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Ya no había más remedio, pensó Bourne, una vez que Tracy se había dado cuenta. Soraya y el egipcio estaban sólo a unos pasos, así que se acercó tranquilamente a ella.

—Hola, «hermanita» —dijo, besándola calurosamente en ambas mejillas. Entonces, antes de que ella tuviera ocasión de responder, se volvió hacia su acompañante y le ofreció la mano—. Adam Stone. Soy el hermanastro de Soraya.

El egipcio le estrechó brevemente la mano.

—Amun Chalthoum. —Pero sus cejas se levantaron rápidamente—. No sabía que tenías un hermano.

Bourne soltó una risotada de despreocupación.

—Me temo que soy la oveja negra. A ningún miembro de la familia le gusta hablar de mí.

Para entonces Tracy se había parado a su lado, y Bourne hizo las presentaciones.

Siguiéndole la corriente, Soraya le dijo:

—Mamá tiene un problema de salud del que creo deberías estar al corriente.

—Nos disculpan un momento, ¿verdad? —les dijo Bourne a Tracy y Chalthoum.

Cuando estuvieron lo bastante lejos para permitirse la intimidad adecuada, Soraya dijo:

—Jason, ¿qué demonios pasa? —Seguía mirándolo como si no pudiera dar suficiente crédito a lo que estaba viendo.

—Es una larga historia —replicó él—, y ahora no tenemos tiempo. —Alejó de los otros a Soraya unos cuantos pasos más—. Arkadin sigue vivo. Casi consiguió matarme en Bali.

—No me extraña que no quieras que nadie sepa que sigues vivo.

Bourne lanzó una mirada hacia Chalthoum.

—¿Qué estás haciendo aquí con ese egipcio?

—Amun pertenece a la inteligencia egipcia. Vamos a intentar averiguar quién derribó realmente el avión norteamericano.

—Creía que los iraníes…

—Nuestro equipo de forenses determinó que fue un misil Kowsar tres iraní el que derribó el avión —dijo Soraya—, pero ahora, por inexplicable que resulte, parece que un equipo de cuatro soldados norteamericanos pudo haberlo introducido en Egipto por la frontera de Sudán. Ésa es la razón de que nos dirijamos a Jartum.

Bourne sintió que de pronto las hebras de la tela de araña dibujaban un entramado preciso, y se inclinó hacia Soraya mientras decía en voz baja y apremiante:

—Escucha con atención. Sea lo que sea lo que esté tramando Arkadin, tanto Nikolai Yevsen como Black River están involucrados. Me he estado preguntando qué es lo que haría que esos tres se unieran. Podría ser que ese equipo que estáis buscando no fueran propiamente militares, sino personal de Black River. —Dirigió su atención hacia el reactor rojo y blanco al que se habían estado dirigiendo él y Tracy—. Se rumorea que Air Afrika es propiedad de Yevsen, lo cual tendría sentido, pues necesita un medio de transporte para los envíos ilegales de armas a sus clientes.

Mientras Soraya estudiaba el avión, él continuó:

—Si estás en lo cierto acerca del equipo de norteamericanos, ¿dónde crees tú, entonces, que podrían conseguir un misil Kowsar tres iraní?, ¿de los mismos iraníes? —Negó con la cabeza—. Yevsen es probablemente el único traficante de armas del mundo con los contactos y el poder suficientes para conseguir uno.

—Pero ¿por qué Black River se…?

—Aquí Black River sólo tiene que hacer el trabajo pesado —dijo Bourne—. Quienquiera que los contratara es el que lo dirige todo. Ya has leído los titulares de la prensa. Creo que alguien en las altas esferas de la administración estadounidense desea entrar en guerra con Irán. Tú sabrás mejor que yo quién puede ser.

—Bud Halliday —dijo Soraya—. El secretario de Defensa.

—Halliday es el que ordenó matarme.

Soraya lo miró con los ojos como platos durante un momento.

—En este preciso instante todo esto no es más que mera especulación, así que no sirve de nada. Necesito pruebas de esas conexiones, así que tendremos que estar en contacto. Me puedes localizar en un teléfono vía satélite —dijo finalmente Soraya, y le soltó atolondradamente una retahíla de números para que los memorizara. Jason asintió con la cabeza y le dio el número de su propio teléfono vía satélite, y ya estaba a punto de irse, cuando ella dijo—: Hay algo más. Veronica Hart, la directora de IC ha sido asesinada con un coche bomba. Un hombre llamado M. Errol Danziger es el nuevo director y ya me ha ordenado que regrese.

—Una orden que evidentemente te has negado a obedecer. Bien por ti.

Soraya hizo una mueca.

—Quién sabe en qué clase de problemas me va a meter esto. —Cogió del brazo a Bourne—. Jason, escucha, ésta es la parte más dura. Por algún motivo Moira estaba con la directora Hart cuando explotó el coche bomba. Sé que ella sí sobrevivió a la explosión, porque a continuación acudió a un servicio de urgencias y se marchó inmediatamente. Pero ahora ha desparecido del mapa. —Le dio un apretón en el brazo—. Pensé que querrías saberlo.

Lo besó como él la había besado hacía un momento. Mientras se alejaba para reunirse de nuevo con el egipcio, que sin duda se estaba impacientando por el retraso, Bourne se sintió como si hubiera abandonado su cuerpo. Le pareció estar mirando a las tres personas paradas en la pista como si estuviera a una gran altura. Vio a Soraya decirle algo a Chalthoum, vio el gesto de asentimiento con la cabeza del egipcio, los vio dirigirse hacia un pequeño reactor militar. Vio a Tracy quedarse mirándolos de hito en hito con una expresión mezcla de curiosidad y de consternación en la cara; se vio a sí mismo tan inmóvil como un fósil petrificado en una gota de ámbar. Observó todo aquello sin el menor atisbo de emoción ni conciencia de trascendencia, abrumado como estaba por las imágenes de Moira en Bali con el sol dándole en los ojos, que los volvía luminosos, centelleantes, fosforescentes, inolvidables. Era como si tuviera que protegerla en sus recuerdos, o al menos mantenerla a salvo de los peligros del mundo exterior. Era un impulso absurdo, aunque, pensó, totalmente humano. ¿Dónde estaba ahora? ¿Cuál era la gravedad de sus heridas? Y sobre todo, la pregunta aterradora surgió amenazadora: ¿el coche bomba que había matado a Veronica Hart iba destinado a Moira? Y a su preocupación se sumó que cuando la había llamado, su número estaba fuera de servicio, lo que significaba que había cambiado de teléfono.

Tan absorto estaba en sus pensamientos que pasó un buen rato antes de que se diera cuenta de que Tracy le estaba hablando. Le contemplaba con una máscara de preocupación.

—Adam, ¿qué sucede? ¿Te ha dado malas noticias tu hermana?

—¿Qué? —Seguía ligeramente distraído por el remolino de emociones que se habían escapado a su férreo control—. Sí, me ha dicho que ayer mi madre sufrió un desvanecimiento inesperado.

—Oh, lo siento mucho. ¿Hay algo que pueda hacer?

Sonrió, aunque seguía muy lejos.

—Eres muy amable, pero no. Nadie puede hacer nada ahora.

M. Errol Danziger tenía un espíritu que se agitaba como un puño furioso. Desde la adolescencia se había empeñado en saber todo lo que hubiera que saber sobre los musulmanes. Había estudiado la historia de Persia y de la Península Arábiga; dominaba por igual el árabe y el farsi; era capaz de recitar partes enteras del Corán de memoria, además de un sinfín de oraciones musulmanas. Conocía a la perfección las diferencias esenciales entre los suníes y los chiítas, y despreciaba a ambos grupos con igual entusiasmo. Durante años había puesto sus conocimientos de Oriente Próximo al servicio de una fuerza destructiva contra aquellos que deseaban hacerle daño a su país.

Su ardiente —algunos creían que obsesiva— antipatía hacia los musulmanes en general muy bien podría provenir de cuando estudiaba secundaria en el Sur y el rumor de que llevaba sangre siria en sus venas corrió entre el alumnado, lo que le convirtió en el blanco de interminables bromas y burlas. Al final, poco a poco, acabó inevitablemente aislado, y más tarde marginado, de toda forma de vida social. Que el rumor se basara en una verdad —el abuelo paterno de Danziger era oriundo de Siria— no hizo sino completar su desgracia.

Danziger enterró su helado corazón a las ocho en punto de la mañana, cuando se hizo cargo formalmente de IC. Todavía tenía que comparecer en el Congreso para someterse a un interrogatorio con preguntas absurdas e irrelevantes de los acicalados legisladores que pretendían impresionar a sus electores haciendo preguntas sagaces proporcionadas por sus ayudantes. Pero aquel espectáculo circense, le había asegurado Halliday, era una mera formalidad. El secretario de Defensa había atesorado más votos de los necesarios para conseguir que se aprobara su ratificación sin necesidad de esforzarse ni de que hubiera demasiado debate.

A las 8.05 exactamente convocó una reunión con los directores en la mayor sala de conferencias del cuartel general de IC, un óvalo alargado sin ventanas porque el cristal es un excelente transmisor de las ondas sonoras y un experto con unos gemelos apuntados a la sala podría leer los labios. Danziger fue bastante claro en cuanto a los asistentes: los jefes de los siete directorios, sus subordinados inmediatos y los jefes de todos los departamentos adjuntos a los diversos directorios.

La espaciosa sala estaba iluminada por luces indirectas ocultas en descomunales plafones construidos en el interior de la circunferencia del techo. La moqueta, especialmente diseñada y fabricada, era tan densa que absorbía casi todos los sonidos, de manera que todos los presentes se veían obligados a concentrar toda su atención en el orador de tumo.

Esa mañana en concreto el orador era M. Errol Danziger, también conocido por el Árabe, que, mientras paseaba la mirada por la mesa ovalada, no vio otra cosa que no fueran caras pálidas y angustiadas que todavía seguían intentando digerir la sorprendente noticia de que hubiera sido ungido por el presidente como el siguiente director de IC. Todos —y de eso estaba bastante seguro Danziger— habían esperado que uno de los siete, casi con toda probabilidad Dick Symes, jefe de inteligencia y el más antiguo de los jefes de los siete directorios, convocara aquella reunión.

Razón por la cual Danziger clavó su mirada en Symes en último lugar, y razón por la cual, cuando comenzó su discurso inaugural a la tropa, no le quitó la vista de encima. Después de estudiar el organigrama de IC, había decidido atraerse a Symes, convertirlo en aliado suyo, porque necesitaría aliados, necesitaría congregar a su lado a un equipo de fieles de IC a quienes pudiera imponer su voluntad y adoctrinar pausadamente en los nuevos métodos, y quienes, como discípulos de la nueva religión que tenía intención de implantar en la organización, difundieran el evangelio como era obligación de los escogidos. Harían su trabajo por él, un trabajo que era demasiado difícil, cuando no imposible, que llevara a cabo solo. Porque su misión no era sustituir al personal, sino convertirlo desde dentro, hasta que una nueva Inteligencia Central surgiera de las líneas del anteproyecto que Bud Halliday le había redactado.

A tal fin, ya había decidido ascender a Symes a subdirector, transcurrido el tiempo conveniente. De esta manera, por medio de la adulación primero, y del proselitismo después, tenía intención de cimentar su poder.

—Buenos días, caballeros. Sospecho que han oído rumores… y en esto espero estar equivocado, pero en el caso de que no lo esté, mi objetivo esta mañana es dejar las cosas claras. No habrá despidos, ni traslados, ni destinos forzosos, aunque en el curso natural de los acontecimientos habrá inevitablemente, a medida que avancemos, nuevas misiones, como, según tengo entendido, siempre ha habido aquí y, por supuesto, en cualquier organización que evolucione orgánicamente. En previsión de ese momento, he estudiado la historia de IC, y puedo afirmar con absoluta confianza que nadie entiende el legado de esta gran organización mejor que yo. Permítanme asegurarles (y mi puerta está siempre abierta para discutir éste y cualquier otro tema que pueda preocuparles) que no cambiará nada, que el legado del Viejo, a quien, podría añadir, reverencio desde que era un joven recién salido de la universidad, sigue ocupando un lugar preeminente en mis pensamientos, lo que me lleva a decir con total sinceridad y humildad que es un privilegio y un honor estar entre ustedes, formar parte de ustedes y guiar a esta gran organización hacia el futuro.

Los hombres sentados alrededor de la mesa permanecieron en sus sitios en completo silencio, tratando de analizar aquel prolijo preámbulo mientras, al mismo tiempo, tratando de registrarlo en sus contadores particulares de gilipolleces. Era un hecho curioso que Danziger hubiera asimilado el abstruso ritmo del árabe de forma tan absoluta que hubiera contagiado a su inglés, sobre todo cuando se dirigía a un grupo. Donde una palabra bastaría, aparecía una oración; donde una oración sería suficiente, surgía una parrafada.

Cuando un sentimiento palpable de alivio inundó la sala de conferencias, Danziger se sentó, abrió la carpeta que tenía delante y buscó entre las páginas de la primera mitad. Sin previo aviso, levantó la vista:

—Soraya Moore, la directora de Typhon, no está presente porque actualmente lleva a cabo una misión. Deberían saber que he cancelado tal misión y le he ordenado que regresara de inmediato para que presente un informe exhaustivo.

Vio volverse algunas cabezas consternadas, pero no se levantó el menor murmullo. Tras echar una última ojeada a sus notas, dijo:

—Señor Doll, ¿por qué su jefe, el señor Marks, no está presente esta mañana?

Rory Doll tosió en su puño.

—Creo que está llevando a cabo una investigación, señor.

Cuando el Árabe miró a Doll, un hombre insignificante de pelo rubio y ojos azul eléctrico, sonrió triunfante:

¿Cree que está en una misión o sabe que está en una misión?

—Lo sé, señor. Él mismo me lo dijo.

—Bien, pues. —La sonrisa de Danziger no había cedido—. ¿Y dónde se desarrolla la misión?

—No lo especificó, señor.

—Y supongo que usted no le preguntó.

—Señor, con los debidos respetos, si el jefe Marks quisiera que lo supiera, me lo habría dicho.

Sin dejar de sostenerle la mirada al segundo de Marks, el Árabe cerró la carpeta que tenía delante. Pareció como si toda la sala estuviera conteniendo una respiración colectiva.

—Muy bien. Apruebo el sólido procedimiento de seguridad —dijo el nuevo director de Inteligencia Central—. Por favor, asegúrese de que Marks venga a verme en cuanto regrese.

Por fin apartó la vista de Doll y la paseó por la mesa, sosteniendo por tumos la de todos los directores.

—Bien, ¿qué tal si avanzamos? A partir de este momento todos los recursos de la organización se dirigirán a socavar y destruir el actual régimen iraní.

Un escalofrío de excitación corrió como un fuego descontrolado de directivo en directivo.

—Dentro de unos instantes, pasaré a esbozarles la operación general para explotar un nuevo movimiento clandestino autóctono pro norteamericano, que está preparado y capacitado, con nuestro apoyo, con el fin de derrocar al régimen desde el interior de Irán.

—Cuando se trata del comisionado de policía de esta ciudad —dijo Willard—, hacerse el mandón es menos que inútil. Digo esto, porque el comisionado está acostumbrado a salirse con la suya, incluso con el alcalde. Los federales no le intimidan, y no le da ninguna vergüenza decirlo.

Willard y Peter Marks estaban subiendo las escaleras de un edificio de piedra rojiza situado lo bastante lejos de Dupont Circle para no ser pijo, aunque lo bastante cerca para ser receptor de la innata sofisticación de la zona. Todo aquello era cosa de Willard. Tras asegurarse de que Lester Burrows, el comisionado de policía, estaba fuera ese día, había encaminado sus pasos y los de Marks a aquella manzana y a aquel típico edificio en concreto.

—Siendo ése el caso, la única manera inteligente de manejarlo es utilizar la psicología. La miel es un potente incentivo en Washington, y nunca lo es tanto como con la policía metropolitana.

—¿Conoces al comisionado Burrows?

—¿Que si lo conozco? —dijo Willard—. Él y yo hicimos teatro en la universidad; interpretamos Otelo juntos. Deja que te diga que hizo un gran Moro, terroríficamente bueno. Yo sabía que su cólera era auténtica, porque sabía de dónde procedía. —Asintió con la cabeza como si lo hiciera para sí mismo—. Lester Burrows es un afroamericano que ha dejado atrás la absoluta pobreza de su infancia en todos los sentidos de la palabra. Lo que no quiere decir que la haya olvidado, ni remotamente, pero, al contrario que su predecesor, que jamás dejó de coger un soborno que le ofrecieran, Lester Burrows, por debajo de la vena mezquina que ha cultivado para protegerse y para proteger a su oficina y a sus hombres, es un buen tipo.

—Así que te escuchará —dijo Marks.

—Eso no lo sé —los ojos de Willard centellearon—, pero seguro que no me dará la espalda.

Había una aldaba de bronce con la forma de un elefante que Willard utilizó para anunciar su presencia.

—¿Qué sitio es éste? —preguntó Marks.

—Lo verás bastante pronto. Limítate a seguir mi ejemplo y no te pasará nada.

La puerta se abrió, dejando a la vista a una joven afroamericana vestida con un elegante traje. La chica parpadeó una vez y dijo:

—Freddy, ¿eres tú de verdad?

Willard rio entre dientes.

—Ha pasado algún tiempo, Reese, ¿no es así?

—Años y años —dijo la joven, y sonrió—. Bueno, no te quedes ahí parado, entra. Se va a alegrar muchísimo de verte.

—Para desplumarme, quieres decir.

Entonces fue el tumo de la joven de reírse entre dientes, un sonido cálido y sonoro que parecía acariciar el oído de quien lo oyera.

—Reese, éste es un amigo mío, Peter Marks.

La joven extendió la mano con firmeza. Tenía una cara bastante cuadrada con una barbilla agresiva y unos ojos mundanos del color del bourbon.

—Cualquier amigo de Freddy… —Su sonrisa se acentuó—. Reese Williams.

—La firme mano derecha del comisionado —aportó Willard.

—Oh, sí. —La chica se echó a reír—. ¿Qué haría él sin mí?

Los condujo por un pasillo forrado de madera y tenuemente iluminado, decorado con fotos y acuarelas de la vida salvaje de África en las que predominaban sobre todo las de elefantes, salteadas con algunas de rinocerontes, cebras y jirafas.

Enseguida llegaron a una puerta corredera doble que Reese abrió para dejar paso a una nube azul de aromático humo de puro, al discreto tintineo de cristalería y a un vertiginoso reparto de cartas sobre una mesa con un tapete verde situada en el centro de la biblioteca. Seis hombres —incluido el comisionado Burrows— y una mujer estaban sentados alrededor de la mesa, jugando al póquer. Todos eran altos cargos de diversos departamentos de la infraestructura política de la ciudad. A los que Marks no conocía de vista, Willard se los identificó.

Mientras ellos se pararon en el umbral, Reese siguió adelante y cruzó la habitación hasta la mesa, donde Burrows estaba sentado jugando pacientemente su mano. La chica se paró justo detrás de su hombro derecho hasta que el comisionado arrastró hacia sí el considerable monte que acababa de ganar, tras lo cual ella se inclinó y le susurró al oído.

El comisionado levantó la vista de inmediato, y una amplia sonrisa se extendió por su cara.

—¡Vaya! —exclamó, echando la silla hacia atrás y levantándose— ¡Bueno, que me aspen si éste no es el puñetero Freddy Willard! —Se acercó a zancadas y envolvió a Willard en un gran abrazo. Era un hombre descomunal, con una cabeza como una bola de jugar a los bolos que parecía una salchicha rellena. Sus mejillas pecosas traicionaban los ojos de maestro de la manipulación y la reflexiva boca de político experimentado.

Willard presentó a Marks, y el comisionado le apretó la mano con aquella siniestra calidez característica de las personas públicas y que aparece y desaparece con la rapidez de un relámpago.

—Si venís a jugar —dijo Burrows—, habéis acudido al antro adecuado.

—La verdad es que hemos venido a preguntarle por los detectives Sampson y Montgomery —replicó Marks impulsivamente.

La frente del comisionado se arrugó y se convirtió en una oscura masa de pelos.

—¿Y quiénes son Sampson y Montgomery?

—Con los debidos respetos, señor, usted sabe quiénes son.

—Hijo, ¿es usted alguna especie de vidente? —Burrows se volvió hacia Willard—. Freddy, ¿quién demonios es éste para decirme lo que sé?

—Ignóralo, Lester. —Willard se metió entre Marks y el comisionado—. Peter está un poco nervioso desde que dejó su medicación.

—Bueno, pues haz que vuelva a tomarla de inmediato —dijo Burrows—. Esa boca es una jodida amenaza.

—Lo haré, sin duda —contestó, y agarró a Marks para mantenerlo fuera de la línea de fuego—. Mientras tanto, ¿tienes sitio para uno más en la mesa?

Noah Perlis, sentado a la sombra perfumada de los limeros en el fastuoso jardín de la terraza del número 779 de la avenida El Gamhuria, podía ver a su derecha todo Jartum extendiéndose ante él humoso e indolente, mientras que a su izquierda aparecían el Nilo Azul y el Nilo Blanco que dividían la ciudad en tres. En el centro de Jartum, el horroroso Salón de la Amistad, construido por los chinos, y el extrañamente futurista Al Fateh, tan parecido al morro de un inmenso cohete, se mezclaban inquietantemente con las mezquitas tradicionales y las antiguas pirámides de la ciudad, aunque la perturbadora yuxtaposición era un signo de los tiempos: la inflexible religión musulmana en busca de su camino en el extraño mundo moderno.

Perlis tenía su portátil abierto, y en él la última versión del programa Bardem ejecutaba el último de los escenarios: la incursión de Arkadin y su equipo de veinte hombres en aquella parte de Irán donde, al igual que Palestina, manaban la miel y la leche bajo la forma del petróleo.

Perlis jamás hacía una cosa si podía hacer dos o, preferiblemente, tres a la vez. Era un hombre cuya mente era tan rápida e inquieta que necesitaba una especie de red interna de objetivos, rompecabezas y conjeturas para evitar implosionar y acabar en el caos. Así que, mientras estudiaba las probabilidades de la fase final de Pinprick que el programa estaba regurgitando, pensaba en el acuerdo diabólico al que se había visto obligado a llegar con Dimitri Maslov y, por extensión, con Leonid Arkadin. Ante todo, le irritaba asociarse con rusos, cuya corrupción y estilo de vida disoluto rechazaba y envidiaba a la vez. ¿Cómo era posible que un puñado de cerdos asquerosos como aquéllos nadaran en semejante cantidad de dinero? Aunque era cierto que la vida nunca era justa, reflexionó, a veces podía ser rematadamente maligna. Pero ¿qué podía hacer él? Había intentado otras muchas rutas, aunque, al final, Maslov había sido la única vía de llegar a Nikolai Yevsen, que sentía por los norteamericanos lo mismo que él sentía por los rusos. En consecuencia, se había visto obligado a llegar a un acuerdo con demasiados socios; demasiados socios para quienes el doble juego y la puñalada por la espalda habían sido inculcados en su naturaleza virtualmente desde el nacimiento. Había que tomar medidas previsoras contra la amenaza de semejante traición, y eso significaba el triple de planificación y de horas de trabajo. Por supuesto, también significaba que había podido triplicar los honorarios que le iba a cobrar a Bud Halliday, aunque no es que el precio tuviera ninguna importancia para el secretario dado que la Casa de la Moneda norteamericana imprimía dólares como si fueran confetis. De hecho, en la última reunión de la junta directiva de Black River, los miembros de la junta se mostraron tan preocupados con la amenaza de la hiperinflación que habían votado unánimemente convertir sus dólares en lingotes de oro durante los seis meses siguientes, al tiempo que advertían a sus clientes que a partir del 1 de septiembre la empresa sólo aceptaría el pago de sus honorarios en oro y diamantes. Lo que a Perlis le había molestado de aquella reunión fue que Oliver Liss, uno de los tres miembros fundadores y el hombre ante quien respondía, estuviera ausente.

Al mismo tiempo, pensaba en Moira, que se había vuelto tan irritante como una carbonilla en el ojo. La tenía alojada constantemente en un rincón de su cabeza desde que se había marchado de Black River sin previo aviso y, después de un breve paréntesis, había fundado su propia empresa haciéndole directamente la competencia. Porque, no había que engañarse, él se había tomado su deserción y subsiguiente traición como algo personal. No había sido la primera vez, pero se había jurado que sería la última. La primera vez…, bueno, tenía buenas razones para no pensar en la primera vez. No lo había hecho desde hacía años y no iba a empezar ahora.

Además, ¿de qué otra manera debía tomarse las acciones directamente encaminadas a dejarle sin su mejor personal? Como un amante abandonado, rebosaba de ansias de venganza, y el afecto durante tanto tiempo contenido que sentía por ella se había agriado y convertido en odio declarado, no sólo hacia ella, sino hacia sí mismo. Mientras Moira había estado bajo su control, él había jugado sus cartas con mucho tiento, y en general —tenía que admitir con amargura— las había jugado fatal. Y ahora ella se había ido, estaba fuera de su control y completamente en su contra. Perlis se consolaba en la medida de lo posible con el hecho de que el amante de Moira, Jason Bourne, estuviera muerto. En ese momento lo único que le deseaba era mal, y no sólo la quería ver derrotada, sino también irremediablemente humillada; nada por debajo de eso aplacaría su ansia de venganza.

Cuando su teléfono vía satélite sonó, supuso que era Bud Halliday para darle el aviso de emprender la fase final de Pinprick, pero en vez de eso descubrió que Humphry Bamber estaba en la línea.

—Bamber —gritó—, ¿dónde carajo estás?

—De vuelta en mi oficina, a Dios gracias. —Su voz sonaba débil y metálica—. Al final conseguí escapar, porque esa mujer, Moira Nosequé, salió demasiado malparada de la explosión para seguir reteniéndome por mucho más tiempo.

—Me enteré de lo de la explosión —dijo Noah con sinceridad, aunque como era natural se abstuvo de añadir que había ordenado el atentado para impedir a Veronica Hart y a Moira averiguar lo de Bardem a través de Bamber—. ¿Te encuentras bien?

—Nada que unos días de descanso no curen —contestó—, pero escucha, Noah, hay un fallo en el sistema en la versión de Bardem que estás ejecutando.

Noah se quedó mirando fijamente los ríos, el principio y el fin de la vida en el norte de África.

—¿Qué clase de fallo? Si el programa necesita otro parche de seguridad, olvídalo, casi he terminado de utilizarlo.

—No, no es nada de eso. Hay un error de cálculo; el programa no está generando una información precisa.

Noah se alarmó.

—¿Y cómo carajo ha ocurrido tal cosa, Bamber? Te pagué un ojo de la cara por este software y ahora me dices que…

—Tranquilízate. Ya he solucionado el error interno y lo he corregido. Todo lo que tengo que hacer ahora es descargártelo, pero tendrás que cerrar todos tus programas.

—Ya lo sé, ya lo sé, joder, a estas alturas, y considerando la cantidad de versiones de Bardem por las que hemos pasado, tengo que conocer el protocolo, ¿no te parece?

—Noah, no puedes hacerte una idea de lo complejo que es este programa… En fin, vamos, que literalmente se han tenido que incorporar millones de factores a la arquitectura del software, a lo que también han contribuido tus encargos a la velocidad de la luz.

—Corta el rollo, Bamber. Lo último que necesito ahora es que me sermonees. Haz lo que tengas que hacer de una puñetera vez. —Los dedos de Perlis se movieron por el teclado de su portátil, cerrando programas—. Bueno, ¿estás seguro de que los últimos parámetros que he cargado en el programa seguirán allí cuando arranque la nueva versión?

—Por supuesto, Noah. Ésa es la razón de que Bardem tenga un caché monstruoso.

—Mejor que no falte nada —dijo Noah y añadió para sus adentros: No en esta última cita. Casi hemos llegado a la meta.

—Avísame cuando estés listo —le apremió Bamber.

Todos los programas estaban cerrados, aunque necesitó varios minutos para pasar de un protocolo deliberadamente enrevesado a otro hasta que salió del software de seguridad registrado de Black River. Mientras esto sucedía, silenció la línea de Bamber y marcó un número en un segundo teléfono vía satélite.

—Hay que poner a dormir a alguien —dijo—. Sí, ahora mismo. No cuelgues y te transferiré los datos de inmediato.

Volvió a activar la línea de Bamber.

—Todo listo —dijo.

—¡Entonces allá vamos!