VII

El Gran Guardabosque nos era conocido desde tiempo atrás como señor de la Mauritania. Con frecuencia nos habíamos encontrado con él e incluso alguna noche habíamos comido y reído juntos. Entre los moros era considerado como un gran señor, lo cual no obstaba para que se le viera un poco ridículo y en algunas ocasiones fuera recibido como suele serlo un viejo coronel de la reserva de caballería, cuando va de paso hacia sus propiedades, en un cuartel; pues su verde frac bordado con pequeñas hojas de ilex atraía todas las miradas.

Se decía que poseía una inmensa fortuna y que daba fantásticas fiestas en su casa de la ciudad. Allí en su residencia, se comía y bebía sin reparos, a la antigua usanza, y se aseguraba que la gran mesa de encina que había en una sala de juego se curvaba a veces bajo el peso del oro que sobre ella había. Asimismo eran célebres los festejos orientales que daba a sus adeptos en algunos de sus poblados. Yo tuve ocasión de verlo de cerca y confieso que me impresionó su personalidad de gran señor y su aliento de poderío, que parecía provenir de lo más profundo de sus extensos bosques. Al principio no me inquietó su rígida manera de ser, pues a lo largo del tiempo la mayor parte de los moros acaban teniendo un carácter duro, de reacciones automáticas. Esa manera de ser se manifestaba sobre todo en su mirada. En los ojos del Gran Guardabosque brillaba siempre, y sobre todo cuando reía, una terrible jovialidad. Sus ojos, como los de los viejos bebedores, estaban nimbados de rojo, pero en su interior cabrilleaba una viva expresión de astucia y de indomable fuerza, y a veces también de soberanía y poder. Por aquel entonces, sin embargo, nos agradaba su compañía, pues vivíamos en la insolencia de nuestra fuerza y frecuentábamos la mesa a la que se sientan los poderes de este mundo.

Más tarde, al referirse un día a la época en que vivimos en Mauritania, oí decir a hermano Othón que el error únicamente se convierte en falta cuando se persiste en él. Aquello me pareció muy acertado, sobre todo al pensar en nuestra situación de entonces, en la época en que tales cosas nos atraían. Hay épocas de decadencia en las que se desvanece la forma de vida profunda que en cada uno de nosotros está dibujada de antemano. Cuando perdemos sus huellas, vacilamos y nos tambaleamos como seres a quienes falta el sentido del equilibrio. Entonces pasamos de las oscuras alegrías a los oscuros dolores. Y la conciencia de una infinita pérdida hace que el pasado y el porvenir se nos aparezcan llenos de atractivos, y mientras el instante huye para no volver más, nos balanceamos en épocas remotas o en fantásticas utopías.

Tan pronto como nos percatamos de este error hicimos un esfuerzo para remediarlo. Añorábamos la realidad y nos hubiéramos metido en el hielo y arrojado al fuego para matar el aburrimiento que nos dominaba y, como ocurre siempre que la duda se apodera de nosotros, nos entregamos a la fuerza —el eterno péndulo— que indiferente al día y a la noche empuja hacia delante las agujas. Así, pues, comenzamos a soñar con las fosas del poder y de la fuerza y con las formas que intrépidamente ordenadas marchan unas junto a otras, dispuestas tanto al desastre como al triunfo, al combate de la vida. Y las estudiamos con alegría y atención, igual que se observa la acción corrosiva de un ácido sobre el oscuro espejo de los metales bruñidos. Tal propensión hizo que los mauritanos simpatizaran con nosotros. Fuimos presentados por el capitán que había sofocado la gran sublevación de las provincias ibéricas.

Quien conoce la historia de las órdenes secretas sabe lo difícil que es determinar su auténtico radio de acción. Y no ignora tampoco su fecundidad para dar vida a nuevos grupos y asociaciones, de manera que cuando uno trata de seguir su pista, acaba perdiéndose en un gran laberinto. Algo parecido ocurre con los mauritanos. El que los desconoce queda sorprendido al ver la cordialidad con que, en sus lugares de reunión, se tratan miembros pertenecientes a grupos que se profesan un odio mortal. Y es que entre otros ideales, los mauritanos tienen el ideal de tratar los negocios de este mundo de una manera artística. Querrían que uno se sirviera del poder al estilo de los dioses, y de sus escuelas salía una raza de espíritus lúcidos, libres y siempre temibles. Poco importaba que su actividad se ejerciera en favor de la rebelión o en pro del orden; su victoria era siempre la victoria mauritana, y su orgulloso lema de Semper victrix no se aplicaba a los individuos, sino a su jefe: la doctrina, que siempre, en todos los tiempos, se conservaba incólume, y el pie siempre pisaba tierra firme en sus residencias y palacios.

No fue el deseo de vivir en calma lo que nos hizo tan agradable nuestra estancia. Cuando el hombre ha perdido el dominio de sí mismo, el miedo se apodera de él y le domina, zarandeándole en sus remolinos como a un ciego. Entre los mauritanos, empero, reinaba una calma parecida a la que se da en el centro mismo de los ciclones. Quien se precipita en el abismo ve las cosas de la manera más clara posible, como a través de unos vidrios de aumento. Esa misma visión, pero libre de todo temor, es la que se tenía en el aire de la Mauritania, que era malo de raíz. La serenidad del pensamiento y el desinterés espiritual aumentaban en los momentos en que reinaba el terror. El buen humor imperaba cuando se producían las catástrofes, y todo el mundo bromeaba acerca de las mismas, como el banquero de una mesa de juego suele hacerlo acerca de las pérdidas de su clientela.

Entonces comprendí claramente que el pánico, cuya sombra siempre se cierne sobre nuestras grandes ciudades, tiene su contrapartida en el audaz orgullo de unos pocos hombres que como águilas sobrevuelan los dominios del ciego dolor. Cierto día, el capitán, en compañía del cual estábamos bebiendo, se inclinó sobre su copa como si ésta fuera un vaso en el que se le aparecieran los tiempos pasados, y con voz estremecida por la añoranza, dijo: «Ningún vino de las islas podrá ser mejor que aquél que se nos trajo junto a las máquinas la noche en que hicimos que Sagunto fuera devorado por las llamas». Y nosotros pensamos: «Es preferible perecer junto a éste, que vivir entre aquéllos a quienes el miedo les hace arrastrarse por el polvo».

Pero la verdad es que estoy divagando. Entre los mauritanos todavía podían aprenderse aquellos juegos que alegran el espíritu absolutamente libre y fatigado de la misma ironía. Entre ellos, el mundo tomaba la apariencia de uno de esos mapas para aficionados, hechos con pequeños compases y brillantes instrumentos, de tan grato manejo. De ahí que sorprendiera encontrar en aquel dominio de claridad, limpio de toda sombra y perfectamente abstracto, figuras como la del Gran Guardabosque. Sin embargo, así que el espíritu afinca su poder, los indígenas van hacia él, al igual que la serpiente se arrastra hacia el fuego que arde al aire libre. Son viejos conocedores del poder y ven acercarse la hora de volver a implantar la tiranía, que desde los comienzos vive en sus corazones. Así se forman en las grandes órdenes las galerías secretas y las criptas hacia las que ningún historiador nos sabría guiar. Y así, de una manera parecida, nacen las luchas más refinadas, que surgen en el seno del mismo poder. Luchas entre las obras y los pensamientos, luchas entre los ídolos y el espíritu.

Más de un hombre ha podido ver en aquellas disensiones el origen de la astucia de la tierra. Así me ocurrió a mí mismo cuando al ir en busca del desaparecido Fortunio me metí en los terrenos de caza del Gran Guardabosque. Desde aquel día conocí las fronteras impuestas a la temeridad y evité hollar la oscura linde de los grandes bosques a los que el viejo, maestro en el arte de fingir una lealtad llena de tunanterías, gustaba llamar su «bosque de Teutoburgo».