Eulalia no se lo mandó a ninguna editorial. Nunca consideró que tuviera valor literario, sí testimonial, pero incluso desde un punto de vista puramente memorialístico no sabía a quién podría interesarle. Todo estaba demasiado desordenado, sin que ellos se hubieran molestado en acomodar la narración oral a la expresión escrita. Habían hecho algún intento al principio de otorgar al texto algún tipo de estilo, pero a juicio de Jorge la redacción de Eulalia resultaba demasiado literaria, y a juicio de ella el trabajo de él tenía un toque muy áspero, muy periodístico, y restaba emoción a la historia que, por muy caótica que hubiera resultado, sí que había algún momento en que conseguía conmover. La única persona ajena a la voluntad de Gaspar que leyó el libro fue Samuel. Eulalia lo conoció una mañana en los pasillos de Radio Nacional, donde ahora trabajaba haciendo un programa de entrevistas. Se cruzó con él y al principio no lo conoció o no le cuadró la imagen que recordaba de él por las solapas de los libros. Al contrario de lo que sucede con muchos escritores que mantienen una foto juvenil en la que se encuentran favorecidos durante demasiados años, y que inevitablemente en vez de aliviar, denuncia sin piedad el paso del tiempo cuando uno los ve en persona, a Samuel le ocurría lo contrario, su imagen paralizada por el disparo de un fotógrafo sólo captaba una dureza en sus rasgos que le aumentaba la edad. Pero ahora, mientras seguía al relaciones públicas de Radio Nacional, sus pasos largos de hombre grande, el baile a un lado y a otro al que sometía a su cuerpo mientras andaba, le borraban los años que probablemente tenía, ¿sesenta y tantos?, proporcionándole ese don de individuo maduro en el que algunos hombres se instalan durante años. Incluso la ropa, que tenía un aire clásico, la gabardina, el traje oscuro debajo, la camisa blanca y la corbata en tonos apagados, en vez de encorsetarle le daba el aire indolente del hombre que quiere vestir de una forma convencional pero que no sabe hacerse bien el nudo de la corbata y siempre se la deja demasiado holgada, la camisa desabrochada en su primer botón y la gabardina desequilibrada, cayendo más de un lado que de otro. Y el pelo. Eulalia se fijó sobre todo en el pelo gris y abundante aunque con dos generosas entradas en la frente que le daban más rotundidad a un rostro de por sí de rasgos excesivos. Nunca había considerado la posibilidad de invitarle a su programa, por el que habían pasado casi todos los escritores que se habían hecho un nombre en los últimos años y que se habían creado una nueva clientela de lectores ávidos de una literatura que retratara la casi recién estrenada normalidad democrática. No se puede decir que en ese contexto a Samuel le fueran demasiado bien las cosas. No le iban mal tampoco. Algunos de sus libros estaban considerados ya como clásicos en los institutos, eran lectura obligatoria para los alumnos de bachillerato. Pero se había producido un cierto estancamiento en su trayectoria, no porque su figura recordara en algo la de un escritor franquista, porque todo el mundo le tenía considerado como un hombre de izquierdas, aunque hay quien le reprochaba que su cercanía a partidos como el comunista se había producido cuando ya a nadie se le iba la vida en ello. El público en general le tenía respeto. Lo que Samuel echaba en falta, sobre todo, era la renovación de ese público. Se sentía íntimamente incómodo en los momentos en que tenía la oportunidad de comparar a sus lectores con los de otros escritores. En la Feria del Libro, la heterogeneidad de los seguidores de algún autor joven que apenas tenía uno o dos libros pero una inesperada popularidad contrastaba con esos lectores mayores de cincuenta, aficionados a una literatura de corte realista, profesoras de instituto que se acercaban para decirle, gracias, eso es lo que yo quiero, que me cuenten una historia, para qué entrar en moderneces ni complicaciones. Y Samuel se veía envidiando en secreto a aquel otro al que se otorgaba algo más que solidez realista, como se hacía con él, con su literatura. Acababa detestando paradójicamente casi con la misma intensidad a los que le ninguneaban y a su propia literatura, aunque la hubiera defendido a muerte ante alguno de los jóvenes autores que en aquellos días le robaban la atención del público y de esos medios de comunicación que hacía un tiempo habían dejado de considerarle un personaje apetecible para entrevistar, a no ser, claro, que hubiera que cubrir el hueco de alguien que hubiera fallado en el último momento. Samuel era perfectamente consciente de eso pero en vez de mostrar la amargura que le causaba se repetía a sí mismo una y otra vez que pocos escritores en España podían disfrutar de una situación económica como la suya, estable y acomodada, y por otro lado se había creado cierto halo de escritor retirado, poco amigo de los acontecimientos sociales, que le daba resultado. Cuando le invitaban a algún acto o mesa redonda acudía encantado y cuando no le requerían, que era lo más normal en los últimos tiempos, su falta de presencia pública quedaba justificada por ese carácter misántropo que se le suponía.

Eulalia le siguió por el pasillo intentando provocar un encuentro casual. El técnico guió al escritor hasta los estudios de dramáticos donde se estaba grabando una de sus novelas, El tonto de la casa, un monólogo en primera persona de un retrasado mental que contaba, con una inocencia que al lector a veces le resultaba dolorosa, la forma en que sus hermanos le habían quitado su parte de la herencia dejándole de chico de los recados del negocio familiar. Tenía pasajes de un humor negro feroz, y a veces uno se descubría a sí mismo riéndose vergonzosamente de cómo el protagonista no es consciente en ningún momento de la crueldad con la que estaba siendo tratado. No es consciente hasta que un recuerdo casual le hace de pronto ver las cosas claras, pero el miedo que le provoca ser ingresado en un hospital psiquiátrico, la amenaza velada y constante a la que le han sometido sus hermanos, le lleva a conformarse con su penosa situación.

Todos estaban en silencio en el control de sonido. A veces se reían porque el monólogo tenía situaciones muy cómicas. Lo interpretaba el actor Emilio Gutiérrez Caba. La audición le trajo a Eulalia muchos recuerdos. Ese libro lo había leído en el instituto, y estaba segura de que incluso había hecho algún trabajo sobre él. Y había ido con Jorge hacía unos años al Teatro María Guerrero a ver la adaptación teatral, que también estaba interpretada por Gutiérrez Caba. Le hizo luego una entrevista al actor y entablaron una cierta amistad o, mejor dicho, iniciaron un coqueteo que nunca había llegado a cuajar. Samuel estaba sentado, le habían traído una silla, y seguía, con un entusiasmo nada disimulado, la interpretación del actor. A veces, cuando los técnicos y el realizador se reían, movía la cabeza afirmativamente como dando a entender que el texto estaba siendo leído magistralmente. El actor terminó un capítulo y paró la lectura. Desde allí, saludó por el micrófono a Samuel: «Me alegro de verte. Qué bien lo paso con esta novela, nunca me canso de leerla», luego saludó a quien estaba detrás del escritor, «Eulalia, por fin te veo, llevo días aquí y he pensado buscarte pero por los pasillos de esta casa me da miedo perderme».

Samuel se volvió para mirarla. Eulalia le tendió la mano, él se levantó, se saludaron y salieron a tomarse un café de máquina. Y mientras la extraordinaria voz de Gutiérrez Caba les acompañaba de fondo ellos se sentaron en el sofá que había junto a la puerta de los estudios y empezaron a charlar. Eulalia se vio a sí misma halagando a aquel hombre por el que hasta el momento no había tenido el necesario interés como para dedicarle un espacio en ese programa cultural en el que aparecían tantas glorias fugaces: Escritores que en el primer libro eran pontífices y en el segundo estaban acabados, músicos que duraban lo que dura la promoción de un disco fácilmente olvidable, artistas de la instalación a los que era casi imposible sacarles algo más en una entrevista que su pura arrogancia, diseñadores de cualquier artilugio inútil. Todos pasaban por un programa que quería ser el espejo de la movida cultural del momento. Todos menos Samuel. La productora del espacio se lo había ofrecido a Eulalia varias veces pero ella se había mostrado reticente, le parecía un poco sombrío, demasiado grave, ¿pasado de moda? Tal vez detrás de todo eso estaba el que siempre era más fácil en el fondo torear a un imbécil pretencioso que a una persona a la que suponía verdaderamente cultivada.

Pero aquel hombre que hablaba con ella en el sofá de un pasillo mal iluminado no era en absoluto tedioso ni pesado, al contrario, tal vez sintiéndose muy halagado por la afición que ella le había confesado que tenía a sus libros desde siempre (no había dicho desde niña para no herirle, ni por supuesto que había dejado de leerlos al final de la adolescencia) y por la invitación que le había hecho para que fuera la semana siguiente a su programa, Samuel no dejó de sonreír en ningún momento. De sonreír y de comentar irónicamente lo que opinaba sobre la cultura que dominaba en esos días, la modernidad repentina que habían descubierto tantos socialistas, esa cultura oficial que subvencionaba lo más superficial y despreciaba lo sólido. Todo es gaseosa, decía. Pero no perdía en ningún momento la sonrisa, no quería que ella pensara que había un fondo de amargura en sus palabras, como había. Y ella le daba la razón con la vehemencia del que quiere ocultar justo lo contrario de lo que dice, su afición por la banalidad.

Samuel le propuso volver a Madrid juntos, en el coche que había puesto a su disposición la radio. Se sentaron los dos en el asiento trasero, y mientras cruzaban la Casa de Campo el sol se ocultó dejando esa luz precisa y favorecedora de la última hora de la tarde, esa luz nada violenta que dibuja las cosas con la compasión necesaria como para aliviar cualquier defecto posible. Ésa es la luz con la que se estaban viendo, sentados cada vez más juntos el uno del otro hasta que Samuel, con los ojos de pronto muy distintos, más serios, más profundos, le acarició la cabeza, muy levemente, como si le diera miedo tocarla, luego le colocó suavemente el mechón de pelo que le caía sobre la cara, y ella besó el dorso de esa mano grande y delicada que en un gesto mucho más firme la atraía hacia él tomándole la cara por la barbilla y la besaba.

Fue, por tanto, un noviazgo que estuvo en boca de todo el mundo antes de que fuera noviazgo, porque el chófer de Radio Nacional se encargó de contar a los compañeros con todo detalle lo que había visto por el espejo retrovisor. El apartamento que Samuel visitó aquella tarde por primera vez, un apartamento al que Leonor, que nunca había sido amante de los eufemismos, llamaba la cochambre, se convirtió en su refugio durante casi un año. Leonor había reaccionado ante la marcha de Eulalia como sólo reacciona una madre que ha desatendido a su hija en los años de crecimiento, exigiendo la atención que ella jamás había prestado, y Eulalia se comportó como suelen hacerlo los hijos desatendidos, intentando agradar a una madre siempre descontenta. Así que se fue, pero se fue cerca, y a menudo se pasaba a cenar con Leonor, aunque Leonor poco a poco fue retomando sus antiguas costumbres y saliendo a jugar por la noche a casa de sus siempre medio secretas amistades. Leonor no conocía el límite en que la espontaneidad acaba convirtiéndose en falta de consideración y de vez en cuando se presentaba en casa de su hija, a veces con pretexto y otras sin él, simplemente para repetirle aquello de la cochambre y lo de, parece mentira, con el lujo que es vivir en un chalé en Madrid venirse a vivir a un piso canijo que no da más que a patios interiores. Eulalia le decía, ¿pero por qué no me llamas por teléfono antes de venir, tanto te cuesta?; te molesto, ¿verdad, hija mía? Si te molesto, dímelo, y me voy; no, no me molestas, pero a lo mejor estoy trabajando o yo qué sé; yo qué sé, yo qué sé, a ver si tienes un secreto y no me lo cuentas.

Una tarde Leonor se encontró con el secreto. Sonó el timbre y Eulalia abrió la puerta sin pensar en que podía ser su madre. Leonor entró y miró al hombre en bata que estaba sentado frente a un pequeño ordenador.

—¿Y este señor, es el que me suena que es? —le preguntó a su hija como si él no pudiera oírla.

A Leonor le importó bien poco que él estuviera casado. «Ya caerá —le decía a Úrsula—, pudiendo tener a una mujer más joven, de tontos sería que se quedara con la de toda la vida.» Se puede asegurar que la actitud de Leonor contribuyó bastante a que Samuel acabara teniendo una doble vida casi tan convencional como la legítima porque con ese arte de ella para envolver a la gente y llevarla a su terreno, el escritor se vio comiendo en la casa familiar más de una vez a la semana. Comidas en las que se dedicaba a observar a la madre de su amante con una atención que a Eulalia íntimamente le sacaba de quicio. Había cosas que, por supuesto, marcaban diferencias esenciales con el matrimonio anterior de Samuel; desde luego, uno de los elementos esenciales en la relación con Eulalia era el sexual. Eulalia lo recibió en ese aspecto con voracidad, aunque no era del todo una voracidad sincera; si Samuel hubiera prestado más atención, si hubiera echado mano de su propia experiencia habría pensado que el apetito sexual de su amante era demasiado expresivo, demasiado exagerado. Pero está claro que la experiencia casi nunca sirve, y él, que llevaba años resignado a un matrimonio no infeliz pero sí mortecino y que sólo había conseguido despertar del letargo gracias a algún encuentro rápido y nunca comprometedor con admiradoras generosas, se quiso creer que aquella mujer se trastornaba cada vez que él la besaba, y al encontrarse con ese poder intacto que ya creía olvidado de los años de su juventud fue él quien perdió la cabeza, y si es cierto que el amor y el sexo rejuvenecen, rejuveneció unos cuantos años.

A Eulalia su amante le gustaba mucho, pero no era el arrebato físico lo que podía en esa atracción. Lo que le atrajo desde el primer momento, desde que lo vio andar a paso rápido por aquellos pasillos de Radio Nacional, fueron unas virtudes que intuyó desaprovechadas, lo vio con la misma claridad que aquel que tiene sentido del espacio y es capaz de imaginar cómo una casa vieja y anacrónica puede ser transformada y convertirse en un lugar moderno y luminoso. Si había algo en lo que Eulalia iba pareciéndose a su madre, aunque no cayera en la cuenta, era en su capacidad para utilizar el sexo de una manera práctica. No había una entrega absolutamente romántica en los encuentros con Samuel sino la feliz convicción de que eso era el comienzo de algo más interesante.

A los seis meses el escritor estaba en casa de Eulalia como en la suya propia. Iba por las tardes, abría con su propia llave y la esperaba allí a que llegara de la radio. Se ponía una bata que ella le había comprado y se sentaba delante del ordenador con la esperanza de darle rienda suelta a tantas emociones como ahora sentía pero la certeza de un polvo inminente le volvía imposible cualquier esfuerzo intelectual. Entonces se encendía un cigarrillo y se asomaba a la única ventana que daba a la calle, desde la que veía un trozo diminuto de acera por la que ella, forzosamente, debía pasar. La espera se hacía a veces tan dolorosa que el perfil de Samuel debajo de la bata mostraba, cuando al fin abría la puerta, un abultamiento ridículo, adolescente.

Él tenía la misma sensación de embriaguez del borracho que se imagina visitado por súbitas inspiraciones, pero todo eso no llegaba a concretarse en nada que le empujara poderosamente a escribir una historia. Un día, en una de esas esperas en las que se dedicaba también a registrar los cajones de Eulalia con el deseo enfermizo de encontrar alguna pista que le hiciera sentir celos retroactivos, dio con el libro de Gaspar. Leyó las firmas de los dos autores, Eulalia Almagro y Jorge Arenas, y luego lo abrió por el centro, donde estaban las fotos. Había fotos antiguas, las del padrastro y un hermano gemelo, de niños, unas cuantas de Madrid en los años treinta, la foto de dos muchachas levantando el puño, los hermanastros de Eulalia muy niños y su madre, y finalmente Leonor y Gaspar en un banquete, ella muy joven todavía, vestida al estilo de los años sesenta, con unos pendientes grandes, un moño alto, cardado, y un vestido de margaritas. Y él, pasándole el brazo por el hombro, la única señal evidente de que eran pareja porque nada en el aspecto de aquel hombre mayor y un poco rancio parecía tener alguna correspondencia con una mujer tan vistosa.

Eulalia abrió la puerta y le encontró viendo la última de las fotos, una en la que aparecía ella con ocho años vestida de uniforme y con la cartera en la mano posando con Gaspar en la puerta de la casa, junto a la verja. En la imagen, él sonreía y ella tenía esa gravedad que adoptan los niños cuando están enfadados. La mueca de enfado podía estar relacionada con la persona que hacía la foto o el simple hecho de haber sido arrebatada del sueño para ir a la escuela.

—¿Y esto —preguntó Samuel— por qué no me lo habías enseñado?

No se lo había enseñado porque pensaba que él podría reírse de aquella idea suya de las biografías que con el tiempo a ella misma le había parecido bastante extravagante; también tenía miedo a que hiciera algún comentario irónico sobre su padrastro, que lo considerara un personaje algo patético. Pero fue al contrario. Samuel leyó el libro en dos tardes y cuando lo acabó se asomó a la misma ventana en la que esperaba siempre la llegada de Eulalia, pero esta vez no era la urgencia de llevarla a la cama lo que provocaba su impaciencia sino la decisión de pedirle permiso para escribir una novela con esa historia. No es que intuyera que podía servirle de inspiración, es que de pronto sentía en la mente el libro entero, como si ya estuviera escrito, como si ya pudiera saber cuál iba a ser la última frase.