Samuel terminó de comer. Concha y él no habían intercambiado ni dos palabras pero eso no era algo que tras treinta años de matrimonio pueda llamar la atención de nadie, y menos de los interesados. Samuel aprovechaba estas comidas familiares para pensar en lo que tenía entre manos, que no era una amante con la que llevaba acostándose casi un año, sino una novela que avanzaba como si alguien le estuviera dictando lo que tenía que escribir. Sentía un impulso casi olvidado, el mismo que le llevó a escribir sus primeras obras en apenas cuatro o cinco meses, aunque siempre había aumentado el tiempo de escritura cuando se le preguntaba, por conocer de sobra el prestigio de la lentitud. Masticó toda la comida mirando al plato, como si el plato fuera la pantalla en blanco que le esperaba en aquel apartamento del barrio de Pacífico en el que un milagro inesperado le había devuelto la pasión, no la pasión literaria, era algo más importante, algo que producía el tipo de excitación que te lleva a lavarte los dientes después de comer, ponerte el abrigo, salir del portal del piso de la calle Ferraz en el que llevas, cuántos años, toda la vida entregado a la monogamia y a una profesión —¿o habría que decir vocación?— que te ha permitido ciertas vías de escape que tal vez un funcionario de ministerio o un obrero no tendrían a su alcance, pero al fin y al cabo, monogamia, hasta que un día, de pronto parece que te sientes más ligero, empiezas a soltar lastre, y no te importa la mirada fiscalizante que tu hijo mayor, Gabi, te dedica cuando entras en casa, a las once o las doce de la noche, no importa que Conchita, embutida en esa gran bata con la que tal vez quiere mostrarte lo tarde que es o algo más penoso aún, una enfermedad, la dolencia provocada por lo mal que se lo estás haciendo pasar, y busca que su marido, tú, cada vez más ausente, reconozca lo que ella está pidiendo, que repares en su sufrimiento, y sientas compasión. Pero él no va a preguntar nada, ni tan siquiera es que haya decidido no ver lo que tiene delante de los ojos, es que no ve. No ve a la mujer embatada que se sienta a un lado del sofá, componiendo, sin ella saberlo, la imagen misma de la soledad, la que han creado pintores y directores de cine: el personaje en una esquina y el resto, la sala, el mar, el bosque, o el más absoluto vacío.
No hay nada más lamentable para él que esos mensajes cifrados del código conyugal, así que actúa como si no los comprendiera, mientras mastica la comida maravillosamente guisada por Conchita, la calidad insuperable de la menestra, que se deshace melosa en la boca, el filete de emperador, la ensalada, todo cuidadosamente servido, sin que la enfermedad, la depresión a la que está empujándola, empeore el curso de la casa. Samuel se permite hacer incluso algún comentario elogioso, y ella dibuja una sonrisa corta, muy corta, para que él entienda y pregunte. Pero ya no mira y cuando mira no ve. Está loco por ponerse el abrigo, cruzar la plaza de España y subir a paso ligero la Gran Vía, es como si se hubieran acortado las distancias y Madrid fuera pequeño, y no encontrara el momento de tomar un taxi porque es maravilloso dejarse llevar por las piernas que parecen de otro, de un individuo con treinta años menos. Le dan ganas hasta de reírse cuando descubre a su hijo unos pasos detrás de él mirando el mismo escaparate de la Casa del Libro en el que él se acaba de detener hace unos minutos, más que para curiosear lo que hay, para fantasear con el espacio que ocupará él mismo dentro de unos meses.
Dónde irá, se pregunta, dónde irá este hijo mío. Le observa un momento, no imagina cuál será el libro que le ha llamado la atención. Muy pocas veces habla con él de literatura, porque el chico con su padre se siente intimidado, dice siempre la madre, pero está claro que vive una secreta pasión literaria al margen de la figura de su padre. Ahí está la luz de su dormitorio encendida hasta las tantas de la madrugada y algunos cuentos inacabados en el ordenador que Samuel habría podido leer pero no ha querido por temor a sentirse decepcionado y tener que decírselo. A Conchita siempre le ha gustado calentarle la cabeza con la falta de confianza que su hijo tenía en él. Ella parecía asumir el papel de acortar distancias pero con el tiempo Samuel había entendido que en realidad no ha hecho otra cosa en la vida que trabajar como una hormiga, en silencio y sin dejar pruebas, para que padre e hijo fueran cada vez más ajenos. «Dime, ¿qué he hecho yo para que, según tú, Gabi no me tenga confianza? —preguntaba Samuel—, dime en dónde ha estado mi error, ¿en ser escritor, en ser conocido, en no ser demasiado pegajoso con él? ¿Es que no ha bastado con que lo fueras tú? Yo soy como soy y así he sido con mi hija también, que no ha necesitado estar en mis rodillas mientras yo trabajaba. ¿Desde cuándo un padre ha tenido que estar preguntando cómo te sientes, qué problema te crea para tu desarrollo personal el que tu padre sea una persona intelectualmente reconocida? Por Dios, por Dios, si él prefiere hablar contigo, que hable contigo, pero no puedo mostrarle una admiración falsa por algo que todavía no ha hecho en la vida, y si él me tiene una admiración, según tú dices, que le resulta inhibidora, o castrante o como coño se diga, ¿qué quieres que yo haga, que le trate como si tuviera diez años, que lea esos diez folios inacabados que tiene escritos en el cajón desde hace un año y se los celebre como se hace cuando el niño llega con el primer dibujo de la guardería? Desde hace veinte años son cientos los chavales que me han entregado sus cuentos, me los meten en el bolsillo del abrigo cuando visito un instituto, me entregan una carpeta cuando voy a una facultad, todos llevan la dirección para que después de leer aquello les conteste y ¿sabes lo que les contesto? Que lo que yo piense no importa nada, que no va a ninguna parte el juicio que les haga un escritor de sesenta años que ni él mismo sabe por dónde tirar. Si animas a alguien cometes la misma irresponsabilidad que si le desanimas. Mi padre no estuvo día a día alentándome para que escribiera, más bien para lo contrario, me perseguía para disuadirme, para que acabara mi carrera y me dejara de idioteces. Tú sabes que fui durante más de diez años escritor de fines de semana, ¿cómo voy a pensar yo que lo que necesita un hijo mío es que le jalee cualquier tímido intento de ser escritor? Si él siente verdadero deseo por esto, lo hará aunque yo me oponga, o gracias a que yo me oponga, pero no me pidas que aliente una vocación que siente cualquier muchacho a su edad que tenga un poco de sensibilidad, o tal vez lo que tendría que decirle es que a su edad las fantasías literarias ya se le deberían haber pasado. Son veinticinco años y dos carreras frustradas y a lo mejor están frustradas por una vocación que no es suficientemente fuerte. Hoy todo el mundo quiere ser artista, todo el mundo cree ser creativo, vivimos en esa fantasía, por qué no la va a vivir con más fuerza el hijo de un escritor. Parece que el mundo que nos rodea les empuja a eso. El pintor reconocido y sólido que enseña a sus colegas los dibujitos patéticos de su hijo mientras éstos miran hacia otro lado. Ah, ya he visto esa escena algunas veces y resulta penosa. El ser padre no te convierte necesariamente en un idiota, eso es lo que te quiero decir, que quiero a mi hijo, claro que lo quiero, igual que tú, pero no soy un idiota.» Queda implícito en todo su discurso que Conchita sí que lo es, aunque él no sea muy consciente de expresarlo, y no está en su ánimo ofenderla. Ella se mantiene escuchando, lenta a la hora de responder, apabullada por la vehemencia de su marido, intentando encontrar una réplica que siempre halla unas horas más tarde, mientras le espera en el sofá después de cenar y hace un recuento doloroso de su vida. La primera respuesta que Samuel se hubiera merecido, piensa en esos momentos, habría sido que en ese discurso dedicado a la defensa de la paternidad no paternalista, si es que eso se puede decir, se escondía una mentira que convertía en irracional lo que habría podido ser racional: él no tenía la misma actitud con su hijo que con su hija, a la que destinaba todos esos elogios insensatos a los que, según su discurso, era tan contrario. Pero discutir con Conchita es fácil. Ella escucha, escucha el monólogo, y cuando él se va, absolutamente convencido, dada la falta de réplica, de haber demostrado la verdad, ella, no por falta de inteligencia, sino por lentitud, por tener un pensamiento paquidérmico, repasa las palabras de su marido, y encuentra la manera de rebatirlas cuando ya es demasiado tarde, a esas horas en que lo único que verdaderamente importa es la evidencia de que tu marido va a abandonarte.
En otro momento de su vida, piensa Samuel, hubiera ido al encuentro de su hijo. Qué haces, Gabi, para dónde vas. Y el chico se habría mostrado sorprendido, pillado en falta, como era habitual en la actitud que siempre tenía con su padre. Pero a Samuel le daba la impresión de que no sólo él estaba intentando evitar el saludo: su hijo dedicaba a la contemplación del escaparate la atención tozuda del que no quiere levantar los ojos para no encontrarse con alguien conocido. Es normal que a cierta edad un padre y un hijo hagan lo posible por no cruzarse en la calle, a una edad más temprana que la de Gabriel, posiblemente, pero qué se le iba a hacer, la adolescencia se estaba alargando eternamente, la adolescencia y sus reproches, qué castigo.
Samuel iba a echar a andar pero una mujer de unos cincuenta años salió corriendo de la tienda.
—¿Es usted quien yo pienso? —le preguntó jadeante.
—Bueno, me imagino que sí.
—Es que he comprado este libro en cuanto lo he visto, ¿me lo puede firmar?
—Claro, sí... ¿tiene algo con qué hacerlo...?
—Ay, Dios mío. —La mujer se rebuscaba en el enorme bolso inútilmente, se la veía decidida a volcar su contenido en el suelo. De pronto, advirtiendo que hacía un momento había alguien a sus espaldas, se volvió—. ¿Tienes un boli? A ti, joven, a ti te digo, ¿tienes un boli?
Gabriel se palpó el pecho.
—Sí, aquí tengo uno. —Mientras se lo sacaba, miró a su padre, un poco cohibido, parecía que tenía las mejillas algo encendidas—. Hola, ¿qué pasa?
—Ya ves.
—Para Martina Rubio. Y para su marido, ponga también.
—¿Cómo se llama su marido?
—Eso da igual, con que usted ponga para su marido ya se entiende que es el mío. Así, muchas gracias. Esto sí que es suerte.
Samuel hace un ligero gesto de despedida y mira a su hijo.
—¿Quieres tomar algo?
—Pues sí..., desde luego que sí —dijo Martina Rubio.
—No..., ay, perdone —Samuel puso la mano en el hombro de la mujer para salvarla un poco de la confusión—, no me refería a usted, se lo decía a él.
—Pero ¿se conocen ustedes?
—Es mi hijo.
—Anda. Mucho gusto. Esto sí que es bueno. Es para contarlo. Y yo ya estaba dispuesta, qué vergüenza. Habrá dicho usted...
—No se preocupe.
—¿Vas a ser escritor como tu padre? —preguntó Martina Rubio antes de colgarse otra vez el bolsazo.
—¿Yo? No creo.
Samuel y su hijo anduvieron juntos hasta la confluencia de la Gran Vía con la calle Alcalá. Los dos parecían andar buscando alguna cosa que decirse que fuera el principio no frustrado de una conversación.
—¿Buscabas algún libro en particular?
—No. Bueno, sí, quería comprarme aquella novela de la que hablabas hace poco en ese artículo..., Los fantasmas del sombrerero.
—Ésa está en casa.
—Sí, pero hay varias novelas de Simenon juntas y no me gustan esos tomos tan... gruesos.
—¿Has leído ya algo de Simenon?
—Sí, seis o siete, de los tomos que tú tienes. Pero para ir en el metro prefiero los libros de bolsillo.
Samuel reconoció el ligero temblor de siempre en su voz, como un tartamudeo que no llegara a serlo. El miedo enfermizo a decir algo inadecuado delante de su padre. ¿Hablaría así con su madre? No parecía probable. Estaría relajado, utilizaría un vocabulario mucho más adecuado no ya para su edad sino para su forma de vestir, para esa manera desganada y poco madura que tenía de andar, nada parecida a la del padre, que avanzaba con una rotundidad y una premura que hacían pensar que se dirigía siempre a un lugar en el que ya había una audiencia deseando que llegara y dispuesta a escucharle.
—¿Cómo te va el curso?
—Bastante bien.
—¿Estás haciendo... primero?
—No, segundo, hago segundo ya.
Después de cada contestación una pausa. Pausa en la que el padre pensaba en una siguiente pregunta que diera más de sí.
—¿Y te gusta?
—Sí, creo que... Bueno, no me apasiona, pero desde luego no lo detesto como me ocurrió con Bellas Artes. Ahora ni sé por qué empecé Bellas Artes.
—¿Te ves siendo abogado?
—Sí, ¿por qué no?
—Por qué no, claro —dijo Samuel. Había creído apreciar en ese por qué no de su hijo una leve resignación—. ¿Y ya no quieres ser escritor?
—No, no te preocupes.
—Yo no me preocupo, ¿por qué dices eso?
—Bueno, sí que creo que te preocupabas.
—Te equivocas, qué tontería es ésa.
—Pero que sepas que lo entiendo.
—No sé qué entiendes o qué no dejas de entender, se me escapa —Samuel empezó a notarse un tono impaciente, la impaciencia que le provocaba la vulnerabilidad de su hijo—. Háblame más claro.
—No te pongas así, como si estuvieras cabreado, no quiero discutir.
—No me pongo de ninguna manera, es mi forma de hablar.
—Sólo te digo que entiendo que tú no quisieras que me dedicara a la literatura. Es más, te diré una cosa, ahora me siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Un peso que tenía también cuando estudiaba Bellas Artes...
Samuel sintió como que una ternura casi olvidada se le instalaba en el pecho. Reprimió un impulso antiguo, casi olvidado, el de retirarle el mechón de pelo que le caía sobre el ojo derecho, algo que hubiera hecho sin pensar en los años en los que era tan natural el contacto físico. Ahora Gabriel se habría arrugado ante su caricia, o era él el que ya no sabía cómo hacerlo. Había algo que su hijo quería decirle, una última cosa, o tal vez la única cosa. El semáforo se puso en verde.
—¿Quieres que tomemos un café? —le preguntó Samuel.
—No...
—¿Quieres seguir caminando conmigo?
—Quiero saber adónde vas —la frase sonó más rotunda de lo que Gabriel mismo se había propuesto. Eran malas pasadas que solía jugarle su propia inseguridad.
—¿Quieres saber dónde voy? —Samuel miró un momento hacia el semáforo que volvía a estar rojo y sacó un cigarrillo para encendérselo. Los dos comprendían que estaba sopesando si decirle o no la verdad—. Voy a un apartamento donde escribo todas las tardes. Estoy escribiendo un libro.
—¿Una novela?
—Sí, una novela, la estoy acabando.
—Papá —le tomó suavemente del brazo, como si reclamara una atención que no estaba muy seguro de conseguir, con un gesto inesperadamente adulto que hizo que su padre se sintiera viejo—, me gustaría que no te fueras, ¿qué haría ella ahora sola, lo has pensado?
—No sé de lo que me hablas —dijo Samuel, inseguro ahora él, por primera vez, ante la mirada de su hijo.
—Sí que lo sabes. No quiero que la dejes, no quiero, pero tampoco puedes continuar así mucho tiempo, ¿sabes lo que quiero decir?
Samuel asintió con la cabeza. Gabriel se despidió con poco más que un gesto, no supo decir nada ni quiso porque no podía soportar la visión insólita de su padre, plantado en la calle, avergonzado.
Las piernas volvieron a sentir la incómoda gravedad, el peso de los años y del pasado. Caminó más lento que otras tardes hasta el apartamento en el que le esperaban dos horas de un trabajo que ya estaba llegando a la gozosa recta final. Esa tarde pensó que así podría haber seguido toda la vida, demorando el momento de las grandes decisiones, acomodado al arrullo de esta vida secreta que le ordenaba la existencia, como si fuera un funcionario feliz del adulterio que abomina de los procesos de separación, de los repartos, de las explicaciones a los hijos, de los reproches legítimos de la mujer abandonada. Si todos se lo hubieran permitido, Eulalia, su mujer, sus hijos, habría seguido haciendo los dos caminos todas las tardes, el que conducía al engaño y el que le devolvía a la vida legítima. Se hubiera instalado siempre en esa doble dirección que le hacía cruzar el Retiro todas las tardes dos veces y le había permitido sentir mientras caminaba el paso de tres estaciones. El tiempo estaba cambiando y le sobraba el abrigo. Se lo fue a quitar y unas adolescentes que se cruzaron con él interpretaron el gesto de forma equivocada. Se marcharon riendo y entre las risas hubo insultos, palabras sucias. Un viejo escritor enseñando la polla a las niñas del instituto Isabel la Católica. No, no había llegado a tanto, ni se sentía viejo, ni tan siquiera se sentía escritor.
Se sentó en un banco y dejó que el tiempo pasara, sin que le quemara la impaciencia, con la misma resignación con la que uno dormita en un vuelo transoceánico o en la sala de espera de un médico, sabiendo que durante unas horas la realidad queda en suspenso. A un lado y a otro del parque, unos y otros, le iban a pedir ya que se decidiera. Nadie se lo iba a poner fácil, nadie le iba a decir, ahí tienes la puerta. De una manera innoble se quedó dormido, con la cabeza torcida y la boca abierta.