LIBRO CUARTO

      25      

—Lo mataría aquí mismo, general Karpov, pero no está permitido matar en los sagrados terrenos de la mezquita. —Zachek pinchó a Boris en la parte inferior de la espalda—. Aunque a mí es algo que no me importa demasiado.

Los dos hombres que lo acompañaban sonrieron, agitando sus armas como si fueran banderas.

Fuera, la noche había formado una película sucia, una tensa banda gris que parecía capaz de romperse en cualquier momento para recuperar su forma original. La atravesaron como si fueran los bajíos del océano.

Zachek empujó a Boris a un coche que esperaba. Lo obligaron a sentarse entre Zachek y uno de los pistoleros.

—¿Cómo se siente estando solo y sin saber a quién recurrir? —preguntó Zachek.

El segundo pistolero se sentó junto al conductor y el coche echó a andar, cruzó el río y se internó en el Sendling, uno de los dos distritos industriales de Múnich. A esa hora de la noche, había pocos vehículos en las calles y ningún transeúnte. El conductor aparcó en la acera de Kyreinstrasse y se bajaron. Abrió una puerta y entraron en lo que parecía ser un edificio abandonado. El hedor del pasado golpeó con fuerza las fosas nasales de Boris. Las paredes se estaban desconchando, había una silla con una pata rota caída de lado, y cajas de cartón por el suelo. En todas partes donde miraba había deterioro, como si estuvieran dentro de un animal enorme que moría lentamente.

Mientras los dos pistoleros atendían sus armas, Zachek lo guio hasta la pared del fondo y le hizo dar la vuelta para que quedara frente a él.

—Será aquí —dijo.

—Mientras sea rápido… —respondió Boris.

—Aquí todos somos profesionales.

Le llevó los brazos a la espalda, pero en vez de atarle las muñecas, le puso la Tokarev en las manos. Entonces retrocedió rápidamente y se hizo a un lado, de modo que tanto el pistolero como el conductor, apoyados casualmente contra una ajada columna, quedaron en su línea de visión. También él se llevó las manos a la espalda, sacando una Taurus de debajo de la chaqueta, que llevaba por dentro del cinturón.

Alzó la voz.

—¿Alguna petición final, general? No importa, no hay nadie que la vaya a atender.

Los pistoleros se echaron a reír mientras alzaban sus armas. Boris extendió el brazo derecho y disparó dos veces. Mientras los dos pistoleros caían con los cerebros atravesados por las balas, Zachek le pegó un tiro en el corazón al conductor.

En el humeante lugar, en medio del silencio ensordecedor que sigue a un tiroteo, los dos hombres se miraron el uno al otro. El ojo de Zachek seguía cerrado, la carne hinchada y amoratada. Fue el primero en bajar su arma. Boris lo imitó y avanzó hacia él.

—¿Qué tienen los capullos que los hacen tan dignos de confianza? —preguntó.

Zachek sonrió.

Cuando Robbinet llegó al hospital donde Aaron había llevado a Soraya, descubrió que los médicos que la habían atendido habían terminado el turno y se habían marchado ya. Miró el reloj: faltaba poco para el amanecer. Preguntó por el mejor neurólogo del personal, le dijeron que estaba ocupado, y entonces sacó sus credenciales. Cinco minutos más tarde un joven atildado, con pelo largo que de algún modo lo identificaba como rebelde, apareció hojeando el historial de Soraya y se presentó como el doctor Longeur.

—No debería haberse marchado sin el alta —comentó con el ceño fruncido—. Hay varias pruebas que…

—Venga conmigo, doctor —le ordenó Robbinet secamente, sacándolo del hospital. Le dijo a Longeur que Soraya había desaparecido—. Mi trabajo es encontrar a esa mujer, doctor. El suyo es asegurarse de que esté físicamente sana.

—Lo mejor sería que regresara al hospital.

—Dadas las circunstancias, puede que eso no sea posible. —Robbinet escrutó las calles oscuras—. Tengo que asumir que no está dispuesta a regresar.

—¿Tiene alguna fobia?

—Podrá preguntárselo cuando la encontremos.

Preguntaron juntos a los habituales de la zona, gente que, Robbinet estaba seguro, estaban allí cuando Soraya huyó. Les mostraron una foto.

—Esta gente necesita ayuda. Algunos desesperadamente —observó Robbinet.

El doctor Longeur se encogió de hombros.

—El hospital está ya saturado de trabajo con pacientes en peor estado, ¿qué quiere que hagamos?

Continuaron preguntando. Finalmente, encontraron a una mujer de aspecto desaliñado que dijo haber visto a Soraya y la dirección que tomó. Extendió una mano temblorosa y Robbinet le dio unos cuantos euros. Se dio la vuelta, disgustado: era imposible saber si estaba diciendo la verdad.

Permanecieron sentados en el coche mientras el conductor esperaba instrucciones. Robbinet llamó al móvil de Soraya otra vez y no obtuvo ninguna repuesta, pero tampoco la esperaba. Las patrullas que Aaron había enviado aún tenían que encontrarla. No creía que fueran a hacerlo. Era una agente de campo muy bien entrenada. Si no quería que la pillaran, no lo harían. Tenía la impresión de que ella seguía la investigación por su cuenta, que después del asesinato de su amigo no quería tener que cargar con nadie, ni siquiera el Quai d’Orsay. No estaba de acuerdo con esta decisión, pero la comprendía. Con todo, temía por su vida. Había estado a punto de morir y había perdido a alguien cercano. Parecía probable que, debido a su estado, no pensara con claridad.

Le dio al conductor la dirección del Club Monition, pero cuando llegó, el lugar estaba iluminado como un árbol de Navidad y había tanto personal de la policía y del Quai d’Orsay que supo que ella no había vuelto allí. ¿Dónde había ido entonces?

Miró de nuevo la hora. El cielo se iluminaba por el este. Revisó la situación. Sabía todo lo que sabía Aaron, pero era posible que Soraya supiera más. Estaba segura de que la pista del asesinato llevaba al banco Île-de-France, delante del cual habían atropellado a su contacto. Trató de ponerse en su cabeza. Si ella tenía un objetivo, ¿por qué pasar a ocultarse? Tal vez porque de noche no podía acceder a donde tenía que ir. Se inclinó hacia delante: sus tripas le dijeron adónde se dirigía. Era una apuesta arriesgada, pero no sabía qué otra cosa hacer.

—Place de L’Iris —le ordenó al conductor—. La Défense.

Era allí donde él iría si fuera ella.

—Jason, por favor, apártate —dijo don Fernando—. No te lo volveré a pedir.

—Esto es un error —repuso Bourne.

El anciano sacudió la cabeza, pero la boca de la Magnum no vaciló. Bourne retrocedió un paso y don Fernando disparó. La bala alcanzó a Etana entre los ojos. Salió despedido hacia atrás con tanta fuerza que cayó por encima de la amura hacia el mar. Las aguas se oscurecieron con su sangre.

Bourne se asomó al costado de la embarcación.

—Como decía, un error. —Miró a don Fernando, que avanzaba hacia él cruzando la cubierta—. Podría habernos dicho muchas cosas.

El anciano subió a la embarcación, la Magnum al costado.

—No nos habría dicho nada, Jason. Conoces a esta gente tan bien como yo. No le tienen miedo al dolor. Han sufrido toda su vida; sólo piensan en el martirio. Son sombras en esta vida, muertos ambulantes.

—¿Y Essai?

—Etana le cortó la garganta antes de saltar por la ventana. —Don Fernando se sentó en el carenado de madera—. Vino a matarte, Jason, por lo que hiciste en Tineghir el año pasado. Essai intentó disuadirlo, pero Etana era un hombre testarudo. Así que Essai y yo ideamos un plan. Yo te mantendría fuera de tu habitación mientras él entraba y esperaba.

—Estaba esperando a Etana.

—Así es.

—Es una lástima que Essai haya muerto.

Don Fernando se pasó una mano sobre los ojos.

—Hay demasiados muertos en mi despensa últimamente.

Bourne pensó en el cargamento del almacén al otro lado de la ciudad, esperando a ser entregado a El-Gabal en Damasco. ¿Qué había en aquellas doce cajas?, ¿quién era el verdadero remitente, Severus Domna o la organización para la que había trabajado Christien Norén?, ¿era don Femando miembro del mismo grupo? Parecía que las respuestas se encontraban en la avenida Choukry Kouatly.

Se tensó cuando apareció un coche patrulla de la policía, dirigiéndose al muelle tan lenta y decididamente como un tiburón se acerca a un pez muerto.

Don Fernando sacó un puro, mordió el extremo y encendiéndolo a continuación.

—Tranquilo —dijo mientras el coche patrulla se detenía—. Los he llamado yo.

Dos hombres uniformados y un detective salieron del vehículo. Don Fernando los dirigió a Etana. Mientras los hombres de uniforme se disponían a inspeccionar al cadáver que flotaba junto al barco, el detective se dirigió al anciano, que le ofreció un puro.

El hombre asintió, mordió el extremo y lo encendió. No hizo ningún intento por inspeccionar la escena del asesinato y ni tan siquiera miró a Bourne.

—El muerto es extranjero, dice usted. —La voz del detective era grave y ronca, como si combatiera un resfriado.

—Entró en España ilegalmente —dijo don Fernando—. Un narcotraficante.

—Tenemos penas muy duras para los traficantes de drogas —señaló el detective en medio de una nube de humo—. Como usted sabe.

Don Fernando inspeccionó la punta de un cigarro.

—Le he ahorrado al Estado un montón de dinero, y a usted, Díaz, un montón de tiempo.

Díaz asintió sabiamente.

—Cierto, y por ello tiene usted la gratitud de nuestro país. —Exhaló otra nube de humo y miró al cielo estrellado—. Déjeme que le cuente qué venía pensando por el camino. Nuestra comisaría es pobre, don Fernando, y con la crisis, recortan los presupuestos una y otra vez.

—Una triste situación. Por favor, permítame.

El anciano se metió la mano en el bolsillo del pecho de la chaqueta y sacó un fajo de euros que colocó en las manos del detective.

—Déjeme el cuerpo a mí.

Díaz asintió.

—Como siempre, don Fernando. —Entonces giró sobre sus talones y gritó a sus hombres—. ¡Vámonos, muchachos!

Se marchó, seguido por los dos hombres de uniforme.

Cuando el coche patrulla dio marcha atrás y se marchó por la carretera del muelle, don Fernando hizo un gesto.

—El mundo no cambia nunca, ¿eh, Jason? Ven, vamos a encargarnos de Marlon Etana.

—Déjeme a mí —replicó Bourne mientras regresaba al costado de la embarcación—. Yo lo haré.

Extendió los brazos, cogió un garfio de la cabina, enganchó el cuello de la chaqueta de Etana y lo aupó hasta que su cabeza, brazos y torso quedaron en equilibrio sobre la amura. Don Fernando lo agarró por el cinturón y terminó de subirlo al barco. Durante un momento contempló el cadáver, que escupía agua de mar por la boca abierta. Luego se agachó a su lado y sus rodillas crujieron.

Bourne vio cómo las manos de don Fernando hacían a un lado la chaqueta de Etana y rebuscaban en sus bolsillos con la habilidad de un carterista experto. El anciano le tendió el teléfono, la cartera y las llaves de Etana. Luego se levantó y extrajo el ancla de su compartimento en la proa. Sacó la cadena de la anilla que la sujetaba y rodeó con ella el cadáver.

—Tirémoslo por la borda —propuso.

—Un momento.

Bourne se agachó, le abrió la boca a Etana y comprobó sus dientes. Un momento después le quitó un diente falso que contenía una cápsula de cianuro. Cuando se levantó, sacó el diente falso que le había quitado al ruso en el almacén. Con un diente en cada mano, se los mostró a don Fernando.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó.

—Entré en el almacén, donde maté al pistolero y a su conductor —respondió Bourne—. El pistolero mordió el suyo mientras lo interrogaba. Éste es del conductor. —Como don Fernando no dijo nada, añadió—: Este diente hueco es un viejo truco del NKVD para impedir que sus miembros hablaran si eran capturados.

Don Fernando señaló a Etana.

—No puedo arrojarlo por la borda yo solo.

—Le ayudaré, pero quiero respuestas.

Don Fernando asintió.

Bourne se guardó en el bolsillo las cápsulas suicidas, auparon a Etana hasta la borda y lo arrojaron al agua. Se hundió y se perdió de vista inmediatamente.

Don Fernando se sentó en la amura, frente a Bourne. Parecía muy cansado y súbitamente viejo, como si se hubiera encogido.

—Marlon Etana fue enviado para informar sobre Severus Domna.

—En otras palabras, era el sustituto de Christien Norén.

—Exactamente. —Don Fernando se frotó las manos en los pantalones—. El problema fue que Etana se rebeló.

—¿El-Arian lo convirtió?

Don Fernando negó con la cabeza.

—Hizo un trato secreto con Essai cuando éste se volvió disidente.

—Etana pertenecía a la misma organización que Christien, y que usted. —Bourne le dirigió una dura mirada—. Ya era hora de que me lo dijera.

—Tienes razón, por supuesto. —Don Fernando se pasó una mano por los ojos—. Tal vez si lo hubiera hecho, Essai seguiría vivo.

Esperó un momento, como decidiendo la mejor forma de explicar lo siguiente. Por fin, se levantó de la amura.

—Es hora de tomar una copa y hablar seriamente.

Don Fernando escogió un café junto a la bahía que parecía cerrado, pero no lo estaba. Muchas de las sillas estaban colocadas boca abajo sobre las mesas y un chico joven de pelo largo barría el suelo sin ganas, como si ya estuviera dormido.

El propietario salió de detrás de la barra para estrechar la mano al anciano y escoltarlos hasta una mesa. Don Fernando pidió coñac, pero Bourne rechazó la idea de tomar alcohol. Quería tener la cabeza clara.

—Cuando murió mi padre, todo cambió —dijo don Fernando—. Tienes que comprenderlo: mi padre lo era todo para mí. Quería a mi madre, sí, pero estaba enferma y permaneció postrada en cama gran parte de mi vida.

Cuando colocaron la copa sobre la mesa, don Fernando contempló el líquido ambarino. Se humedeció los labios con él antes de comenzar.

—Mi padre era un gran hombre en todos los aspectos imaginables. Era alto y poderoso, físicamente y de espíritu. Dominaba todos los sitios en los que entraba. La gente le tenía miedo, yo podía verlo muy claramente en sus ojos; cuando le estrechaban la mano, temblaban.

El propietario apareció con una copa de fino y la colocó delante de Bourne, aunque no la había pedido. Se encogió de hombros, como diciendo: Un hombre no debería enzarzarse en una conversación seria sin un refuerzo adecuado.

—Cuando cumplí siete años, empezó a llevarme a cazar —continuó don Fernando cuando el propietario del establecimiento regresó a su lugar tras la barra—. Eso fue en Colombia. Cacé mi primer zorro gris a los ocho años. Lo intenté durante un año, pero no podía apretar el gatillo. Lloré la primera vez que vi a mi padre dispararle a uno. Me llevó junto al animal, untó las yemas de los dedos con su sangre y me manchó con ella los labios. Yo retrocedí, asqueado. Y entonces, bajo su severa mirada, me sentí avergonzado. Así que hice acopio de valor, regresé junto al zorro, unté mis propios dedos y me los metí en la boca. Mi padre sonrió entonces, y nunca antes ni después he sentido una sensación de satisfacción más completa.

Bourne notó que estos recuerdos enervaban a don Fernando, y que era un privilegiado por poder oírlos.

—Como decía, cuando murió mi padre todo cambió. Me encargué de su negocio, para lo que me había estado formando durante años. Fue difícil verlo en su lecho de muerte, tan frágil, esforzándose por tomar aire, ese hombre que había derribado árboles y enemigos con igual facilidad y entrega. Todos llegamos a ese punto en nuestras vidas, lo sé, pero la muerte de mi padre fue diferente para mí, porque debía enfrentarme a todo aquello para lo que me había entrenado.

Don Fernando había apurado su copa. Hizo una seña pidiendo más. El propietario llegó con la botella, llenó la copa y luego dejó la botella.

El anciano asintió mostrando su agradecimiento antes de continuar.

—En los últimos años de su vida, mi padre me presentó a varios hombres. Todos eran rusos, todos me asustaron de una forma que no sé describir —agitó una mano—. En sus ojos vi un mundo lleno de sombras, repleto de muerte. —Se encogió de hombros—. No sé cómo explicar mejor el efecto que tuvieron sobre mí.

»Sin embargo, poco a poco, me acostumbré a ellos. La oscuridad que había caído sobre mí no remitió, sino que se volvió comprensible. Me presentaron a la muerte, y entonces tuve motivos para recordar mi primera pieza de caza, y nunca agradecí lo suficiente cómo me ayudó mi padre en aquel momento. Porque esos hombres trataban con la muerte… como resultó que hacía mi padre.

Don Fernando tendió la mano y cuando Bourne extendió la suya, la agarró con fuerza y colocó la otra sobre ambas.

—Como decía, Jason, todos los hombres que me presentó mi padre eran rusos… es decir, todos menos uno. Christien Norén.