30
—Eres consciente —dijo Bourne, blandiendo la hoja de papel térmico, mientras él y Boris Karpov bajaban estrepitosamente las escaleras del número 779 de la avenida El Gamhuria— de que podrían haber dejado esta información para que la encontraras.
—Pues claro. Podría haberla dejado Yevsen —dijo Karpov.
—Estaba pensando en Arkadin.
—Pero Black River es su socio.
—Como lo era Yevsen.
El médico había hecho lo que había podido para remendarle la cara a Bourne antes de que éste lo hubiera echado con cajas destempladas; al menos había detenido la hemorragia y le había puesto una inyección para prevenir cualquier posible infección.
—Y otra cosa sobre Arkadin: es sistemático —dijo Bourne—. Lo que he aprendido de la manera en que monta sus operaciones es que siempre se asegura de tener una pantalla, un blanco de distracción hacia el que dirigir a sus enemigos. —Le dio un capirotazo a la copia—. Black River podría ser su nueva pantalla, la gente a la que quiere que persigas antes que encontrarlo a él.
—La otra posibilidad —dijo Boris— es que esté liquidando a sus socios uno a uno.
Habían atravesado el vestíbulo y salido a la calle, donde, bajo el hirviente sol de la tarde, el tráfico se había detenido y los transeúntes se iban congregando por minutos, mirando boquiabiertos al contingente fuertemente armado de Boris.
—Eso plantea otra pregunta —dijo éste mientras subían al microbús del que se había incautado y había convertido en su cuartel general ambulante—. ¿Cómo coño encaja Arkadin en este rompecabezas? ¿Por qué habría de necesitarlo Black River?
—He aquí una posibilidad —respondió Bourne—. Arkadin está en Nagorni Karabaj, una zona remota de Azerbaiyán que, como dijiste, está dominada por caciques tribales, todos ellos musulmanes fanáticos, al igual que los terroristas de la Legión Negra.
—¿Y en qué estarían involucrados los terroristas?
—Eso es algo que tendremos que preguntarle al propio Arkadin —replicó Bourne—. Y para hacerlo, tendremos que coger un avión a Azerbaiyán.
Karpov ordenó a su técnico en informática que le consiguiera unas fotos por satélite en tiempo real de la región de Nagorni Karabaj, a fin de decidir cuál sería la mejor ruta hasta aquella zona concreta utilizada por Yevsen.
El especialista estaba enfocando de cerca la zona cuando dijo:
—Esperen un segundo. —Sus dedos se movieron confusamente sobre las teclas, cambiando las imágenes de la pantalla.
—¿Qué sucede? —preguntó Karpov con cierta impaciencia.
—Un avión acaba de despegar de la zona identificada. —El técnico se giró hacia otro portátil y tecleó algo para acceder a un sitio diferente—. Es un reactor de Air Afrika, coronel.
—¡Arkadin! —dijo Bourne—. ¿Adónde se dirige el vuelo?
—Espere. —El técnico se cambió a un tercer ordenador, sacando una imagen parecida a la de la pantalla de un controlador aéreo—. Dejen que haga una extrapolación de la dirección actual del reactor.
Sus dedos bailaron un poco más sobre el teclado. Entonces se giró de nuevo hacia el primer portátil y una zona de tierra continental llenó la pantalla. La imagen retrocedió hasta que el técnico señaló un lugar en el cuadrante inferior derecho de la pantalla.
—Justo ahí —dijo—. Shahrake Nasiri-Astara, muy cerca de la costa del mar Caspio, al noroeste de Irán.
—Y por todos los diablos, ¿qué es lo que hay ahí? —preguntó Karpov.
El técnico se trasladó al segundo portátil, introdujo el nombre de la zona y apretó la tecla de INTRO; luego descendió por los resultados. Había poquísimos, pero uno de ellos proporcionó la respuesta. Levantó la vista hacia la cara de su comandante y dijo:
—Tres enormes campos petrolíferos y el comienzo de un oleoducto que atraviesa varios países.
—Quiero que salgas de aquí. —Los ojos de Amun Chalthoum centellearon en la semioscuridad del viejo fortín—. Inmediatamente.
A Soraya la cogió tan desprevenida que pasó un rato antes de que dijera:
—Amun, me parece que me confundes con otra.
Él la cogió por el codo.
—Esto no es un juego. Vete. Ahora.
Soraya consiguió soltarse de su mano.
—¿Quién soy, tu hija? No voy a ir a ninguna parte.
—No arriesgaré la vida de la mujer a la que amo —dijo él—. Al menos no en una situación así.
—No sé si sentirme halagada o insultada. Puede que ambas cosas. —Sacudió la cabeza—. Sin embargo, vinimos aquí por mi causa, ¿o lo has olvidado?
—No he olvidado nada. —Chalthoum estaba a punto de continuar cuando Yusef le interrumpió.
—Pensaba que tenías planeado dejar que esa gente te cogiera.
—Sí, eso había planeado —respondió Chalthoum con impaciencia—, pero no contaba con verme atrapado aquí.
—Ya es demasiado tarde para lamentos —susurró Yusef—. El enemigo ha entrado en el fortín.
Chalthoum levantó cuatro dedos para que Yusef supiera cuántos hombres los habían estado siguiendo. El agente local asintió escuetamente con la cabeza y les hizo un gesto para que le siguieran. Mientras los demás salían, Soraya se agachó y le arrancó un trozo de camisa a uno de los cadáveres, hecho lo cual recogió un montón de cal viva para meterla en la improvisada honda.
Cuando llegaron a la entrada, dijo:
—Deberíamos quedarnos aquí.
Los dos hombres se volvieron, y Amun la miró como si estuviera loca.
—Nos atraparán como a ratas.
—Ya estamos atrapados como ratas. —Balanceó la honda adelante y atrás—. Al menos aquí estamos en un terreno alto. —Hizo un gesto con la barbilla—. Ya se han dispersado. Nos matarán uno a uno antes de que podamos pillar alguno de ellos.
—Tienes razón, directora —dijo Yusef, y Chalthoum lo miró como si quisiera atizarle un sopapo.
Ella apeló directamente a Chalthoum.
—Amun, acostúmbrate. Así son las cosas.
Tres de los cuatro hombres que habían encontrado cobijo en las sombras se tumbaron a esperar, observando por las miras de los largos cañones de sus rifles. El cuarto —el batidor— se desplazó cautamente de una habitación desolada a otra destrozada a través de los abandonados espacios sin techo donde se amontonaba la arena. Siempre con el viento en los oídos y la arena del desierto en la nariz y la garganta. Granos lanzados por el viento se metían dentro de su ropa y creaban una capa familiar cuando se adherían a su piel sudorosa. Su trabajo consistía en encontrar los objetivos y dirigirlos a las líneas de fuego cruzado tendidas por sus camaradas. Era un hombre cauto, aunque no aprensivo; ya había hecho ese trabajo y lo haría de nuevo muchas veces antes de que la vejez hiciera imposible aquella vida. Pero sabía que para entonces tendría dinero más que suficiente para su familia e incluso para las familias de sus hijos. El norteamericano pagaba bien; según parecía nunca se le acababa el dinero, de la misma manera que el muy idiota jamás le regateaba el precio. Los rusos… bueno, ellos sí que sabían conseguir lo que querían. Había sudado la gota gorda en muchas negociaciones con los rusos, que siempre aseguraban no tener dinero o, en cualquier caso, no el suficiente para pagarle lo que pedía. Él acababa por fijar un precio que dejaba a todos contentos y luego iba a ocuparse del negocio de matar. Eso era lo que mejor sabía hacer después de todo; lo único para lo que estaba preparado.
Había recorrido más de la mitad del fortín y estaba realmente sorprendido de no haber visto todavía ni siquiera un indicio de los objetivos. Bueno, uno de ellos era egipcio, le habían dicho. No le gustaban los egipcios, te embadurnaban permanentemente con sus melifluas palabras mientras mentían descaradamente. Eran como chacales: sonriendo mientras te arrancaban la carne a tiras.
Se metió por un corto pasillo. Cuando no había recorrido ni la mitad, oyó el zumbido de las moscas y supo, aunque no le llegó ningún tufillo a carne en descomposición, que debía de haber habido una muerte delante de donde estaba, y además bastante recientemente.
Agarrando su arma con más fuerza, continuó por el pasillo con la espalda contra una pared mientras escudriñaba la penumbra con los ojos entrecerrados. La luz del sol revoloteaba y gorjeaba por todas partes como lo hacen pájaros en un árbol, sobre todo allí donde el techo o la pared estaban agrietados o incluso, como ocurría en algunos lugares, reventados como si el puño demoledor de un gigante asesino hubiera impactado en ellos.
El ruido de las moscas se había convertido en un murmullo, como el de una gran criatura sin forma que aumentaba y decrecía en intensidad según se alimentara o dormitara. Se detuvo, escuchando y, a su manera poco científica, contó el número de moscas. Algo grande había muerto en aquella habitación delante de él, posiblemente más de una cosa grande. ¿Un ser humano?
Apretó el gatillo del arma, y el fugaz destello luminoso, la detonación, transformó toda la zona. Era como una alimaña marcando su territorio, advirtiendo a los demás depredadores de su presencia, queriendo inspirar temor. Si los objetivos estaban en aquella habitación, estaban atrapados. La conocía de la misma manera que conocía todas las habitaciones de aquél y de los demás fortines de la zona. Sólo había una entrada, y él estaba a cinco pasos de ella.
Entonces una figura surgió como un rayo por la entrada abierta, y él hizo cuatro disparos precisos en rápida sucesión que la hicieron bailar y sacudirse.
Soraya apareció detrás del norteamericano muerto que Chalthoum había arrojado por la entrada. Balanceando su improvisada honda en medio de la lluvia de balas, soltó su carga de cal viva en la cara del que había disparado. El cáustico óxido de calcio alcanzó de inmediato los fluidos corporales del hombre —el sudor de sus mejillas y las lágrimas de los ojos—, una reacción química que provocó un calor terrible.
El sujeto gritó, dejó caer el arma e instintivamente se empezó a dar palmas en la cara ardiente, en un intento de sacudirse la sustancia. Aquello sólo empeoró las cosas para él. Soraya cogió del suelo el arma que aquel sujeto acababa de tirar y le disparó en la cabeza, acabando con sus sufrimientos, como habría hecho con un caballo tullido.
Su silbido por lo bajinis hizo salir a Chalthoum y a Yusef de la cámara mortuoria.
—Uno liquidado —dijo Soraya—. Faltan tres.
—¿Se encuentra bien? —Moira salió de la bañera y ayudó a Humphry Bamber a levantarse.
—Creo que soy yo quien debería hacerle esa pregunta —dijo él con un escalofrío, echándole un vistazo a la cara destrozada del intruso. Entonces se volvió y vomitó en el retrete.
Moira abrió el agua fría del lavabo, empapó una toalla de manos y se la colocó en la nuca, pero entonces él la cogió y la sujetó contra el puente de la nariz de ella mientras salían del baño.
Moira le rodeó los hombros anchos con el brazo.
—Le llevaré de vuelta a algún lugar seguro.
Él asintió con la cabeza como un niño perdido mientras regresaban cuidadosamente a la oficina. Estaban casi en la puerta cuando ella echó un vistazo al muro de ordenadores.
—¿Qué averiguó? ¿Qué hay en la versión de Bardem de Noah?
Bamber se soltó, fue hasta el portátil conectado a todo el resto de equipamiento y lo desconectó. Después de cerrarlo, se lo metió debajo del brazo.
—Si no lo ve por sí misma, no se lo creerá —dijo, mientras abandonaban a toda prisa la oficina.
—No estoy interesado en Treadstone ni en lo que estuviera tramando Alex Conklin —dijo Peter Marks.
Willard pareció no inmutarse.
—Pero sí estás, presumo, interesado en salvar a IC de sus enemigos. —Fue casi como si hubiera previsto la respuesta de Mark.
—Por supuesto. —Marks retiró su vaso vacío cuando Willard intentó llenarlo con la última ronda de whisky—. ¿Tienes algo en mente… algo, supongo, que tiene que ver con la complicidad de Black River en el asesinato de nacionales, sobre todo, maldita sea, en la muerte de la directora de IC?
—El director es M. Errol Danziger.
—No me lo recuerdes —dijo Marks agriamente.
—He de hacerlo. Él es ahora el poder dominante e imbatible en la organización, y créeme cuando te digo que a todos vosotros, los brillantes caballeretes, os va a convertir en papilla si no se hace nada para detenerlo.
—¿Y qué pasa contigo?
—Yo soy Treadstone.
Marks se quedó mirando sombríamente al veterano. Ya fuera por toda la malta que había ingerido, o por tener que enfrentarse con la realidad, el caso es que se le revolvió el estómago.
—Continúa.
—No —dijo Willard categóricamente—. O estás dentro o estás fuera, Peter. Y antes de que respondas, por favor, entiende que no hay vuelta atrás ni posibilidad de arrepentimiento. Una vez que estés dentro, ya está, no importan ni el coste ni las consecuencias.
Marks sacudió la cabeza.
—¿Qué alternativa me queda?
—Siempre hay una alternativa. —Willard se sirvió lo que quedaba del whisky y le dio un buen trago—. Lo que no hay (y esto va tanto por ti como por mí) es la oportunidad de mirar atrás. Desde este momento y en adelante, no hay pasado. Avanzamos, siempre hacia delante, en la oscuridad.
—¡Joder! —Marks tuvo un escalofrío—. Dicho así, parece que esté haciendo un pacto con el diablo.
—Eso tiene mucha gracia. —Willard sonrió y, como en respuesta a una señal, sacó un documento de tres hojas, que extendió sobre la mesa hacia el hombre más joven.
—¿Qué coño es esto?
—También es gracioso. —Willard colocó una pluma encima de la mesa—. Es un contrato con Treadstone. No es negociable y, como puedes ver en la cláusula decimotercera, es irrevocable.
Marks echó un vistazo al contrato.
—¿Hasta qué punto es ejecutable? ¿Me amenazarás con quedarte con mi alma? —Se echó a reír, pero su risa era demasiado crispada para contener algo de humor. Entonces entrecerró los ojos mientras leía un párrafo tras otro—. ¡Joder! —dijo, cuando terminó. Miró la pluma, y luego a Willard—. Dime que tienes un plan para deshacerte de M. Errol Soplapollas Danziger o me voy de aquí ahora mismo.
—Cortarle una cabeza a la hidra no servirá de nada, porque lo único que ocurrirá es que le crecerá otra. —Willard cogió la pluma y se la ofreció—. Me desharé de la hidra propiamente dicha: del secretario de Defensa Ervin Reynolds Halliday.
—Muchos lo han intentado, incluida la difunta Veronica Hart.
—Todos creían tener pruebas de que estaba actuando fuera de la ley, un camino trillado que Halliday conoce bastante mejor que lo que ellos conocían. Yo tomaré un camino completamente diferente.
Marks miró en lo más profundo de los ojos del otro hombre, intentando calibrar su seriedad. Al final, cogió la pluma y dijo:
—No me importa qué camino tomemos, siempre que Halliday acabe siendo una víctima de la carretera.
—Mañana por la mañana —dijo Willard—, tendrás que tener bien presente esa opinión.
—¿Es a azufre ese olorcillo que me llega? —Pero la risa de Marks resultó de un desasosiego inequívoco.
—Conozco a este hombre. —Yusef quitó parte de la pasta de cal viva de la cara del pistolero muerto rozándola con la punta de su bota—. Se llama Ahmed, y es un asesino a sueldo que suele trabajar para los norteamericanos o los rusos. —Soltó un gruñido—. Y alguna que otra vez ha trabajado para ambos al mismo tiempo.
Chalthoum arrugó el entrecejo.
—¿Ha trabajado para los egipcios con anterioridad?
Yusef negó con la cabeza.
—No, que yo sepa.
—No lo has utilizado nunca, ¿verdad? —Soraya estaba examinando lo que quedaba de la cara de Ahmed—. No recuerdo haber visto su nombre en ninguno de tus informes.
—No confiaría en este mal nacido ni para me trajera una rebanada de pan —dijo Yusef con un encogimiento del labio superior—. Además de ser un asesino profesional, es un mentiroso y un ladrón, desde siempre, incluso de niño.
—Recuerda —le dijo Chalthoum a Soraya con una mirada severa—. Quiero al menos a uno vivo.
—Lo primero es lo primero —dijo ella—. Concentrémonos en salir vivos de aquí.
Chalthoum seguía intentando sin éxito quitarse el olor de la cal viva y de la muerte de la ropa, además estaba inquieto porque Soraya había tomado las riendas de la operación, lo que era, una vez más, algo que deploraba. Desde que habían llegado a Jartum, algo se había apoderado de él, un sentimiento de protección hacia Soraya que a todas luces le hacía sentir incómodo. Posiblemente fuera el hecho de encontrarse fuera de Egipto; estaba en un terreno desconocido, después de todo, y sabía muy bien que donde se sentía más seguro de sí mismo era en su propio territorio.
Soraya oyó que la llamaba en voz baja, pero venció el impulso de volverse y mirarlo y siguió avanzando con paso seguro y medio agachada hasta que llegó al primer patio. Había posiciones a izquierda y derecha de ambos muros donde los francotiradores tendrían un campo visual excelente. Disparó una vez a cada lugar, pero no hubo ningún disparo de respuesta. Sería por haber disparado con el cuarenta y cinco del pistolero, así que lo tiró y sacó la Glock que Yusef le había dado. Después de volver a comprobar que estaba cargada, atravesó el patio de aspecto lúgubre, manteniéndose en las sombras que proyectaban las paredes. No miró atrás ni una sola vez, confiando en que Amun y Yusef no la siguieran demasiado lejos y la cubrieran si se encontraba en apuros.
Un instante más tarde, apareció el segundo patio central, más grande e intimidatorio que el primero. Una vez más, Soraya disparó contra los lugares donde probablemente pudieran estar apostados los francotiradores, y de nuevo no hubo respuesta.
—Sólo hay otro patio —comentó Yusef—. Es más pequeño, pero dado que está en la parte delantera hay más lugares para defenderlo.
Soraya vio en ese momento que su agente tenía razón, y que con independencia de lo que hicieran jamás podrían llegar a los antepechos de ninguna de las paredes sin que los mataran a tiros.
—¿Y ahora qué? —le preguntó a Amun.
Antes de que el egipcio pudiera pensar en una contestación, Yusef propuso:
—Tengo una idea. Conozco a Ahmed de toda la vida, y creo que puedo imitar su voz. —Paseó la mirada de Chalthoum a Soraya—. ¿Les parece que lo intente?
—No veo en qué nos puede perjudicar —dijo el egipcio, aunque Yusef no se movió hasta que Soraya asintió con la cabeza.
Entonces la apartó para ponerse delante de ella y, agachándose en la entrada oscura donde el pasillo desembocaba en el patio, alzó la voz. No era su voz, sino una que ninguno de los dos había oído antes.
—Soy Ahmed… Por favor, ¡estoy herido! —Ningún ruido, excepto el eco. Se volvió hacia Soraya—. ¡Rápido! —susurró—. Deme su camisa.
—Toma la mía —dijo Chalthoum con una mirada fulminante.
—La suya será mejor —dijo Yusef—. Verán que es de mujer.
Soraya hizo lo que le pedía, se desabrochó la camisa de manga corta y se la entregó.
—¡Los he matado! —gritó Yusef con la voz de Ahmed—. ¡Mirad aquí! —La camisa de Soraya revoloteó sobre los adoquines del patio como un pájaro que se posara en su nido.
—Si los has matado —dijo una voz procedente de la izquierda de donde se encontraban—, ¡sal!
—No puedo —contestó Yusef—, tengo la pierna rota. Me he arrastrado hasta aquí, pero me he caído ¡y no puedo dar un paso más! ¡Por favor, hermanos, venid a buscarme antes de que muera desangrado!
Transcurrió mucho tiempo sin que ocurriera nada. Yusef estaba a punto de gritar una vez más, cuando Chalthoum le aconsejó prudencia.
—No exageres —susurró—. Ahora ten paciencia.
Pasó más tiempo, difícil saber cuánto, puesto que en la situación en la que se encontraban el tiempo adquiría una cualidad elástica en la que los minutos parecían horas. Al final, percibieron un movimiento a su derecha, y pudieron ver a dos hombres. Empezaron a avanzar cautamente, manteniéndose de costado a la entrada del pasillo. Al tercer hombre —el que había respondido a Yusef— no se le veía por ninguna parte. Era evidente que estaba cubriendo a sus compañeros escondido en una posición a la izquierda.
Chalthoum hizo una señal a Yusef, que estaba tumbado, y éste se movió ligeramente para que los dos hombres pudieran ver que tenía una pierna metida debajo de la otra. Soraya y Chalthoum retrocedieron varios pasos en la penumbra.
—¡Aquí está! —gritó uno de los hombres al que los cubría, que, según parecía, era el jefe—. ¡Veo a Ahmed! ¡Está caído, como dijo!
—No veo ningún otro movimiento. —La voz del jefe flotó desde el antepecho—. ¡Id a buscarlo, pero rápido!
Medio agachados, los dos hombres se acercaron corriendo a Yusef.
—¡Quietos! —ordenó el jefe, y los dos hombres se sentaron en cuclillas obedientemente, con los rifles sobre los muslos y los ojos ávidos clavados en su camarada caído.
Hubo un movimiento en la izquierda cuando el jefe abandonó su nido de rapaz y bajó ruidosamente los escalones de piedra hasta el patio.
—Ahmed —susurró uno de los hombres—, ¿te encuentras bien?
—No —dijo Yusef—. Me duele terriblemente la pierna, es…
Pero había dicho lo suficiente a una distancia tan corta para que el otro hombre retrocediera un paso.
—¿Qué sucede? —preguntó su compañero, apuntando el rifle hacia la entrada del pasillo.
—Creo que no es Ahmed.
Fue entonces cuando Chalthoum y Soraya, con las Glock abriendo fuego, salieron desde ambos lados de Yusef. Los dos hombres en cuclillas fueron alcanzados inmediatamente. El egipcio propinó sendas patadas a sus armas para apartarlas del lugar donde los hombres habían quedado tendidos en el suelo. El jefe, echando a correr para buscar refugio donde no lo había, disparó desequilibrado, y Chalthoum cayó al suelo con un gruñido.
Soraya salió corriendo, apuntó y disparó al jefe, pero fue Yusef, desde su posición boca abajo, quien lo alcanzó en el pecho. El hombre giró en redondo y se desplomó. Soraya se dirigió hacia él de inmediato.
—¡Atiende a Amun! —gritó a Yusef cuando se paró y recogió el rifle del jefe. El tipo se retorcía de dolor, sangrando por el costado derecho, pero respiraba: la bala no le había perforado el pulmón.
Ella se arrodilló a su lado.
—¿Quién os contrató?
El hombre la miró y le escupió a la cara.
Al cabo de un momento Soraya se reunió con Amun y Yusef. Aquél había recibido un balazo en el muslo, pero el proyectil lo había atravesado, y la herida, dijo el agente, parecía limpia. Le había hecho un torniquete improvisado encima de donde había recibido el disparo, valiéndose de la camisa de ella.
—¿Estás bien? —le preguntó Soraya, mirándolo.
Él asintió con la cabeza con su habitual aspereza.
—Le he preguntado quién lo contrato —le explicó Soraya—, pero no quiere hablar.
—Coge a Yusef y ve a ver a los otros dos. —Chalthoum estaba mirando fijamente al jefe caído.
Soraya conocía aquella expresión de resolución.
—Amun…
—Dame sólo cinco minutos.
Necesitaban la información, eso era incuestionable. Soraya asintió a regañadientes con la cabeza y, acompañada de Yusef, regresó a donde estaban tendidos los otros dos hombres, cerca de la entrada al pasillo. No había mucho que ver. Los dos habían recibido múltiples disparos en el abdomen y en el pecho. Ninguno estaba vivo. Mientras recogían los rifles, oyeron un grito ahogado cuyo salvajismo les provocó sendos escalofríos.
Yusef se volvió hacia ella.
—Ese egipcio amigo suyo, ¿es de fiar?
Soraya asintió con la cabeza, con náuseas ya por lo que Amun estaba haciendo con su consentimiento. Entonces se hizo un silencio, sólo roto por la voz desesperada del viento, que soplaba con fuerza entre las abandonadas estancias. Al cabo, Chalthoum se reunió con ellos. Cojeaba considerablemente, así que Yusef le entregó un rifle para que se apoyara.
—Mis enemigos no tienen nada que ver con esto —dijo. Daba la sensación de que lo que acababa de hacer no le había alterado lo más mínimo—. Esos hombres fueron contratados por los norteamericanos, concretamente por un hombre que responde al ridículo nombre de Triton. ¿Te dice algo?
Soraya negó con la cabeza.
—Pero esto tal vez sí. —Soraya vio cuatro pequeños objetos rectangulares de metal que se balanceaban en el extremo de un pedazo de cuerda—. Los encontré alrededor del cuello del jefe.
Ella los examinó cuando se los entregó.
—Parecen chapas de identificación.
Amun asintió con la cabeza.
—Dijo que eran de los cuatro norteamericanos ejecutados ahí detrás. Estos bastardos los asesinaron.
Pero ella tuvo que admitir que las chapas no se parecían a ninguna que hubiera visto antes. En vez de llevar el nombre, el rango y el número de serie, llevaban grabadas en láser lo que parecía…
—Están escritas en clave —dijo con el corazón latiéndole deprisa—. Podrían ser la clave para demostrar quién lanzó el Kowsar tres y por qué.