Epílogo

Nevaba en Estocolmo, igual que la última vez que estuvo aquí. Bourne, con los hombros encogidos para protegerse de la nieve impulsada por el viento, cruzó Stureplan, la abarrotada plaza que era el centro de la vida nocturna de la ciudad.

Había llegado a Estocolmo esa mañana en respuesta a un breve pero clarificador mensaje que había aparecido en su móvil tres días antes:

«D vuelta a casa después de 13 años. @ En Frecuencias cada noche desde las 9 hasta q vengas.»

Kaja. El pequeño paquete que él había enviado antes de su viaje le estaba esperando cuando se alojó en el hotelito familiar de Gamla Stan, la isla situada entre Estocolmo propiamente dicho y Södermalm. Se guardó el contenido del paquete en el bolsillo interior de su abrigo de cuello de piel, y cruzó la abarrotada calle y entró en Frecuencias. La música electrónica le golpeó con la fuerza de un martillo pilón. Las luces se entrecruzaban en el techo, la pista de baile estaba repleta de cuerpos moviéndose como en trance al ritmo frenético que parecía surgir del suelo, y el aire titilante estaba lleno de sudor y perfume.

La larga barra apenas iluminada tenía tres y hasta cuatro filas de hombres tratando de ligar y de chicas que los rechazaban. Fue un misterio cómo la vio Bourne entre toda aquella pulsante turba y aquella energía condensada, pero allí estaba ella, con los ojos de su madre brillando. Su pelo tenía su color rubio natural y su bronceado había desaparecido por completo. Estaba de pie casi al fondo de la barra, con un vaso en una mano, levemente apartada de la multitud. Mientras Bourne se acercaba a ella, alguien la invitó a bailar, pero ella lo rechazó. Había visto a Bourne ya, así que le tendió el vaso al asombrado tipo y se dirigió hacia él. Iba vestida de oscuro: botas para la nieve, una falda larga de cuero y un jersey de lana de cuello alto.

Se encontraron en una zona pequeña y relativamente tranquila en medio del tumulto. No tenía sentido iniciar una conversación entre aquel ruido atronador. Ella le cogió la mano y lo condujo por la periferia del club hasta los cuartos de baño. Franquearon una puerta en la que se leía: «DAMER», nadie pestañeó cuando cruzaron el suelo enlosado. Las jóvenes estaban demasiado ocupadas metiéndose coca y contándose unas a otras historias de guerra sobre los tipos de la pista de baile.

Ella abrió una de las puertas de los cubículos y los dos entraron, cerrando la puerta tras de sí.

—Kaja —dijo Bourne—, tengo algo para ti.

Sacó la 22 plateada que había pertenecido a su madre y se la tendió.

Ella la estudió un instante, luego lo miró. Había algo sutilmente diferente en ella, pero tal vez era su pelo rubio o cuánto se parecía a Viveka Norén. O tal vez tenía que ver con dónde estaban y el hecho de tener la Beretta entre ambos.

—No comprendo —dijo—. ¿Qué es esto?

—Perteneció a tu madre, Kaja. Tu hermana intentó matarme con ella.

—Yo no soy Kaja —dijo ella—. Soy Skara.

Durante un momento el tiempo pareció detenerse, el pulsante sonido del exterior pareció apagarse, y la mente de Bourne empezó a dar vueltas.

—Tienes que ser Kaja —dijo—. Skara estaba en Damasco con Semid Abdul-Qahhar.

—Kaja murió en la destrucción de El-Gabal —dijo la mujer—. Fue a ella, a mi hermana Kaja, a quien vio usted allí.

Kaja. Skara. Una de ellas estaba mintiendo, pero ¿cuál?

—Skara tiene un trastorno de identidad disociado —dijo él—, cosa que encaja con la hermana a la que me enfrenté en Damasco.

—Bueno, eso lo aclara, ¿no? Kaja era la que tenía el trastorno de identidad disociado.

Bourne sintió como si el suelo se hundiera bajo sus pies.

—Vamos a un lugar menos abarrotado —dijo ella, como adivinando su confusión.

Ella lo llevó a un pequeño café en Gamla Stan. Estaba lleno de adolescentes y veinteañeros, un grupo donde podía incluirse ella, si los cálculos de Bourne eran correctos. Las dos hermanas habían huido de Estocolmo cuando tenían quince años y habían estado trece años fuera. Eso hacía que la mujer que tenía sentada enfrente tuviera veintiocho.

—A mi hermana le encantaba decirle a todo el mundo que era yo quien sufría el trastorno de identidad disociado. Era parte de su problema.

El café y el stollen que habían pedido llegaron, y ella se dedicó a añadir leche y azúcar a su taza.

—Kaja era una mentirosa de primer orden —dijo después de tomar su primer sorbo—. Tenía que serlo, para impedir que su cerebro estallara en mil pedazos. Todas las personalidades que mostraba eran a la vez auténticas y mentira. —Soltó la taza y le dirigió una sonrisa triste—. Veo que no me cree. No importa, no está solo. Kaja engañó a todo el mundo.

—¿Incluso a don Fernando Herrera?

—Era una maestra. Estoy segura de que podría haber engañado a un detector de mentiras.

—Porque se creía sus propias mentiras.

—Sí, absolutamente.

Bourne dedicó un momento a poner en orden sus pensamientos. Ahora que llevaba un rato hablando con esta mujer había empezado a advertir diferencias con la Kaja que había conocido… o, para ser más exactos, que no había conocido. Cada vez estaba más convencido de que la persona que tenía sentada enfrente era, en efecto, Skara. En su mente no paraba de dar vueltas al último encuentro en el almacén de El Gabal. Había habido algo distinto en los ojos de la mujer, algo dolorosamente familiar. «Mátame, —había exclamado—. Mátame ahora y acaba con esto.»

¿Había vuelto aquella mujer a ser Kaja justo antes del final?

Había una manera de asegurarse por completo.

Bourne se inclinó hacia ella.

—Enséñeme el cuello.

—¿Cómo dice? —Ella lo miró aturdida.

—Kaja fue atacada por una hembra de tigrillo. Tenía cicatrices en los lados del cuello.

—Muy bien. —Ella se bajó el cuello del jersey, revelando un cuello largo y hermoso con una piel de un rosa luminoso, perfectamente lisa—. ¿Aprobada?

Bourne se relajó, pero sentía una tristeza interior. «Mátame ahora y acaba con esto.» Pobre Kaja, torturada por la pesadilla de personalidades que no podía controlar.

—¿Qué estaba haciendo Kaja con Semid Abdul-Qahhar? —preguntó por fin.

Skara suspiró mientras volvía a colocarse bien el cuello del jersey.

—Una de las personalidades odiaba a nuestro padre. Quería vengarse de él por abandonarnos.

—Así que en eso dijo la verdad.

Skara lo observó durante un momento.

—Lo primero de todo: las mejores mentiras están siempre imbuidas en la verdad. Lo segundo, la verdad que ella le vendió está incompleta.

Bourne sintió un escalofrío. Cogió su taza y bebió un poco de café, solo, amargo, pero estimulante.

—Cuénteme.

Durante un momento la mirada de ella se perdió en los posos de su café.

—Prefiero no hacerlo.

—¿No? —Bourne sintió que su ira aumentaba. La sensación de haber sido manipulado era demasiado familiar.

—No soy yo quien tiene que contárselo. —Ella sonrió—. Por favor. Sea paciente hasta mañana por la mañana.

Sacó una libreta de cuero de su bolso, escribió una dirección, arrancó el papel y se lo tendió.

—Mañana por la mañana a las diez.

Alzó el brazo para llamar a la camarera y pedir que les volvieran a llenar las tazas.

—Lo hirieron a usted en Damasco.

—Estoy bien —respondió Bourne. Iba a preguntarle cómo sabía de él y lo que había sucedido en Damasco, pero decidió no hacerlo. Tenía la impresión de que pronto lo descubriría.

—Ahora hábleme de la Beretta. —Ella frunció el ceño—. No tenía ni idea de que mi madre tuviera una pistola, ni mucho menos que estuviera armada cuando la mataron. ¿Se la quitó usted?

—La tenía su hermana —dijo Bourne—. No tengo ni idea de cómo la consiguió.

Skara asintió, como si comprendiera un hecho que había sido evidente todo el tiempo.

—Kaja debió dársela a mi madre. Sería propio de ella.

—¿A los quince años?

—Cuando mi padre se marchó, nos quedamos aterradas. Puedo imaginarme a mi madre cogiendo la pistola sin pensárselo dos veces.

—Hay más en esta historia, ¿verdad?

Skara mostró una sonrisa triste.

—Desgraciadamente para todos nosotros, siempre lo hay.

En algún momento de la noche había dejado de nevar. En algún momento de la noche, Bourne llamó a Rebeka, que parecía cansada pero feliz de tener noticias suyas. En la oscuridad de la habitación del hotel, su conversación entre murmullos parecía un sueño. Después, el grave y profundo latido de la ciudad dormida lo arrulló. En su sueño, un camión avanzaba por una carretera desierta, solitario y melancólico.

Cuando amaneció y salió del hotel y subió a un taxi que le esperaba, el cielo era de un azul chispeante, la luz del sol intensa, como amplificada por el aire nítido y frío. Se bajó del taxi delante de un edificio moderno en Birger Jarlsgatan. Al otro lado de la calle estaba Goldman Sachs International.

Skara lo estaba esperando delante del edificio y, tras engancharse a su brazo, lo condujo al interior. Toda la planta baja estaba ocupada por el Nymphenburg Landesbank de Múnich. Los guardias la saludaron mientras cruzaban el suelo de mármol blanco y negro hasta un ascensor que los lanzó hacia las alturas. Cuando salieron, lo condujo hasta una enorme suite de oficinas: pasaron ante un par de secretarias y tres ayudantes de dirección, atravesaron una puerta con una placa que decía: «MARTIN SIGISMOND, PRESIDENTE», y entraron en un despacho enorme con una sorprendente vista del centro de Estocolmo. La luz del sol chispeaba en el río.

Sigismond, un hombre alto y guapo, esbelto y muy en forma, con el pelo rubio liso y ojos azules, les estaba esperando. Llevaba un traje azul marino. Su corbata era una lengua de fuego. A su lado estaba don Fernando Herrera, con unos pantalones de lana y con una chaqueta de esmoquin.

—Ah, señor Bourne, es un verdadero placer conocerle —dijo Sigismond, extendiendo la mano—. Don Fernando habla muy bien de usted.

—Oh, por favor —Skara estaba a punto de echarse a reír—. Señor Bourne, me gustaría presentarle a Christien Norén, mi padre.

Después de una brevísima pausa, Bourne aceptó su mano.

—Aprieta usted fuerte para estar muerto.

Christien sonrió.

—He vuelto de entre los muertos, y no me siento nada mal por ello.

Los cuatro se sentaron en sofás encarados en una sección del despacho del presidente.

—A todos los efectos soy Martin Sigismond —dijo Christien Norén—, y lo soy desde hace muchos años.

—Como puedes imaginar —dijo don Fernando—, Almaz consiguió los documentos de identidad que Christien necesitaba.

—Almaz está detrás de todo esto —dijo Bourne.

—Lamento no haber podido contártelo todo —dijo don Fernando—. Te necesitábamos concentrado en la conexión entre Severus Domna y Semid Abdul-Qahhar. Más concretamente, te necesitábamos en Damasco para cortarles los brazos y las piernas.

—Semid Abdul-Qahhar había orquestado un ataque armado contra Indigo Ridge, una mina de tierras raras de California —dijo Christien—. Tenía un hombre dentro, Roy FitzWilliams, a quien reclutó para su causa hace años.

—Ahí es donde enviaban todo el material —dijo Bourne.

Don Fernando asintió.

—Junto con un grupo de terroristas escogidos. Musulmanes nacidos en América, es triste decirlo.

Guardaron silencio durante un momento, entonces Skara dijo:

—¿Papá?

Christien hizo un gesto de reconocimiento a su hija.

—Señor Bourne, don Fernando y yo tenemos una enorme deuda de gratitud con usted.

—Lo que me deben es una buena explicación.

—Y la tendrá. —De pronto pareció triste—. He cometido muchos errores en mi vida, señor Bourne, pero ninguno más lamentable que abandonar a mi familia. Mi esposa está muerta, al igual que dos de mis tres hijas. El hecho es que cometí un terrible error de cálculo.

—No, papá —dijo Skara con vehemencia—, te mintieron.

Christien no parecía de humor para hacer dejación de responsabilidad.

—Ya estaba en apuros con Domna. Benjamin El-Arian recelaba de mí, y por eso me envió a matar a Alex Conklin. Fue una prueba.

—Ambos cometimos errores —dijo don Fernando con un suspiro—. Yo quise reclutar a Conklin para Almaz, y creí que la misión de Christien era la oportunidad perfecta.

—El-Arian lo descubrió de algún modo —dijo Christien—. Fingí mi muerte para que no tuviera motivos para ir tras mi familia. Fue un terrible error.

Bourne sacudió la cabeza.

—Entonces, ¿por qué me envió Conklin a matar a Viveka?

—Otro error. Creyó que era una espía.

—No —dijo Skara—, fue cosa de Kaja.

Bourne y don Fernando la miraron asombrados. Christien tan sólo pareció triste.

—No lo comprendí realmente hasta que el señor Bourne me dio esto. —Sacó la 22 plateada—. Mamá la llevaba cuando la mataron. Le disparó con ella al señor Bourne, ¿no es así?

—Así es —dijo él.

—Kaja le dio el arma a mamá —dijo Skara—. Igual que una de sus personalidades te odiaba a ti, papá, otra despreciaba a mamá.

Christien unió las palmas de las manos, como si rezara.

—Kaja se convirtió en una lacra. —Su expresión revelaba el duro golpe emocional que había sufrido—. Tenía la ventaja de parecer tres o cuatro años mayor de lo que era. Era preciosa y, a su modo, brillante. No le hablé a nadie de ella…, ni siquiera a usted, don Fernando. Para empezar, me sentía avergonzado y aterrado por el modo en que intentaba seguir mis pasos. Además, pensaba que podía controlarla. Ése fue mi mayor error. —Se miró los zapatos—. Nadie podía controlar a Kaja.

—Utilizaba su cuerpo además de su retorcida mente —dijo Skara.

Christien se estremeció.

—Sin duda tienes razón. —Se encogió de hombros—. En cualquier caso, Conklin descubrió que me habían enviado a matarlo. Eso abortó la misión. Pero incluso después de oír que yo había muerto, le envió a usted, señor Bourne.

Skara se inclinó hacia delante en su asiento.

—Por culpa de la terrible mentira de Kaja. —Entregó la 22.

—Al menos la Beretta se redimió a sí misma —dijo Bourne—. Me salvó la vida en Damasco.

—Demos gracias a Dios por ello —dijo don Femando fervientemente.

Se produjo otro momento de silencio. Parecía que no tenían nada más que decir. Cuando Christien se levantó, todos los demás lo imitaron. Bourne le estrechó la mano: no había nada más que hacer.

—Skara —dijo Christien—, ¿por qué no te tomas el día libre y le enseñas al señor Bourne algunas de las vistas de la ciudad que tal vez no pudo ver la última vez que estuvo aquí?

Don Fernando abrazó a Bourne y lo besó en ambas mejillas.

—Adiós, Jason —dijo—, pero no de forma definitiva.

Cuando Bourne y Skara se marcharon, Christien se volvió hacia don Fernando.

—¿Crees que sospecha algo?

—De momento no —respondió el anciano—. Pero no tengo dudas de que se dará cuenta cuando regrese a Washington y hable con Peter Marks.

Christien frunció el ceño.

—¿Seguro que eso no será ningún problema?

—Es lo que queremos. —Don Fernando sonrió—. Has comprado suficientes acciones de NeoDyme para que tengamos el control de Indigo Ridge. Tendremos riquezas inimaginables. —Observó a su amigo juiciosamente—. Te perdono por mantenerme a oscuras respecto a Kaja. Tu plan de utilizar el ataque de Domna a Indigo Ridge como distracción funcionó perfectamente. Los notables del gobierno norteamericano estaban demasiado ocupados desentrañando el plan de Domna para investigar las compañías que utilizamos para comprar todas las acciones de NeoDyme.

Christien se acercó a la ventana. Vio cómo Bourne y su hija salían del edificio y cruzaban la calle medio cubierta de nieve derretida.

—¿Qué hará Bourne cuando lo descubra?

Don Fernando se reunió con él en la ventana. El cielo se había encapotado: pronto volvería a nevar.

—Con Bourne a menudo es difícil predecirlo. Mi esperanza es que vuelva para que podamos hablar.

—Lo necesitamos, ¿no?

—Sí —dijo don Fernando gravemente—. Es el único en quien podemos confiar.

FIN