XX
Hay experiencias que nos obligan a hacer una íntima revisión de conceptos, y una de ellas fue la mirada que echamos al interior del granero de Köppels-Bleek. En primer lugar decidimos visitar al Padre Lampros; pero la desgracia debía de abatirse sobre nosotros antes de que pudiéramos ir al convento de la Falcifera.
Al día siguiente ordenamos cuidadosamente las fichas manuscritas en el herbario y en la biblioteca. Luego, al oscurecer, me senté un momento en el jardín, sobre el antepecho de la terraza, para gozar del perfume de las flores. El calor del sol bañaba los arriates, pero el primer frescor del herbaje de las riberas ascendía hacia el jardín, limpiando el olor a polvo de la atmósfera. Luego, el perfume de las flores lunares y el de los claros onagros descendió como una cascada por los acantilados de mármol hacia la Ermita. Y, dado que unos perfumes descienden y otros, en cambio, ascienden, un ligero y sutil aroma se abrió paso entre la densa atmósfera.
Seguí su marcha y, en la penumbra, vi que la gran azucena dorada de Cipango se había abierto. Todavía era lo suficiente claro para poder adivinar el trazo dorado, así como las oscuras manchas, cuyos magníficos dibujos destacaban sobre el blanco cáliz. En la clara cavidad de la flor se erguía el pistilo como un badajo, y alrededor de él se veían los seis pequeños estambres cubiertos de un negruzco polvillo parecido a un opio quintaesenciado que las mariposas no habían tocado todavía. Me incliné sobre ella y vi que sus delicados filamentos temblaban como un instrumento musical de la Naturaleza: carillón que, en vez de notas, destilara un delicadísimo mosto. Siempre será un milagro el que estas tiernas creaciones de la vida estén animadas de una gran fuerza amorosa.
Mientras yo contemplaba la azucena, un rayo de luz azul relampagueó en el camino que discurría entre las viñas y se elevó luego como buscando el sendero entre los viñedos. Luego oí cómo un coche se detenía ante la Ermita. Aunque no esperábamos ninguna visita, me dirigí hacia la puerta por el senderillo de las víboras y ante ella vi un gran coche que zumbaba dulcemente, como un insecto que vibrara de manera casi imperceptible. El coche ostentaba los colores de la nobleza de la Nueva Burgundia, y ante él había dos hombres, uno de los cuales hizo el signo que los mauritanos suelen hacer para reconocerse en la oscuridad. Me dijo su nombre —Braquemart—, que yo recordaba, y luego me presentó a su compañero, el príncipe de Sunmyra, un gran señor perteneciente a una familia de la Nueva Burgundia.
Les rogué que entraran en la Ermita y les tendí la mano para guiarles. En la penumbra del atardecer, los tres nos dirigimos por el senderillo de las víboras, y pude observar que el príncipe no prestaba atención a aquellas bestias, mientras que Braquemart las evitaba sonriendo, pero poniendo en ello gran cuidado.
Entramos en la biblioteca, en la que encontramos a hermano Othón, y mientras Lampusa nos servía vino y dulces, iniciamos la conversación con nuestros huéspedes. Conocíamos a Braquemart desde antiguo, pero nuestros encuentros siempre habían sido breves, pues casi siempre estaba de viaje. Era bajo, delgado y cetrino; nosotros le encontrábamos algo grosero, pero no desprovisto de espíritu, como todos los mauritanos. Era de aquellos a quienes nosotros llamábamos cazadores de tigres, pues siempre se le veía mezclado en exóticas aventuras. Iba al peligro como quien, por gusto, avanza por un terreno montañoso surcado de profundas grietas. A Braquemart le disgustaban las llanuras. Poseía un alma enérgica, capaz de afrontar toda clase de adversidades, pero, desgraciadamente, a esta virtud iba unido un vivo sentimiento de desprecio. Como todos los fanáticos del poder y de la dominación, sus desenfrenados ensueños se mantenían siempre en los reinos de la utopía. Braquemart creía que desde los orígenes de la tierra existían en el mundo dos razas: la de los señores y la de los esclavos, que durante el curso de los tiempos se habían ido mezclando. A este respecto se tenía por discípulo del viejo Botafuegos y, siguiendo el ejemplo de éste, exigía la separación de las dos razas. Y también, al estilo de ese burdo teórico, Braquemart vivía de aquello que la ciencia tiene de menos intemporal, y practicaba la arqueología. No era lo suficientemente fino para comprender que nuestra azada exhumaba infaliblemente todo aquello que nuestro espíritu había encontrado con anterioridad, y al igual que otros antes que él, de esa manera, había descubierto la primitiva sede de la especie humana. Estuvimos presentes en una ocasión en que informó acerca de sus excavaciones, y le oímos contar cómo en un lejano desierto había dado con un extraño descubrimiento. Allí, en la inmensa llanura, se elevaban altos pedestales de pórfido, que habían sido perdonados por los efectos de la erosión y que se levantaban cual bastiones o islas rocosas. Braquemart había ascendido hasta aquel lugar y en lo alto de la meseta había descubierto las ruinas de unos palacios reales y de unos templos consagrados al sol, que, según él, databan de una época infinitamente remota. Después de haber descrito las proporciones y las características de los mismos, hizo una completa semblanza de aquel país. Nos habló de los pastos, cubiertos de gruesa hierba verde, extendidos hasta allí donde la vista podía alcanzar, en los que los pastores y los labradores vivían con sus rebaños, y sobre los cuales, dominándolo todo, se hallaba el purpúreo esplendor de las ruinas de pórfido, nidos de águilas de los primitivos señores de aquel mundo. Y por los ríos desecados desde tiempos atrás hizo surcar las naves con puentes de color de púrpura, y nosotros vimos cómo, con un movimiento regular, parecido al de algunos insectos, centenares de remos se hundían en el agua, y oímos el sonido de los címbalos y los golpes de látigo que caían sobre la espalda de los desgraciados esclavos de las galeras. Esas imágenes eran muy apropiadas a Braquemart, quien pertenecía a la especie de soñadores concretos, que es muy peligrosa.
El príncipe nos parecía distraído y muy diferente de Braquemart. Apenas había cumplido los veinte años, y la severa y dolorosa expresión de su rostro, que en seguida nos llamó la atención, contrastaba de una manera extraña con su edad. Su talla era elevada y se mantenía profundamente curvado, como si se avergonzara de su alta estatura. No dio muestras de interesarse en nuestra conversación. Tuve la impresión de que en él confluían la extrema vejez y la primera juventud —la vejez de la raza y la juventud de su persona—. Así, la decadencia había dejado una profunda impronta en su ser. En él podían observarse los rasgos de una grandeza heredada, y también, al contrario, ese rasgo que la tierra imprime sobre toda herencia, pues la herencia es la riqueza de los muertos.
A mí no me sorprendió que la nobleza tomara parte durante aquella última fase de la lucha por la Marina, pues es en los corazones nobles donde los sufrimientos del pueblo hallan su eco más resonante. Cuando desaparece el sentimiento del derecho y del bien, cuando el miedo nubla los entendimientos, es cuando las fuerzas del hombre de la calle son fácilmente vencidas. Pero el sentido de lo que es verdadero y legítimo permanece despierto en la vieja aristocracia, y de ella brotan los nuevos retoños del espíritu de equidad. Esta es la razón por la que todos los pueblos conceden una preeminencia a la nobleza de la sangre.
Pero yo había creído que un día surgirían unos hombres armados de los castillos y fortalezas, que serían los jefes caballerescos de la lucha por la libertad. Y en vez de ellos veía a aquel viejo prematuro, necesitado de apoyo, cuyo aspecto me hablaba del estado de decadencia a que habíamos llegado. Y, sin embargo, era algo admirable el que aquel indolente soñador se sintiera llamado a convertirse en protector —pues a veces se ve cómo los más débiles y los más puros asumen en este mundo las funciones propias del bronce.
Cerca de la puerta, antes de penetrar en la casa, presentí el porqué aquellos dos hombres habían venido con sus linternas sordas, y antes de que hubiéramos pronunciado una sola palabra, hermano Othón también pareció haberse percatado de ello. Braquemart nos rogó que le describiéramos la situación, cosa que hizo sin omitir detalle. A juzgar por el modo de escucharle, Braquemart parecía estar al corriente de todas las fuerzas en juego. Antes había estado hablando con Biedenhorn. Sólo el padre Lampros le era desconocido.
El príncipe continuaba en su actitud soñadora. Incluso la alusión a Köppels-Bleek, que pareció divertir a Blaquemart, resbaló sobre su espíritu; únicamente se enfureció cuando oyó hablar de la profanación del Eburnum. Luego, en líneas generales, hermano Othón le dejó entrever nuestra opinión acerca de los acontecimientos y le insinuó nuestro criterio respecto a la conducta que debíamos observar. Braquemart nos escuchaba de un modo cortés, pero con una ironía mal disimulada. En sus ojos se leía claramente que para él no éramos más que débiles ilusos, y que este juicio ya era inamovible. A veces se dan situaciones en las que cada uno considera al otro como a un soñador.
Puede parecer extraño que, en aquel asunto, Braquemart quisiera oponerse al viejo, cuando su modo de pensar y su manera de actuar representaban tantos puntos en común. Un error en el que muchas veces incurre nuestro espíritu es el de suponer que existe una estricta correlación entre los métodos y los objetivos tras los cuales sospechamos la existencia de una sola voluntad. Sus voluntades se diferenciaban en que el viejo quería poblar la Marina de bestias salvajes, mientras que Braquemart la consideraba como tierra de esclavos y como fuente de esclavos para los ejércitos. En lo fundamental, se trataba de un conflicto interior de los mauritanos, que aquí no puede explicarse detalladamente. Baste con decir que entre el nihilismo llevado hasta su último extremo y la anarquía sin freno, existe una profunda oposición. En este combate se trata de saber si la residencia de los hombres ha de convertirse en un desierto o en una selva virgen.
Por lo que a Braquemart concierne hay que decir que estaba profundamente marcado con los rasgos del último nihilismo. Le caracterizaba una inteligencia fría y sin raíces, así como una fuerte propensión a la utopía. A sus ojos, como a los de todos sus semejantes, la vida era un mecanismo de relojería, y consideraba que la violencia y el terror eran las fuerzas motrices del reloj de la vida. Al mismo tiempo se recreaba con la idea de una segunda y artificial naturaleza y se embriagaba con el perfume de las flores artificiales, así como con los placeres de una sensualidad intelectual. En su corazón, la creación había sido muerta y reconstruida luego como un juguete. Flores de hielo crecían en su frente. Al verle tenía uno que pensar en las profundas palabras de su maestro: «El desierto crece; ¡desgraciado de aquel que lleva en sí los desiertos!».
Y, sin embargo, nosotros no dejábamos de tener cierta simpatía por Braquemart, y ello no a causa de su corazón y su valentía, pues cuanto más cerca está el hombre del mineral, más se aminora el mérito que proviene de la falta de miedo. Lo que nos inclinaba hacia su ser era más bien un sutil sufrimiento, la amargura del hombre que ha perdido la felicidad. Por eso trataba de vengarse del mundo como un chiquillo que en su vano enfurecimiento destruyera un parterre de mil flores, y, sin cuidar de sí mismo, con fría audacia, penetraba en los laberintos del espanto. Así, cuando hemos perdido el sentido de la patria, buscamos los mundos lejanos que nos ofrece la aventura.
Él quería que su pensamiento se dibujara según la realidad, y sostenía que el pensamiento debe poder mostrar dientes y garras. Pero sus teorías eran semejantes a un producto destilado que no hubiera conservado la verdadera fuerza vital; le faltaba el precioso ingrediente de lo superfluo, que da gusto a todos los manjares. Sus planes eran áridos, pero exentos de cualquier error de lógica. Y así, desaparecía la belleza del sonido de la campana por una invisible grieta. Ello era debido a que, en él, el poder vivía excesivamente en el pensamiento y demasiado poco en la grandeza y en la innata desenvoltura. Desde este punto de vista, el Gran Guardabosque le era superior, pues para éste el poder era como una vieja chaqueta de caza, tanto más cómoda cuanto más manchada de barro y sangre. Así, pues, yo tenía la impresión de que Braquemart estaba a punto de emprender una mala aventura, pues en tales casos los teóricos siempre han sido vencidos por los prácticos.
Es posible que Braquemart sintiera su debilidad frente al viejo, y que por esta razón se hubiera hecho acompañar por el joven príncipe. A nosotros nos pareció que éste vivía en un mundo completamente diferente; pero muchas veces se llevan a cabo extrañas alianzas. Es posible que el príncipe se sirviera de Braquemart como se utiliza una barca para una travesía. En aquel débil cuerpo vivía una poderosa inclinación hacia el sufrimiento, y como en sueños, casi sin pensar, pero sin jamás errar en lo más mínimo, mantenía la dirección. Así, cuando la trompeta llama al asalto en el campo de batalla, los buenos guerreros, aunque moribundos, se arrastran sobre el suelo en que yacen.
Más tarde, hermano Othón y yo pensamos muchas veces en aquella conversación, presidida por una estrella funesta. El príncipe sólo dijo unas pocas palabras, y Braquemart desplegó una intolerante superioridad, a través de la cual se reconocía al técnico. Se notaba que en el fondo le divertían nuestras vacilaciones, y tras no haber querido perder una sola palabra en la explicación de sus planes nos interrogó acerca de la situación en los bosques y en los grandes pastos. Mostró gran superioridad acerca de las aventuras y el fin del adepto Fortunio. Dadas sus preguntas, nos percatamos que su intención era proseguir por aquel lado sus investigaciones y hasta quizá su acción, y presentimos que, como un mal médico, no hacía más que agravar la situación. Pues, al fin y al cabo, no era ninguna casualidad y ninguna aventura lo que había hecho surgir de la noche de los bosques al viejo con su pueblo de lemures. En otros tiempos se ajustaba las cuentas a aquella gentuza como a simples cacos. Y la confianza y seguridad en sí mismo que últimamente demostraba tener denotaba que se habían producido profundos cambios en el orden, en la salud y en la suerte del pueblo. En tales condiciones, se trataba de intervenir de una manera eficaz. Y por ello se hacía sentir la necesidad ordenadora y nuevos teólogos que con toda claridad vieran el mal desde sus apariencias exteriores hasta sus más profundas raíces. Solamente entonces sonaría la hora de golpear con la espada sagrada, como un relámpago que penetra en la oscuridad. Por esta razón cada hombre tenía el deber de sentirse unido a los demás de una manera más fuerte y más clara, y de trabajar en la obtención de un tesoro de legitimidad. Cuando se quiere ganar una carrera, por corta que ésta sea, se vive de una manera diferente a la habitual. Y aquí se trataba de una alta vida, de la libertad y de la dignidad misma del hombre. Pero Braquemart, que deseaba pagar al viejo con su propia moneda, consideró que aquellos planes eran una fruslería. Había perdido el respeto a sí mismo, con lo que siempre da comienzo la desgracia entre los hombres.
Hasta casi al amanecer discutimos en vano. Las palabras no nos procuraron ningún acuerdo y los silencios fueron muy significativos. Los espíritus se encuentran antes de la decisión final, como los médicos junto a la cabecera del enfermo. Uno quisiera recurrir al cuchillo, otro desea proceder con miramientos y el tercero espera poder aplicar ciertos remedios particulares. Pero, ¿qué significan el criterio y la voluntad de los hombres cuando la pérdida de algo ya está escrita en los astros? Los jefes también deliberan la víspera de las batallas perdidas.
El príncipe y Braquemart tenían la intención de visitar aquella misma noche los grandes pastos, y al no aceptar nuestra compañía, les aconsejamos que visitaran al viejo Belovar. Luego les acompañamos hasta las escaleras de los acantilados de mármol. Nos despedimos de ellos de una forma protocolaria, tal como conviene hacer cuando el encuentro se ha celebrado sin calor y sin provecho alguno. A aquella despedida va unido, además, el recuerdo de una escena muda que me desconcertó. A la luz del amanecer, los hombres se detuvieron junto a los acantilados de mármol y, sin decir palabra, nos echaron una larga mirada. Ascendía el fresco del alba y era aquel momento durante el cual, por un instante, el ojo ve las cosas como desnudas, como debieron estar cuando su nacimiento, en su origen mismo, llenas de novedad y de misterio. Y así, de esta manera, vimos nosotros al príncipe y a Braquemart. Me pareció que Braquemart había dejado su aire irónico y sonreía de una manera humana. El joven príncipe, al contrario, se había enderezado y nos miraba con gran serenidad, como si supiera la solución de un enigma que tuviera algo que ver con nosotros. El silencio duró largo rato; luego hermano Othón estrechó una vez más la mano del príncipe y se inclinó profundamente ante él.
Cuando los dos hombres hubieron desaparecido tras el borde de los acantilados de mármol, antes de acostarme, quise ver de nuevo la azucena dorada. Los delicados estambres ya habían sido rozados por unas alas, y lo hondo del cáliz, de un color verde y dorado, estaba manchado de un polvillo de púrpura. Sin duda había sido llevado por las grandes mariposas de noche en el vuelo nupcial de éstas.
Así, cada hora nos procuraba dulzor y amargura. Y mientras yo me inclinaba sobre los cálices cubiertos de rocío, al borde de los lejanos bosques sonó la primera llamada del cuclillo.