12      

Bourne despertó antes del amanecer. Las sombras de la noche llenaban todavía los rincones del salón. Rosi había improvisado una cama para él en su único sillón tapizado con sábanas y una almohada que olía intensamente a pino. Durante un momento permaneció inmóvil. Había estado soñando con la discoteca nórdica, con las luces brillantes, la música atronadora, y la mujer del cuarto de baño. Pero en vez de apuntarlo con un arma, lo había hecho con su dedo. En vez de ser rubia y de ojos azules, tenía el pelo oscuro y los ojos marrones. Era Rosi. Había abierto la boca para decirle algo, algo importante, algo de lo que estaba seguro con esa certeza que sólo existe en los sueños. Entonces se despertó de golpe.

¿Por qué?

¿Fue un movimiento? Miró alrededor, pero la habitación permanecía tranquila y serena.

Entonces, ¿qué?

Se despertó y estiró sus tensos músculos. Fue cuando empezó a realizar el primer ciclo de ejercicios que practicaba a diario cuando comprendió.

El sonido de un motor, todavía lejano, había penetrado en su sueño, trayéndolo de vuelta a Colombia. Bourne cogió un grueso cuchillo de trinchar de la encimera de la cocina y, tiritando de frío, salió fuera. Ya no llovía, pero una bruma plateada oscurecía el terreno y se retorcía soñolienta en las copas de los árboles. Al este, el gris perla del cielo daba paso al pálido rosa previo al amanecer. Vio dos ajados jeeps detrás de la casa. Parecían material de la Segunda Guerra Mundial.

El ruido aumentó.

Bourne ladeó la cabeza, escuchando con más atención. Y allí estaba, aún débil, pero inconfundible: top-top-top.

Se volvió y estaba a punto de volver corriendo a la casa cuando Vegas salió empuñando un SAM, un lanzador de misiles ruso Strela-2 con lo que parecía ser mira fotoóptica guiada por láser SCS-132.

Bourne se echó a reír.

—No bromeaba cuando decía que estaba preparado.

—No es sólo a mí a quien tengo que proteger ahora —replicó Vegas—. Está Rosi.

Los dos se volvieron hacia el norte y, unos trepidantes momentos después, apareció el helicóptero a través de las brumas que se alzaban. Mientras Vegas se cargaba al hombro el lanzamisiles y apuntaba, el fuego de las ametralladoras silbó por encima de sus cabezas.

—¡Perfecto! —exclamó Vegas, y apretó el gatillo.

El misil salió disparado con una detonación que resonó por todas las montañas. El helicóptero seguía alzándose por encima de la cordillera envuelta en brumas cuando el misil lo alcanzó de pleno. Estalló convertido en una bola de fuego, escupiendo trozos derretidos de metal y plástico como si fuera un volcán en erupción.

A esas alturas, Bourne y Vegas se habían refugiado ya detrás de uno de los viejos jeeps.

—Será mejor que vaya a por Rosi —le sugirió Bourne—. Tenemos que salir de aquí lo antes posible. ¿Tienen combustible estos vehículos?

Vegas asintió.

—Todo está preparado.

Había empezado a volverse hacia la casa cuando ambos oyeron de nuevo el delator top-top-top.

—Espero que tenga otro misil —dijo Bourne.

Vegas corrió hacia la casa. El segundo helicóptero de Severus Domna se alzaba sobre el mismo pico que el primero, pero viró bruscamente, tomando una ruta más indirecta hacia la casa. La tripulación que iba a bordo había visto obviamente la bola de fuego: serían más cautelosos en su aproximación.

Vegas regresó.

—¡Cargado!

Volvió a colocarse el lanzamisiles al hombro y apuntó. El helicóptero se había refugiado tras un macizo de altos pinos. No es que importara. La mira guiada por láser lo localizaría, aunque desapareciera de la vista.

—¡Allá vamos! —gritó Vegas, y Bourne se apartó un paso. El hombre apretó el gatillo.

No sucedió nada.

En el momento en que Soraya se reunió con Amun Chalthoum en el aeropuerto Charles de Gaulle supo que haber llevado a Aaron con ella había sido un error. El inspector y ella habían ido juntos al aeropuerto antes de reunirse con el jefe de Laurent en el Club Monition, y fue evidente que en cuanto el egipcio posó la vista en Aaron sintió un odio hacia él instantáneo.

Al darse cuenta, Soraya le pidió al francés que esperara un momento mientras ella iba a recibir a Amun.

—¿Quién demonios es ése? —preguntó Amun en cuanto recogió su equipaje.

—Eh, ¿no nos vemos desde hace más de un año y es así como me saludas?

—Sí, no nos vemos desde hace más de un año y apareces con otro hombre, que encima no tiene mal aspecto, considerando que es francés.

—Cosas de trabajo, Amun. Es el inspector Aaron Lipkin-Renais del Quai d’Orsay.

En el momento en que dijo el nombre completo de Aaron supo que había cometido otro error.

—¿Qué está haciendo un judío en el Quai d’Orsay? —Los ojos negros de Amun parecían duros como canicas. Era un hombre alto, esbelto, pero fornido, de hombros anchos y brazos poderosos. Era a la vez carismático y enérgico en sus opiniones y órdenes. Sus hombres lo obedecían al instante y sin vacilar.

—Es un francés que da la casualidad de que es también judío. —Soraya se inclinó hacia delante y lo besó en la boca. Luego entrelazó su brazo en el suyo—. Ven a conocerlo. Es listo y rápido. Te gustará.

—Lo dudo —gruñó Amun, pero permitió que ella lo guiara por el vestíbulo hasta el lugar donde Aaron esperaba pacientemente.

Para desazón de Soraya, la energía entre los dos hombres parecía al mismo tiempo eléctrica y tóxica, y supo que había unido agua y aceite confiando que, al contrario que las leyes físicas, se mezclaran. No hubo esa suerte y, mientras los tres caminaban en silencio hacia el coche de Aaron, sintió que su corazón se abatía. Se había formado un triángulo, con ella en el punto crucial.

Durante el igualmente silencioso trayecto de regreso a París, Soraya tuvo tiempo de reflexionar sobre este desagradable aspecto de Amun. Cierto, había sido entrenado como agente clandestino sobre el terreno, le habían ordenado que disolviera grupos de espías, entre los que se incluían, tenía que asumirlo, los controlados por el Mossad desde Tel Aviv. Pero al haber nacido y al haber sido educado en El Cairo desde temprana edad le habían inculcado el odio hacia los israelíes y, por extensión, hacia todos los judíos. La cuestión judía era un tema que ella nunca se había molestado en mencionarle. O, se preguntó mientras se rebullía en su asiento, ¿se había abstenido deliberadamente de mencionar el tema porque no quería enfrentarse a lo que inevitablemente serían sus prejuicios? La posibilidad los avergonzaba y disminuía a ambos. Se sintió triste.

Fue entonces cuando sintió que la soledad la asaltaba. Había elegido esta vez, nadie la había forzado a ella, pero había momentos, como ahora, en que se sentía tan sola como una anciana al final de su vida.

La voz de Aaron cortó el incómodo silencio.

—Creo que deberíamos dejar al señor Chalthoum en su hotel. Tenemos una cita.

—No tengo hotel —dijo Amun con una voz que podría detener en seco a un rinoceronte a la carga—. Me instalaré en la habitación de Soraya.

—Entonces lo dejaremos en su hotel.

—Prefiero ir con ustedes a esa entrevista.

Aaron negó con la cabeza.

—Me temo que eso es imposible. Es un asunto oficial del Quai d’Orsay.

Alá me libre de las competiciones de hombres para ver quién mea más lejos, pensó Soraya.

—Aaron, invité a venir a Amun porque me pareció que su punto de vista podía ser valioso.

El inspector frunció el ceño.

—No comprendo.

—La organización de la que Laurent quería hablarme es internacional. Sus tentáculos están por todas partes, sobre todo en Oriente Medio y África.

—Estamos hablando de otro grupo extremista islámico…

—No, y ése es el tema. —Soraya miraba a Aaron, pero éste estudiaba la expresión y el lenguaje corporal de Amun con el rabillo del ojo—. Laurent pudo decirme que esta organización ha unido elementos de Oriente y Occidente.

—Eso se ha intentado varias veces sin éxito, pero en el clima actual me parece que es imposible.

Soraya asintió, feliz de que el tono de la conversación se hubiera distendido un poco.

—Yo habría dicho lo mismo, pero algo de lo que dijo Laurent me convenció de que no estaba mintiendo.

—¿Y qué fue lo que dijo? —Claramente, Aaron se mostraba escéptico.

—Séptimo Severo, el general romano, nació en Libia. Fue Severo quien incrementó los efectivos del ejército romano con la incorporación de soldados del norte de África.

Aaron se encogió de hombros, pero Soraya pudo sentir a Amun echarse hacia delante en el asiento trasero. Había conseguido captar su atención.

—El general Severo se casó con Julia Domna, una siria cuya familia procedía de la antigua ciudad de Emesa.

—Continúa —la instó Amun, con mirada ardiente.

—Laurent me dijo que la organización se llamaba Severus Domna. Si le hacemos caso a la historia, su nombre nos indica que ha conseguido de algún modo unir elementos de Oriente y Occidente.

Aaron se mordió los labios mientras reflexionaba sobre estas implicaciones.

—¿Podría ser más peligrosa una sociedad secreta? Todos en el coche sabían la ominosa respuesta.

El segundo helicóptero se elevó y se lanzó hacia ellos. Las ametralladoras montadas en los costados empezaron a tartamudear, el aire se volvió caliente, la tierra, el barro y trozos de metralla pasaron volando alrededor de ellos.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó Bourne por encima del ruido.

—No lo sé. ¡Creo que el lanzamisiles está atascado!

Vegas se quitó el arma del hombro y la examinó con el ceño fruncido. Bourne lo sujetó y lo tiró al suelo detrás del jeep mientras las balas picoteaban alrededor. Entonces le quitó el lanzamisiles.

—Vaya a por Rosi y huyan de aquí —dijo.

—¡No lo conseguiremos!

Bourne no perdía de vista el bamboleante helicóptero.

—Yo los distraeré.

—Tendrá que hacer más que esto para escapar.

—Deje que yo me ocupe de eso. —Bourne le dio a Vegas un apretón en el hombro—. Ahora vaya, hombre. No hay tiempo que perder.

Vegas trató de detenerlo, pero él se cargó el lanzamisiles al hombro y salió corriendo, dirigiéndose a un bosquecillo de altos pinos situado al oeste de la casa. En el momento en que el piloto lo divisó, el helicóptero viró en su dirección.

Vegas aprovechó esta oportunidad para escabullirse, agazapado como una araña, y corrió desde el jeep hasta la casa. Pero antes de que llegara, Rosi salió corriendo por la puerta y se reunió con él a mitad de camino. Llevaba una pequeña bolsa de cuero que parecía un anticuado maletín de médico. Vegas rodeó sus hombros con un brazo, obligándola a agacharse, y juntos corrieron hacia el jeep. Tras subir al vehículo, él encendió el motor y, dando marcha atrás, giró el volante, cambió de marchas y aceleró a lo largo del lateral de la casa. Pero en vez de tomar la carretera, se desvió a la izquierda, siguiendo un sendero que utilizaba. Pronto los envolvieron los árboles y quedaron fuera de la vista incluso del piloto del helicóptero.

—¿Dónde está Bourne? —preguntó Rosi.

—Protegiéndonos, espero.

—Pero no podemos dejarlo aquí.

Vegas estaba concentrado en conducir el jeep por el estrecho camino. Las ramas de los pinos los azotaban, golpeando contra las puertas del vehículo, y de vez en cuando su visión quedaba oscurecida por el follaje que chocaba contra el parabrisas. Si no hubiera conocido tan bien el sendero —lo había recorrido muchas veces de noche sin linterna—, sin duda ya se habría estrellado.

—Esteban —instó Rosi.

—¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que dé media vuelta y regrese?

Ella no dijo nada, sólo miró al frente.

—Debemos confiar en él —sugirió Vegas—. Igual que confiamos en don Fernando.

—Creo que confías demasiado en la gente, mi amor.

—En la gente no, en los amigos.

—Confías demasiado en la amistad, mi amor —insistió ella.

—Sin la amistad, ¿qué somos? —repuso él—. Sin obligaciones ni responsabilidades vamos a la deriva. Y cuando llegue la tormenta, como llegará inevitablemente, ¿dónde vamos a ir?

Ella se inclinó y lo besó en la mejilla.

—Por eso te amo.

Él gruñó. Pero incluso un ciego se daría cuenta de que estaba encantado.

Una línea doble de balas trazadoras levantó tierra, hierbas y la gruesa alfombra de agujas de pino a cada lado de Bourne. Consiguió llegar a la relativa seguridad de los árboles con unos segundos de ventaja. El joven pino que tenía al lado se desplomó, roto por la mitad por los disparos de ametralladora del helicóptero. Una vez bajo las ramas, Bourne se agachó y comprobó el lanzador. Vegas tenía razón, estaba atascado, y no tenía tiempo de arreglarlo. Sacó el proyectil. Era un SA-7 Grail, con una poderosa cabeza de guerra de fragmentación, una versión antigua. La cabeza de guerra usaba una carga de 370 gramos de TNT. Con cuidado, desmontó el misil, separando el TNT y el contenedor de combustible.

Entonces buscó una rama entre los matojos. La primera que encontró era demasiado larga, la segunda estaba demasiado húmeda, pero entonces vio una rama rota del grosor y la longitud adecuados, y que tenía protuberancias como una maza medieval. Bourne la sopesó, luego la blandió varias veces por encima de la cabeza. Le pareció que valdría. Tras quitarse la chaqueta y la camisa, ató las mangas de la camisa a las protuberancias que la rama rota tenía, formando una honda, y luego metió el TNT y el combustible en la tela.

Procurando mantener separadas ambas sustancias, escaló el pino más grueso, moviéndose con agilidad, pero consciente de la carga que transportaba, extremadamente cauteloso al pasar de una rama a otra, elevándose cada vez más. Mientras escalaba, podía oír cada vez con mayor claridad el motor del helicóptero. Planeaba, esperándolo. De vez en cuando enviaba una descarga de fuego de ametralladora hacia el bosquecillo, quizás esperando acertar a ciegas o hacer salir a Bourne de su refugio.

Necesitaba un lugar donde convertirse en un blanco visible y que le ofreciera también suficiente espacio. Tardó un poco en encontrar el sitio adecuado, pero al final dio con un delicado hueco justo debajo de la copa del pino. Allí se equilibró y alzó la cabeza, esperando ser localizado. El piloto, posiblemente envalentonado al ver que Bourne ya no llevaba el lanzador Strela-2, maniobró para acabar con él.

Con el TNT y el combustible cargados en su camisa-honda, Bourne echó atrás el brazo y esperó. Los pocos segundos en que el helicóptero maniobraba para disparar fueron angustiantes. Bourne calculó la distancia: necesitaba que el helicóptero se acercara más. Sólo unos pocos metros. Tres, dos, uno.

Los disparos de ametralladora empezaron en el mismo instante en que Bourne lanzaba su honda improvisada. La carga combinada golpeó la brillante piel de metal del helicóptero, y el TNT explotó, inflamando el combustible.

Bourne se agachó mientras la explosión sacudía el cuerpo del aparato, haciéndolo pedazos. Empezó a descender del árbol, pero el helicóptero abatido cayó desde el cielo con sorprendente velocidad. Sus aspas, todavía girando, quebraron las copas de los pinos y continuaron cortando los árboles mientras el aparato caía en el bosquecillo.

Bourne, perdido su asidero, sintió el intenso calor, el violento chorro de lascas de madera, y oyó el rítmico latido de las aspas de muerte mientras caían directamente hacia él.