26      

—Necesito un móvil —dijo Peter Marks. Estaba sentado en la cama, aunque ahora podía caminar sin jadear como un motor ahogado.

Deron sacó un teléfono desechable de una bolsa de plástico.

—Puede que le sorprenda saber que quien va a por usted es aún más poderoso de lo que creíamos.

Peter ladeó la cabeza.

—Ahora ya nada me sorprende. ¿Cómo es eso?

Deron abrió la bolsa de plástico y sacó el teléfono.

—Envié a Ty a la policía local para averiguar algo de sus secuestradores. Dicen que no tienen nada. Alguien llamó a emergencias, pero para cuando el coche patrulla llegó a la escena, no había nada que ver, ningún cadáver, ninguna ambulancia. Ni, obviamente, usted.

Peter suspiró.

—De vuelta a la casilla de salida.

—No exactamente. —Deron le tendió lo que parecía ser un diente humano—. Ty encontró esto en la escena y lo cogió antes de ayudarle a subir a su moto. Debió arrancárselo usted a uno de sus secuestradores.

Peter le dio vueltas al diente en las manos.

—¿Cómo me ayuda esto?

Mientras lo sopesaba, Deron advirtió:

—¡Cuidado! —Se lo quitó de la mano—. Parece un diente, pero está hueco y lleno de cianuro líquido.

—¿Una píldora para suicidarse? Creí que eso se acabó con el NKVD.

Deron hizo rodar el diente entre las yemas de sus dedos como si fuera una canica.

—Al parecer, no.

—Pero es de origen ruso.

Deron asintió.

—¿Qué me dice? ¿Conocer el país de origen de sus secuestradores ayuda en algo?

Peter frunció el ceño.

—No estoy seguro todavía.

Deron activó el teléfono, añadió una tarjeta de pago por minutos y se lo entregó al codirector de Treadstone.

—Tiene veinte minutos de tiempo —le advirtió—. Después de eso es basura.

Peter asintió agradecido. Deron sabía cómo manejar la seguridad. Después de que saliera de la habitación, marcó el número de teléfono del contacto de Soraya en Damasco, a quien había llamado hacía días cuando leyó por primera vez sobre El-Gabal, la extinta compañía minera que Roy FitzWilliams había asesorado antes de ser contratado por Indigo Ridge.

—Ashur —dijo cuando contesto la voz—, soy Peter…

—¿Peter Marks? Creíamos que había sido neutralizado.

Una gota de sudor helado corrió por su espalda.

—¿Quién habla? ¿Dónde está Ashur?

—Ashur está muerto. O casi.

Sintió un cosquilleo en la base del cuello.

Kahk dyelayoot vlee znayetye menya? —preguntó. (¿Me conoce?)

—Ashur nos habló de usted —respondió la voz con el mismo tono. Una risa maligna—. No quería, pero al final no tuvo más remedio.

¿Qué demonios están haciendo los rusos en Damasco?, se preguntó Peter.

—¿Por qué intentaron matarme?

—¿Por qué está usted interesado en El-Gabal? Lleva años sin funcionar.

Peter se enfureció, pero pudo contenerse.

—Si matan a Ashur…

—Su muerte ya está asegurada —replicó la voz con enloquecedora serenidad.

Con un esfuerzo enorme, Peter dejó a un lado a Ashur y ordenó sus pensamientos. Como una puñalada en la oscuridad, dijo:

—El-Gabal no ha dejado de funcionar. Es demasiado importante para ustedes.

Silencio.

Tengo razón, El-Gabal todavía existe.

—Tengo el diente suicida de uno de sus hombres. Cuando se lo arranqué de la boca, habló. Sé que El-Gabal es el centro de todo.

Más silencio, hueco y algo inquietante.

—¿Hola? ¿Hola?

El aire muerto latió en su oído. Peter marcó RELLAMADA, pero no consiguió nada, ni siquiera el buzón de voz de Ashur. La tenue línea de comunicación se había cortado.

—Usted era amigo del padre de la chica, no de su madre —comentó Bourne.

El anciano asintió.

—Y nunca se lo dijo.

Don Fernando tomó otro sorbo. Puede que fuera un truco de la luz, pero sus ojos parecían tener ahora exactamente el mismo color que el coñac.

—Sólo conozco a Kaja. La verdad es demasiado compleja para que ella…

—Lleva tratando de averiguar quién fue su padre toda su vida adulta —añadió Bourne con cierta tensión—. Tendría que habérselo dicho.

—No pude —replicó don Fernando—. La verdad es demasiado peligrosa para que las chicas la conozcan.

Bourne zafó las manos de las del anciano.

—¿Qué le da derecho a tomar esa decisión?

—La muerte de Mikaela me da el derecho. Ella lo descubrió y la verdad la mató.

Bourne se echó hacia atrás en su asiento y observó a don Fernando. Era como una quimera. Cada vez que creías comprenderlo, cambiaba de forma igual que él cambiaba de identidad.

Don Fernando, mirándolo profundamente a los ojos, sacudió la cabeza.

—Al menos escúchame con imparcialidad antes de declararme culpable.

—Su ojo tiene un aspecto espantoso —comentó Boris—. Le compraré un filete para que se lo ponga encima.

—No hay tiempo —replicó Zachek, cortando la conexión de su teléfono móvil—. Han visto a Cherkesov pasar el control de seguridad del aeropuerto de Múnich.

Boris se acercó a la acera y llamó a un taxi.

—¿Adónde va?

—A Damasco —respondió Zachek al compás que subían al vehículo.

Boris le comunicó su destino al conductor, y éste se dirigió a la entrada más cercana a la Autobahn A 92 Munich-Deggendorf.

—Siria —Boris se acomodó en el asiento—, ¿qué demonios va a hacer a Damasco?

—No lo sabemos —contestó Zachek—, pero interceptamos una llamada a su móvil. Le han dado instrucciones para que vaya a El-Gabal, una compañía minera en la avenida Choukry Kouatly.

—Qué curioso.

—Todo se vuelve más curioso todavía —insistió Zachek—. Por lo que hemos podido comprobar hasta ahora, El-Gabal no funciona desde los años setenta.

—Está claro que sus datos están equivocados —le espetó Boris Illych Karpov secamente.

—Intentaré no volver al principio si usted no lo hace —repuso Zachek.

—Hicimos un trato que es satisfactorio para ambos. Eso no significa que tenga que caerme bien.

—Pero tiene que confiar en mí.

—No es usted quien me preocupa. Es el SVR.

—Quiere decir Beria.

Boris miró por la ventana, aliviado por salir de Alemania.

—Yo me encargo de Cherkesov y usted se encarga de Beria. Es un trato justo.

Pero sabía que no había nada justo en su línea de trabajo, donde la mentira no era sólo endémica, sino necesaria para la supervivencia.

—Es una cuestión de confianza —observó Zachek, marcando un número en código en su móvil—. Siempre lo es.

Habló por teléfono durante unos instantes, luego desconectó.

—Tenemos un billete esperándolo en el aeropuerto. Cherkesov tomó el vuelo de las cuatro. Usted tomará el de las seis cuarenta. Llegará a Damasco justo después de las dos de la madrugada. La buena noticia es que su vuelo es más corto. Llevará una hora en Damasco antes de que él llegue. —Escribió un mensaje de texto—. Tendremos a un hombre esperando para llevarlo a…

—No quiero a uno de sus hombres mirando por encima de mi hombro.

Zachek alzó la cabeza.

—Le aseguro…

—Conozco Damasco tan bien como Moscú —dijo Boris con tanta seguridad que Zachek se encogió de hombros.

—Como usted quiera, general. —Guardó el teléfono y se aclaró la garganta—. Estamos poniendo nuestras vidas en manos del otro.

—Eso no es aconsejable —replicó Boris—. Apenas nos conocemos.

—¿Qué se hace con Ivan Volkin?

Boris comprendió el argumento de Zachek. Conocía a Ivan desde hacía décadas, pero sus años de amistad no le habían protegido de la traición de Volkin.

—No estará usted a salvo hasta que esté bajo tierra —dijo Zachek con un tono tan informal que Boris se echó a reír.

—Lo primero es lo primero, Zachek.

El otro hombre sonrió.

—Me ha llamado por mi nombre.

Bourne se obligó a relajarse.

—Adelante.

—Almaz nació durante los oscuros tiempos de Stalin y su jefe de policía, Lavrentiy Beria. —Don Fernando acarició la copa, inhalando los vapores del coñac antes de volver a beber. Lo hizo despacio, como si fuera un ritual que lo calmase, que le devolviera el control de sí mismo—. Como sin duda sabes, Beria fue nombrado jefe del NKVD en 1938. A partir de ese momento, la policía secreta se convirtió en los verdugos del estado que Stalin anhelaba. En Yalta, Stalin lo presentó al presidente Roosevelt como «nuestro Himmler».

»Los sangrientos modos de Beria están bien documentados, pero, créeme, la verdad es mucho más temible. Secuestros, torturas, violaciones, mutilaciones y muertes fueron la orden del día para sus enemigos y sus familias; mujeres o niños, todo era igual para él. Y a medida que los meses se fueron convirtiendo en años hubo gente dentro del NKVD que se hartó de su implacable crueldad y violencia. Era imposible expresar su disensión, así que se pasaron a la clandestinidad y formaron un grupo al que llamaron Almaz, diamante, porque los diamantes están ocultos y se crean bajo una tremenda presión en las profundidades de la tierra.

Los ojos de don Fernando volvieron a ser azules y chispeantes como el mar por la mañana. Se había terminado el coñac y se sirvió otro.

—Esos hombres eran listos. Sabían que su supervivencia dependía no sólo del secreto absoluto de Almaz, sino de su capacidad de expandir la organización más allá de las fronteras de la Unión Soviética. Los aliados eran su única esperanza a largo plazo, tanto en términos de poder como de influencia, y también significaban una ruta de huida si se presentaba la necesidad de salir de la madre patria.

—Ahí es donde intervino su padre —dijo Bourne.

Don Fernando asintió.

—Mi padre empezó en Colombia trabajando en los campos de petróleo, pero pronto se aburrió. «Fernando, tengo la desgracia de ser una mente inquieta. Te prohíbo seguir mis pasos», solía decirme. Bromeaba, naturalmente, pero sólo a medias. Me envió a Londres, donde me diplomé en Economía en Oxford. Pero la verdad era que me gustaba el trabajo físico, así que cuando regresé a Colombia, para horror de mi padre, me fui a trabajar a los pozos petrolíferos. Encontré gran satisfacción cuando por fin despedí a los jefes de mi padre.

»Mi padre, mientras tanto, volvió su inquieta mente a la banca internacional y fundó Aguardiente Bancorp. —Apuró su tercer coñac y atacó de nuevo a la botella—. Por desgracia, mis tres hermanos no servían para nada. Uno murió de sobredosis, otro en un tiroteo de un cártel, y el tercero murió, creo, con el corazón roto.

Agitó de nuevo la mano.

—En cualquier caso, fue a través de los cada vez más lucrativos negocios de Aguardiente que mi padre entró en contacto con los disidentes de Almaz. No hay capitalista más ferviente que un socialista converso. Lo mismo sucedía con mi padre. Simpatizó por completo con la organización y se comprometió a ayudarlos en todo lo que pudiera. No sin compensación, claro. Almaz saqueó sistemáticamente los cofres de Stalin. Mi padre blanqueaba su dinero y lo invertía sabiamente, incluyendo su generosa tajada. Todos se hicieron ricos y poderosos.

»Cuando por fin Beria fue depuesto por Kruschev y sus aliados, Almaz era una fuerza a tener en cuenta, tanto que sus miembros podrían haber salido a la superficie, pero habían aprendido a no creer en ninguna forma de gobierno soviético. Además, se sentían cómodos en las sombras, y ahí decidieron permanecer, influyendo en los acontecimientos entre bambalinas.

—Pero su ambición superó a la Unión Soviética —interrumpió Bourne.

—Sí. Previeron la caída de la Unión Soviética y, a instancias de mi padre, se diversificaron.

—Y a esas alturas imagino que su padre era ya miembro pleno —dijo Bourne—. Lo entrenó a usted para unirse a Almaz.

Don Fernando asintió.

—Christien Norén y yo fuimos los primeros miembros no rusos de Almaz.

—Usted era el cerebro y él los músculos, el ejecutor.

Don Fernando terminó su coñac, pero no volvió a llenar la copa. Sus ojos habían adoptado una expresión ligeramente vidriosa, influida por el alcohol.

—Es cierto que Christien era muy bueno matando gente. Creo que incluso le gustaba.

Arrojó algunos billetes sobre la mesa y los dos hombres se levantaron, salieron del café y siguieron el camino de la bahía hacia la casa de don Fernando. La noche era excepcionalmente clara, la luna de un amarillo pálido, muy alta en el cielo sin nubes. Los aparejos resonaban arrítmicamente contra los mástiles con las ráfagas de viento salado que llegaban del mar. Los lejanos rugidos de las Vespas prestaban al final de la noche una nota de melancolía.

—Si Christien era un topo infiltrado en Domna —dijo Bourne—, entonces asumo que los dos grupos eran antagonistas.

—Yo diría más bien que sus esferas de influencia se solapaban. Entonces Benjamin El-Arian hizo su trato con el diablo.

—Semid Abdul-Qahhar.

Don Fernando asintió.

—Fue entonces cuando advertimos que habíamos cometido un error terrible. Empezamos a difundir el rumor de que Treadstone había puesto a Domna en su punto de mira. Sabíamos que la organización enviaría a Christien a eliminar a tu antiguo jefe.

—Querían muerto a Alex Conklin.

—Al contrario, queríamos reclutarlo para Almaz.

Bourne sabía que Conklin era de extracción rusa. Odiaba a los comunistas con todo su ser. Almaz habría tenido buenas posibilidades de reclutarlo para su causa.

—Habría sido el golpe definitivo —continuó don Fernando—, conseguido justo ante las narices de Domna.

La calle de don Fernando apareció a la vista más adelante, con sus luces cálidas y atractivas.

—Pero el plan salió mal —dijo Bourne—. Conklin mató a Christien y El-Arian hizo su trato con su propio ejecutor, Semid Abdul-Qahhar.

—Peor, Domna comprendió que Almaz era su enemigo implacable, y ahora nos encontramos en un estado de guerra total.

Había varias maneras de entrar en un banco y Soraya las conocía todas. A las diez de la mañana estaba caminando por la avenida Montaigne, donde entró en la boutique Chanel y compró un vestido de día que le sentaba a la perfección. Olía a dinero. En una tienda cercana usó su tarjeta de crédito de Treadstone, que no tenía límite de gastos, para comprar un par de zapatos Louboutin que complementaban el conjunto. Mientras firmaba el recibo, se sintió mareada de nuevo. Una preocupada dependienta la condujo al cuarto de baño, en el que entró, cerró la puerta y apenas tuvo tiempo suficiente para llegar al lavabo y vomitar tan violentamente que imaginó que estaba expulsando las paredes de su estómago. Ahora empezó a preocuparse: vomitar era un síntoma común de contusión seria. Sentía el corazón como un martillo pilón en el pecho y, sabiéndose bruscamente débil, se agarró a la puerta del cubículo. Apretando los dientes, tomó aire y aguantó.

Tardó diez minutos en lavarse la cara, enjuagarse la boca y recuperarse lo suficiente para salir del lavabo, pero para entonces el dolor de cabeza se había convertido en un golpeteo violento. Estaba tan pálida que la dependienta se ofreció a llamar a un médico. Soraya declinó amablemente, pero preguntó dónde podía comprar maquillaje.

En la calle, la luz del sol le lastimó los ojos y aumentó su dolor de cabeza. Media hora después, tras haberse gastado casi trescientos euros y haberse aplicado maquillaje de diseño profesional, parecía más o menos normal. Entonces, con un par de gafas grandes que había seleccionado en la tienda, recorrió la calle, entró en la sucursal del Banco Élysée que estaba a una manzana del Sena y accedió a la cuenta de Treadstone.

Hizo que un empleado del banco le llamara un taxi, pidiendo que fuera un Mercedes último modelo. Mientras esperaba, llamó a su destino y con su mejor francés parisino entrecortado concertó una cita con el vicepresidente bajo el nombre de mademoiselle Gobelins. Cuando llegó el Mercedes, le dio al conductor la dirección de su destino.

Ignorando el latido intermitente en su cabeza, atravesó las puertas de cristal del edificio del banco a las once y media. El atril de un recepcionista se alzaba imponente en el centro del lugar, flanqueado a cada lado por grandes palmeras en macetones. Directamente detrás del atril estaban las puertas de cristal del banco. Se detuvo ante ellas un momento, sintiéndose perdida y levemente temerosa, pero luego una sensación de júbilo se apoderó de ella, como si hubiera llegado al final de su investigación. Con esfuerzo, hizo a un lado el pesar y la desesperación de la noche pasada y recurrió a su ira para que la ayudara a concentrarse en su misión.

El interior del banco era un espacio despejado con largos pedestales para que la gente escribiera. A la derecha se extendía una fila de cajeros, a la izquierda una semipared de madera cerrada conducía a una hilera de cubículos donde los empleados del banco atendían diligentes las peticiones de los clientes o ponían al día sus papeles. Al fondo de la sala había una alta pared con paneles de madera en cuyo centro había una serie de relojes digitales que marcaban la hora de París, Nueva York, Londres y Moscú. A cada lado había escaleras que conducían a las oficinas del primer piso donde trabajaban los empleados de mayor rango del banco. Ahí era donde Soraya necesitaba ir.

Dio su nombre al encargado de información, que inmediatamente cogió un teléfono y llamó arriba. Momentos después llegó un guardia y la acompañó. Soraya cruzó una puerta, y el guardia la condujo hasta la pared del fondo. Tras pulsar un botón, un panel se deslizó y entró en un lujoso ascensor. El guardia la acompañó hasta el primer piso, dirigiéndola hacia la derecha, por un pasillo tenuemente iluminado. Soraya pudo oír el discreto tap-tap-tap de las uñas sobre los teclados de los ordenadores mientras pasaba ante las puertas abiertas a derecha e izquierda.

Su cita era con monsieur Sigismond, un hombre alto, delgado pero de aspecto poderoso, con el pelo castaño claro y la raya a un lado, que rodeó velozmente su mesa para recibirla.

—Encantado de conocerla, mademoiselle Gobelins —dijo extendiendo la mano. Su francés contenía una leve rigidez alemana. Sujetándole la mano por la punta de los dedos, la besó, luego indicó un mullido sofá a su derecha—. Por favor, tome asiento.

Cuando él se sentó junto a ella, prosiguió:

—Tengo entendido que le gustaría a usted que el Nymphenburg Landesbank de Múnich sea su institución financiera principal.

—Así es —replicó Soraya. Le pareció que los ojos castaños de monsieur Sigismond eran producto de lentillas de colores—. Ahora que he recibido mi herencia, me han recomendado su División de Gestión Patrimonial como la mejor de Europa occidental.

La sonrisa de monsieur Sigismond no podría haber sido más cálida.

—Es gratificante, ciertamente, saber que todos nuestros esfuerzos han tenido el resultado deseado.

—Desde luego que sí.

—¿Y su deseo es…?

—Abrir una cuenta. Tengo una suma apreciable que depositar, y habrá más. Y requeriré asesoramiento inversor.

—Naturalmente. ¡Espléndido! —Monsieur Sigismond se dio una rotunda palmada en los muslos—. Ahora, antes de que continuemos, me gustaría presentarle al caballero responsable del gran éxito de nuestra División de Gestión Patrimonial.

Se levantó y abrió una puerta en la pared que Soraya no había advertido previamente. Por ella entró un hombre de clara ascendencia de Oriente Medio. Era oscuro en todos los sentidos imaginables, y guapo de una manera casi magnética.

—Ah, mademoiselle Gobelins, qué placer conocerla —dijo, deslizándose hacia ella—. Me llamo Benjamin El-Arian.

Bourne se detuvo mientras se acercaban a la casa de don Fernando.

—¿Qué ocurre? —preguntó el anciano.

—No lo sé. —Bourne le pidió que lo siguiera hasta las sombras de las palmeras al lado del mar—. Algo va mal. Quédese aquí.

—Ni hablar. —Don Femando alzó la Colt Python—. No te preocupes, no te dejaré tirado.

Bourne sabía que no tenía sentido discutir. Juntos, los dos hombres fueron pasando de sombra en sombra hasta llegar frente a la calle donde se encontraba la casa. Permanecieron allí, quietos y en silencio, hasta que Bourne captó una sombra cruzando una de las ventanas iluminadas. Era demasiado grande para ser Kaja. Señaló, y don Femando asintió. Había visto la sombra y comprendía sus implicaciones.

Bourne se volvió hacia el anciano.

—Voy a entrar por la ventana del dormitorio que utilizó Etana, pero necesito una distracción.

—Déjamelo a mí —dijo don Femando.

—Deme tres minutos para colocarme en mi lugar —repuso Bourne antes de cruzar la calle casi desierta.

Se movió silenciosamente entre las sombras, acercándose a la casa por una ruta indirecta. Ante él, entre la calle y el grupo de palmeras por las que había perseguido a Etana, había una zona despejada iluminada por las farolas. Tras dirigirse al otro lado de la casa, vio que el edificio vecino estaba bastante cerca. Un manojo de cables telefónicos y eléctricos se extendía de casa en casa desde el alto poste de metal de la calle. Bourne tenía poco tiempo para pensar nada más. Escaló por la pared del edificio vecino y se quitó el cinturón para lanzarlo por encima de los cables. Agarró luego ambos extremos y se deslizó hasta llegar a las sombras de la casa de don Fernando. Una vez llegado a su destino, saltó.

Mientras corría por las sombras de detrás, oyó disparos. Llegó rápidamente a la ventana del dormitorio y la atravesó en la oscuridad.

Se quedó completamente quieto, escuchando con todas las partes de su ser. Captó el olor a limpiador industrial, pero ni rastro de la sangre de Essai. No había huellas del cadáver: la gente de don Fernando era rápida y eficiente. Bourne esperó tras la puerta, controlando su respiración. Podía oír el suave murmullo del sistema de calefacción, el chirrido de las persianas cuando el viento las agitaba. Entonces oyó los crujidos de las tablas del suelo. El peso de Kaja no era lo bastante grande para crear ese sonido, así que había al menos un hombre en la casa. Luego un segundo crujido, en una habitación distinta, le indicó que se trataba al menos de dos hombres. ¿Dónde estaba Kaja? ¿Atada? ¿Herida? ¿Muerta?

Tras atravesar la puerta entreabierta, se abrió paso por el largo pasillo que conducía al salón y la parte delantera de la casa. Las aletas de su nariz se dilataron cuando olió la presencia extraña. Abrió la puerta de la habitación de Kaja y descubrió que estaba vacía. La colcha no estaba arrugada; no detectó su olor allí. No sabía qué había hecho Kaja después de que don Fernando se marchara, pero desde luego no había ido a la habitación. Bourne pasó ante la cocina, que estaba vacía.

El pasillo daba al salón. A través de los ventanales, el jardín interior parecía descuidado y abandonado. Ella no estaba allí tampoco. Bourne vio a dos hombres armados. Uno estaba ante la puerta, el otro volvía tras comprobar la causa de los disparos.

—Nada —le informó en ruso a su compañero—. Debe de haber sido el tubo de escape de un camión.

Bourne se lanzó contra ellos, derribando al de la derecha. Descargó un poderoso golpe contra la punta de la barbilla del ruso, luego torció el cuerpo para darse suficiente impulso para enfrentarse al hombre de la izquierda. Acababa de agarrar el cañón de la Glock cuando don Fernando atravesó la puerta. Llevaba el móvil en una oreja, la Colt Python apuntaba al suelo.

—¡Alto! ¡Todos ustedes! —gritó— ¡Jason, estos hombres son de Almaz!

Bourne relajó el cuerpo y los dos hombres se agitaron. El que había recibido el puñetazo gimió y rodó por el suelo.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Bourne, poniéndose en pie— ¿Dónde está Kaja?

Don Fernando apartó el teléfono de su oreja.

—No está, Jason.

—¿Secuestrada?

El segundo ruso negó con la cabeza.

—La vieron salir sola. Por eso nos enviaron.

Don Fernando lo miró expectante.

—¿Y…?

El agente de Almaz suspiró.

—Se ha ido. No pudimos encontrar ni rastro de ella en la zona, ninguna pista dentro de la casa respecto a dónde ha ido. —Miró a don Fernando—. Ha desaparecido como un fantasma.

Skara se contempló en el espejo del cuarto de baño y vio un rostro que apenas reconocía. Una cosa era segura: ya no era Margaret Penrod. ¿Quién soy?, se preguntó con un escalofrío que corrió por su espalda como agua helada. La pregunta la aterraba, su realidad la llenaba de una pena insoportable. Cerró la mano, y las uñas se le clavaron como cuchillas en las palmas. Sentía el fuego, pero sólo a nivel superficial.

Había pensado en volver a su apartamento, pero se había quedado en la habitación del hotel, no sabía si por resentimiento o como autocastigo, quizá por ambas cosas.

Cerró los ojos. Los recuerdos se desparramaron como la sangre de una herida abierta. Su padre le había dicho que cuidara de Mikaela antes de marcharse por última vez. Skara era la única que sabía que no iba a regresar. Confiaba en ella, aunque sólo mucho más tarde comprendió por qué: nunca le dijo una palabra sobre su vida a Viveka. Posiblemente había visto algo de sí mismo en Skara; desde luego, le había transmitido cosas, le había enseñado a cuidar de sí misma y de sus hermanas. Pero los rusos habían llegado en mitad de un día en que ella consideró erróneamente que era seguro ir a buscar comida. Dejó a Mikaela con un arma, sólo estuvo fuera quince minutos, pero resultó que fueron los últimos quince minutos de vida de su hermana. Fue entonces cuando Kaja y ella decidieron dejar Estocolmo, dejar Suecia, separarse y no mantener ningún contacto.

Contempló su reflejo en el espejo. Las marcas que se había causado en las palmas de las manos parecían latir bajo la luz fluorescente, como si estuvieran vivas. Cuando apagó la luz, le pareció que las había borrado de la existencia.

Cruzó la habitación y sacó del minibar una botella de vodka. Era tan pequeña que la sirvió junto con otra más en un grueso vaso de cristal que cogió del estante de metal sobre el frigorífico. Se bebió una cuarta parte, luego dejó el vaso en la mesilla de noche.

Se quitó la bata lenta y provocativamente, actuando para las cámaras de vídeo como si estuvieran conectadas. Tras arrodillarse con las piernas abiertas, se agarró los pechos desnudos, apretándolos hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. Entonces se tumbó boca abajo, las manos bajo ella en su entrepierna, trabajando con los dedos de un modo que le provocó una mezcla de placer y dolor mientras lloraba contra la almohada.

Extendió el placer-dolor tanto como pudo, remontando las cimas hasta que cayó al otro lado. Cuando terminó, su cuerpo agotado, la mente vacía, hubo un momento de reposo, pero tan breve que dio un respingo en el instante en que las responsabilidades de su vida actual regresaron en tropel.

Estaba implicada en un mundo moralmente perverso, atrapada en un lugar y un tiempo que había elaborado, pero que ahora consideraba repelente. Por primera vez en muchos años, deseó que Kaja estuviera con ella, o al menos que le fuera posible poder verter su actual agonía en la otra única alma en la tierra que podía comprender. Pero no tenía ni idea de cuál era el paradero de Kaja, ni cuál sería su identidad actual. No había ninguna esperanza por esa parte.

¿Y Christopher? El aire acondicionado de la habitación la sobresaltó, y un viento frío corrió por su espalda, poniéndole la carne de gallina. Se había quedado sin opciones: estaba Christopher y estaba Benjamin, las dos fuerzas opuestas en su vida. Todo había cambiado durante la última conversación telefónica con Benjamin: tenía que ignorar su corazón, tenía que permanecer lo más alejada posible de Christopher.

Tomar esa decisión la armó de valor, y se levantó de la cama. Contempló la mesa donde reposaba la bandeja con la comida que había pedido horas antes. No la había tocado ni lo haría ya nunca. Cogió la bandeja y la llevó hasta la mesa. Equilibrándola en una mano, abrió la puerta. En el momento en que lo hizo, tres hombres que esperaban en el pasillo la asaltaron.

Si tenía que ser sincero consigo mismo, Aaron estaba perdiendo el tiempo de manera miserable cuando recibió la llamada de su jefe.

—Ella no está en el banco —le informó en su oído la cortante voz de Robbinet—. Será mejor que no esté tirada inconsciente en cualquier calle, o con una bala en la cabeza.

La mente del inspector corrió desbocada. Como Robbinet, había dado por hecho que Soraya se dirigiría al Banco Île-de-France en La Défense. Era lo que él habría hecho.

—Espere un segundo —dijo, recordando de pronto un detalle del interrogatorio de monsieur Marchand—. Las finanzas del Club Monition pasan por el Île-de-France, pero la entidad madre es el Nymphenburg Landesbank de Múnich.

—Nunca he oído hablar de ese banco —replicó Robbinet—. ¿Tienen representación en París?

—Un momento. —Aaron buscó en Google con su teléfono móvil—. Sí, señor, hay una oficina. Boulevard de Courcelles número setenta. Justo frente al Parc Monceau.

—Reúnase allí conmigo dentro de quince minutos —dijo Robbinet—. Y que Dios le ayude si está herida o le ha sucedido algo peor.

Los platos, la cubertería y la comida salieron volando cuando Skara clavó el borde de la bandeja en la garganta del primero de los hombres, pero los otros dos la empujaron de vuelta a la habitación con tanta fuerza que chocó contra la mesa y acabó arrodillada en el suelo.

El hombre que había golpeado cerró la puerta tras él, encerrándolos a los cuatro. Sacó una Glock y le colocó un silenciador mientras los otros dos cogían a Skara por los brazos y la arrojaban sobre la cama. La apuntó con la pistola mientras uno de sus otros compañeros la sujetaba por los tobillos. El tercer ruso se aflojó el cinturón y se montó sobre ella. Apestaba a ajo y coles. Sus piernas la obligaron a abrir los muslos y acercó su cara a la suya. Ella echó la cabeza hacia delante y le mordió el labio inferior. El hombre gritó y trató de retroceder, pero ella aguantó su presa, sacudiendo la cabeza como un perro, clavando los dientes más hondo hasta que arrancó un trozo de carne. La sangre manó y el ruso trató de quitarse de encima.

—¿Qué pasa? —preguntó el que sujetaba la Glock.

Mientras el que la montaba pugnaba por incorporarse, ella le dio un golpe de abajo arriba en la mandíbula que le hizo rechinar los dientes.

—Sé quiénes sois —le susurró al oído mientras la saliva ensangrentada empezaba a manar de su boca destrozada. Ella inhaló el olor de almendras amargas.

El ruso puso los ojos en blanco mientras empezaba a convulsionar. Ella lo lanzó contra el que la estaba sujetando, que le soltó los tobillos para poder coger el cadáver. Skara lo agarró y le hizo girarse justo antes de que el tercero apretara el gatillo de la Glock. La bala lo alcanzó y el hombre retrocedió, bloqueando momentáneamente el objetivo del pistolero.

Skara saltó de la cama y, mientras el pistolero giraba para buscarla, le dio una fuerte patada en el pecho. Desprevenido, el tipo cayó sobre la alfombra. La Glock cruzó volando la habitación. Ella se lanzó hacia el vaso de la mesilla de noche, lo rompió contra el borde y clavó su afilado culo en el ojo del hombre, que gritó y siguió gritando, agitando los brazos mientras ella clavaba el vaso más profundamente. Los puños del hombre la golpearon, dejándola sin aliento, y usando su fuerza superior y su peso contra ella empezó a levantarse. Pero Skara le clavó la rodilla en la garganta y, dándose impulso, le rompió el cartílago. El hombre boqueó, buscando un aire que ya no podía llevar a sus pulmones.

Skara se zafó de él entonces, abriéndose paso con cuidado entre los brillantes fragmentos de cristal hacia donde estaba la Glock. La cogió y, volviéndose, disparó al ruso entre los ojos.

Permaneció inmóvil durante unos instantes. Antes de que el aire acondicionado entrara en funcionamiento le pareció que podía oír el sonido de la sangre manando. Se dirigió lentamente a la cama y se sentó en el borde, con los codos en las rodillas, la Glock con su cañón aumentado colgando entre sus piernas.

Inclinó la cabeza, aparecieron las lágrimas, y durante mucho tiempo no quiso dejar de llorar.

—Tu tiempo aquí se ha cumplido, Jason —dijo don Fernando—. Ya no puedes proteger a Kaja.

—La dejó usted sola.

—Había una emergencia. Además, estaba vigilada.

—Para lo que ha servido.

Don Fernando suspiró.

—Jason, esta mujer es una experta en huir y esconderse. Siempre supe que si quería marcharse ni yo ni mi gente podríamos hacer nada para detenerla, excepto amarrarla.

Bourne sabía que tenía razón, pero le molestaba que Kaja se hubiera ido. Era un cabo suelto. Se había convertido en una incógnita en la compleja ecuación.

Don Fernando sacó un fino sobre del bolsillo de su chaqueta y se lo tendió.

—Un billete de primera clase a Damasco. Hay varias escalas, pero es inevitable. Llegarás mañana por la mañana. Haré que los agentes de Almaz te reciban.

—No se moleste —replicó Bourne—. Sé adónde ir.

Don Fernando lo miró de manera burlona.

—Encontré los albaranes de lo que quiera que haya en esa docena de cajas del almacén —añadió Bourne.

—Comprendo —repuso el anciano juiciosamente. Mientras los dos agentes de Almaz se marchaban, sacó un puro de su tubo de aluminio, mordió el extremo y, tras encenderlo, inhaló el humo. Cuando el puro cubano prendió a su satisfacción, explicó—. Las cajas están llenas de rifles de asalto FN SCAR-M, Marca Veinte.

—La Marca Veinte no existe.

—Sí que existe, Jason. Hay prototipos. Su potencia de fuego es enormemente destructiva.

—Y van dirigidos a la representación de Domna de Damasco. ¿Para qué?

—Eso es lo que tienes que averiguar. —Don Fernando exhaló una nube de humo aromático—. Severus Domna lleva más de un mes acumulando éstas y otras armas de asalto, pero en la última semana los cargamentos han aumentado.

—Podemos detener éste.

—Al contrario. Estoy haciendo todo lo que puedo para asegurarme de que se entreguen a la dirección que descubriste. El-Gabal, en la avenida Choukry Kouatly, era la sede de una compañía minera. Ahora es un vasto complejo de oficinas y Domna utiliza sus enormes almacenes como receptáculo principal de su material.

Bourne se puso tenso.

—¿Por qué permite que esas armas salgan de Cádiz?

—Porque esos SCAR-M están llenos de un potente compuesto de C-4 —respondió don Fernando. Le puso a Bourne en la mano un diminuto paquete de plástico y un pequeño teléfono móvil—. Hay que colocar en cada caja una de estas tarjetas SIM idénticas.

Abrió el paquete para enseñarle a Bourne el puñado de tarjetas.

—¿No podía hacerse esto de antemano?

Don Fernando negó con la cabeza.

—Todas las entregas a El-Gabal pasan por cribas distintas. Una es una máquina de rayos equis que detectaría los chips. No, hay que colocarlas in situ.

—¿Y luego?

El anciano sonrió como un zorro.

—Sólo tienes que pulsar seis-seis-seis en el teclado de este teléfono, pero tienes que estar cerca de las SIM para que la señal Bluetooth funcione. Entonces tendrás tres minutos para salir del edificio. La explosión resultante destruirá todo lo que Domna ha acumulado, además de a todos los que estén dentro de El-Gabal.