En la radio siempre se hablaba de reestructuración, del cierre de la cadena de emisoras, de los cambios, continuamente se hablaba de los cambios. Mal que bien Eulalia había sobrevivido a varias jefaturas distintas, y pensaba que, incluso si Montero, el director con el que mantenía una discreta relación sentimental desde hacía meses, era destituido, ella renovaría el contrato, por mucho que hubiera gente por ahí murmurando que el programa se le había concedido por estar acostándose con el jefe. Una compañera que se había convertido en confidente de la relación se lo había dicho: lo sabe todo el mundo. Todo el mundo debía incluir también, imaginó, a Jorge Arenas, que se mostraba desde hacía tiempo más distante. Curiosamente, sin necesidad de entrar en detalles, espaciaron sus encuentros amorosos pero no las cenas en casa de Gaspar, que siguieron siendo más o menos regulares.
Montero no fue destituido, al contrario, se le ascendió a una jefatura más alta de la cadena de emisoras, lo cual, paradójicamente, no evitó que a ella, según finalizó su contrato, la echaran a la calle, con la promesa de volverla a contratar después de tres meses, como a otros cincuenta colaboradores que seguían reuniéndose absurdamente en el bar de enfrente de la radio, como si la proximidad con la emisora hiciera más probable un nuevo contrato. Los que habían conseguido mantener el empleo bajaban con los defenestrados a comer, incluido Jorge, que seguía en su puesto. Los camareros les cerraban una sala en el comedor, y aquello se convertía en una fiesta diaria, en la que se especulaba, al calor de los vermús y de las cervezas, sobre los futuros contratos que unos días parecían estar sobre la mesa y otros que no iban a estarlo nunca. En esas reuniones ruidosas, alegres y alcohólicas de jóvenes colegas, Jorge y Eulalia se encontraban mejor que en ningún otro sitio, mejor que en casa de Gaspar, desde luego, donde ninguno de los dos sabía cómo calificar su propia relación, aquí, en el bar, la parte amorosa quedaba diluida en el caldo de la amistad, en un ambiente en el que era más o menos normal que se hicieran y deshicieran parejas con cierta frecuencia. En esas comidas de menú barato, y en esas sobremesas de partidas de billar y alcohol cabezón, fue cuando Eulalia le propuso a Jorge el asunto de las biografías, pero ya no sobre viejas glorias del mundo artístico o político, ni sobre la dignidad del fracaso ni todas esas ideas que ya están más que trilladas, le decía Eulalia a Jorge, aquí lo que tenemos que hacer es ponernos a ganar dinero porque esto, ya ves, esto te dura seis meses y a los seis meses te ponen en la calle.
—Montero podía haberte echado una mano —le dijo Jorge.
—Él no tenía ninguna obligación conmigo ni yo me he aprovechado nunca de..., de su amistad.
—No te enfades. ¿Le sigues viendo?
—¿Sigues viéndola tú a ella?
Para ser una conversación sobre la infidelidad, pensó luego Jorge, fue asombrosamente corta. A partir de ahí, neutralizados sus reproches, dejaron que la amistad fluyera por caminos más sencillos como el trabajo o el seguir acostándose de vez en cuando.
Eulalia no dejaba de darle vueltas a su proyecto, en realidad, no se lo había inventado ella. Todo había surgido de un reportaje curiosísimo que había leído en Le Monde. Se trataba de la historia de un tal Phillippe Guiot, un aspirante a escritor de Lyon que harto de mandar sus relatos a premios literarios en los que nunca ganó ni un triste accésit y desengañado también de que las editoriales le contestaran con amables negativas falsamente esperanzadoras con respecto a la publicación de su única novela, decidió montar un negocio que tenía una relación extravagante con la escritura. Pensó que se ofrecería como escritor de biografías, no de personajes importantes, que no estaban a su alcance, sino de cualquiera que quisiera ver su vida publicada. Él visitaría al cliente cuantas veces fuera necesario, le grabaría una gran entrevista, le pediría fotos, todas las posibles desde su niñez, incluso de sus antepasados, y luego redactaría esa vida en el mismo tono entre documental y literario que se emplea para las biografías de los grandes personajes, halagando siempre, desde luego, la vanidad del biografiado, que a su vez señalaría a ciertas personas de su familia, o a amigos, que podrían ampliar y enriquecer los recuerdos de su peripecia vital. Pensó el tal Guiot que era un proyecto que requería una baja inversión, puesto que el dinero para la publicación corría a cargo del cliente y el cliente decidía cuántos ejemplares se editaban. En realidad, lo único que había que echarle al trabajo era tiempo y este escritor fracasado en la gran literatura tenía todo el tiempo del mundo.
La historia le daba un aire a una de esas novelas de Simenon situadas en pequeñas ciudades de provincia. El escritor puso un anuncio en el periódico local, «¿Ha tenido usted una vida interesante, una vida que merecía ser novelada? Ahora tiene la oportunidad. Le escribimos su biografía», y esperó. Tenía la esperanza de que en una zona tan rica en pequeños negocios familiares en la que se tendía, como en todas las pequeñas comunidades, a vivir de la autorreferencia y del ego en torno al apellido, cundiría ampliamente la idea de que la vida de uno es completamente extraordinaria y está pidiendo a gritos que alguien la lleve a un libro. En realidad, es el sueño de cualquier idiota.
Sólo una llamada respondió al anuncio de Guiot. Y no porque no hubiera gente dispuesta a contar la propia vida, a esa conclusión llegó el biógrafo, sino porque la vanidad es tan grande, que la gente no sólo quiere darte la matraca con sus batallas, sino que además piensa que son tan alucinantes que merecen estar en un libro, claro, pero gratis. Hubo uno. Phillippe Guiot fue a la mañana siguiente a verlo, encorbatado y con un maletín con cuaderno y grabadora, más con el aspecto de un vendedor de enciclopedias que de escritor desesperado. Su primer y único cliente era un anciano que vivía en un piso diminuto de la ciudad de Saint-Étienne. El viejo vivía tan precariamente que Guiot estuvo a punto de marcharse casi sin haber entrado, pero en vez de seguir su primer impulso, que fue de huida, se sentó, arrastrado en parte por el señor Morvan, así se llamaba el hombre, que había visto en aquel anuncio no la oportunidad de satisfacer su vanidad, «mi vanidad ya no me importa ni a mí mismo», sino de dejar constancia de una experiencia vital injusta y lamentable. A la hora de hablar del precio, Guiot se vio en la penosa situación de regatear con el anciano. Cuando salió del piso se dio cuenta de que tendría que rebajar a la mitad el presupuesto que le había dejado caer a Morvan con estas palabras: «Es nuestro precio estándar.» El viejo dijo: «Yo ese precio estándar no lo puedo pagar», y Guiot se marchó con una respuesta tan cómicamente comercial como: «Estudiaremos su caso.»
Cuando no se tiene trabajo no hay mucho que estudiar, así que al día siguiente, Guiot volvió a casa del viejo. Pensó que al fin y al cabo la clave del negocio estaba en redactar la biografía lo más rápidamente posible, sin meterse en jardines literarios, a los que por cierto Guiot era aficionado (una de las causas por las que seguramente le devolvían su novela). La cuestión era acabar pronto, cobrar el dinero, y poder enseñar el resultado a posibles futuros clientes.
Visitó siete días a Morvan. Se sentaban al calor de las faldas de una mesa camilla, bebían un licor dulzón con sabor a manzana que el anciano rebajaba con agua y el escritor guiaba con sus preguntas, como si se tratara de una entrevista, los recuerdos del cliente. En los dos primeros días agotaron la infancia y la primera juventud. Él no había nacido allí, vivía en aquel piso desde hacía sólo diez años. Con las fotos sobre la mesa el anciano describió a sus padres, a su hermana, la casa en la que vivió de niño, la vida dura pero feliz en el campo. Cuando Morvan parecía estar a punto de perderse en alguna recreación poética, Guiot le frenaba: «No, no, vayamos a los hechos concretos, ése es el tipo de cosas que la gente se salta cuando lee un libro.» En el tercer y cuarto día se pulieron las peripecias del joven Morvan, su traslado a la ciudad, su trabajo en un taller de sastrería. A los veintinueve años conoció a Pauline, con la que se casó y con la que tuvo dos hijos. El resto de los días estuvieron dedicados íntegramente al hijo mayor. Gerard parecía un niño completamente normal, tal vez algo tímido, inseguro, pero eso son cosas que se piensan luego. Gerard era un estudiante tan brillante que sus padres no podían sentir por él sino orgullo y la seguridad de que el chico alcanzaría una posición que a ellos se les había negado. Pero su amor por el estudio se transformó en obsesión cuando comenzó la carrera de Derecho. No salía, no parecía tener amigos, pasaba la tarde entera refugiado en su cuarto, encorvado sobre la mesa, rodeado de apuntes y libros. A la hora de la cena los padres le veían los ojos enrojecidos, la palidez, y le preguntaban si no sería saludable que de vez en cuando se tomara un respiro. El muchacho, que hasta entonces había sido siempre afectuoso con ellos, empezó a contestarles parcamente primero, luego el tono se hizo cortante, agresivo. Pero al cabo de los meses su actitud cambió, salía por las tardes, volvía a casa después de dos o tres horas y contaba los paseos que se daba por el centro de la ciudad con un amigo. Al poco tiempo ese amigo se había multiplicado por diez y los padres del chico se habían familiarizado con los nombres de todo un grupo de compañeros de la facultad, incluso hablaba con bastante frecuencia de una joven con la que parecía estar iniciando una relación especial. Los padres respiraron. Pensaron que era preferible que bajara el nivel de las calificaciones a que se convirtiera en un muchacho huraño a la edad en que uno desea y necesita sobre todo tener amigos.
Pero la alegría duró poco. Una tarde Morvan había salido a comprar algo al centro y de lejos vio a su hijo andando deprisa, como si se dirigiera a algún sitio. Pensó que iría al encuentro de sus amigos, pero al cabo de unos diez minutos le vio volver, casi corriendo, por la misma calle. Morvan se refugió en un portal y sin saber por qué, con la inquietud de quien está espiando a la persona que más quiere, se quedó allí durante dos horas, en las que vio cómo su hijo subía y bajaba la misma calle. A veces le parecía advertir que se reía o que hacía algún gesto con la cabeza, como si hablara solo. Cuando volvió a casa, no le dijo nada a su mujer, prefería esperar, quería comprender, si es que podía, lo que había visto. Aquella noche Gerard regresó con la cara alegre del que tiene muchas cosas que contar. Y las tenía. Habló de un viaje que estaban preparando para final de curso, y de su amiga, de cómo la había acompañado hasta su casa y se habían reído al comprobar que vivían tan cerca.
A partir de esa noche, Morvan espió a su hijo todas las tardes. Nunca le vio hablar con nadie. Vagabundeaba y parecía estar manteniendo una conversación consigo mismo. Cuando Pauline se enteró creyó morirse. La madre y la hermana fueron a la habitación del chico y empezaron a registrarle todos sus papeles. En muchos de los márgenes de unos apuntes, confusos hasta hacerse ilegibles, había una frase que se repetía con frecuencia: «Matar es la excusa para poder morir.» Una noche decidieron hablar con él. Le esperaron los tres. Cuando Gerard entró y los vio sentados en el sofá con un gesto tan grave se quedó parado. «Siéntate», le dijo el padre, e intentando hablar de la manera más dulce, le confesó todo lo que sabían y que era sensato acudir a un médico.
Los dos últimos días que Guiot escuchó la historia del anciano se dedicaron al peregrinaje de un hospital a otro, a la lenta degradación de su hijo, a sus intentos de suicidio, al maltrato primero verbal y luego físico al que sometió a la madre, y al aviso constante de aquel hombre al psiquiatra de que su hijo debía vivir permanentemente en un hospital antes de que pudiera ocurrir algo irremediable. Ocurrió: Gerard violó a su hermana. La madre no quiso que la violación se denunciara en contra de la voluntad del padre, que pensaba que ésa podía ser la fórmula para que encerraran al hijo en un centro psiquiátrico. Por otra parte, el psiquiatra que normalmente trataba a Gerard les dijo que siempre que su paciente estuviera medicado y vigilado podía continuar viviendo en casa y que no veía en él un verdadero trastorno de disfunción de personalidad.
La historia acababa con el asesinato de la madre a manos de Gerard, con la marcha de la hermana, que hizo la maleta y se fue para siempre, y con el padre, visitando durante dos años a su hijo en la cárcel. Morvan denunció muchas veces la crueldad que suponía el exponer a un enfermo mental a las agresiones de otros presos. Nunca llegó a probarse ningún tipo de abuso, pero el padre estaba seguro de que lo hubo en más de una ocasión. A los dos años de estar en la cárcel se suicidó.
El señor Morvan se había quedado sin familia y con unos vecinos que procuraban no relacionarse con él, como si la muerte y la locura fueran algo contagioso. Su único consuelo es que quedara constancia de todo aquel padecimiento. Le dijo a Guiot que quería que se editaran veinte ejemplares. Él no tenía familiares a quien enviárselos, había pensado en el diario de Lyon, en dos o tres librerías y, por qué no, en Le Monde.
Guiot tardó exactamente un mes y medio en escribir la historia. Prescindió de adjetivos y de detalles innecesarios, fue fiel a la idea inicial: escribir rápido para que aquello resultara rentable.
Lo verdaderamente alucinante, le contó Eulalia a Jorge, es el último giro de la historia: el escritor mandó editar el libro a una pequeña imprenta. Doscientas cincuenta páginas fue el grosor de la biografía que contenía las fotos de los protagonistas. En la segunda página, Morvan dictó la siguiente dedicatoria: «A mi mujer, víctima de su bondad; a mi hijo, víctima de su locura; a mi hija, donde quiera que esté.» El título también fue idea del cliente: La vida trágica de Claude Morvan. El libro no estaba firmado por el escritor, sino que rezaba como «Una memoria oral transcrita por Phillippe Guiot». En Saint-Étienne los cinco ejemplares que se expusieron en las librerías se vendieron enseguida puesto que el suceso había sido, en su momento, comentadísimo. Esos cinco ejemplares fueron pasando de mano en mano hasta llegar, casualidades de la vida, a un crítico literario de Le Monde. Al crítico le llegó recomendado por un primo suyo de Lyon al que le había impresionado la historia del pobre Morvan, y este crítico, en principio reticente, leyó absorto las doscientas cincuenta páginas. No sólo hizo una elogiosísima crítica para el periódico en la que consideraba al autor como un digno sucesor de Norman Mailer y de Truman Capote, «con un estilo limpio de artificios», sino que llamó personalmente a Guiot para animarle a una edición más importante del libro. El libro fue editado por Gallimard, y se colocó a los dos meses en las listas de los más vendidos, y ahí vino el problema. Morvan, de pronto, abandonó esa actitud de anciano trágico, y reclamó la autoría de la historia y los derechos de autor. Se celebró un juicio y lo ganó, dado que Guiot aparecía en la portada tan sólo como transcriptor y ellos no habían firmado ningún contrato, tan sólo un papelillo ridículo a modo de recibo que había escrito el viejo a mano. Al olor del dinero la hija desaparecida salió de su escondite y se abrazó al padre deshecha en lágrimas. La vida de Claude Morvan no acabó tan trágicamente como el libro apuntaba. Ganó dinero, recuperó a una hija, y de todo esto fueron testigos millones de personas porque fueron invitados a varios programas de televisión. Guiot, por su parte, pensó en suicidarse o en dejar la literatura. Dejó la literatura. Eso sí, al poco tiempo le contrataron en una revista semanal para realizar una serie de reportajes «humanos», eso que había demostrado con creces hacer tan bien. Y Guiot, libre de tener que escribir haciendo piruetas (para él eso era lo literario), se dedicó a contar exactamente lo que le contaban. «¿Por qué no descubriría antes —pensaba a veces— que lo mío era el periodismo?»
Jorge se echó a reír. Eulalia también se reía. Era perfecto estar sentados en aquellos billares de poca monta de la calle Huertas, con los compañeros por ahí rondando alrededor de la mesa de billar, con las copas en la mano, dejando pasar las horas, evitando ese momento en que saldrían a la calle ya de noche y no sabrían muy bien qué camino tomar ni qué hacer el uno con el otro.
—Y tú piensas que yo soy como el pobre Guiot... —le dijo Jorge.
—El pobre Guiot es una mezcla de los dos: a ti te gustaría escribir pero no acabas de saber cuál es tu género, y a mí me gusta el dinero.
—Que escribo tan mal como Guiot, eso es lo que quieres decir.
—No, yo no he dicho eso. Guiot escribía mal cuando creía que estaba escribiendo bien. No, no es tu problema. Tu problema es, seguramente, que te falta ambición para conseguir lo que quieres. Y para escribir también hay que ser ambicioso.
—¿Y a ti no te falta ambición para conseguir lo que quieres? —el tono de Jorge, de pronto, había cambiado.
—No.
—¿Incluso no te importa liarte con el jefe y que todos tus compañeros lo comenten?
—Me parece a mí que hay algo que no entiendes y te lo voy a explicar: me lié con el jefe porque me resultaba atractivo. Puede que el simple hecho de que fuera el jefe lo convierta a tus ojos en un gilipollas. Lo lamento, pero yo no tengo esa forma de pensar. Es posible que en estos momentos me estés pareciendo tú más gilipollas que él —Eulalia se levantó y se empezó a poner el abrigo—, ¿quién te has creído que eres para reprocharme nada? Si por no atreverte no te atreves ni a insultarme, ¿quién te has creído que eres para hacerles saber a mis padres que te estoy poniendo los cuernos? Qué cuernos, si tú y yo no somos nada. Hay algo que no aprendiste en tus años de militancia, que no todo el que lleva corbata y está en un despacho es un imbécil, y no toda mujer que se acuesta con un jefe es una puta.
Eulalia se colgó el bolso y salió del bar para que nadie pudiera ver que estaba a punto de echarse a llorar. No quería que las lágrimas sofocaran su furia. Se mordió los labios y echó a andar, casi a correr por el Paseo del Prado. Alguien se acercó a Jorge para proponerle tomar una copa en otro sitio. Tendría que haber dicho que no y salir corriendo a buscarla pero se dejó llevar por lo más fácil. Sabía cómo transcurriría la noche aunque aún no la había vivido, como si estuviera ya escrita y sólo hubiera que seguir los renglones con el dedo índice: irían a tomar unas cañas y a picar algo a la Taberna de la Dolores, subirían luego la calle Huertas hacia la plaza de Santa Ana y entrarían en el Café Central. Allí se tomarían uno, dos, varios gin tonics. Y si hubiera algún grupo tocando jazz, el alcohol le ayudaría a cerrar los ojos, a creer que la música entraba dentro de uno sublimando cualquier dolor sentimental. Se imaginaría a sí mismo escribiendo una novela, se imaginaría la historia misma, la música de las frases, que se parecería a la música que estaría escuchando. Empezaré mañana mismo, se diría, o esa misma noche. En algún momento había que poner en marcha ese mecanismo adormecido de la ambición. El alcohol y la música harían su trabajo, como siempre, dispararían los mejores deseos, los que le llevan a uno a pensar que puede hacer cosas grandes, que de pronto tiene la voluntad que le faltaba, y que esa voluntad no va a fallar al día siguiente. Pero luego el nivel de los grandes propósitos iría bajando, en cuanto salieran a la intemperie, fuera del encanto de la música. Los sentidos irían apreciando poco a poco, según los mejores efectos del alcohol se transformaran en los más desagradables, la vida tal y como es, ajena al amparo de las luces matizadas y de las baladas melancólicas. Se metería en un taxi. Subiría en el ascensor evitando mirarse al espejo. Y, al fin, se derrumbaría en la cama. Pero lo más terrible llegaría unas horas después, cuando la luz cruel de la mañana entrara en el cuarto, en el que desde hacía un año se había caído la cortina y no había sido capaz ni de colocar la barra. Sabía perfectamente cuál sería entonces su primer pensamiento: crees que estás en el centro del mundo y no estás en el centro de nada.