La dependienta se ha marchado a por una talla más y ella se ha quedado sola. Cuando se mira al espejo todavía tiene la sonrisa en los labios. La sonrisa estaba dedicada al diminutivo que utilizó la dependienta. Dijo: «Una tallita más», y Eulalia bromeó sobre esos dos kilos de más como si no importaran, como si ella estuviera por encima de estas, de otras vulgaridades. Pero ahora que se ha quedado sola la sonrisa pierde todo el sentido porque Eulalia se encuentra ante lo que verdaderamente piensa. Piensa que la dependienta utilizó el diminutivo, una tallita, para no desanimar a una clienta que probablemente está dispuesta a gastarse un buen dinero, que es capaz de dejarse vencer por un capricho y comprar cosas inesperadas, que no le hacen falta, que puede que nunca se ponga. Ha utilizado el diminutivo con esa inteligencia que tienen las dependientas de los sitios caros para borrar los defectos evidentes de sus clientas. Pero Eulalia sabe muy bien que ese diminutivo no es más que una estrategia comercial, puede imaginarse, por qué no, a la dependienta comentando en voz baja a alguno de sus compañeros algo irónico, grosero incluso, sobre la imposibilidad de que a esa mujer que espera sola en el probador le siente algo aceptablemente bien. Eulalia piensa que tiene el defecto de la lucidez, una lucidez que le sobreviene en los momentos en que está sola, la voz interior que le asalta de pronto analizando todo aquello que los demás le han dicho y que le tortura provocándole en el pensamiento una inundación de las probables intenciones torcidas de los otros. El psiquiatra le dijo que se trataba de una forma leve de paranoia, eso le dijo, aunque cuando ella levantó las cejas en un gesto que expresaba el profundo malestar ante la idea de ser una paranoica, peor aún, de que alguien la tomara por una paranoica, el doctor Millán suavizó la afirmación, quiso tranquilizarla, convencerla de que la paranoia es uno de los trastornos más frecuentes de la psiquiatría, que la mayoría de la gente, de cualquiera que no haya contemplado jamás la idea de ir a un especialista, convive con ideas paranoicas. El egoísmo, la egolatría, la necesidad perpetua de ser adulado, de que el juicio que tienen los demás sobre nosotros sea positivo, esos defectos que definen a muchas personas y que nunca se toman por asuntos psiquiátricos, encubren muchas veces, en mayor o menor grado, ciertos niveles de paranoia. Y te diría más, le dijo Millán, es algo frecuente en los individuos con una sensibilidad creativa: todo para ellos es rabiosamente personal, todo es autorreferencial, no hay nada en el mundo que no guarde una estrecha relación con ellos, hasta el punto de hacer conexiones absurdas de pensamiento para llevarlo siempre al terreno que quieren, al yo; lo que ocurre es que la palabra da miedo, pero tener leves trastornos psiquiátricos es casi inherente al ser, ¿de qué viviría yo, si no?; ¿quién está sano?, ¿conoces tú a alguien que esté sano, Eulalia? Tú que te mueves en un mundo de personas inteligentes, capaces, que han logrado encauzar todas sus frustraciones, sublimar incluso sus taras en un trabajo artístico, ¿piensas que esas personas sensibles, competentes, que tú conoces, que admiras, están completamente sanas?
Ahí se acabó aquella sesión. Eulalia y el doctor Millán se tendieron la mano y ella salió del despacho con la sonrisa en los labios, la misma sonrisa amistosa y ligeramente irónica que regalaba tantas veces al día, la que había dedicado hace tan sólo un momento a la dependienta, una sonrisa que siempre se borraba de pronto, como si los labios perdieran la vida, perdieran musculatura y se cayeran hacia abajo en un gesto repentino. Nada más salir aquel día del despacho del psiquiatra, Eulalia pensó que era evidente que el médico, después de lanzar una afirmación tan inquietante, había intentado rectificar teorizando sobre la línea invisible que separa la cordura de la enfermedad. Estaba claro que lo había hecho para que ella no se molestara en exceso y siguiera acudiendo a su consulta. Pero ya estaba dicho. Para su mente torturada y obsesiva ya estaba dicho, sabía perfectamente que la palabra paranoia rondaría a partir de ese momento por su pensamiento de una forma latente brotando a la conciencia en el momento más inadecuado, cuando estuviera entrando en el sueño, o en esa hora del amanecer en la que desde hace ya casi un año se despierta.
No, el psiquiatra había rectificado porque no quiere perderla, al fin y al cabo, tiene con ella una información más que apetecible de los personajes de la vida pública; en cualquier relato de la semana que le cuenta deja caer varios nombres de gente conocida, y no porque ella tenga un empeño especial en relatar a Millán ciertos cotilleos culturales, sociales, sino porque la vida de Eulalia y de Samuel, su marido, está inevitablemente ligada a la de otros personajes públicos. Forman parte de ese hilo de celebridades del que, si uno tirara, sacaría una por una a todas las personas que son alguien en este mundo. Cuando el doctor Millán escucha esos nombres célebres adopta un gesto neutro. Es evidente que sabe muy bien de quién habla su paciente pero él finge —o tal vez no finge— que por lo único que le interesan las historias, chismes, mezquindades, de esos personajes secundarios es por la relación que guardan con ella y con su infelicidad, por llamar de algún modo a la dolencia de la que Eulalia intenta curarse. En esos momentos en los que el doctor teoriza o intenta centrar una conversación que se ha dispersado en exceso, Eulalia se dedica a observarle. Piensa en lo extraordinario del llamado secreto profesional. Quién se cree eso. Ella intuye el placer con que el médico escucha secretos a los que jamás habría tenido acceso si no fuera porque un día ella se puso en sus manos intentando solucionar un insomnio persistente y agotador que le provocaba el miedo, cada vez más acusado, a perder la razón. Está segura, muy segura, de que él llegará a casa y le contará a su mujer, o a su novio —es tan neutro cuando está con ella que cabe la posibilidad de que sea homosexual—, algún detalle de la jugosa sesión de la tarde. La mujer, o el novio, querrán saber más. Él no lo contará todo a la primera, tiene que demostrar cierta honradez, ciertos escrúpulos, pero él, o ella, insistirán, jurarán que no van a contar nada a nadie, y el doctor Millán, como cualquier psicólogo, psiquiatra, confesor o ginecólogo, acabará narrando la historia al completo, no sólo sirviéndose de las palabras que su paciente ha empleado sino añadiendo su propio juicio, analizando la forma en que le fueron contados tales episodios, tal vez desvelando al hacerlo en voz alta algunos aspectos que él mismo no llegaba a comprender, tal vez escuchando la opinión de su mujer, de su novio, y apuntando, por qué no, en el cuaderno dedicado a esa paciente —el mismo en el que toma nota durante las sesiones— una ocurrencia espontánea de su pareja, que resulta ser luminosa y precisa, con esa perspectiva nada desdeñable que a veces tienen los de fuera, los que están más allá de aquel pequeño despacho en que una mujer aquejada de insomnio y un psiquiatra intentan desenmarañar una mente que es, sin duda, mucho más compleja de lo que a primera vista esa sonrisa tan aparentemente franca quiere parecer. Puede que fuera después de una de esas conversaciones domésticas cuando el doctor Millán anotó la palabra Paranoia, pensando que a veces hay que arriesgarse y lanzar una idea bruscamente al paciente a ver qué efecto provoca, igual que se cuentan las ondas que se forman cuando tiramos una piedra al agua. Y para él fue evidente que en ese gesto involuntario de disgusto que brotó en la cara de su paciente al escuchar el posible diagnóstico, se desvelaron algunas cosas. Al menos, el nivel de sus miedos. Ella recuperó casi inmediatamente la compostura como si no quisiera que se apreciara cuánto dolor había provocado esa afirmación inesperada, que tomó íntimamente más como una acusación que como una puerta que se abría. Se sobrepuso. Aunque el asombro siguió en su interior, en su cara apareció la sonrisa, y la mantuvo mientras se daban las manos cordialmente como hacían al final de todas las sesiones para despedirse. Las manos de él mostrando el afecto profesional, enigmático, de los psiquiatras.
Desde aquel día Eulalia intenta borrar de su pensamiento lo más rápidamente que puede aquello que le provoca desconfianza hacia los demás. Es una forma de demostrarse a sí misma que no hay ni sombra de paranoia en su actitud. Intenta controlar la idea de que en cada frase que le dirigen, la más trivial, va envuelta una pequeña agresión. Una tallita más. Bueno, qué coño importa. Tampoco importa lo que esta dependienta que ahora abre la puerta y le da otra blusa haya comentado con sus compañeras. Al fin y al cabo es cierto que hoy, por lo que sea, nada le sienta bien. Probablemente su malestar proceda de que le gusta una ropa que ya no le corresponde. Nada más que eso. Nada menos. El hecho de no poder abrocharse una talla cuarenta la ha precipitado a un repentino desánimo. Como si en ese pequeño hecho nada trascendental, más bien bobo, una talla más, que ocuparía un reportaje en el Cosmopolitan pero nunca unas páginas de interés literario, estuvieran resumidas todas aquellas cosas fundamentales que provocan el que una mujer acabe llorando dentro del probador de una tienda. Aunque Eulalia no lo piense o no sepa que lo está pensando, en esa ansiedad que ahora mismo le sube del pecho a la boca y llena su abdomen de sudor frío, están contenidas muchas tristes evidencias. La primera de ellas, que la vida ha perdido el ingrediente de excitación que otorga el saberse joven y deseable. Esta tarde está eligiendo un conjunto para una cena que va a dar en casa. Sabe las personas que van a asistir, once. La comida está encargada. Se la llevan a las ocho. A las ocho y media acudirán dos camareros contratados para la ocasión. La mesa ya está puesta, dispuesta, incluso ya decidieron entre Samuel y ella dónde sentar a los invitados, es penoso hacerlo a última hora, cuando las personas rodean la mesa con el vaso en la mano esperando que alguien les diga dónde les toca o arrimándose disimuladamente al comensal que más les interesa. Samuel presidirá, por supuesto, y a su lado, sentarán a la mujer del cónsul, además de ser lo apropiado también es un deseo de Samuel, que siempre quiere tener mujeres hermosas cerca para mantener un coqueteo que a Eulalia no se le escapa pero tolera porque sabe que su sitio en el mundo ya no peligra y porque en el hecho de ser condescendiente con un marido mucho mayor que ella, con un viejo, va implícita cierta venganza muy sutil: la de no sentir celos de aquel que en cuestión de pocos años va a depender de ti para siempre.
Le queda mucho mejor esta blusa más ancha. Le queda bien, sí. Le da un aspecto entre juvenil y sofisticado. Eso es lo que dice la dependienta que se ha colocado detrás de ella. Es un probador muy grande, como una habitación, les permite estar a solas y mirar al espejo con cierta distancia. Estás muy guapa, te da un estilazo bárbaro, dice, y se queda contemplándola con una especie de orgullo personal porque sabe que hoy ha sido difícil acertar, no se le escapa que su clienta tiene los ojos cercanos al llanto, o ha llorado o puede estar a punto de echarse a llorar.
Sí. Sí, está muy bien. Vaya, gracias, te he mareado de verdad. Es que hoy no es mi día, dice Eulalia, y se pasa un clínex por la frente para secar el sudor que primero fue provocado por un exceso de calor y luego impregnó la piel como una crema helada empapándole el pecho y el cuello, las sienes. ¿Quieres tomar algo?, le dice la dependienta, siéntate un rato, te tomas un café y yo mientras te voy empaquetando las cosas. Gracias, sí, ponme un café, no tengo mucho tiempo pero creo que debería descansar un poco.
Se sienta en la pequeña cafetería de la tienda y respira profundamente. Se ve reflejada en los espejos de la pared del fondo. Qué ve. Desde tan lejos no se aprecian los cuarenta y cinco años que cumplió hace un mes. No está mal, no está mal. Sólo es una mala época. Pero todo es transitorio. Los síntomas al fin y al cabo no son de importancia, los sudores, las palpitaciones y cierta predisposición al llanto, a sentirse herida. No se puede decir que sea algo físicamente doloroso. Lo doloroso es que se hayan ido de las manos esos años en los que la vida podía cambiar de la noche a la mañana, en los que una cena no era una simple reunión de amigos o de conocidos. Una cena, el salir por la noche, abría toda una serie de posibilidades que muchas veces no se cumplían, pero que estaban ahí, en la esencia de la misma juventud. Pero esta melancolía que ahora siente forma parte también de una gran contradicción, ¿no había luchado ella furiosamente para conseguir una posición perdurable?
El sudor va desapareciendo poco a poco. Suena el móvil. Mira en la pantalla. Es Leonor, su madre. Ya es la tercera vez que la llama desde que salió de casa esta mañana. El problema es que su madre no acaba de ver claro por qué mientras hay una cena en el salón ella tiene que quedarse en la cocina. Con la chacha, dice. Leonor nunca se refiere a Tere como la chacha, pero desde que ayer supo que no cenaría con los invitados le gusta repetir machaconamente que la van a relegar a la cocina, con la chacha. En realidad ya estaba previsto en la cena que dieron el mes pasado que Leonor se quedaría en la cocina cenando y viendo la tele, pero la muy bruja, pensaba Eulalia, se las apañó para salir cuando aún estaban con el vino del aperitivo. Dijo que sólo quería saludar. Y Eulalia se comportó como una buena hija: muy bien, mamá, saluda. Todos los invitados la besaron y ella actuó con desparpajo, con una actitud confianzuda que chocaba mucho en una anciana pero que Eulalia conoce desde siempre. Luego adoptó un gesto de desamparo para despedirse, hasta se encorvó un poco, falsamente, como hacen los actores jóvenes cuando pretenden representar a un anciano, cosa que irritó aún más a la hija que sabía que si su madre había tomado la decisión de salir hasta el salón no se iba a ir de allí de cualquier manera. Ahí os dejo, con vuestras cosas, dijo aniñando la voz, yo mejor me voy a mi cuarto, vaya a ser que mi hija se ponga nerviosa por si meto la pata o cuento algo que no debo aquí, delante de gente tan importante. Los invitados rieron y le pidieron, cómo no, que se quedara. Eulalia intentó inútilmente mostrarse natural, dijo, mamá, sabes que no hay espacio suficiente en la mesa. Pero ya la cosa se le había ido de las manos. Todos parecían considerar divertido que Leonor formara parte de la cena, al fin y al cabo, a quién no le gusta contemplar cómo los padres de nuestros amigos les dejan en evidencia, cómo sacan a relucir inapropiadamente asuntos caseros que luego darán mucho juego en el anecdotario que va pasando de unas cenas a otras. Eulalia lo sabía: Leonor no se iba a conformar con estar, no era ese tipo de anciana que se siente desplazada por las conversaciones de gente de otra edad o de otro mundo, no, ella monopolizaría la conversación.
Además de repetir excesivamente a los invitados si querían más comida y de repartir lo último que quedaba en las bandejas, porque dijo varias veces que era una pena tirar una comida tan cara, además de especificar los precios de cada bocado que se metían a la boca, preparó su sorpresa final para cuando llegaron los postres. Es posible que ese descaro que desplegó fuera provocado en parte porque tanto Jaime Castellet como Miguel Pamies le estuvieron llenando la copa con la maliciosa ilusión de desatarle la lengua completamente a aquella anciana imparable para que acabara contando las pequeñas miserias de su hija y su yerno, pero si así fue, les salió mal la jugada y se volvió de pronto, abruptamente, contra ellos. A Leonor no se le ocurrió otra cosa que preguntarles, como si se tratara de una pregunta trivial y común, a cuánto había ascendido el adelanto de sus últimos libros. A Leonor le gusta soltar palabras así, adelanto, como para dar a entender que está en el ajo, que no ignora el vocabulario que se maneja en el mundo de su yerno. Eulalia intentó frenarla pero Leonor no es de las que permiten que se les deje sin responder a una pregunta y fue directa a Castellet. Para hacerle confesar no se le ocurrió otra cosa que informar de cuánto había cobrado su yerno por el último tomo de sus memorias, en el que ella —hablaba como si fuera la única que las había leído— no aparecía porque el libro se quedaba en el año 1980 y en ese año Eulalia y Samuel aún no se habían conocido, pero en el siguiente ya me ha dicho mi yerno que salgo, y yo le digo, pues date prisa que ninguno de los dos tenemos mucho tiempo para esperar. Los invitados se quedaron en silencio sin saber muy bien cómo debían reaccionar, hasta que Samuel empezó a reírse bruscamente y los demás interpretaron la risa como un permiso para celebrar el chiste de la anciana. Y rieron. Tal vez demasiado. A Eulalia no dejó de sorprenderle que su madre supiera cuánto dinero había cobrado Samuel por las memorias, hacía ya tiempo que le ocultaban ese tipo de informaciones, precisamente porque era capaz de soltarlas en el momento más inadecuado, casi siempre con un afán de presunción delegada. De forma magistral Samuel recondujo la conversación hacia el asunto de los adelantos. Él se divertía cuando eran los demás los que quedaban en evidencia, porque a pesar de la risa, Eulalia sabía de sobra que no soportaba ser el objeto de las impertinencias de su madre. Leonor siguió entonces con su juego. Volvió a la carga con Castellet. A la pregunta sobre el adelanto siguió un silencio espeso, y al silencio, la respuesta de Castellet, que sonó tímida, algo vergonzante, como si a sus sesenta y tantos años se viera reducido al niño que ha de confesar una mala nota ante su madre. El adelanto de Castellet era ridículo. Y eso que es posible que Castellet para mejorar un poco la cifra la hubiera aumentado ligeramente, pero aun así, era penoso oír de la boca de un escritor de su categoría una cantidad tan miserable.
Eulalia comenzó a servir la tarta procurando que los postres, la encantadora solicitud con que ofrecía los platos a cada invitado, terminaran de una vez por todas con el asunto del dinero. Pero tanto Charo, la actriz a la que habían invitado aquella noche, como Joaquín, el diputado socialista, Camino, Cortés, y los dos profesores de la universidad de Princeton, habían vuelto ahora sus cabezas hacia Pamies haciéndole ver que su turno había llegado. Todo el mundo sabía que Pamies ganaba mucho dinero, que era sin duda el escritor que más libros vendía, y por tanto, el mejor pagado, pero no hubo nada arrogante en su respuesta, al contrario, Pamies confesó su último adelanto casi con la misma vergüenza que Castellet. En cada una de esas dos cantidades se contenía el rencor de cada uno de ellos. En Castellet, el hecho de ser valorado por unos cuantos críticos que calificaban cada novela suya como una obra maestra, una obra, decían, que no hacía concesiones al lector ni a la comercialidad, había acabado por no halagarle, incluso le molestaba, éste era su secreto: hubiera preferido ganar dinero, gustar a los lectores y no andar siempre lampando. Pamies, por el contrario, deseaba un reconocimiento de orden superior, no el de los lectores, que parecían no saciarse nunca de sus libros y de los que, desde hace tiempo, literalmente huía, y se sorprendía a sí mismo contestando a sus felicitaciones con respuestas parcas, antipáticas. Pamies deseaba una palabra elogiosa desde un suplemento literario. Cuando dejó caer la exorbitante cantidad, Leonor exclamó: «¡Bravo!», aunque para no ser tomada por alguien de escasa sensibilidad, se volvió a Castellet, le tomó la mano y dijo: «Lo siento.» En realidad lo que ella sentía, con una vanidad mal disimulada, es que únicamente su yerno parecía tenerlo todo, fama, dinero y reconocimiento. Ya no hubo quien remontara el ánimo de los dos escritores que se quedaron con la mirada perdida, cada uno rumiando su derrota o quién sabe si su venganza futura.
Tanto Samuel como Eulalia habían estado de acuerdo en que aquello no se podía volver a repetir. Aunque Samuel había disfrutado, repetía una y otra vez el interrogatorio al que su suegra había sometido a los dos literatos e imitaba las caras, el tono avergonzado de las respuestas. Hasta cuando se encontraron los dos en la cama con la luz apagada siguió riéndose. Una risa que se le mezclaba con la tos. Pobre Castellet, qué palo, pero ¿viste la cara que puso al decir quinientas mil, Lali, la viste?, pobre Castellet, menos mal que tu madre no se ha dedicado a la crítica literaria, pero sí, en la próxima cena hay que borrarla del mapa como sea. Continuaron las risas y las toses hasta que se quedó dormido. Un viejo malicioso que se ríe de las gracias de otra vieja aún más maliciosa que él. Eulalia tuvo este pensamiento pero lo borró de su mente porque temía que, como le siguiera la pista, tardaría mucho en dormirse. Esta noche ellos dos se habían librado pero con Leonor no se sabía, en cualquier momento te podías convertir en la víctima de su impudor. Samuel hablaba siempre de su suegra como de una anciana pero lo cierto es que Leonor sólo era seis años mayor que él. Ella acababa de cumplir ochenta y seis. A Samuel le venía bien que la vieja fuera tan impertinente porque eso la hacía parecer mayor que él, la gente suele atribuir el descaro de los viejos a esa segunda inocencia provocada por cierto deterioro mental, pero las salidas de tono de Leonor no eran consecuencia de ningún tipo de demencia senil, ella siempre había sido una mujer extravagante y tremendamente impúdica.
La solución era que Tere (la chacha a partir de esa misma tarde) se quedara a dormir en casa, cenara con ella, le diera conversación. De hecho ellas dos se entendían de maravilla. Comían habitualmente en la cocina porque el matrimonio siempre tenía compromisos fuera. No se podía decir que mantuvieran una conversación, más bien Tere escuchaba un interminable monólogo en el que salían a relucir los trapos sucios de ahora y también los del pasado. Leonor, por algo peculiar que había en su manera de narrar las cosas, podía convertir cualquier recuerdo en algo miserable, salvándose ella de la miseria a fuerza de embustes. Contaba cómo se había casado y enviudado dos veces, el dinero que le dejaron sus maridos, y sobre todo, la forma, un tanto heroica —según su relato—, en que ella fue capaz de sobrevivir, el ojo que había tenido al cazar a Gaspar, su segundo esposo, el ojo que había tenido su hija para arrimarse a Samuel. Tuvo de quien aprender, decía siempre. Todo, todo en su boca se convertía en algo tan frío que descargaba las historias de amor pero también de sufrimiento. Tan frío, pensaba Eulalia, como el hecho de que ella hubiera llamado siempre a su madre por el nombre de pila, nunca mamá, como si no hubiera existido ni embarazo, ni hubiera mamado de su pecho, ni hubiera llorado en sus brazos. Leonor nunca hablaba de los primeros años de vida de su hija, así que eso, sencillamente, no existía. Eulalia sabía que a diario corría el riesgo de que su madre le contara a Tere cosas que no debía, o peor aún, mentiras que había ido construyendo a lo largo de los años para maquillar un pasado en el que no quedaba muy bien parada. Pero hacía tiempo que había decidido pasar de eso, al fin y al cabo Tere escuchaba a su madre entre atenta y distante, como a veces se escucha a los viejos, sin dar mucho crédito a lo que oía, y sin demasiado interés. Eso a Leonor no le importaba, en realidad era tal su egocentrismo que no estaba muy interesada en captar cuál era la verdadera actitud de su interlocutor, ella sólo quería unos ojos que la miraran, una cabeza que asintiera y una boca que sirviera para darle la razón. Además, es posible que todos aquellos secretos familiares de los que Tere se enteraba a través de su madre no tuvieran mucho valor en la barriada en la que ella vivía. Su marido era un escritor célebre, sí, pero nunca podía despertar tanta curiosidad como si hubiera sido un actor, un futbolista, un presentador de televisión. Era una suerte haber encontrado a Tere. Ahora no se acuerda de quién se la recomendó. Sí, claro que se acuerda. Es que fue una cosa peculiar. Apareció hace dos años, cuando hicieron el traslado a la casa de Alfonso XII. El joven que capitaneaba la cuadrilla de operarios del servicio de mudanzas la vio tan agobiada organizando aquello que le dijo: si quiere, le traigo a mi novia que venga a echarla una mano, ella es muy apañada y nada la viene grande. Eulalia no se acuerda ni de haberle dicho que sí. El caso es que a los dos días Tere se movía entre los operarios y el caos de una casa a la que cada día le surgían problemas nuevos, como si siempre hubiera estado ahí. Y era cierto, nada le venía grande, nada parecía abrumarla. No era una chica excesivamente simpática, ni muy sonriente, pero había en ella una voluntad de agradar y un espíritu firme, muy resolutivo, que les hizo, a partir de ese momento, la vida mucho más suave. Despidieron a la muchacha anterior, y en su lugar se quedó —Eulalia decía siempre: y toco madera— la presencia gatuna de Tere, que se deslizaba con sus mopas y sus paños entre los muebles sin hacer ruido, como un fantasma. Incluso parecía que el teléfono sonaba menos, y es que ella se apresuraba a contestarlo para no perturbar el trabajo del señor. A veces Eulalia le preguntaba, qué tal con tu novio. Y ella decía, ahí sigue, con las mudanzas. Pero no añadía mucho más, se percibía, eso sí, que a pesar de que debía andar por los veintiséis años no tenía muchas ganas de casarse. Él sí, él sí que quiere, pero yo sin piso mío propio no me caso, así que no le quedará más remedio que esperar. No sabía mucho más de ella, entre que Tere era de pocas palabras y Eulalia no estaba casi nunca en casa no se puede decir que se conocieran demasiado. Sí, sabía que vivía en un piso alquilado en San Blas, e imaginaba que debía ser muy pequeño. Una vez la oyó comentar mientras pasaba la mopa al suelo del salón: toda mi casa entera es la cuarta parte de esta habitación, una se acostumbra a esto y luego ya no sabes cómo menearte en un sitio tan chico. Fue curioso porque Eulalia pensó que la frase iba dirigida a alguien, y se asomó para ver quién era el interlocutor; le extrañaba que Tere estuviera manteniendo ese tipo de conversación con su marido, más bien le resultaba chocante esa muestra de confianza en ella, siempre tan reservada, y allí la vio, en medio del salón, sola, apoyada en el palo de la mopa, en una actitud de reflexión muy intensa. Cuando Tere se dio cuenta de que involuntariamente había expresado un pensamiento en voz alta se puso a limpiar con cierto rubor, como si hubiera sido pillada en un renuncio, en la confesión de un deseo secreto.
No había sido fácil para Eulalia hacerle entender a su madre que esta noche ni cenaría con ellos ni saldría tampoco a saludar a nadie. No exactamente porque Eulalia no se atreviera a imponer su voluntad, ni tampoco porque Leonor manejara la vida de su hija o tuviera demasiada influencia sobre ella, lo que resultaba difícil era borrar el escalafón que las dos habían respetado siempre: primero se atendía a las prioridades y los caprichos de la madre, y luego, si eso no perturbaba la vida de Leonor, la hija podía hacer lo que quisiera. Siempre es complicado borrar la naturaleza de la relación que se ha establecido con una madre durante la infancia, pero en este caso el peso que el egoísmo autoritario de Leonor había ejercido sobre su hija estaba presente hasta en la conversación más trivial que mantuvieran. Si para la madre era difícil admitir que algo se le estaba prohibiendo sin más, que si no aceptaba quedarse en su habitación sin moverse se le iban a poner las cosas difíciles en aquella casa de la que dependía absolutamente, también era difícil para la hija el solo hecho de imaginar a aquella mujer tan caprichosa manteniendo sus impulsos bajo control y quedando en un papel secundario, cenando, como ella decía, en la zona de servicio, con la chacha.
Por algo sería, pensaba Eulalia, que en la mayoría de las sesiones con el psiquiatra apareciera Leonor, de una manera o de otra. En una ocasión el doctor Millán le preguntó si no se había planteado jamás la posibilidad de que su madre viviera en una residencia de ancianos cercana a la casa. Eulalia se quedó callada, buscando una respuesta que no llegó a encontrar. No, no podría soportar la idea de desterrar a su madre. Para ella sería como un castigo, dijo Eulalia, y yo no podría evitar sentir lo mismo. Sólo podré estar en paz con mi madre el día en que se muera. Mientras, prefiero soportarla, o pagarle a Tere para que la soporte.
La pregunta que le hizo Leonor por teléfono mientras apuraba el último trago del café, más que irritarle, le hizo gracia. Quería saber si al menos iba a cenar la misma comida que había encargado para esa gente tan fina o que si ella y la chacha tenían que comer el sopicaldo que había quedado de la noche anterior.
—No, Leonor, comeréis lo mismo. Y, por favor, pregúntame ahora de una vez todo lo que quieras pero no me vuelvas a llamar porque me estás poniendo nerviosa.
—Tú es que te pones nerviosa con mucha facilidad, ¿te estás tomando las hormonas o se te olvidan?
—Cállate, qué tendrán que ver las hormonas.
—Que las hormonas influyen, ahora que se te está retirando, te faltan las hormonas y si te faltan las hormonas saltas a la mínima y la pagas conmigo, que yo, ya ves, yo estoy aquí toda la tarde sola sin meterme con nadie.
Eulalia piensa, ¿de verdad será tan perspicaz como para nombrarme aquello que más me puede molestar? Sacar el asunto de las hormonas a relucir no puede ser algo inocente. Son sus pequeñas venganzas.
—Tere no ha llegado...
—Son las cinco de la tarde, Leonor, y ya te dije que Tere llegaría a las siete y media.
—Me lo dijiste pero no me acuerdo. ¿Con quién has comido?
—Yo sola, he tomado algo por ahí. —No le dijo por descontado que había comido, como todos los jueves, con Jesús.
—Pues tu marido se fue a las dos y todavía no ha vuelto, o a lo mejor ha vuelto y no me ha dicho nada. Yo no me he movido de la habitación para no molestar.
—No te hagas la víctima, Leonor, puedes irte al salón si quieres y te pones la tele.
—No quiero tele. A tu marido no le gusta que por la tarde ponga la tele del salón, y en la cocina tengo que ver la tele en una silla y torcer la cabeza para arriba, como si estuviera en un bar...
—Déjate de chorradas, y vete al salón si quieres, que a Samuel le da igual.
—No le da igual, asoma la cabeza y me pone caras. Me tenía que haber ido con Úrsula a La Manga para no molestaros. Si hubiera sabido que os molestaba tanto me hubiera ido a La Manga cuando ella me lo dijo, y no aquí que parece que me vais a acabar relegando a la zona de servicio y yo soy una señora, siempre he sido una señora.
—Pero si la última vez que te fuiste a La Manga tuve que ir a buscarte a los tres días. Siempre estamos hablando de lo mismo, me cansas.
—Porque Úrsula me llevaba al Hogar del Pensionista, que está lleno de abuelos analfabetos, sólo hablaban de la pensión y de política. Había mucha política. Y mucho sexo también. Hay viejas desesperadas, tú no te haces idea. Cuánto echo de menos a Gaspar.
Ella también echa de menos a Gaspar. Es el único punto en común que tienen madre e hija, Gaspar, el padrastro que siempre pareció un abuelo para ella, y un padre para Leonor.
—¿Me has comprado las pastillas?
—Ahora, cuando salga de aquí.
—¿Y dónde es aquí?
—Una tienda —antes de que le impacientara definitivamente preguntándole en cuál, le respondió—, en Elena Benarroch.
—¿Te has comprado otro traje?
—Una blusa.
—¿Cuánto te ha costado?
—Pero qué te importa.
—¿Me has comprado algo?
—Sí, algo te he comprado, algo te llevo —le mintió.
—Que no se te olviden las pastillas. Ya sabes que después de cenar me da flato.
—Vale. Ahora las compro. ¿Ha llamado alguien?
—Sí, pero como me pilla tan lejos de la habitación cuando llego ya han colgado. No me voy a quedar al lado del teléfono todo el tiempo. Tampoco soy la telefonista. Podía tener una línea en mi habitación porque con esta rodilla igual acabo en una silla de ruedas. ¿Cuándo vuelves?
—Ahora, dentro de una hora o así... Llama a Úrsula y hablas un rato con ella.
—Úrsula, quién encuentra a Úrsula en casa, ésa se va al Hogar a ver lo que pilla. No sabe ser viuda. Con la pinta de monja que tiene...
—Por favor...
—Luego dicen que el hábito hace al monje. Mírame a mí, pintada como una mona y con esta vida que llevo.
—Bueno, que te cuelgo, anda, hasta ahora.
Leonor la ha colgado sin despedirse. A Eulalia le da la risa. Pobre Úrsula, yendo al Hogar del Pensionista a ligar. A su madre sólo se le ocurren barbaridades. La dependienta se acerca a ella con los paquetes, le acaricia la espalda. Ya tienes mejor cara, le dice. Sí, es el café que me ha subido el tono.
Sería fantástico que Leonor se fuera una temporada con Úrsula a la playa. Pero no, a Leonor le gusta estar en lo que considera el centro de las cosas, que para ella es Madrid, y eso de La Manga le parece un programa para viejos de menor categoría. Úrsula y Leonor podrían pasar por hermanas, y sin embargo, qué cómico que sean madre, bueno, madrastra, e hija. Todo en su familia acabó siendo cómico. Cuando Gaspar se casó con su madre era ya casi un anciano, así que los hijos de su padrastro, Úrsula y Fausto, siempre parecieron tíos de Eulalia, nunca hermanos. Se vio felizmente arropada por un montón de adultos que sustituyeron a una madre que pocas veces ejercía su papel, sobre todo arropada por Gaspar, que la quiso con la misma ternura y falta de autoridad con la que se quiere a los nietos. No cree haber querido tanto nunca a nadie. Gaspar murió hace doce años y prácticamente se acuerda todos los días de él. Se fue con la misma dulzura con la que apareció en sus vidas.
A la presentación del último libro de Samuel (el del célebre adelanto) acudieron todos, Leonor, por descontado, Fausto y Úrsula. En la cena que organizó la editorial después del acto la diferencia de edad que todos tenían con Eulalia provocó muchos equívocos y algunas risas. Samuel tiene la teoría de que todas las presentaciones a las que acude gente de la familia por muy bien que empiecen acaban convirtiéndose inevitablemente en una boda, y así fue. Alguien dijo, no sin sorna, que la que parecía más joven de aquella extraña recua familiar era Leonor y ésta se levantó, emocionada, alzó la copa, y dijo algo así como: «Mi hija siempre se educó entre gente mayor y debió tomarle el gusto porque mi yerno aquí presente no es lo que se dice un chaval, es un hombre que está bien, para mí está bien, vaya, que no es un jovencito...»
La gente interrumpió con las risas.
«... pero quiero decirle algo a mi hija: Eulalia, hija mía, no cantes victoria, no siempre serás joven, ni tampoco la más joven. Acabarás siendo igual de vieja que nosotros. Llegarás a tener nuestra edad y nosotros te estaremos esperando, tan frescos.»
Lo terrible del asunto es que había algo de cierto en esa afirmación, hacía años que a Leonor no se le apreciaba ningún bajón importante, salvo el asunto de la rodilla, una artrosis de la que se acordaba según los días. La vejez la había desprovisto de carne, y a pesar de que en un primer momento se la podía ver frágil, porque era bajita y delgada, la forma de moverse cambiaba de inmediato su apariencia porque era bastante ágil, enjuta y firme como un palo. No había en ella nada que presintiera una muerte cercana. Una vez que Leonor y Samuel estaban en el portal esperando a Eulalia, al principio de su llegada a la casa de Alfonso XII, unos vecinos se acercaron a ofrecerles su hospitalidad. Les tomaron en todo momento por marido y mujer, hasta que Samuel intervino, molesto pero educado, para deshacer el malentendido. Eulalia no se enteró de esto por su marido, al que seguramente molestaba en su orgullo masculino esa situación tan embarazosa, pero Leonor se encargó de repetirlo varias veces en la comida gozando sin duda por haber sido considerada la señora de la casa. Después el incidente no se volvió a nombrar, no porque Leonor lo olvidara, ella no olvidaba nunca, sino porque Samuel le dijo algo muy grosero, algo que le dio a entender con claridad que si volvía a repetirlo una vez más esa misma tarde la pondrían camino de La Manga.
De todas formas, pensaba Eulalia, a Samuel no le venían mal esas curas de humildad. Su posición en la vida, el respeto, o mejor dicho, el miedo que provocaba en su entorno social, que fomentaba practicando un sarcasmo innecesariamente despiadado, le otorgaba a veces una autosuficiencia que le hacía olvidar que, como cualquiera, él también era mortal. Es cierto que cuando ella comenzó a salir con él, mejor dicho, a acostarse, porque su relación fue clandestina durante un año —Samuel tardó bastante en separarse oficialmente de su mujer—, él poseía todavía una gran capacidad de atraer a las mujeres, una mezcla muy poderosa de inteligencia y masculinidad, pero su atractivo había mermado en estos últimos años, y no se podía decir que las mujeres jóvenes con las que él coqueteaba le siguieran el juego por sus encantos físicos sino por el indudable magnetismo que provocan los hombres relevantes del mundo de la cultura. No los que se encuentran a medio camino de la gloria, como en el caso de Castellet, sino los que la han tocado. Pero, con todo y con eso, Eulalia estaba segura de que hacía años que Samuel no había culminado ninguna conquista. Había oído muchas veces decir a su madre: «Gaspar, el pobre, que Dios lo tenga en su gloria, funcionó mal que bien casi hasta el último día, con lo mansurrón que parecía era un tío con un par de huevos, claro que yo no le iba a la zaga. Me apeteciera o no me apeteciera. Eso era lo de menos. Para un hombre que te da lo que él me dio, que nos sacó de donde nos sacó, es lo menos que podía hacer por él.» La confianza que Leonor mostraba con su hija nunca había sido correspondida. Eulalia nunca le había contado ni le contaría a su madre ningún detalle íntimo, es más, le daba vergüenza escuchar esos secretos de alcoba de su querido padrastro. Evitaba, como si se tratara de un pensamiento sucio, que su imaginación se viera invadida por la imagen del pobre Gaspar funcionando hasta el día de su muerte encima de Leonor.
Tal vez como rechazo al exceso de impudor que había visto siempre en su madre nunca le gustaron las confidencias sexuales con otras amigas. Sólo había tenido verdadera intimidad con los hombres con los que se había acostado. Ahora se cuidaba mucho de contarle a nadie que hacía ya muchos meses que Samuel y ella no tenían ningún tipo de contacto físico. Pero eso no parece provocarles ningún malestar. Es algo que se ha dejado de hacer y punto. Desde hace dos años las insinuaciones empezaron a escasear, esa forma en la que Samuel le acariciaba los pezones debajo del camisón y que era un signo revelador de que esa noche quería tener relaciones sexuales. Y a eso hay que sumarle que hace siete meses Samuel sufrió una angina de pecho y se volvió más cuidadoso con sus emociones físicas. La última vez que Eulalia recuerda un polvo en toda regla, dentro de la lentitud con que Samuel abordaba en los últimos tiempos el sexo, fue la noche en que le dieron el homenaje en el Círculo de Bellas Artes, aprovechando la reedición de toda su obra en una sola colección. «Espero —dijo sonriendo en su breve discurso— que estemos celebrando de verdad la reedición de mis novelas, como me ha dicho el editor, y no que mi pequeño bache de salud les haya llevado a pensar que ya ha llegado la hora de brindarme los últimos homenajes. Mis amigos y mi mujer pueden estar tranquilos, mi salud es magnífica. Mis enemigos y mi mujer todavía no pueden cantar victoria, mi salud es magnífica.»
Esa noche, animado por los whiskys, que Eulalia intentaba controlar con la ayuda cómplice del editor y de Jesús, Samuel subió pletórico a la habitación del Palace donde habían decidido quedarse para completar la celebración. Entró en el baño donde Eulalia se quitaba el maquillaje y se quedó mirándola. Tenía una fuerza juvenil en los ojos que no se correspondía con la vejez que ya había empezado a apoderarse definitivamente de su cuerpo. Se acercó a ella, la abrazó por detrás y ella vio por un momento al hombre que había conocido hacía diez años. Además, era innegable que la atracción que sentía hacia su marido aumentaba enormemente cuando podía experimentar, como así había sido esa noche, de qué forma Samuel era objeto, más que de admiración, de reverencia.
Pero dejando de lado aquella vez aislada, tan pasional en sus intenciones como breve en su duración, el dique hace tiempo que está seco. Y a ella, la verdad, le ha resultado un alivio. Es como si de pronto, una vez consumada la conquista, una vez que entre los dos han construido una vida tan sólida, de tantos intereses comunes y tanta necesidad práctica el uno del otro, Eulalia se haya dado cuenta de que ya no hay razón alguna para hacer el amor con él. Ya no tiene miedo a perderlo. Tampoco parece que Samuel sienta algún tipo de frustración por no tener relaciones con ella. Por las noches, se acuestan, leen, se besan antes del sueño, y a veces incluso duermen abrazados. Se tratan, eso sí, siempre con respeto. Un respeto que lleva implícito cierto desapego. No hay ese tipo de reproches o malestar que genera en muchas parejas el seguir juntos habiendo desterrado cualquier intento de ser deseado el uno por el otro, y que de una forma u otra acaba siendo evidente a ojos de los demás. A ojos de los demás forman un matrimonio envidiable, a pesar de la diferencia de edad, o gracias a la diferencia de edad porque la gente que les rodea piensa que un hombre que ha sido tan caliente es natural que siga siéndolo hasta el final y necesita una mujer que pueda secundar sus deseos, no una anciana, como ya es Concha, la madre de los dos hijos del escritor. Y luego está eso, piensa Eulalia, la costumbre del coqueteo continuo con otras mujeres. Hubo un tiempo en que sintió celos, y rabia porque fuera algo tan descarado, pero ahora lo mira como mira la madre al niño que está enfrascado en una travesura venial, haciendo la vista gorda y dejándole jugar un rato. Los demás toman esa actitud medio maternal de Eulalia como la que debe adoptar una mujer inteligente, segura de sí misma, que permite al santón dar sus últimas coletadas de antiguo conquistador.
En cuanto a los deseos sexuales de ella, a veces piensa que los ha perdido. Se reavivan ligeramente en sus encuentros con Jesús, pero sólo ligeramente. En su interior siente vergüenza de estar acostándose con un hombre al que su marido adoptó bajo sus alas por la necesidad que tienen las personas relevantes de gozar de algún tipo de fidelidad incondicional, pero que en sí mismo no cuenta con demasiados encantos. Samuel lo aprecia de veras, como se aprecia a ese amigo que no te da demasiados problemas, que te acompaña y te admira, con el que nunca quedas mal, aunque le hagas esperar, aunque lo ignores en un acto público o no le cites en la página de agradecimientos, ese amigo que se mantiene siempre y sin queja alguna en una posición inferior. Los dos, tanto Samuel como Eulalia, habían estado de acuerdo en que era la persona más adecuada para llevar la Fundación y había hecho un gran trabajo, claro que sí, un trabajo, como le gusta a Samuel recalcar siempre, de hormiguita, y al decir de hormiguita, se puede apreciar en qué lugar sitúa verdaderamente la valía intelectual de su amigo. Pero a nadie se le escapa que Jesús Mora ha avivado el fuego casi extinto de las primeras novelas —bastante irregulares— del escritor y que su trabajo, poco clasificable, de agente, secretario, estudioso, ha provocado que se multipliquen las tesis en las universidades sobre ellas y las ediciones y el interés de la crítica. Puede que sea la amabilidad con que él atiende a cualquiera que vaya a pedirle documentación y ayuda sobre el maestro, sea quien sea, tanto para una edición como para un trabajo de instituto. Además de ese trabajo de alguien tan poco talentoso intelectualmente pero tan eficaz como una hormiga, Jesús desarrolló desde que está con ellos, va para tres años, una admiración a todo lo que rodea a su maestro, incluida su mujer. Puede que fuera precisamente esa adoración, y sólo eso, lo que le llevó a querer saber algo más de la intimidad del hombre al que dedicaba ahora su tiempo al completo.
Empezó un día que Samuel estaba de viaje. Después de la cena —era normal que Jesús cenara en casa—, Eulalia le dijo, anda, vamos a dar un paseo. Con Jesús era fácil hablar, era un hombre apacible, que parecía siempre interesado por lo que se le contaba. Eulalia le dijo, enséñame tu casa, nunca he visto tu casa, tú siempre estás en la mía, ¿no?, enséñame los misterios que guardas en la tuya, tú tendrás también una vida, como todo el mundo, ¿o es que tu vida sólo somos nosotros?
Pues casi se podría decir que sí, dijo Jesús, sonriendo.
Y ésa fue la primera vez. Hace ahora tres años. Una noche de otoño tan dulce que parecía de primavera. No se puede considerar un lío ocasional porque su amistad erótica, por ponerle un nombre a una relación tan peculiar, está basada en la regularidad. Los dos habían acordado tácitamente cuáles eran los días adecuados para verse. Los martes, coincidiendo con el día en que Samuel tiene la comida en casa de Zarraluqui; y los jueves, dependiendo, eso sí, de si el escritor ha quedado en Balzac antes de asistir a la sesión de la Academia. Dado que ambos, esposa y secretario, son los primeros en conocer los planes de Samuel, hace tiempo que asumen con naturalidad la posibilidad o imposibilidad de verse. Ésta es la razón por la que los comentarios que de vez en cuando Samuel le hace a Eulalia sobre su amigo cobran un sentido aún más inquietante.
—Mora es implacable con el orden, tiene mis artículos y entrevistas archivadas por orden cronológico y lugar de publicación desde 1950, dice que está preparando un libro con eso, bueno, que se saque un dinero. Toda esa manía por el orden le viene por no follar, y si folla, que a mí desde luego no me cuenta mucho, será una cosa que se haya planteado como algo higiénico, entiendes, como algo que hay que hacer para mantenerse en forma. Este tío tiene que reservar los polvos para un día fijo de la semana porque a Mora le pone malo la improvisación. Te digo yo que Mora tiene marcado en la agenda el día que le toca, ¿no crees?
Eulalia se quedó callada pero al rato le dijo: «Tú qué sabes, qué sabemos nosotros de los demás, qué sabemos de lo que hace Jesús o de lo que hace la misma Tere cuando sale de aquí. Es normal que con nosotros tengan reservas, y contigo más, por respeto, porque saben de sobra que todo tiene que rondar siempre alrededor de tus cosas, nunca de las suyas.»
Otro día le llamó «mi perro». Eulalia ya en la cama, leyendo y sintiendo cómo él hacía el recorrido nocturno previo a acostarse, fiel a sus crecientes neurosis, colocar las zapatillas paralelas dentro de uno de los cuadrados que dibujaba la madera del suelo, dejar un somnífero y un trozo de chocolate en la mesilla por si se despertaba en mitad de la noche, asegurarse de que quedaban bien cerradas las puertas de todos los armarios. Una ceremonia diaria que ella seguía con cierta molestia anticipativa y que le impedía concentrarse en la lectura. «¿Has visto las correcciones que me ha hecho Jesús?», le preguntó Samuel mientras, sentado al fin en la cama, comenzaba su sesión de respiraciones profundas, con las que estaba convencido —supersticiosamente— de que combatía el riesgo de infarto. «Estoy pensando en dedicarle el libro a él. A Jesús Mora, mi perro.» Se echó a reír y añadió: «Un día lo veo durmiendo debajo de nuestra cama, ¿no te lo imaginas ahí, en el cojín de Miller? El cuerpo de Miller y la cabeza de Mora.» El pequeño salchicha al oír su nombre movió la cola y Samuel rompió a reír de nuevo.
Eulalia no puede evitar que el cariñoso desprecio, si es que esas dos palabras pueden ir juntas, que su marido desarrolla con Jesús le incomode de una manera paradójica: en vez de sentir piedad por su amante tiende a valorarlo aún menos, como si su juicio no consiguiera despegarse del juicio implacable del escritor. De todas formas, Eulalia no acaba de considerarlo su amante, no siente que esté siendo verdaderamente infiel. Tal vez percibe que este asunto nunca le ha provocado demasiada excitación, que podría prescindir de esos encuentros en cualquier momento, y aún más, que nunca le daría un vuelco a su vida por un hombre poco relevante, o tan inferior a su marido. Son cosas que jamás se atrevería a expresar en voz alta pero que piensa con firmeza.
Pero a pesar de que todo en esa relación secreta respira frialdad, ellos no han dejado de verse regularmente desde hace tres años. Comen primero en un pequeño restaurante marroquí que hay en la calle Lavapiés y donde tratan a Jesús como si fuera de la familia y luego suben a su casa, un ático decorado con esmero y una gracia muy especial. La primera vez que subieron Eulalia le dijo, si hubiera visto este piso sin que nos acostáramos habría pensado que eras homosexual, bueno, en realidad ya pensaba que eras homosexual.
Las paredes están forradas de libros y de discos y la habitación queda separada del salón por una estantería, así que nunca ha sido demasiado engorroso el camino hasta la cama, ni tan siquiera el primer día, en el que los dos estaban íntimamente asombrados por atreverse a hacer lo que iban a hacer. Jesús elige un disco. Como ya conoce los gustos de Eulalia, pone algo de Chet Baker o a Stan Getz, una música susurrante que ayude a una sobremesa sexual. Comparten un whisky y casi sin hablar y con los ojos a menudo cerrados echan un polvo lento y sin sobresaltos. Como si fueran un matrimonio que ha perdido la pasión pero no el cariño. Después, tras un sueño ligero, se visten, y ya vestidos, se ven en disposición de comentar cualquier compromiso pendiente de Samuel, cualquier petición a la que habría que contestar. Eulalia no llega a saber si él está secretamente enamorado pero carece de capacidad de apasionamiento, si ésta es su forma máxima de expresión amorosa, lo que sí parece claro es que ninguno de los dos echaría por tierra la cómoda posición adquirida al lado del escritor por tener la libertad de acostarse a diario.
Al psiquiatra no le ha contado nada de esta relación, nada, como si no existiera. Es como si ante ella misma quisiera borrar cualquier huella de su amante. No le gusta la idea de que el psiquiatra sepa que está liada con el secretario de su marido. Eso forzaría a que en las sesiones le dedicaran un tiempo al asunto, y no se siente bien con ello. Además, lo otro, su idea de que es absurdo fiarse de la discreción de nadie, y menos de la supuesta discreción profesional. No deja de ser paradójico, paga al psiquiatra para desahogarse y luego le escatima información.
Las bolsas con la blusa y los pantalones ya están preparadas pero Eulalia quiere hacer tiempo, falta media hora para que sean las cinco, tiene cita en la peluquería y ya no le quedan ganas de ir andando de un lado a otro cargada con los paquetes. Las pastillas de su madre... Que se fastidie, tampoco le pasa nada. El flato, el flato, se lo repetirá mil veces. A ver si le da el flato y revienta de una vez.
—Seremos doce contándonos a mi marido y a mí —le dice a la dependienta.
—No me extraña entonces que estés agobiada.
—Pero eso a mí no me agobia. No era eso lo que me ha... Voy bien de tiempo, tengo mi hora a las cinco..., pero es aquí a la vuelta, en Jacques Dessange.
—Dicen que ahí te lavan la cabeza tumbado.
—Sí, hay un chico dominicano que te da un masaje que te deja..., bueno, hoy creo que me voy a dormir. Menos mal que lo tengo todo organizado, me llevan la comida preparada.
—Ah, mucho mejor.
—Sobre todo cuando no son exactamente amigos los que invitas, que no tienes confianza para sacar cualquier cosa. Cuando vienen amigos parece que te gusta más preparar tú la comida, ¿verdad?
No sabe por qué dice eso, hace ya tiempo que vienen pocos amigos de verdad a las cenas, entre otras razones porque tanto Samuel como ella se aburren de la gente, les gusta explorar las nuevas posibilidades del mundo cultural y político y traerse a la mesa aires nuevos. Hacer descubrimientos. Las cenas se han convertido, voluntariamente, en una manera de conocer a ciertos personajes en primer plano. No sabe si los elegidos se sorprenden cuando Jesús les llama para invitarles, pero lo cierto es que su poder de convocatoria es muy alto porque casi nunca les ha fallado nadie, ¿a quién no le apetece conocer personalmente a Samuel, a quién no le halaga recibir una llamada de su secretario para acudir a su casa y pasar una velada con el escritor y con su mujer, Eulalia, de la que unos dicen que es encantadora y otros que es un bicho, que maneja todos los hilos de la obra y la voluntad del santón? ¿Quién no ha oído hablar de su colección de arte, modesta, dice siempre Samuel, pero interesante, que enseña a sus invitados con el orgullo del que se dejó llevar más por la intuición que por el verdadero conocimiento, pero acertó como ha acertado en tantas cosas en la vida?
Esos dibujos que fue adquiriendo a lo largo del tiempo son una prueba de su buena suerte. El hermosísimo retrato de Alex Katz, el dibujo a lápiz de una mujer de rasgos duros, enormemente atractiva, que Samuel compró en un viaje a Estados Unidos hace unos veinticinco años, y que es en realidad el boceto de un óleo muy cotizado. «Es mi preferido —dice—, cuando lo vi pensé que ésa era la mujer que desearía que me estuviera esperando. Al cabo de quince años conocí a Eulalia y lo primero que pensé es en lo parecida que era a Ada, así se titula el dibujo, es la mujer de Katz. Cómo no iba a dejar a Concha y a mis hijos por ella, era una deuda que tenía conmigo mismo. Pero fijaos, ¿os habéis dado cuenta del parecido que tienen las dos? Es prodigioso. Fue el único cuadro que me llevé de mi antigua casa. Así tiene que irse un caballero de los sitios, ¿no?, con las manos en los bolsillos.»
Jesús Mora es el único amigo que asiste a casi todas las cenas, a no ser que haya demasiada gente, entonces él mismo opta por esfumarse, no hay ni que decírselo, aunque la verdad es que a Samuel le gusta siempre tenerlo cerca; es como su memoria andante, tiene la fecha, el dato repentinamente olvidado o la risa que uno espera después de una ocurrencia. Jesús sacia con discreción todas esas necesidades. A veces viene Gabi, el hijo mayor del escritor, y otras Marina. Con Marina todo es siempre más distendido, ella disfruta estando con ellos en casa, adora a su padre y tiene una relación de afecto sincero con Eulalia, que, por cierto, siempre pensó que sería al revés, que sería más difícil con la chica, por aquello del apego que tienen las niñas con sus padres, pero no, aquí se han roto los esquemas psicológicos. Puede que sea porque Marina es una mujer poco atormentada, que se sabe querida y se las ha arreglado para sacar provecho de la separación de sus padres. Tiene ya treinta y seis años pero está consiguiendo vivir una adolescencia interminable, incluso físicamente es afortunada, como lo fue su padre (tienen los dos en la mirada una tremenda cualidad juvenil), y un cuerpo grande, de huesos anchos, que gusta mucho a los hombres. Con un apartamento pagado por papá y una carrera más que incierta como pintora, se puede decir que Marina vive de las rentas paternas o del cuento, en todos los sentidos. Pero, por lo menos, no representa problemas, sólo gastos. Vive sin complejos sus ya más que dudosas capacidades artísticas. Cada cierto tiempo Eulalia y Samuel le montan una exposición y allí acuden personalidades de la cultura y de ese mundo de la judicatura que tanto le gusta a Samuel y que contrasta con esos amigos medio naïf de Marina que son un poco como ella, artistas que nunca llegan a cuajar, que van cumpliendo años sin tener oficio ni beneficio, en general niños de papá con veleidades artísticas y sin mucho talento. Todo el mundo valora la exposición de Marina muy positivamente pero nadie mueve un dedo por comprar un cuadro, salvo algún individuo, siempre lo hay, que se queda prendado de la belleza de la hija del escritor y que más que comprar el cuadro lo que está buscando es tirarse a la pintora. Marina se deja querer y tiene con alguno de estos admiradores fugaces un lío pasajero, le lleva a alguna de las cenas de su padre y luego lo cambia sin penas ni traumas por otro hombre. Lo que hay que reconocer, dice Samuel con una sonrisa entre divertida y condescendiente, es que es ella la verdadera obra de arte.
Pero Gabi es otra cosa. Conserva intacto el rencor que sintió hace ya más de diez años hacia su padre y la mujer que se lo llevó. Gabi está muy unido a su madre y aunque ha moderado sus desaires y sus groserías de los primeros tiempos, parece que forma parte de sus principios el no estar nunca demasiado a gusto con Eulalia, como si el hecho de relajarse y encontrarse bien fuera una traición imperdonable a su madre, que da más pena incluso porque es una anciana que nunca llegó a comprender por qué aquel marido al que había entregado su vida —al que había permitido tantos cuernos, tantas ausencias, por el que había renunciado a su trabajo como profesora de latín en la universidad para atender a sus hijos y la carrera literaria de su marido que le dio siempre tanto que hacer, cuando no existían ni los agentes, ni los secretarios, ni los ordenadores, ni tampoco el dinero que fue llegando luego— se marchaba sin considerar la enorme deuda que había contraído con ella. Concha se quedó con la casa, con los cuadros, con una buena pensión, pero sintió el vacío que dejaron los amigos, bueno, amigos, los conocidos del escritor, que poco a poco dejaron de visitarla, y acusó el silencio del teléfono que dejó de sonar cuando se hizo pública la nueva relación de su marido. Rehaz tu vida, le dijo él antes de marcharse, no te quedes aquí sola, sufriendo. «¿Que rehaga mi vida?, ¿pero eres imbécil?, ¿dónde tienes la cabeza —le gritó ella—, en qué mundo vives, pero dónde quieres que vaya con sesenta años, que busque a un tío de treinta, como has hecho tú?»
Bueno, las cosas han mejorado, sobre todo desde que Gabi, su mujer y sus dos criaturas se fueron a vivir con ella. Los nietos le llenan el tiempo. Pero aun así, aun habiendo, como aconsejó el escritor, rehecho su vida, hay algo que sigue doliéndole al hijo muy profundamente, a lo mejor incluso ya más que a su madre. Puede que sea esa evidencia tan cruel de que tras la estela del padre se fueron casi todos los amigos que habían disfrutado tantas noches de tertulia en la casa materna. El hijo siente como si su madre hubiera sido víctima de un robo y no hay pensión, ni cuadros, ni casa de trescientos metros cuadrados, ni lujos como el abono al Teatro Real que su ex marido le sigue pagando todos los años, que puedan reparar el daño causado. Y aunque, como dice Samuel, un caballero se marcha de casa sin nada, con las manos en los bolsillos —en los armarios quedó colgada su ropa y en ellos siguió, patéticamente, durante algunos años, en los que Concha quiso imaginar que él se cansaría de su nueva vida o que su nueva vida se cansaría de él—, y sólo se llevó, como único equipaje, el pequeño dibujo de Alex Katz. Esa presencia mínima, de 30x45, en el salón de su padre es como un desafío para el hijo. Un día, Eulalia le sorprendió mirándolo. Se apreciaba tensión en su voz cuando dijo: «Estaba en el comedor, donde yo estudiaba en los años en que hacía el bachillerato... No sólo lo eligió mi padre, también estaba mi madre en aquel viaje. Ella era la que entendía de verdad de pintura.» La frase llevaba implícito el deseo de hacer ver que su padre no sabía tanto como hacía creer, y también, seguramente, pensaba Eulalia, dejar claro que su madre era una mujer muy cultivada, menos mundana que Eulalia, eso sí, pero más valiosa intelectualmente.
Es hora de irse. El portero de la tienda carga con todas las bolsas, incluidas las que Eulalia traía antes de Robert Steiger, donde se había comprado dos pares de zapatos. La dependienta le indica al portero que acompañe a la señora hasta la peluquería, que está a la vuelta de la esquina, en Claudio Coello. Ha empezado a llover y la señora lleva demasiados paquetes. No, le dice Eulalia al hombre, no se preocupe, ya me las apaño yo. Pero la dependienta insiste, haciéndole ver al portero que no se tiene que quedar ahí parado como dudando qué hacer. Ya está dicho, tiene que acompañar a la señora, llevarle los paquetes y cubrirla con uno de los paraguas enormes de la tienda, que para eso están. El portero y Eulalia salen a la calle, suben por Ortega y Gasset y entran en Claudio Coello. Eulalia se siente un poco incómoda al llevar a ese hombretón de uniforme a su lado cargado de paquetes mientras ella se refugia bajo la enorme sombrilla negra con las manos cerrándose el cuello de la gabardina. Suena de nuevo el teléfono móvil. Se para un momento, y el hombretón con ella. Empieza a buscarlo por el bolso, nerviosa. Piensa que si es otra vez Leonor lo apagará directamente. Pero no, no es Leonor. Es Tere. El hecho de que en la pantalla del teléfono aparezca el nombre del que llama la lleva a veces a iniciar la conversación directamente, sin saludos.
—Dime, Tere...
—Eulalia, quería..., tengo que hablar con usted...
—¿Estás ya en mi casa?
—No, estoy en la mía.
—Pero ¿saldrás ya dentro de poco? Mi madre está muy nerviosa esperándote..., oye, si no te importa, antes de subir, entras a una farmacia y le compras...
—No puedo ir a su casa —le interrumpe Tere.
—¿Cómo dices? Repítemelo, que se me va el sonido... Dime, qué decías.
—Que no puedo..., que no voy a ir.
—¿Y cómo vienes ahora con ésas?, ¿pero tú sabes el trastorno que me ocasionas?
—Tiene... Tiene que venir usted a mi casa.
—¿A tu casa, pero qué dices? No entiendo nada de lo que me estás diciendo. ¿Te pasa algo?
—Sí, me pasa algo. —La voz de Tere se quiebra al decirlo. Eulalia nota por vez primera que la chica habla con dificultad, se da cuenta de que está a punto de echarse a llorar. Nunca le ha oído ese tono en la voz tan espeso.
—¿Te has puesto mala?
—No, estoy bien, no es eso lo que me pasa.
—Pues cuéntame de qué se trata, hija mía, que estoy aquí en medio de la calle en una situación... —Eulalia piensa, en una situación ridícula, porque se encuentra codo con codo con un hombre uniformado cargado de paquetes bajo un paraguas.
El hombre intenta parecer distraído mirando un escaparate de la acera de enfrente para que no quepa la menor duda de que no está escuchando la conversación. Pero es absurdo, dada la proximidad y el tono tan alto con el que habla Eulalia es evidente que es imposible que no se esté enterando de todo.
—Mira, Tere, tengo hora en la peluquería dentro de cinco minutos. Si me dices definitivamente que no vienes cancelo la cita y me voy a casa para intentar arreglar lo de mi madre, que ya sabes cómo puede ponerse cuando se entere de que tiene que cenar sola en la cocina. Pero me gustaría, por favor, que me dieras de verdad una razón importante por la que no puedes venir a casa. Es algo que hablamos hace ya más de una semana, has tenido tiempo para decirme si había algún problema, quiero suponer entonces que te ha tenido que ocurrir algo muy gordo para...
—Sí, es algo muy gordo, pero no puedo contárselo por teléfono.
—¿Te ha dejado tu novio?
—No.
—¿Te han asaltado, te han violado?
—No, es que por teléfono no puedo, ya se lo digo, no puedo.
—Bueno, pues nada, si es así algo tan... grave, te tendré que creer, pero me haces una faena, guapa. Si te parece, vienes mañana a casa y me lo cuentas, y ya hablaremos.
—No, no puede ser mañana. Se lo tengo que contar hoy.
—Pues si no quieres venir a casa ni tampoco me lo quieres contar por teléfono, ya me dirás cómo hacemos.
—Ya le he dicho. Quiero que venga usted aquí.
—Pero hombre, por Dios, ¿cómo voy a ir yo ahora a tu casa? No seas absurda. Me voy a la peluquería.
—Pero si me acaba de decir que si yo no voy a cuidar a su madre usted cancela la cita.
Eulalia miró al hombre del paraguas e involucrándole inconscientemente en la conversación le dijo en voz baja para que no lo pudiera oír Tere: «Me quiere volver loca», y éste asintió y murmuró un «desde luego».
—Mira, no. No voy a ir a tu casa. Ya bastante que acepto que te ha pasado algo, que me vas a dejar colgada, pero yo a las cinco de la tarde, perdona que te diga, pero no me puedo ir hasta el barrio de la Concepción...
—Es San Blas, San Blas.
—Bueno, pues San Blas, me da igual, no voy a ir ni a uno ni a otro.
—Es que tiene usted que venir —Tere se echa a llorar y empieza a hablar con desesperación—, tiene que venir. Déjelo todo, la peluquería y todo.
—Pero vamos a ver, ¿no hay nadie de quien puedes echar mano, una vecina, no puede acercarse tu hermana?
—¿Es que no se da cuenta?
—¿De qué?
—De que la que tiene que venir es usted.
—Yo, ¿por qué?
Tere no responde. Eulalia mira el teléfono para ver si es que se ha terminado la batería, pero no, todavía queda.
—¿Tere, estás ahí?
—Sí, aquí sigo.
—Bueno, vamos a hablar como personas mayores, ¿vale? Tú dime por qué tengo que ir yo y entonces iré, porque comprenderás que al decirme eso ya me estoy empezando a preocupar —Eulalia piensa que estas palabras van a surtir efecto en Tere, pero no oye más que silencio—. Si me adelantas algo, voy.
—No, señora. Sólo le digo que a nadie más que a usted le puedo contar lo que me ha pasado.
—¿Ni a tu novio?
—Ni a mi novio. No está en Madrid, pero vamos, si estuviera tampoco podría. Sólo a usted, y a usted también le interesa que yo se lo cuente, pero es que..., por teléfono... —vuelve a quedarse sin voz—. Venga, por favor.
—Anda, dame la dirección... Yo no sé a qué viene esto, de verdad que no lo sé.
El portero, que ya se siente autorizado a entrar en la conversación y escucha atentamente, le pregunta: «¿Quiere que le deje un bolígrafo, señora?»; Eulalia responde, como saliendo de unos pensamientos muy confusos: «Bueno, si tiene usted uno a mano, es que empezar a rebuscar por el bolso...» El hombre se saca un boli de la chaqueta y un papel con algo escrito: «Escriba ahí detrás sin problemas, eso ya no me sirve.»
—La calle es Emperador Augusto, el número el 10, y el piso el 4° derecha. Si quiere le digo por la glorieta que hay que entrar, que el que no es de aquí y no lo conoce se arma mucho taco.
—No, déjalo —dice Eulalia bruscamente, no acaba de entender cómo puede alguien desesperado reparar de pronto en un detalle tan superficial.
—Pero ¿seguro que viene ya?
—Sí, seguro que voy. Voy y me estoy media hora y me vuelvo. No puedo quedarme mucho tiempo.
—Bueno, eso ya..., eso ya usted verá...
—Hasta ahora.
—Si se pierde, me llama, pero no tarde.
Eulalia cuelga el teléfono sin despedirse. Mira al hombre. Éste parece no saber qué decir pero al final decide expresar su opinión:
—Lo raro es que no le quiera decir a usted por teléfono qué es lo que la pasa porque esas cosas parece que le dejan a uno una angustia en el cuerpo...
—Desde luego —dice Eulalia, todavía sin moverse, mirando a un lado y a otro.
—Si quiere la busco un taxi.
—Pues se lo agradecería mucho, la verdad.
—Quédese usted mientras con el paraguas.
—No, por Dios, yo me pongo aquí debajo de la marquesina.
El hombre se lanza cargado de paquetes y con el paraguas a parar un taxi. Ve uno a lo lejos y le hace una seña levantando la mano llena de paquetes, luego vuelve a por ella corriendo, la acompaña hasta el coche, le mete todos los paquetes en el asiento y le dice con la cara de quien se teme lo peor:
—Y que no sea nada.
—Eso espero —le dice Eulalia con una sonrisa automática de cortesía. El hombre no cierra la puerta del taxi y ella entiende la razón—. Vaya, no tengo suelto para dejarle una propina. Ya lo siento...
—Otra vez será —dice, cerrando la puerta bruscamente. Y se queda parado, en medio de la calle, seguramente arrepentido de haber sido tan atento.
El taxi arranca. Eulalia se recuesta en el asiento y cierra los ojos. De pronto oye la voz del taxista:
—Pues si no me dice usted dónde vamos yo sigo to tieso...
—Ah, perdone, vamos a San Blas, a la calle Emperador Augusto, ¿la conoce?
—Huy, toda esa zona de emperadores..., eso es un desastre... Bueno, tiro para San Blas y allí ya vemos.
Y mientras el taxi avanza por la calle Ortega y Gas-set, Eulalia se lleva la mano al estómago, presintiendo algo terrible y desconocido, pero ¿qué? Hace un esfuerzo para no dejarse dominar por la inquietud. Intenta pensar que hay pocas cosas en las que la vida de su empleada y la suya se cruzan. A lo mejor Leonor la llamó y le dijo algo, ¿algo como qué?, ¿algo desagradable? Podría ser, pero no cree que Tere se dejara intimidar por eso. No sabe si llamar a Samuel. No, mejor no, puede que sea Leonor la que conteste el teléfono. Por otra parte, imagina que si le cuenta a su marido que va camino de San Blas para hablar con Tere, él se burlará, le dirá, pero tú por qué te metes en esos líos, seguro que si le dices firmemente que no vas, ella no te presiona como te ha presionado, a la gente no hay que seguirle la corriente, tú tienes una cena por delante, tienes a dos camareros aquí dentro de tres horas y tienes que arreglarte tranquilamente, ah, y además tienes a una madre que a ver cómo la consigues dominar, porque ésa es otra; lo que debes hacer, si me dejas que te dé mi opinión, es llamar a esta chica y decirle, mira, me vuelvo para casa y o me dices qué te ocurre ahora mismo por teléfono o ya me lo dirás mañana, pero no tienes derecho a crearme a mí esta inquietud y este mal cuerpo que me has puesto. Tú le dices eso y luego te despides, adiós muy buenas, y le cuelgas el teléfono, y ya verás como al momento te está llamando para contarte lo que le pasa, pero es que a ti cualquiera te maneja, cariño, cualquiera te hace pasar un mal rato, y no se puede ser tan frágil porque la gente se aprovecha, y es sorprendente que te haya cogido el punto hasta la chica de servicio, eso ya es inconcebible... Dile eso, pero díselo y vente, que estoy a punto de atar a tu madre a las patas de la mesa de la cocina. Y por supuesto, si mañana la explicación que te da no te parece suficientemente sensata, habrá que pensar en decirle que se vaya, pero esto, otra vez, no se puede permitir. Y ahora vente, que te espero.
Sí, se imagina perfectamente todo lo que Samuel le va a decir si le llama, pero ahora no es sólo inquietud lo que ha empezado a experimentar. También tiene curiosidad. Lo que va a pasar, con seguridad, es que nada de lo que le cuente Tere será tan importante como para haberse dado ese paseo absurdo cuando tiene tantas cosas por delante que hacer esta tarde, pero siente urgencia por saber qué quiere confesarle, verla sin uniforme, en su propia casa, llorando. A lo mejor le ha quitado dinero. Sí, eso es posible, o alguna joya, o es su novio el que la ha obligado a robar, o es su novio que ha planeado entrar en casa... Marca el teléfono de Jesús Mora. Es el único al que le puede contar qué es lo que hace en un taxi camino de San Blas a las cinco de la tarde cuando debería estar en la peluquería. Ni la reñirá, ni se va a reír de ella. Cuando escucha la voz de Mora, diciendo, ¿Diga?, se siente reconfortada, la tranquiliza al momento, y piensa en que tal vez lo único que le falta a su amante para que ella perdiera la cabeza por él sería estar unos puestos más arriba en la escala social. Son cosas que nunca confesaría a nadie, pero que ve tan claras en su interior como ahora ve a través del cristal la lluvia que hace correr a la gente por la calle y que enloquece la ciudad.