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Tendido sobre la tierra de Tenganan, Bourne le susurró a Moira al oído:
—Diles…
Completamente inclinada sobre él en medio del polvo y la sangre que no paraba de manar, lo escuchaba con un oído, mientras apretaba el móvil contra la otra oreja.
—No te muevas, Jason. Estoy pidiendo ayuda.
—Diles que he muerto —dijo Bourne poco antes de perder el conocimiento.
Jason Bourne se despertó de su sueño recurrente, sudando como un cerdo entre las sábanas. La mosquitera tendida a su alrededor nublaba la calurosa noche tropical. En algún lugar en lo más alto de las montañas estaba lloviendo. Oía los truenos como si fueran pisadas de pezuñas y sentía el viento húmedo lento sobre el pecho, desnudo allí donde la herida terminaba de cicatrizar.
Habían pasado tres meses desde que la bala lo había alcanzado, tres meses desde que Moira había seguido sus instrucciones al pie de la letra. En ese momento prácticamente todos los que le conocían creían que había muerto. Sólo tres personas aparte de él sabían la verdad: Moira; Benjamin Firth, el cirujano australiano del pueblo de Manggis al que Moira lo había llevado; y Frederick Willard, el único miembro que quedaba de Treadstone y que había puesto en antecedentes a Bourne sobre el adiestramiento de Leonid Arkadin en Treadstone. Fue Willard, con quien Moira se había puesto en contacto a instancias de Bourne, el que le había empezado a poner en forma en cuanto el doctor Firth lo permitió.
—Amigo, tiene muchísima suerte de estar vivo —había dicho Firth cuando Bourne recuperó el conocimiento después de la primera de las dos operaciones. Moira estaba allí, recién llegada de hacer, de forma muy notoria, los preparativos para repatriar el «cuerpo» de Bourne a Estados Unidos—. De hecho, de no haber sido por una deformación congénita de su corazón, la bala lo habría matado casi de forma instantánea. El que le disparó sabía lo que hacía.
Luego había cogido el brazo de Bourne y esbozado una fina sonrisa.
—No se preocupe, amigo. Estará completamente recuperado dentro de un mes o dos.
Un mes o dos. Escuchando cómo se acercaba la lluvia torrencial, alargó la mano para acariciar la tela de doble ikat que colgaba junto a su cama, y se tranquilizó. Recordó las interminables semanas que se había visto obligado a permanecer en la consulta del médico, tanto por razones de salud como de seguridad. Después de la segunda intervención, lo único que había podido hacer durante varias semanas era sentarse. Durante aquella temporada excesivamente espesa, Bourne había descubierto el secreto de Firth: era un alcohólico inveterado. Sólo se podía confiar en que estuviera completamente sobrio cuando tenía a un paciente sobre la mesa de operaciones. Entonces demostraba su gran habilidad con el bisturí; en cualquier otro momento, apestaba a arak, el licor balinés de palma, que era tan fuerte que cuando alguna vez se olvidaba de hacer el pedido de alcohol puro, solía desinfectar con él el instrumental quirúrgico. Fue así como Bourne descubrió el misterio de qué hacía el doctor escondido allí, tan lejos de todo: lo habían echado a patadas de todos los hospitales de Australia occidental.
El mundo exterior reclamó de pronto la atención de Bourne cuando el médico entró en la habitación situada enfrente de la consulta.
—Firth —dijo, incorporándose—. ¿Qué hace a estas horas de la noche?
El médico se dirigió hacia la silla de caña pegada a la pared. Cojeaba de manera ostensible; tenía una pierna más corta que la otra.
—No me gustan los truenos ni los relámpagos —dijo, dejándose caer pesadamente sobre la silla.
—Es usted como un niño.
—En muchos aspectos, sí. —Firth asintió con la cabeza—. Pero al contrario que muchos tipos que conocí en los malos tiempos, puedo admitirlo.
Bourne encendió la lámpara de la mesilla de noche, y un cono de luz fría se extendió sobre la cama y lamió el suelo. Cuando los truenos retumbaron más cerca, Firth se inclinó para acercarse a la luz, como si buscara protección. Llevaba una botella de arak cogida por el cuello.
—Su fiel compañera —dijo Bourne.
El médico hizo una mueca de dolor.
—Esta noche no habrá licor que me ayude.
Bourne alargó la mano y Firth le pasó la botella. Esperó a que le diera un trago y volvió a tomar posesión de ella. Aunque retrepado en la silla, estaba lejos de estar relajado. Los truenos restallaron en lo alto y de inmediato un aguacero golpeó el techo de paja con el estrépito de un disparo. Firth volvió a hacer una mueca de dolor, pero no bebió más arak. Parecía que incluso él tenía un límite.
—Tenía la esperanza de convencerlo para que disminuya su entrenamiento físico.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó Bourne.
—Porque Willard le exige demasiado. —Firth se humedeció los labios con la lengua, como si su cuerpo se muriera por otro trago.
—Ése es su trabajo.
—Puede que sí, pero él no es su médico. Él no lo ha cogido hecho trizas y lo ha recompuesto. —Finalmente se llevó la botella a los labios—. Además, ese hombre me da un miedo atroz.
—A usted todo le da un miedo atroz —dijo Bourne sin crueldad.
—No, todo no. —El médico esperó mientras un trueno restallaba por encima de sus cabezas—. Los cuerpos hechos pedazos no me asustan.
—Un cuerpo destrozado no puede responder —observó Bourne.
Firth sonrió a regañadientes.
—Usted no ha tenido mis pesadillas.
—Eso es cierto —Bourne se volvió a ver en medio del polvo y la sangre en Tenganan—. Yo tengo las mías.
Durante algún tiempo no dijeron nada más. Entonces Bourne le hizo una pregunta, pero cuando por toda respuesta recibió un sonoro ronquido, se tumbó de espaldas en la cama, cerró los ojos y se dispuso a dormir. Antes de que la tenue luz de la mañana lo despertara, había vuelto de mala gana a Tenganan, donde el cálido olor a almizcle y canela de Moira se mezclaba con el de su propia sangre.
—¿Te gusta? —Moira levantó el vestido tejido con los colores de los dioses Brahma, Vishnu y Shiva: azul, rojo y amarillo. Tenía un elaborado dibujo de flores entrelazadas, quizá de franchipán. Puesto que los tintes utilizados eran todos naturales, unos al agua y otros al aceite, se tardaba de dieciocho meses a dos años en terminar los hilos. Los amarillos (el color que encarnaba a Shiva el destructor) tardaban otros cinco años más para que se oxidaran lentamente y dejaran ver su tono definitivo. En los doble ikat, se teñían tanto los hilos de la trama como de la urdimbre para formar el dibujo, de manera que cuando se tejieran todos los colores fueran puros, al contrario de lo que ocurría con los tejidos más vulgares de ikat simple, en los que el dibujo sólo se formaba con un juego de hilos en la trama, mientras que el color de la urdimbre, por ejemplo el negro, servía de fondo. El tejido de doble ikat formaba parte de todos los hogares balineses, donde colgaba de la pared en un lugar de honor y respeto.
—Sí —había respondido Bourne—. Me gusta mucho.
Estaba a punto de someterse a la primera de sus dos operaciones.
—Suparwita dijo que era importante que te consiguiera un doble ikat. —Moira se inclinó sobre él—. Es un objeto sagrado, Jason, ¿recuerdas? Brahma, Vishnu y Shiva te protegerán juntos del mal y la enfermedad. Ya me encargaré yo de que esté cerca de ti en todo momento.
Poco antes de que el doctor Firth lo operara, Moira se acercó más y le susurró al oído:
—Te pondrás bien, Jason. Te bebiste la infusión de kencur. Kencur, pensó Bourne mientras Firth lo anestesiaba. El lirio de la resurrección.
Mientras Benjamin Firth lo abría con pocas esperanzas de que sobreviviera, Bourne soñó que estaba en un templo situado en lo alto de las montañas balinesas. Más allá de las rojas puertas labradas del templo se alzaba la confusa forma piramidal del monte Agung, azul y majestuoso, contra el cielo amarillo. Estaba mirando atentamente la puerta desde una gran altura y, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que estaba en el escalón superior de una empinada escalera triple custodiada por seis feroces dragones de piedra, cuyos dientes al descubierto medían fácilmente dieciocho centímetros. Los cuerpos de los dragones ascendían sinuosamente por ambos lados de las tres escaleras, formando unos pasamanos cuya consistencia parecía hacer ascender la escalera hasta la explanada del templo propiamente dicho.
Cuando su atención se dirigió de nuevo a las puertas y al monte Agung, divisó la silueta de una figura recortada contra el volcán sagrado, y el corazón empezó a latirle con fuerza. Al darle el sol poniente directamente en la cara, se protegió los ojos con una mano e intentó por todos los medios identificar a la figura, que en ese momento se volvió hacia él. Enseguida, sintió un dolor agudo y placer.
En ese preciso instante el doctor Firth contemplaba la curiosa deformación del corazón de Bourne y se puso a trabajar, sabiendo que ya tenía una posibilidad de salvar a su paciente.
Unas cuatro horas más tarde, Firth, agotado aunque cautelosamente exultante, introdujo a su paciente en la sala de reanimación anexa al quirófano, que se convertiría en el hogar de Bourne durante las siguientes seis semanas.
Moira los estaba esperando. Con la cara pálida y con un nudo en la boca del estómago.
—¿Vivirá? —Las palabras casi se le atragantaron—. Dígame que vivirá.
Firth se sentó cansinamente en una silla plegable de lona mientras se arrancaba los guantes ensangrentados.
—La bala lo atravesó limpiamente, lo cual es bueno porque no he tenido que extraerla. Considerando los pros y los contras, mi opinión es que vivirá, señorita Trevor, con la importante salvedad de que nada en la vida es seguro, sobre todo en medicina.
Mientras Firth se servía el primer vaso de arak que tomaba aquel día, Moira se acercó a Bourne con una mezcla de júbilo e inquietud. Se había sentido tan aterrorizada durante las últimas cuatro horas y media que el corazón le había dolido tanto como imaginaba que le habría dolido a él. Contemplándole el rostro apacible y casi exangüe, le cogió las manos entre las suyas y se las apretó con fuerza para restablecer el contacto físico entre ellos.
—Jason —dijo.
—Sigue bastante sedado —le informó Firth como si estuviera muy lejos—. No puede oírle.
Moira lo ignoró. Intentaba no imaginarse el agujero que había en el pecho de Bourne debajo de aquel vendaje, pero no lo consiguió. Tenía los ojos arrasados en lágrimas, como lo habían estado de vez en cuando mientras él estaba en quirófano, pero el abismo de desesperación por el que había estado caminando se estaba plegando sobre sí mismo. Sin embargo, le costaba respirar, y tuvo que esforzarse en sentir la solidez del suelo bajo sus pies, porque durante horas había estado segura de que estaba a punto de abrirse y tragársela entera.
—Jason, escúchame. Suparwita sabía lo que te iba a ocurrir y te preparó lo mejor que pudo. Te dio a beber el kencur e hizo que te consiguiera el doble ikat. Sé que ambas cosas te han protegido, aunque jamás llegues a creerlo.
El día amaneció envuelto en los suaves colores del rosa y el amarillo contra un cielo azul claro. Brahma, Vishnu y Shiva se levantaron cuando Bourne abrió los ojos. La tormenta de la noche había barrido la película de calima que se había formado por la quema de los rastrojos del arroz en los bancales de la ladera de la colina.
Cuando se incorporó, sus ojos se posaron en el doble ikat que Moira le había comprado en Tenganan. Al sujetar el áspero tejido entre los dedos, vio como en un fogonazo la silueta que se encontraba entre él y el monte Agung, enmarcada por las puertas del templo, y de nuevo se preguntó quién podría ser.