XI

Existían otros muchos signos a través de los cuales se manifestaba la decadencia. Eran semejantes a la erupción que aparece, desaparece y vuelve a venir. Y también había días serenos, durante los cuales todo era semejante al pasado.

Precisamente en ello se advertía un rasgo magistral del Gran Guardabosque, que administraba el pavor a pequeñas dosis, aumentadas poco a poco, cuyo objetivo era ir paralizando la fuerza de la resistencia. El papel que el Gran Guardabosque desempeñaba en esos disturbios preparados al abrigo de sus bosques era el de un poder ordenador, pues mientras sus agentes inferiores, introducidos en las ligas de pastores, multiplicaban el elemento anárquico, los iniciados se hacían con los altos cargos y las magistraturas e incluso se introducían en los conventos, y por todas partes aparecían como espíritus enérgicos llamados a poner orden entre el populacho.

El Gran Guardabosque parecía, pues, un médico criminal que primero provocara el mal, para luego asestar al enfermo una serie de heridas pensadas de antemano.

Cierto que entre los magistrados había cabezas que se daban cuenta de ese juego, pero les faltaba fuerza para oponerse a él. Desde antiguo había en la Marina tropas extranjeras mercenarias, y mientras las cosas estuvieron en orden se estuvo bien servido. Pero desde que los conflictos se extendieron por nuestras playas, cada cual procuró ganarse a los mercenarios, y la cotización de Budenhorn, su jefe, en una sola noche creció enormemente. Budenhorn era el último en sospechar un cambio tan favorable a sus intereses; pero en seguida se hizo el difícil y retuvo las tropas como el dinero que se presta en interés. Con ellas se retiró a una vieja fortaleza llamada la Torre de Armas, en la que vivía como un ratón entre tajadas de lardo. Bajo las bóvedas del torreón hizo instalar una sala de banquetes donde, al abrigo de las murallas, presidía los trinquis. En las vidrieras de las ventanas se veía su escudo, en el que figuraban dos cuernos y la divisa:

Gran jarro:

¡Da la vuelta!

Vivía en aquel retiro, y se le veía lleno de aquella jovial astucia del norte que generalmente suele sobreestimarse, y con fingida preocupación escuchaba a quienes acudían a quejarse. Con la copa en la mano, siempre se mostraba interesado por el orden y la ley, pero jamás se vio que hiciera algo por mantenerlos. Además, no solamente negociaba con las ligas de los clanes, sino que al mismo tiempo estaba en tratos con los capitanes del Gran Guardabosque, a los que hospedaba en su fortaleza y regalaba con grandes banquetes, cuyo gasto corría a cuenta de la Marina. Con esos capitanes de los bosques llevó a cabo una terrible acción. Habiendo simulado que estaba falto de ayuda, les confió, a ellos y a su canalla, la vigilancia de los distritos rurales. Y a partir de aquel momento, bajo la máscara del orden, reinó el pánico.

Al principio, los contingentes puestos a la disposición de los capitanes fueron mínimos y únicamente se les enviaba a la Campaña en pequeños grupos, formando gendarmerías. Tal medida se aplicaba sobre todo a los cazadores, que con mucha frecuencia veíamos pasar junto a la Ermita y que desgraciadamente se detenían para comer algo en la cocina de Lampusa. Eran gente del bosque, tal como se la describe en los libros: pequeña, de ojos pestañeantes y barba negra e hirsuta sobre un rostro comido de arrugas, que hablaba una especie de germanía en la que figuraba todo lo que de peor tienen las lenguas, y que parecía amasado en un fango sangriento.

Los encontrábamos equipados de armas menores, tales como lazos, redecillas y puñales curvos, que ellos llamaban espitas de sangre. Traían colgados pequeños animales. Por medio de un viejo y conocido sistema que consiste en mojar con saliva un lazo muy fino, cazaban grandes lagartos sobre los escalones de nuestros acantilados de mármol. Muchas veces, aquellos hermosos animales estrellados de verde y oro, con brillantes manchas blancas, habían alegrado nuestros ojos, sobre todo cuando los veíamos merodear entre el follaje de la zarzamora que, cubierto de guirnaldas de púrpura, corría a lo largo de los acantilados. Sus pieles eran altamente codiciadas por las cálidas cortesanas meridionales que el viejo tenía en sus dominios; y los lechuguinos y petimetres se hacían fabricar con ellas cinturones y hermosos estuches. Así, pues, esas verdes criaturas de ensueño fueron implacablemente cazadas y sometidas a un trato horrible. Sus verdugos ni siquiera se tomaban la molestia de matarlas, y las despellejaban a lo vivo, dejándolas luego huir como blancos fantasmas, que caían al pie de los acantilados, donde perecían en medio de grandes sufrimientos. Profundo es el odio que en los corazones abyectos arde contra la belleza.

Estos pequeños quehaceres de los cazadores de carroña no eran sino un pretexto para poder espiar en los campos y en las casas si todavía quedaba algún resto vivo de libertad.

Entonces se repitieron en la Campaña los antiguos actos de bandidismo, y los habitantes fueron hechos prisioneros al amparo de la noche y de la niebla. Ninguno de ellos volvía; y lo que entre el pueblo oímos murmurar acerca del destino de ellos, nos hizo pensar en los cadáveres de los lagartos, que muchas veces encontrábamos desollados junto a los acantilados, y nuestro corazón se llenaba de tristeza.

Luego también surgieron los guardas forestales, a los que muchas veces se veía trabajar a lo largo de las viñas y en lo alto de los collados. Parecía que estaban midiendo de nuevo el país, pues hacían hacer agujeros en el suelo y en ellos mandaban plantar postes con inscripciones rúnicas y símbolos de animales. Su manera de caminar a través de los campos era todavía más penosa que la de los cazadores, pues hollaban las tierras de labranza como si éstas fueran landas, no respetando caminos ni límites. Ni tan siquiera saludaban a las imágenes sagradas. Se les veía recorrer aquel rico país, como si fueran a través de un desierto.

A través de todo ello se podía prever lo que todavía podía esperarse del viejo, que acechara desde lo profundo de sus bosques. A él, que odiaba el arado, el trigo, la viña y los animales domésticos, a quien las mansiones soleadas y la vida abierta le eran contrarias, le importaba poco reinar sobre aquella plenitud. Su corazón únicamente palpitaba con fuerza allí donde el musgo y la hiedra cubrían las ruinas, y allí donde, a la luz de la luna, el murciélago volaba bajo las derruidas bóvedas de las catedrales. Quería que los últimos árboles de sus dominios bañaran sus raíces en las riberas de la Marina y que en sus copas se encontrara el halcón plateado con la negra cigüeña, cuando ésta abandonara las encinas y fuera hacia los pantanos. Los jabalíes tenían que remover con sus colmillos la negra tierra de los viñedos y los castores debían circular por los estanques de los conventos cuando, a la hora del crepúsculo, las bestias salvajes avanzan por los senderos ocultos en busca de agua. Y en las últimas lindes, allí donde los árboles no pueden echar raíces a causa del terreno pantanoso, quería ver pasar, en primavera, las chochas, y, en otoñó, volando en busca de las rojas bayas, los zorzales.