16
El Museo Taurino estaba situado en el edificio de la plaza de la Maestranza, y fue allí adonde Bourne le pidió a Tracy que lo llevara. Habían tenido el tiempo suficiente para cambiar de rumbo entre la multitud antes de que los policías se sumaran a la muchedumbre del vestíbulo. Dos de ellos se habían dirigido directamente hacia el ruedo. Desde sus posiciones a ambos lados de las puertas de cristal, el par restante empezó a escudriñar entre el gentío buscando al sospechoso.
Ese día el museo estaba cerrado, y la puerta interior tenía echada la persiana. Bourne, apoyándose en la puerta, utilizó un clip que Tracy había encontrado en el fondo de su bolso para abrir la cerradura, se colaron dentro y cerraron la puerta tras ellos. Las cabezas disecadas de todos los grandes toros lidiados en aquella plaza los miraban fijamente con sus ojos de cristal. Pasaron junto a unas vitrinas que contenían los espléndidos trajes de luces utilizados por los toreros famosos desde el siglo XVII, cuando fue construida la Maestranza. Toda la historia de la plaza estaba exhibida en aquellas salas con olor a humedad.
Bourne no estaba interesado en nada de lo mostrado en aquel vistoso despliegue; sólo buscaba el baño, que estaba al fondo del museo, al lado de una sala poco utilizada. Una vez dentro, hizo que Tracy buscara algún líquido de limpieza y se lo aplicara a la herida de la espalda. El lacerante dolor lo dejó sin respiración y, de paso, sin conocimiento.
Lo despertó la mano de Tracy sobre su hombro. Lo estaba sacudiendo, lo que hacía que la cabeza le doliera aún más.
—¡Despierta! —le ordenó ella en tono apremiante—. Estás en peor forma de lo que aparentas. Tengo que sacarte de aquí.
Él asintió con la cabeza; las palabras eran vagas, aunque el mensaje se registró. Juntos, volvieron a atravesar el museo con paso vacilante en dirección a la entrada independiente que salía a la calle en el extremo opuesto a la entrada principal de la plaza de toros. Tracy descorrió el cerrojo de la puerta y asomó la cabeza fuera. Cuando hizo un gesto, Bourne salió a la casi oscuridad.
Tracy debía de haber utilizado el móvil para llamar a un taxi, porque lo siguiente que supo Bourne es que lo estaba metiendo en un asiento trasero y que ella se inclinó hacia delante para indicarle una dirección al conductor cuando se sentó a su lado.
Una vez que arrancaron, Tracy se volvió y miró por la ventanilla trasera.
—La Maestranza está plagada de policías —dijo—. Lo que quiera que hicieras los ha puesto como locos.
Pero Bourne no la oyó; ya se había desmayado.
Soraya y Amun Chalthoum llegaron a Al Ghardaqah poco antes del mediodía. No muchos años antes, el lugar no era más que un modesto pueblo de pescadores, pero la combinación de la iniciativa egipcia con el capital extranjero lo había convertido en un destacado centro turístico del mar Rojo. El centro del pueblo era El Dahar, el más antiguo de los tres sectores, que acogía las villas y el bazar tradicionales. Como ocurría con la mayoría de las ciudades costeras de Egipto, Al Ghardaqah no se adentraba demasiado en tierra firme, sino que se aferraba a la costa del mar Rojo como si le fuera la vida en ello. El barrio de Sekalla era más moderno, y la proliferación de hoteles baratos lo había vuelto desagradable. El Korra Road era más bonito, plagado de hoteles de lujo, exuberantes plantíos, fuentes fastuosas y complejos residenciales privados tapiados, propiedad de magnates rusos que no tenían nada mejor en qué invertir el dinero que tan fácilmente ganaban.
Primero fueron a hablar con los pescadores… Vamos, con lo que quedaba de ellos, pues el tiempo y el negocio turístico los habían diezmado. Eran ancianos ya, con la piel arrugada y morena como cuero ajado, los ojos desvaídos por el sol, las manos como tablones, endurecidas por el trabajo, nudosas y con unos enormes nudillos de decenios de faenar en el mar. Sus hijos los habían abandonado para irse a trabajar a oficinas con aire acondicionado o aviones que volaban muy alto, olvidando su terruño. Eran los últimos de su estirpe, y por consiguiente cerrados, y su suspicacia se agudizaba por los embaucadores egipcios que les quitaban sus embarcaderos para acomodar sus motos náuticas. El miedo innato que sentían por Chalthoum y su al-Mokhabarat se manifestó en una fría hostilidad. Después de todo, debían de haber razonado, habiéndolo perdido todo, ¿qué más podían perder?
Por otro lado, quedaron subyugados con Soraya. Les encantó la dulzura con que les habló al mismo tiempo que admiraron su belleza y su cuerpo bien proporcionado. Respondieron a las preguntas en consideración a ella, aunque insistieron en que sería imposible que alguien que no perteneciera a su cerrado círculo se hiciera pasar por un pescador nativo sin que ellos lo supieran. Conocían de vista todas las barcas y barcos que surcaban las aguas locales, y le aseguraron que no había ocurrido nada fuera de lo ordinario en su memoria colectiva reciente.
—Pero hay unas empresas de buceo —les dijo un marinero de pelo gris. Sus manos, que entretanto remendaban unas redes, eran tan grandes como su cabeza. Escupió a un lado para mostrar su desagrado—. ¿Quién sabe quiénes son sus clientes? Y en cuanto a sus empleados, bueno, parecen cambiar todas las semanas, así que nadie puede controlarlos, y mucho menos estar pendiente de sus ires y venires.
Soraya y Chalthoum se repartieron la lista de veinticinco empresas de buceo que les habían proporcionado los pescadores y se encaminaron a un extremo diferente de la ciudad cada uno, acordando reunirse en una tienda de alfombras del bazar de El Dahar cuyo dueño era un buen amigo de él.
Soraya bajó hasta el mar, donde visitó, una a una, ocho de las empresas de buceo, que fue tachando de la lista sucesivamente. Subió a las embarcaciones de todas, interrogó a los patrones y a la tripulación, examinó los registros de clientes de las últimas tres semanas. A veces tuvo que esperar el regreso de los barcos; en otras ocasiones, el propietario fue lo bastante amable para llevarla hasta los lugares de inmersión. Al cabo de cuatro horas de trabajo frustrante haciendo las mismas preguntas y obteniendo idénticas respuestas, se enfrentó a la realidad: aquélla era una tarea imposible. Era como buscar una aguja en una fila interminable de almiares. Aunque los terroristas hubieran utilizado aquel método para entrar en Egipto, no había ninguna seguridad de que los monitores de buceo lo supieran. ¿Y cómo narices habrían justificado la presencia de un cajón lo bastante grande para albergar el Kowsar 3? Una vez más, la asediaban las dudas sobre la historia de Amun y el temor de que hubiera estado implicado en el derribo del avión de pasajeros.
¿Qué estoy haciendo aquí?, pensó. ¿Y si Amun y al-Mokhabarat son los verdaderos culpables?
Desesperada, decidió darle puerta a toda la misión después de que entrevistara al personal de la novena empresa de buceo. La trasladó a su barco un egipcio de pelo gris que no paraba de escupir por la borda. Hacía un calor extraordinario, y el sol le caía a plomo sobre la cabeza. Incluso con las gafas de sol puestas, todo parecía desvaído bajo la luz deslumbrante. El salitre del mar, embriagador y mineral, le llenaba los orificios de las narices. La rutina había minado su entusiasmo, de lo contrario habría reparado en el joven de pelo rubio oscuro alborotado que se alejó de ella poco a poco cuando fue presentada por el dueño de la empresa de buceo. Empezó sus interrogatorios, haciendo siempre la misma pregunta: ¿ha reparado en alguna cara desconocida en las últimas tres semanas? ¿En algún grupo de supuestos egipcios que llegaran en otro barco y que desembarcaran el mismo día? ¿En algún bulto insólitamente grande? No, no, y no… ¿Qué otra cosa esperaba?
No vio que el joven del pelo alborotado recogía su equipo al mismo tiempo que retrocedía, y no fue hasta que saltó por la borda que Soraya se despertó de su letargo de aburrimiento. Mientras echaba a correr, se deshizo del bolso, se quitó los zapatos y se zambulló en el mar tras él. El joven se había puesto unas gafas de buceo y una bombona de oxígeno antes de saltar por la borda, y Soraya lo vio debajo de ella. Aunque él no llevaba aletas, estaba sumergiéndose a considerable profundidad, donde debía de sospechar que ella —que no iba equipada de manera similar— no lo seguiría.
Estaba equivocado, tanto en lo relativo a la capacidad como a la decisión de Soraya. Su padre la había tirado a una piscina al cumplir un año para notable espanto de su madre, y le había enseñado aguante, resistencia y velocidad, todo lo cual le había servido de mucho durante el instituto y la universidad, cuando había ganado todos los premios imaginables. Podía haber formado parte del equipo olímpico, pero para entonces los servicios de inteligencia ya la habían reclutado y tenía cosas más importantes a la vista.
Se impulsó hacia abajo, hendiendo el agua como un cuchillo, pero al acercarse a él, el rubio se dio la vuelta, sobresaltado por la rapidez con que se acercaba Soraya, y levantó su fusil submarino. Ya estaba amartillando el mecanismo que hacía retroceder el cerrojo con lengüeta, cuando ella lo golpeó. El hombre mantuvo el arma agarrada con tenacidad, logrando prepararla para el disparo al mismo tiempo que Soraya giraba el cuerpo hacia atrás. Entonces la golpeó en la sien con la culata del fusil, y cuando logró que ella le soltara, bajó el arpón hasta apuntarlo directamente a su pecho.
Soraya hizo una tijereta con las piernas pateando con fuerza justo antes de que él apretara el gatillo, y la varilla pasó por su lado como una exhalación. Entonces lo agarró. Ya no estaba interesada en el arma, ni en las manos ni los pies del joven. Lo único imperioso para ella era arrancarle la máscara de buceo, igualar el campo de batalla entre los dos, porque empezaba a notar que le quemaban los pulmones y sabía que no podría permanecer bajo el agua mucho más tiempo.
Los fuertes latidos de su corazón iban desgranando los segundos: uno, dos, tres, mientras luchaban, hasta que por fin logró arrancarle la máscara. El agua golpeó la cara del sujeto y, aunque se retorció a izquierda y derecha, Soraya le arrancó la boquilla y se la metió en la boca, tomando un par de bocanadas de oxígeno antes de empezar a ascender pateando, sujetando al rubio con una llave. Cuando salieron a la superficie, la joven escupió la boquilla.
El capitán había levado el ancla mientras estaban bajo el agua, y en ese momento maniobró para acercarse lo suficiente y que quedaran al alcance de las manos que se estiraron para subirlos a los dos a bordo.
—Tráigame mi bolsa —dijo Soraya sin resuello, mientras se sentaba sobre la espalda del joven, inmovilizándolo contra la cubierta. Respiró hondo y acompasadamente varias veces, se apartó el pelo de la cara y sintió que el agua ya caliente por el sol le corría gota a gota por los hombros.
—¿Es éste al que estaba buscando? —le preguntó con preocupación el propietario, cuando le entregó el bolso—. No lleva aquí más de tres días.
Después de sacudirse las manos para secarlas, Soraya hurgó en el bolso en busca del teléfono. Lo abrió, acompasó aún más su respiración y marcó el número de Chalthoum. Cuando el egipcio contestó, le contó dónde estaba.
—Buen trabajo. Me reuniré contigo en el muelle dentro de diez minutos —dijo él.
Después de guardar el móvil, Soraya miró al joven que tenía debajo.
—Quítese de encima —dijo, jadeando—. No puedo respirar.
Ella sabía que sentarse sobre su diafragma no era de ninguna ayuda, pero no fue capaz de sentir compasión.
—Hijito —dijo—, se viene al mundo a sufrir.
Bourne se despertó en una maraña de sombras. El leve siseo intermitente del tráfico atrajo su mirada hacia una ventana oculta en las sombras. Fuera, las farolas brillaban en la oscuridad. Estaba tumbado de costado en lo que parecía una cama. Movió la cabeza y paseó la vista por la habitación, que era pequeña, amueblada acogedoramente, aunque no parecía del todo habitada. A través de la rendija de una puerta entreabierta se veía un salón. Se movió, teniendo la sensación de estar solo. ¿Dónde estaba? ¿Y dónde estaba Tracy?
En respuesta a su segunda pregunta, oyó abrirse la puerta principal en el salón y reconoció el andar brioso y rápido de la joven al atravesar el suelo de madera. Cuando entró en el dormitorio, Bourne intentó incorporarse.
—Por favor, no lo hagas, sólo empeorarías tu herida —dijo ella. Dejó algunos paquetes y se sentó a su lado en la cama.
—Apenas era un rasguño lo que tenía en la espalda.
Ella negó con la cabeza.
—Algo un poco más profundo, aunque me refería a la herida de tu pecho. Ha empezado a sangrar. —Desenvolvió los productos que a todas luces había comprado en una farmacia local: alcohol, una pomada antibiótica, gasas estériles y cosas parecidas—. Ahora quédate quieto.
Mientras arrancaba el vendaje viejo y limpiaba la herida, dijo:
—Mi madre me previno contra los hombres como tú.
—¿Qué tengo de malo?
—Siempre andas metiéndote en problemas. —Los dedos de Tracy se movían con rapidez, con destreza, con aplomo—. La diferencia es que sabes salir de todos los líos que surgen a tu alrededor.
Bourne hizo una mueca de dolor, aunque no retrocedió.
—No me queda más remedio.
—Oh, no creo que eso sea verdad. —Hizo un gurruño con varias gasas sucias y cogió otra limpia, que empapó en alcohol y la aplicó a la carne enrojecida—. Creo que te gusta meterte en problemas, que eres así, que serías desdichado (y lo que aún sería peor para ti, que te aburrirías) si no lo hicieras.
Bourne se rio débilmente, aunque le pareció que no andaba desencaminada.
Tracy examinó la herida una vez limpia.
—No tiene tan mal aspecto, así que dudo que necesites tomar antibióticos de nuevo.
—¿Eres médico?
—En ocasiones, cuando tengo que serlo.
—Esa respuesta requiere una explicación.
Ella le palpó la carne alrededor de la herida.
—¿Qué demonios te ocurrió?
—Me dispararon, pero no cambies de tema.
Ella asintió con la cabeza.
—De acuerdo, cuando era joven (muy joven) estuve dos años en África Occidental. Se produjeron disturbios, enfrentamientos y se cometieron atrocidades terribles. Estaba destinada en un hospital de campaña donde aprendí a catalogar urgencias y vendar heridas. Un día estábamos tan sobrecargados de heridos y moribundos que el médico me puso un instrumento en la mano y dijo: «Hay herida de entrada, pero no de salida. Si no le saca la bala a su paciente, morirá». Entonces se fue a atender a otros dos pacientes de inmediato.
—¿Y tu paciente murió?
—Sí, pero no por la herida. Era un enfermo terminal antes de que le dispararan.
—Eso debió de ayudar algo.
—No —dijo ella—, no ayudó. —Tras arrojar las últimas vendas usadas a una papelera, aplicó la pomada antibiótica y empezó el proceso de vendaje—. Esta vez tienes que prometer que no te extralimitarás. Si vuelve a sangrar, será peor. —Se echó hacia atrás e inspeccionó su trabajo—. Lo ideal sería que fueras a un hospital o que al menos te viera un médico.
—Éste no es un mundo ideal —replicó Bourne.
—Ya me había dado cuenta.
Tracy lo ayudó a incorporarse.
—¿Dónde estamos? —preguntó él.
—En un apartamento de mi propiedad. Estamos al otro lado de la ciudad de donde se encuentra la Maestranza.
Bourne se trasladó a una silla y se sentó con prudencia. Sentía el pecho como si estuviera hecho de plomo. Le palpitaba con un malestar sordo, como si fuera el recuerdo de un antiguo dolor.
—¿No tenías una cita con don Femando Herrera?
—La pospuse. —Tracy lo miró inquisidoramente—. Era totalmente imposible ir sin ti, el profesor Alonso Pecunia Zúñiga. —Estaba hablando del experto en Goya del Prado al que Bourne iba a suplantar. Entonces sonrió de pronto—. Me gusta demasiado el dinero para gastarlo cuando no lo tengo.
Se levantó y se dirigió de nuevo a la cama.
—Pero ahora tienes que descansar.
Bourne iba a contestar, pero ya se le estaban cerrando los párpados. Con la oscuridad llegó un sueño profundo y apacible.
Arkadin obligaba a sus reclutas a avanzar por el desolado paisaje de Nagorni Karabaj, haciéndolos trabajar veintiuna horas al día. Cuando empezaban a adormilarse de pie, les golpeaba con su bastón defensivo; jamás tuvo que golpear a ninguno dos veces. Dormían durante tres horas allí donde la casualidad los encontrara, repanchigados sobre el suelo, todos excepto Arkadin, para quien hacía meses que dormir estaba proscrito. En su lugar, su mente se llenaba de escenas del pasado, de sus últimos días en Nizhni Tagil, cuando los hombres de Stas le pisaban los talones y parecía que la única alternativa era que matara a todos los que pudiera, antes de que lo mataran a él a tiros.
No tenía miedo a morir; eso lo tuvo claro desde el inicio de su reclusión obligada en el sótano, cuando sólo se podía aventurar de noche a hacer rápidas incursiones en busca de alimentos y agua fresca. Encima de él había un hervidero de actividad, mientras los miembros restantes de la banda de Stas coordinaban febrilmente su búsqueda, cada vez más intensa. A medida que los días se fueron convirtiendo en semanas, y éstas en meses, podría haber tenido motivos para pensar que la banda pasaría a ocuparse de otros asuntos, pero no, alimentaban su rencor como un bebé con cólicos, inhalando su veneno hasta que todos sin excepción se vieron poseídos por una obsesión inquebrantable. No descasarían hasta que arrastraran su cadáver por las calles, como lección práctica para cualquiera que pudiera ocurrírsele interferir en sus asuntos.
Incluso los policías, que de todas maneras estaban a sueldo de la banda, habían sido captados por la red que se extendía por toda la ciudad por los aleatorios estallidos de violencia que se producían en Nizhni Tagil noche tras noche. Solía pagárseles para que hicieran la vista gorda, incluso a veces para que se lo tomaran a chacota, pero no en ese momento, cuando los ataques se habían intensificado hasta un nivel que los convirtió en el hazmerreír a los ojos de la policía estatal. Era habitual que pensaran que en vez de apretar las tuercas a la banda de Stas, era mejor coger el camino fácil y ceder a sus exigencias. Así que casi todo el mundo andaba ojo avizor por si aparecía Arkadin; no había el menor descanso, así que el fin sólo podía ser desagradable.
Fue entonces cuando Mijail Tarkanian, a quien Arkadin terminaría llamando Misha, llegó a Nizhni Tagil desde Moscú. Lo había enviado su jefe, Dimitri Ilyinovich Maslov, jefe de la Kazanskaya, la familia más poderosa de la grupperovka moscovita, que se dedicaba al tráfico de drogas y al comercio ilegal de vehículos. Maslov había oído hablar de Arkadin por medio de sus muchos ojos y oídos, se había enterado del baño de sangre que había provocado él solito y del punto muerto en que se encontraba la situación. Quería que le llevaran a Arkadin a su presencia. «El problema —había dicho Maslov a sus hombres— es que la Stas quiere despedazarlo.» Les había entregado una carpeta. Dentro había un juego de fotografías de vigilancia en blanco y negro con mucho grano, una galería de los miembros que quedaban de la banda de Stas, cada una con el nombre escrito pulcramente en el reverso. En efecto, los ojos y los oídos de Maslov habían estado ocupados, y a Tarkanian se le ocurrió, aunque no así al ceñudo Oserov, que Maslov debía de querer desesperadamente a Arkadin para estar dispuesto a meterse en tantos problemas a fin de sacarlo de lo que parecía una situación sin salida.
Maslov podría haber puesto a su ejecutor jefe, Vylacheslav Germanovich Oserov, al mando del grupo de asalto encargado de capturar a Arkadin por la fuerza, pero Maslov era un astuto administrador de su poder. Era mucho mejor convertir a la banda de Stas en parte de su imperio que empezar una sangrienta guerra con quien fuera que quedara después de que su gente se encargara de ellos.
Así que en su lugar había enviado a Tarkanian, su negociador político principal. Ordenó a Oserov que lo acompañara para protegerlo, un encargo que éste despreció sin reserva; de hecho, no paraba de insistir en que si Maslov lo hubiera escuchado, él, Oserov, podría haber arrebatado fácilmente a Arkadin a aquellos babuinos palurdos de Nizhni Tagil, como los llamaba.
—Habría llevado a ese tal Arkadin a Moscú en cuarenta y ocho horas, garantizado —le dijo a Tarkanian varias veces durante el tedioso viaje a las estribaciones de los montes Urales.
Cuando llegaron a Nizhni Tagil, Tarkanian estaba hasta las narices de Oserov, que, como le diría más tarde a Arkadin, «fue como si llevara un pájaro carpintero atado a la cabeza».
En cualquier caso, aun antes de que los emisarios de Maslov abandonaran Moscú, Tarkanian había perfilado un plan para sacar a Arkadin de su aprieto. Era un hombre con una mente maquiavélica innata. Los acuerdos que había alcanzado para Maslov eran legendarios, tanto por su complejidad desconcertante como por su infalible efectividad.
—La misión es desorientar —le había dicho a Oserov cuando se acercaban a su destino—. Y para eso necesitamos crear un hombre de paja para que la banda de Stas lo persiga.
—¿A qué te refieres con que «necesitamos»? —dijo Oserov con su habitual mal genio.
—Me refiero a que eres el hombre perfecto para crearme ese hombre de paja.
(«Oserov me miró con aquella mirada siniestra que tenía —le diría Tarkanian a Arkadin mucho tiempo después—, pero no podía hacer otra cosa que gañir como un perro apaleado. Sabía lo importante que era yo para Dimitri, y aquello lo mantuvo a raya. A duras penas.»)
—Tienes razón en una cosa: en que tratamos con babuinos —le había dicho a Oserov, lanzándole carnaza—. Y a los babuinos sólo se les motiva con dos cosas: la zanahoria y el palo. Te voy a proporcionar la zanahoria.
—¿Por qué habrían de querer hacer algo contigo? —preguntó Oserov.
—Porque en cuanto lleguemos a nuestro destino, vas a hacer lo que mejor sabes hacer: convertir sus vidas en un infierno.
Aquella respuesta había arrancado una extraña sonrisa a Oserov.
«¿Y sabes lo que dijo entonces? —le diría Tarkanian en un susurro a Arkadin mucho tiempo después—. Dijo: “Cuanta más sangre, mejor”».
Y lo decía en serio. Cuarenta y tres minutos después de que entrara en Nizhni Tagil, Oserov encontró a su primera víctima, uno de los más antiguos y leales soldados de Stas. Le metió una bala por el oído a dos pasos y luego se dedicó a hacer una carnicería con él. Eso sí, le dejó la cabeza intacta, y se ensañó en la cavidad pectoral en una burda parodia de una película de terror barata.
Huelga decir que el resto de los hombres de Stas se enfurecieron. Los negocios se pararon en seco. Destacaron a tres escuadrones de la muerte, de tres hombres cada uno, para que buscaran a aquel nuevo asesino. Sabían que no era Arkadin porque el asesinato no era su método habitual. Sin embargo, no estaban asustados, aunque eso ya llegaría; si había algo que Oserov sabía engendrar en los demás era el miedo. Tras escoger a otra víctima al azar entre las fotos del expediente que Maslov les había entregado, empezó a seguir los pasos del miembro de la banda. Al encontrarlo en la entrada de su casa, con la puerta abierta y sus hijos asomando la cabeza, le disparó, haciéndole añicos el fémur derecho. Mientras los hijos de su víctima gritaban y la esposa corría a la puerta principal desde la cocina, Oserov atravesó corriendo la acera, subió de un salto los escalones de hormigón y le metió tres balas en el abdomen, exactamente en los lugares donde sangraría más profusamente.
Ése fue el segundo día. Oserov sólo estaba entrando en calor; algo bastante peor estaba por llegar.
—Pinprick —dijo Humphry Bamber—. ¿A qué se refiere con eso de Pinprick?
Veronica Hart lanzó una mirada nerviosa a Moira.
—Esperaba que pudiera decírmelo usted —dijo.
El móvil de Hart sonó y, tras apartarse lo suficiente para que no la oyeran, lo cogió. Cuando regresó, anunció:
—Los refuerzos que pedí esperan fuera.
Moira asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante, hacia Bamber, con los antebrazos apoyados en la rodilla que tenía cruzada.
—La palabra Pinprick estaba unida al nombre de su programa de software.
Bamber paseó la mirada de ella a la directora de IC.
—No lo entiendo.
Moira sintió que se quedaba sin aire.
—Me reuní con Steve poco antes… antes de que desapareciera. Estaba aterrorizado por lo que estaba pasando en el Departamento de Defensa y en el Pentágono. Dio a entender que la niebla de la guerra, la incertidumbre bélica, había empezado a impregnar la atmósfera de ambos lugares.
—¿Y qué?, ¿cree que Bardem tiene algo que ver con esa tal niebla de la guerra?
—Sí —dijo Moira con convicción—. Lo creo.
Bamber había empezado a sudar.
—¡Dios mío! —dijo—, si hubiera tenido la menor idea de que la situación real para la que Noah iba a utilizar el programa incluía la guerra…
—Perdone —dijo Moira con acaloramiento—, pero Noah Perlis es un alto cargo de Black River. ¿Cómo podía usted no saberlo… o al menos sospecharlo?
—Echa el freno, Moira —dijo Hart.
—No echaré el freno. Este… sabio idiota… ha entregado a Noah las llaves del castillo. Y gracias a su estupidez, Noah y la NSA están planeando algo.
—¿Qué algo? —la voz de Bamber era casi suplicante. Parecía desesperado por saber de qué era cómplice.
Moira meneó la cabeza.
—Ésa es la cuestión, que no sabemos de qué se trata, pero le diré una cosa: a menos que lo averigüemos y los paremos, me temo que todos viviremos para lamentarlo.
Bamber, a todas luces impresionado, se levantó.
—Todo lo que pueda hacer, cualquier cosa en la que pueda ser de ayuda, no tienen más que decírmelo.
—Vaya a vestirse —dijo Hart—. Luego nos gustaría echar un vistazo a Bardem. Confío en que a partir del propio programa podamos hacernos una idea más clara de lo que Noah y la NSA tienen en mente.
—No tardaré ni un minuto —replicó Bamber, y salió precipitadamente del despacho.
Las dos mujeres permanecieron sentadas en silencio durante un rato. Entonces Hart preguntó:
—¿Por qué tengo la sensación de que me están engañando?
—¿Te refieres a Halliday?
Hart asintió con la cabeza.
—El secretario de Defensa ha decidido tender la mano al sector privado para lo que sea que tenga en la cabeza… y no te quepa la menor duda de que Noah Perlis puede ser todo lo inteligente que quieras, pero está recibiendo sus órdenes directamente de Bud Halliday.
—Y también llevándose su dinero —añadió Moira—. Me pregunto cuál va a ser la factura de Black River para esta pequeña aventura.
—Moira, cualquiera que hayan sido nuestras diferencias en el pasado, estamos de acuerdo en una cosa: que nuestro antiguo empleador carece de escrúpulos. Black River hará cualquier cosa, si el precio es el apropiado.
—Halliday tiene unos recursos prácticamente ilimitados: el Departamento del Tesoro. Tú y yo vimos los vagones de billetes de cien dólares que Black River transportó de aquí a Irak durante los primeros cuatros años de la guerra.
Hart asintió con la cabeza.
—Cien millones en cada vagón, ¿y adónde fue a parar el dinero? ¿A la lucha contra la insurgencia? ¿A pagar al ejército de informadores nativos del que Black River afirmaba recibir sus informaciones? No, tú y yo sabemos, porque lo vimos, que el noventa por ciento fue a las cuentas opacas de Liechtenstein y las Caimán de empresas fantasmas pertenecientes a Black River.
—Ahora no tienen que robarlo —dijo Moira con una risa cínica—, porque Halliday se lo está dando.
Se levantaron y salieron del despacho al cabo de un rato, momento en el que Humphry Bamber salió del vestuario de caballeros. Iba vestido con unos vaqueros pulcramente planchados, mocasines relucientes, camisa a cuadros negros y azules y un chaquetón de ante gris.
—¿Hay otra salida? —le preguntó Moira.
Bamber se la indicó.
—Hay una entrada de empleados y mercancías detrás de la administración.
—Iré a por mi coche.
—Espera —Hart abrió el móvil—. Es mejor que lo haga yo; mi gente está fuera y tengo que darles instrucciones para que se desplieguen en el exterior de la entrada principal y que así parezca que lo sacamos por ahí. —Extendió la mano y Moira le entregó las llaves—. Luego iré a por tu coche y os recogeré a los dos en la parte de atrás. ¿Moira?
Moira sacó su Lady Hawk personalizado de la cartuchera del muslo mientras Bamber asistía a todo esto con los ojos como platos y la boca medio abierta.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó.
—Que está recibiendo la protección que quería —respondió Hart.
Cuando desapareció por el pasillo, Moira le hizo un gesto a Bamber y dejó que la guiara de nuevo a las oficinas de la administración. Utilizó su identificación facilitada por el Departamento de Defensa para silenciar a los pocos encargados que cuestionaron su presencia en las oficinas del gimnasio.
Cuando se aproximaban a la puerta trasera, Moira sacó su teléfono y marcó el número privado de Hart. En cuanto la directora de IC respondió, dijo:
—Estamos en posición.
—Cuenta hasta veinte —contestó Hart— y entonces sácalo.
Moira cerró con fuerza su teléfono y lo guardó.
—¿Listo?
Bamber asintió con la cabeza, aunque aquélla no fue realmente una pregunta.
Moira terminó de contar, abrió de un tirón la puerta con la mano que tenía libre y, pistola en ristre, salió ofreciendo sólo su perfil. Hart había detenido el Buick blanco justo enfrente de la entrada y había abierto la puerta trasera más próxima al gimnasio.
Moira miró hacia todos los lados. Estaban en una zona apartada del aparcamiento. La zona asfaltada estaba rodeaba por una valla metálica de más de tres metros y medio de altura coronada con alambre de espino. A la izquierda, entre los contenedores de la basura orgánica, había una hilera de enormes cubos con tapa para los desperdicios y los materiales reciclables del gimnasio. A la derecha estaba el punto donde se cambiaba de sentido para salir del aparcamiento. Más allá se alzaban las manzanas de pisos de aspecto anónimo y los edificios de uso mixto. No había ningún otro vehículo en aquella sección del aparcamiento, y la vista de la calle estaba tapada por la malla protectora del exterior de la valla.
Moira miró por encima del hombro y estableció contacto visual con Bamber.
—Vale —dijo—, mantenga la cabeza agachada y métase en el asiento trasero lo más deprisa que pueda.
El hombre se agachó y recorrió rápidamente la corta distancia entre la entrada y el Buick sin que Moira dejara de cubrirlo ni un instante. Una vez en la seguridad del vehículo, Bamber se desplazó como pudo por el asiento hasta el otro extremo.
—¡Agache la cabeza! —le ordenó Hart, girando el torso en el asiento delantero—. Y manténgala así pase lo que pase.
Luego llamó a Moira.
—¡Vamos, vamos! ¿A qué estás esperando? ¡Salgamos de aquí a toda pastilla!
Moira rodeó el Buick por la parte trasera y echó una última mirada de comprobación hacia los cubos de basura colocados contra la verja. ¿Se había movido algo allí o era sólo una sombra? Avanzó algunos pasos hacia los cubos, pero Veronica Hart sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Maldita sea, Moira!, ¿te quieres meter en el coche?
Moira se dio la vuelta. Agachó la cabeza, rodeó la parte posterior del Buick y se paró en seco. Entonces se arrodilló y miró por el tubo de escape. Allí había algo, algo con un diminuto ojo rojo, un diodo electromagnético que empezó a parpadear rápidamente en ese preciso instante…
¡Joder!, pensó. ¡Dios mío!
Rodeó el coche hasta la puerta abierta y gritó:
—¡Salid! ¡Salid ahora mismo!
Se inclinó, tiró de Bamber a través del asiento de piel y lo sacó a rastras del coche.
—¡Ronnie! —gritó—, ¡sal de ahí! ¡Sal del condenado coche!
Vio que Hart se volvía, momentáneamente desconcertada, y se movía para desabrochar el cinturón de seguridad. Enseguida resultó evidente que algo iba mal, porque no podía soltarse; algo la entorpecía o el mecanismo de cierre no funcionaba.
—Ronnie, ¿tienes una navaja?
Hart había sacado un cortaplumas y estaba cortando a toda prisa la tela que la retenía.
—¡Ronnie! —gritó Moira—. ¡Por amor de Dios…!
—Llévatelo —le gritó Hart, y entonces, cuando Moira dio un paso hacia ella, añadió—: ¡Vete de una puñetera vez!
Un instante después el Buick se convertía en una bengala y la onda expansiva tiraba a Moira y a Bamber violentamente contra el asfalto, rociándolos con trozos incandescentes de plástico y espirales de metal caliente que pinchaban como un enjambre de abejas que salieran de su colmena.