos bandos.
Guedea aplicó a la defensa sus últimos recursos disponibles y de esa forma Rubén y Marta volvieron a empuñar los fusiles, reincorporados a la sección de Magro, donde Tena, Viriato y Mangas los saludaron como si nunca se hubieran alejado.
Si los sitiadores, tras completar la última corona del cerco sobre Breda, no hubieran cortado el suministro de la luz eléctrica, alguien tan reservado como Viriato no se habría decidido a hablar, pero en la oscuridad nadie podía verle el rostro cuando preguntó:
—¿Qué vais a hacer si logran entrar?
Nunca solía llevar la iniciativa en la conversación, se limitaba a intervenir cuando aludían a él o le preguntaban y ahora los demás tardaron unos segundos en reaccionar.
—¿Y tú? —le preguntó Mangas, que había liado varios cigarrillos y los fue repartiendo. Los encendieron agachándose para ocultar el brillo de la brasa. Se oyó un lejano cruce de disparos, pero enseguida volvió el silencio.
—Yo no me creo lo que dice esa hoja.
Esa tarde el avión alemán —ya sabían que era siempre el mismo y habían deducido que sus insistentes ataques respondían a la venganza por el derribo del Junker— de nuevo había sobrevolado Breda, pero en lugar de bombas había soltado centenares de octavillas en las que exigían la rendición con la promesa de no ejercer represalias sobre los combatientes que entregaran las armas y no tuvieran delitos de sangre.
—Tal vez sea cierto —dijo Mangas. Era la primera vez que lo veían flaquear—. No pueden matar a todo el mundo.
—No te matarán si aceptas alistarte en sus filas —dijo Tena.
—¿Vosotros no tenéis miedo? —preguntó Mangas a Marta y a Rubén, que no habían respondido.
—Yo sí. Mucho —contestó Marta.
Rubén dudó un momento antes de precisar:
—No tengo miedo mientras estoy disparando. Pero siempre lo tengo cuando se detiene la lucha.
—No te entiendo.
—¿Qué pasará si al final toman esta villa? ¿Qué pasará si tiene el mando alguien a quien nosotros le hemos matado a un hijo..., o a un hermano? ¿Qué les impedirá ser crueles?
—Lo serán —respondió Viriato.
—¡Claro que lo serán! —dijo Tena—. ¿Conocéis algún frente donde no lo hayan sido? Por cualquier daño que les hayamos infligido se sentirán justificados para cometer cualquier barbaridad.
—Si ganan, la victoria tal vez les haga ser generosos —sugirió Marta.
—No —replicó Viriato, que estaba sorprendentemente comunicativo—. Yo los he visto. No pasarán nada por alto. Incluso pagarán nuestros hijos la lucha de los padres.
—¿Tienes hijos? —se extrañó Marta.
—Sí.
—¿Aquí, en Breda?
—No, están con su madre, en un pueblo de Toledo. Huyeron de Badajoz —se limitó a contar.
Nunca lo había mencionado y todos quedaron callados hasta que Tena dijo:
—Franco tendrá que dialogar. Aunque tenga a su lado a Alemania y a Italia...
—Y a Portugal —precisó Rubén.
—Y a Portugal. Las demás naciones lo obligarán al diálogo —insistió con aquella credulidad que se debía tanto al optimismo de su partido sobre el avance de los pueblos hacia la Revolución como a la ingenuidad de quien aún no había cumplido veinticinco años y era incapaz de aceptar que solo era posible un desenlace trágico.
—Franco no entiende de diálogos —negó Viriato.
No tardó en amanecer y, al mismo tiempo que la luz, les llegó una tromba de plomo y de metralla. Los sitiadores, deseosos de terminar de una vez por todas con aquella resistencia que se había prolongado más de lo esperado, empleaban con contundencia todos sus efectivos. El asalto más feroz se produjo sobre el flanco noroeste, en los alrededores de la Fuente de Chico Cabrera, en un paraje que creían bien defendido y de poco valor estratégico. Ante su empuje, los defensores retrocedieron hasta las primeras calles de la población. El coronel Guedea pensó que el ataque continuaría incidiendo sobre la brecha abierta y derivó hacia allí ayuda para contenerla, aunque el cañón y los morteros seguían percutiendo sobre la carretera del sur. Apoyados por la artillería, los regulares hicieron añicos la resistencia de unas exhaustas trincheras donde apenas quedaban defensores. A partir de ahí se desencadenó una desbandada general y comenzó la toma de las calles de Breda.
A pesar de los temores de los vencidos, no se produjo una de esas sangrientas luchas finales en las que la defensa del último reducto y el ansia de botín provocan una carnicería. En general, los combatientes republicanos tiraron las armas al suelo y se entregaron prisioneros. Algunos se escondieron y, si los encontraron armados, fueron fusilados en el mismo escondite. En el desorden del sálvese quien pueda, el grupo de Rubén fue retrocediendo instintivamente hacia el centro de la villa, pero cambiaron de dirección cuando alguien sugirió refugiarse en el Mausoleo, el terreno que mejor conocían y de cuya fortaleza ya habían tenido una clara evidencia. En un momento de caos, al mirar tras de sí, Rubén no vio a Marta con ellos y por esperarla se quedó junto al teniente Noguerol para recoger de los depósitos del Palacio las últimas reservas de dinamita y munición, granadas de mano y dos ametralladoras pesadas. Miraba a la explanada confiando en que apareciera de un momento a otro, con los últimos huidos que corrían a encerrarse en el Mausoleo. Cuando al fin llegaron allí, un grupo de milicianos fortificaba la entrada con sacos de tierra.
Antes de que cerraran la puerta miró todavía, angustiado, hacia atrás. Ya se veían aparecer entre las casas de Breda los tarbuches de los regulares y los disparos sonaban cada vez más cercanos.
—¡Entra!
Viriato lo agarró del brazo y tiró de él.
—¡No ha llegado Marta!
—¡No podemos esperar más! —ordenó Noguerol.
Terminaron de colocar los sacos de tierra delante de la puerta, dejando una tronera para emplazar una de las ametralladoras.
—Toma —Viriato le ofreció un peine de balas para el fusil.
—No. A mí me quedan todavía. Y a ti te serán más útiles.
—Pues coge esto —le entregó dos granadas de mano.
Rubén las aceptó mientras insistía:
—Marta no está aquí.
—¡Hijos de puta! —se limitó a mascullar Viriato antes de acercarse a Noguerol, que los reclamaba para organizar la defensa.
Marta corría junto a sus compañeros hacia el centro, con la intención de refugiarse en el ayuntamiento o en la iglesia, a la espera de que los jefes pactaran la inevitable rendición, cuando en un cruce de calles vio aparecer al fondo una avanzadilla de los regulares, inconfundibles por sus gorros rojos y sus uniformes color garbanzo. El recuerdo de sus figuras fantasmales en la carretera de Éufrates la tarde en que mataron a Marcelo la aterrorizaba y, en el brusco cambio de dirección, sufrió la caída que lo cambió todo: resbaló al pisar algo deslizante y cayó al suelo trastabillando, desesperada porque veía cómo su grupo se alejaba corriendo. Mientras se levantaba y descubría la causa de su caída —un casquillo vacío disparado en su huida por algún miliciano—, varios disparos rebotaron en la pared, por delante de ella, como si, más que herirla, pretendieran detener su carrera. Entonces se vio obligada a retroceder unos pasos hasta la bifurcación que le permitía escapar por otra calle, aunque eso suponía perder el contacto con sus compañeros.
Aterrada, sola, sin nadie en quien apoyarse o que la aconsejara, corrió espoleada por el miedo por la calle desierta y ondulada, sin saber adónde conducía. Sin aliento, sin detenerse, miró hacia atrás: no la seguía nadie, pero no tardarían en aparecer los regulares o los legionarios, de modo que se escondió en el hueco de una puerta, intentando pensar. Empujó la madera, pero estaba cerrada, como todas las que había visto en su desesperada carrera, y aunque llamó palmeando, nadie respondió. Cerró los ojos, sin saber qué hacer. Por delante, todos sus compañeros habían desaparecido, más rápidos que ella en reaccionar a un imprevisto. No tenía ninguna duda de que Rubén la estaría buscando, pero él tampoco podía hacer nada para ayudarla. Por detrás ya no se oían disparos, todo había quedado en silencio, aunque sabía que los asaltantes no tardarían en asomar por cualquier lado de la calle. Estaba tan tensa que saltó desde el umbral al percibir a sus espaldas un levísimo movimiento, pero vio con alivio que habían abierto la puerta desde dentro. Se precipitó al interior esperando encontrar a alguien, pero no había nadie en la penumbra. Cerró a sus espaldas y, cuando sus ojos se adaptaron a la escasa luz, distinguió un zaguán en cuyos laterales había dos puertas cerradas. Sin embargo, frente a ella, como si le indicaran el camino, se abría un pasillo y, al fondo, una puerta entreabierta que dejaba entrar una cuchilla de luz. Corrió hacia allí y al asomarse vio un patio con algunos utensilios agrícolas, con un viejo carro junto a la alta pared del fondo y dos cabras que fijaron en ella sus extraños y truculentos ojos amarillos. Paralizada de nuevo, sin saber qué hacer, salió y buscó un hueco, un montón de paja o de heno que le sirviera de refugio o escondite, cuando oyó los golpes tras ella, en la puerta de la calle. No lo dudó. Subió al carro y desde el carro alcanzó lo alto de la pared. Al otro lado había un huerto con unas pocas higueras y un pozo, una especie de solar al que daban las paredes traseras de algunas casas. No había nadie allí, pero tampoco era el mejor lugar para hacerse invisible mientras pasaba la primera furia de las represalias, la borrachera de la búsqueda de botín. Se colgó el fusil en la espalda, se dejó caer al otro lado y atravesó el huerto corriendo hacia una pared más baja, que podría saltar. Tras ella había un patio con una pila de carbón y un montón de escoria, de hierros oxidados y retorcidos entre los cuales picoteaba una docena de gallinas. Parecía la parte trasera de un almacén de chatarra o de una herrería y allí podría encontrar un escondite con menos dificultad que en el huerto desnudo. Saltó la segunda pared sin hacer ruido. Volvió a empuñar el fusil y, con enorme cautela, avanzó muy despacio hacia el portón que daba acceso a la herrería hasta que oyó en el interior un ruido parecido a un sollozo. Marta habría huido si hubiera encontrado una salida, pero no podía retroceder hacia el solar de las higueras. No sabía si defenderse o entregarse ante la primera amenaza, como aconsejaban las octavillas arrojadas por el avión, y al cabo de unos segundos asomó la cabeza por el portón. Sus ojos se enfocaron sobre lo único que se movía en el interior, unos pies femeninos sobre los que se agitaba algo confuso, cubierto con una tela. En su resistencia, uno de los pies había perdido el zapato y el talón sangraba por una herida producida al haberse cortado o rozado contra algún trozo de hierro del suelo. Se maldijo por haber tardado tanto tiempo en comprender la escena y dudaba en huir cuando descubrió, tirado a unos metros, el máuser que el marroquí había abandonado para tener las manos libres.
Años más tarde Marta habría podido justificar su comportamiento diciendo que pensó en la muchacha cuya resistencia comenzaba a ceder y que pensó en la mujer —sin saber por qué, imaginaba que había sido una mujer— que unos minutos antes le había abierto la puerta de la casa, pero lo cierto es que asumió el riesgo porque no tenía otra salida. Avanzó unos pasos apuntando con su fusil. Las manos le temblaban y temía que, al disparar, pudiera herir a la muchacha, pero no había otro modo de neutralizar al marroquí ni sabría qué decirle o qué hacer frente a él. Se apartó un paso hacia un lado y entonces la muchacha la vio y Marta reconoció a Luz, a pesar de las lágrimas y de los mechones de cabello que le caían sobre la cara. El regular debió de notar algo, porque giró la cabeza cuando el disparo ya le alcanzaba la espalda y lo arrojaba a un lado.
Marta se agachó junto a la muchacha, que reaccionó cubriéndose el vientre con la falda y comenzó a llorar con desconsuelo.
—Ya pasó. Ya pasó. Ya pasó —repitió varias veces, acariciándole el pelo y procurando calmar sus convulsiones.
Con un gesto brusco y temeroso Luz miró hacia atrás, como si el cadáver todavía pudiera levantarse.
—¡Tranquila, ya pasó! Ya no podrá hacerte nada. ¿Estabas sola? —le preguntó, por miedo a que hubiera otras víctimas de su familia.
—Al principio estaba con mi padre. Se lo llevaron preso. Luego, ese volvió.
—Olvídate de él. Ya no le causará daño a nadie.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Estaban las dos solas y, por primera vez, Marta tenía que tomar una decisión de ese tipo sin disponer de ayuda ni consejo. Miró el cadáver y no sintió ningún escrúpulo por haber disparado.
—Tenemos que esconderlo —reaccionó—. ¿Hay algún sitio que nos sirva?
Luz pensó un momento antes de señalar el montón de carbón en el patio.
—¿Ahí? De acuerdo. ¿Podrás ayudarme?
Le estaba exigiendo mucho, porque sin duda le dolían las heridas, pero aunque el disparo se hubiera confundido entre los que sonaban aquí y allá, algún compañero del marroquí podría regresar a buscarlo. Con dos palas abrieron un hoyo en el carbón y en pocos minutos ocultaron el cuerpo y borraron las manchas de sangre. No parecía probable que alguien se pusiera a escarbar en la hulla sin tener la seguridad de que allí había algo oculto.
A Luz, la necesidad de actuar con urgencia la había obligado a dejar de lado el asco y el dolor, pero al terminar volvieron con mayor virulencia. Deseaba lavarse a fondo y esconderse en algún sitio oscuro, sin hablar con nadie, sin que nadie la viera, avergonzada de lo ocurrido. A pesar de su angustia, pensó en la situación de Marta y la recordó tocando la viola en el funeral de su novio. Ella también sabía lo que era el dolor. Y si volvían los facciosos y la sorprendían allí, lo pasaría muy mal, puesto que era una combatiente. Con un sentimiento de pánico dedujo que no se conformarían con hacerle lo mismo a ella.
—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
—Necesito esconderme.
Las dos se miraron desconcertadas, manchadas todavía del carbón removido.
—Ven. —Cogió del suelo una pequeña platina de hierro—. Hay un sitio donde no te encontrarán.
—¿Puedo lavarme un poco? No soporto esta sangre —le mostró las manos manchadas y repegosas.
—¡Después te llevo agua! Ahora te tienes que esconder.
La condujo enseguida hasta un rincón del patio ocupado por un gallinero de tela metálica.
—Entra —señaló la puerta abierta, de apenas un metro de altura.
—¿Ahí? —se extrañó, porque no venía ningún hueco ni trampilla en las paredes o en el suelo, sucio de los excrementos grises y verdosos de las aves.
—Ven.
Asustando a las gallinas entraron en aquel espacio de apenas tres por tres metros, con unos palos cruzados en lo alto que servían de aseladeros y unos cajones de madera con lechos de paja como ponederos. Luz se agachó junto al rincón, palanqueó con el hierro hasta levantar una puertecilla de madera camuflada por la suciedad, el plumón y el paso del tiempo, de modo que desde fuera era imposible advertir nada.
—Aquí había un viejo cuchitril que servía para encerrar a algún animal que estaba enfermo o que había parido —explicó—. Cuando mi padre instaló el gallinero, lo tapó con esta madera de forma provisional para que las gallinas no se colaran dentro, pero luego nunca se ocupó de cambiarla.
Marta miró con prevención el interior oscuro.
—No estarás muy cómoda, pero no tengas miedo. Hasta no hace mucho tiempo yo me escondía ahí, jugando con mis amigas, y nunca me encontraban. Ven.
Luz pasó la primera.
—Tenemos que darnos prisa. Puede aparecer alguien en cualquier momento. Entra. Yo voy a traer algunas cosas.
Marta pasó al interior y se quedó acurrucada, porque la altura del techo apenas le permitía estar de pie, hasta que Luz regresó con un cubo de agua, una escoba, una estera de esparto y una manta vieja. Mientras Marta se lavaba, ella barrió del interior la suciedad más gruesa y extendió en el suelo la estera.
—Colócala como te parezca —dijo.
Se fue de nuevo y volvió con una toalla y un cubo de agua. Un minuto después volvió a encajar la puerta y cruzó sobre ella unos palos. Se agachó y le preguntó a través de las rendijas:
—¿Me oyes?
—Sí. Y te veo.
—Más tarde te traeré otras cosas. Aguanta un poco y no te preocupes. De pequeña nadie me encontró nunca —repitió.
—Vale.
Acercó los ojos a la rendija y la vio cerrar la puerta de alambre y desaparecer en la herrería. Aunque temía que el encierro en aquel tabuco le provocara angustia, con aquel ácido olor a amoniaco que le picaba en la garganta, el miedo quedaba mitigado por la posibilidad de salir ella sola empujando el tablón. No, se dijo, no está mal del todo. Allí estaría a salvo unas horas o unos días, hasta ver en qué paraba todo aquello.