XXI
Sumidos en una profunda inquietud, con el coche abandonado ante nuestra puerta, pasamos la mañana. Mientras almorzábamos, Lampusa nos trajo un billete de Phyllobius, por el cual supimos que estaba al corriente de la visita de la noche anterior. Phyllobius nos rogaba que, con toda urgencia, hiciéramos que el príncipe fuera al monasterio. La desgracia quiso que Lampusa tardara en entregarnos aquel billete.
Al mediodía llegó el viejo Belovar, el cual nos dijo que el joven príncipe y Braquemart le habían visitado al despuntar el día. Nos refirió que, al tiempo que estudiaba un viejo pergamino iluminado, Braquemart le había hecho algunas preguntas sobre diferentes lugares del bosque. Luego se habían marchado los dos hombres y él había mandado seguirlos por algunos de sus ojeadores. Los dos hombres se habían hundido en el bosque por un lugar situado en el Cuerno de Filler y el bosquecillo del Toro Rojo.
La noticia hizo que nos dispusiéramos a esperar lo peor. Hubiéramos preferido que los dos hombres se hubieran ido, tal como se les había ofrecido, escoltados por algunos servidores e hijos del viejo. Nosotros conocíamos el principio de Braquemart, según el cual nada impone más que un hombre decidido cuando se adelanta solo, y nosotros le creíamos capaz de ir a buscar al viejo sanguinario en medio de la corte de éste y allí enfrentarse con él. Pero si tal hacían, indudablemente caerían en las redes de las potencias demoníacas, y entonces ya sospechamos que el olvido de Lampusa iba ligado a las cuerdecillas de aquellas trampas. Pensamos entonces en el destino de Fortunio, que había sido un hombre de grandes cualidades y que, antes de hundirse en ellos, se había ocupado mucho de los bosques. Aquella era sin duda una tarjeta suya, que después de haber dado algunas vueltas había llegado a manos de Braquemart. Tras la muerte de Fortunio, durante mucho tiempo fuimos tras ella y finalmente nos enteramos que había caído en poder de unos buscadores de tesoros.
Los dos habían caído sin estar preparados para ello y sin la ayuda de una guía superior, como quien parte a la aventura en el peligro. Iban como si fueran medios hombres: allí Braquemart, el puro técnico de la fuerza, que sólo veía pequeños fragmentos de las cosas y nunca las raíces de las mismas, y aquí el príncipe Sunmaya, noble espíritu que captaba el conjunto de las cosas y las leyes generales de éstas, pero que semejaba a un niño que penetrara en un bosque en el que se oyera el aullido de los lobos. Nos parecía que el padre Lampros los hubiera podido cambiar e incluso completar uno al otro, como a veces ocurre en los misterios. En un billete le pusimos al corriente de la situación y, sin pérdida de tiempo, enviamos a Erio al convento de la Falcifera.
Desde la aparición del príncipe y de Braquemart nos sentíamos inquietos, pero creíamos ver las cosas con más claridad que antes de la llegada de éstos. Teníamos la sensación de que ellos aceleraban la crisis final y de que iba a ser preciso nadar como los nadadores que a través de un estrecho camino intentan salvarse de un remolino. Creíamos que había llegado la hora de preparar el espejo de Nigromontanus, y quisimos aprovechar los últimos rayos del sol para encender con él la llama. Subimos a la galería y, según el rito, encendimos la lámpara con el fuego del cielo y el disco de cristal. Con inmensa alegría vimos inclinarse la llama azul y luego encerramos el espejo y la lámpara en la hornacina, junto a los lares.
Apenas habíamos terminado de cambiarnos los trajes cuando Erio llegó con la respuesta del monje. Había encontrado al padre rezando, el cual, sin antes haber leído nuestro billete, le había entregado una carta. Así se reciben órdenes que desde tiempo atrás están preparadas y selladas.
Vimos que por primera vez el mensaje estaba firmado con el nombre de Lampros, junto al cual aparecían las armas de éste con la leyenda: «Aguardo en paz». Y, también por primera vez, no se trataba de plantas. En pocas palabras el Padre me rogaba que fuese en busca del príncipe y velara por él, y me suplicaba que no saliera sin ir convenientemente armado.
Era preciso, pues, que nos equipáramos a toda prisa, y yo, mientras cruzaba unas rápidas palabras con hermano Othón, me endosé la vieja y sólida chaqueta de caza, hecha a prueba de raspaduras. A decir verdad, por lo que a las armas se refería, en la Ermita estábamos mal provistos. Sobre la chimenea pendía uno de esos fusiles que se emplean para la caza del ánade, y que era de corto alcance. En algunos de nuestros viajes lo habíamos empleado para disparar contra los reptiles que poseen una piel dura y una vitalidad tenaz, y a los que el grueso plomo abatía con mucha más facilidad que el mejor disparo de carabina. Al acariciar el fusil con la mirada, en mi memoria se evocó el recuerdo del viento almizclado que, a través de las espesuras ribereñas, le llega al cazador que se acerca a los lugares por donde los caimanes salen de las aguas. Para las horas en que el agua y la tierra se confunden en la penumbra, habíamos puesto un grano de lata en el cañón. Aquel era el único útil de nuestra casa al que podíamos llamar un arma, y por ello la cogí, y hermano Othón me colgó la cartera de cuero, de cuya tapa colgaban unos nudos corredizos para los pájaros abatidos y en cuyo interior había un cinturón para los cartuchos.
En tales prisas nuestra mano se agarra a lo primero que se le ofrece, y el padre Lampros me había aconsejado ir armado para así subrayar la libertad y la hostilidad, del mismo modo que se llevan flores cuando se va en calidad de amigo. La buena espada que yo había llevado cuando estaba entre los jinetes de púrpura estaba suspendida en la casa paterna, lejos, al norte; pero nunca la hubiera escogido para una expedición como aquella. Había brillado a pleno sol en los ardientes combates de caballería, cuando la tierra resuena bajo los cascos de los caballos y el pecho se ensancha de un modo glorioso. Había tirado de ella cuando avanzábamos mecidos en un suave galope que hacía tintinear las armas, primero de manera ligera y luego cada vez con más fuerza, y cuando el ojo elige al adversario entre el escuadrón enemigo. Había confiado en ella en aquellos momentos del combate cuerpo a cuerpo en que a través de la refriega uno ve la vasta llanura cubierta de flores y advierte la presencia de muchos caballos sin jinete. Más de una vez había golpeado sobre la guarnición de los espetones francos y sobre la empuñadura de los sables escoceses; pero algunas veces su punta también había sentido la muelle resistencia de la carne desnuda, en la que la hoja se hundía hasta encontrar la vida. Pero toda aquella gente, incluso los mismos hijos de razas bárbaras, eran seres nobles que por la patria ofrecían sus pechos al acero, y en un banquete hubiéramos podido levantar nuestros vasos por cada uno de ellos como si se tratara de hermanos nuestros. Los valientes de este mundo trazan en el combate las fronteras de la libertad, y las armas que uno ha blandido contra tales hombres no pueden ser empleadas contra los verdugos y los criados de verdugos. Interpreté como un buen augurio el que el muchacho me mirara con alegre tranquilidad. A toda prisa me despedí de hermano Othón y de Erio. Luego, acompañado del viejo pastor, me puse en marcha.