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Flint se instala en Qualinost.

AÑO 288 D. C.

FINALES DE VERANO,.

Flint estuvo muy ocupado durante las semanas posteriores a su viaje a Qualinost. Hoy, como casi todos los días, el enano se dirigió a la Torre del Sol, y aguardó apenas unos momentos junto al guardia en el frío corredor, ante la cámara del Orador, antes de que el señor elfo le diera permiso para entrar.

Aun hoy, tras haber vivido varios meses en Qualinost, el esplendor sin par de la cámara del Orador conmovía el alma de Flint. Los Enanos de las Colinas, al igual que los elfos, se sentían muy unidos a su entorno natural. La luz penetraba a raudales a través de las paredes transparentes —extravagantes paredes de cristal— que hacían que el paisaje arbóreo del exterior de los aposentos privados semejara una extensión más de la propia cámara.

En las últimas semanas, los frutos de perales y melocotoneros habían doblado con su peso las ramas, y las manzanas habían adquirido un llamativo color rojo. Los aposentos de Solostaran estaban decorados con sobriedad. Las paredes de mármol blanco surcado con vetas grises contrastaban con los antepechos de cuarzo rosa. Las antorchas, carentes de utilidad por la claridad que inundaba la estancia durante el día, permanecían frías y apagadas en los hacheros de hierro. A un lado de la cámara había un escritorio con el tablero de mármol; detrás, en un sólido sillón de roble situado de manera que su ocupante tuviera buena vista tanto de la puerta como del exterior, se encontraba el Orador. Las vestiduras de Solostaran, de un tono verde profundo, ponían la nota de color más llamativa en la cámara, y su innata actitud de autoridad captaba la total e inmediata atención de quienquiera que entrara.

—¡Maestro Fireforge! —saludó el Orador mientras se incorporaba; un destello risueño iluminó sus verdes ojos—. Adelante. Como siempre, tu presencia es una agradable justificación para hacer un alto en los asuntos de Estado. —Señaló con un ademán un cuenco de plata lleno de frutos secos escarchados, albaricoques en conserva, rodajas de manzana, cerezas y otras clases de fruta, que habían crecido, sin duda, en el jardín exterior, a escasos metros de la cámara—. Sírvete, amigo mío.

Flint declinó su ofrecimiento, y manipuló con torpeza varios pliegos de pergamino, procurando que no se le cayera ninguno en el suelo de baldosas de mármol negras y blancas. Por fin, logró reunirlos en un montón y los puso sobre el escritorio del Orador haciendo caso omiso de las arrugas del papel. Como era habitual, Solostaran acogió con exclamaciones los diseños trazados con carboncillo, y seleccionó varios de entre los muchos que le gustaban.

El Orador parecía estar algo distraído hoy, si bien su conversación resultó tan afable como siempre.

—Como he dicho a menudo, eres un excelente artesano, maestro Fireforge —comentó.

Durante varios minutos, los dos hombres discutieron el diseño de unos hacheros nuevos para los aposentos del Orador, y si Solostaran los prefería con el habitual acabado en negro o con un pulido final para abrillantar el metal. El Orador seleccionó una combinación de ambas opciones. De improviso, sonó una llamada en la puerta. Era Tanis. Avanzó hacia el escritorio con unos movimientos carentes de la notoria gracia de los elfos.

—¿Deseabas verme, Orador? —preguntó el semielfo a Solostaran.

Tanto sus rasgos como la actitud desmañada y la desproporción de las extremidades denotaban esa edad crítica del adolescente que aún no se ha hecho hombre; parecía estar a caballo entre dos mundos por doble partida: elfo y humano, niño y adulto. El enano reparó en que no tardaría mucho en tener que afeitarse. Otra evidencia más de su mestizaje humano. Flint se estremeció al imaginar lo que se le avecinaba al semielfo con algunos de aquellos elfos barbilampiños. Tanis llegó ante el escritorio del Orador y saludó con una leve inclinación de cabeza al enano, quien, a despecho de haber rechazado antes la invitación de Solostaran, masticaba una rodaja de manzana y guardaba silencio.

—Ha llegado el momento de que inicies un entrenamiento regular para perfeccionar el tiro con arco, Tanthalas —dijo el Orador—. He elegido al instructor.

Tanis dirigió una mirada mezcla de sorpresa y complacencia a Flint.

—¿El maestro Fireforge? —inquirió esperanzado el semielfo.

El enano se tragó el trozo de manzana y sacudió la cabeza.

—Yo no, muchacho. Desconozco el manejo del arco, aunque estaría encantado de demostrar las ventajas de un hacha de guerra. —«Y no haría mal papel el semielfo con su musculatura», pensó Flint.

—El hacha no es un arma elfa —corrigió con suavidad Solostaran—. No, Tanis. Lord Tyresian ha aceptado encargarse de tu entrenamiento.

—Pero Tyresian… —el semielfo no acabó la frase, y la expresión de descontento volvió a su rostro.

—Es uno de los mejores arqueros del reino —concluyó el Orador—. También es el mejor amigo de Porthios, y el heredero de una de las familias más nobles de Qualinost. Podría ser un valioso aliado tuyo, Tanthalas, si le causas buena impresión como discípulo.

Flint, de quien al parecer se habían olvidado durante la conversación, observó a Tanis con los ojos entrecerrados mientras cogía del cuenco de plata una pera escarchada y se la llevaba a la boca. El muchacho y Tyresian jamás serían aliados, pensó el enano, al recordar al noble elfo a quién había conocido el día de su llegada. Tyresian, uno de los cuatro o cinco elfos de buena cuna que se pegaban a Porthios, heredero del Orador, como las moscas a la miel, tenía el don de caer bien a la aristocracia. Pocos eran los elfos corrientes que estaban en disposición de igualar el alto nivel de vida de Tyresian. Considerado atractivo por los cortesanos, Tyresian tenía los ojos azules y penetrantes, y —algo poco habitual entre los elfos— llevaba el pelo muy corto, poco más de dos centímetros de longitud. No era pues de sorprender que, a los ojos de Tyresian, un enano, por muy buen artesano que fuera, no estuviera a su altura; y Flint suponía que, en su escala de valores, un semielfo ocuparía un peldaño aún más bajo. El enano se preguntó en qué medida habían influido los prejuicios de Tyresian en la mal disimulada actitud de superioridad mostrada por Porthios hacia el protegido de su padre. Tanis inició una última protesta.

—Pero, Orador, mis estudios con el maestro Miral me ocupan gran parte del día, y…

Solostaran lo interrumpió con cierta irritación.

—Basta, Tanthalas. Miral te ha enseñado mucho de ciencia, matemáticas e historia; pero es mago. No está capacitado para instruirte en el manejo de las armas. Tyresian se reunirá contigo en el patio norte de palacio a media tarde. Si deseas hablar con él antes, lo encontrarás en los aposentos de Porthios.

Tanis abrió la boca, pero, al parecer, lo pensó mejor y, con un cortes «sí, señor», cruzo la cámara con porte tieso y salió.

Solostaran siguió mirando durante unos segundos la puerta por la que había salido el muchacho, y que había cerrado con un sonoro portazo.

Sólo cuando Flint empezó a recoger los diseños y el ruido de papeles le llamó la atención, el Orador recordó la audiencia con el enano.

—¿Puedo ofrecerte algo? —preguntó Solostaran de nuevo, haciendo un vago gesto hacia el cuenco, ahora medio vacío—. ¿Alguna fruta escarchada? ¿Un poco de vino?

Flint declinó el ofrecimiento alegando que había comido antes de reunirse con el Orador. Una fugaz sonrisa —cuyo motivo el enano no alcanzaba a comprender— iluminó la faz de Solostaran, pero enseguida se desvaneció. Flint se puso bajo el brazo el paquete de rollos de pergamino; se disponía a partir cuando la voz del Orador lo detuvo.

—¿Alguna vez has sentido la necesidad de poder cambiar la historia, maestro Fireforge? —preguntó con gesto pensativo.

Flint hizo un alto, y los grises ojos miraron atentos los verdes del Orador. El enano comprendió que entre los elfos no había nadie a quien el dignatario pudiera llamar amigo. Desde que había sido investido como Orador en los tumultuosos años después de que el Cataclismo cambiara la faz de Krynn, Solostaran se había convertido en el foco de continuos rumores de destitución. Mantenía su cargo merced a su gran personalidad y fuerte carácter, a la innegable circunstancia de que pocos elfos podían remontar su linaje hasta los tiempos de Kith-Kanan, y a la innata aversión de esta raza a verter la sangre de sus congéneres. Aun así, Solostaran tenía que estar al corriente de los rumores de descontento que de vez en cuando circulaban entre los cortesanos. Algunos creían que Qualinesti debía estar más abierto al comercio con el resto de Ansalon. Otros opinaban que todos aquellos por cuyas venas no corriera sangre elfa al ciento por ciento debían ser deportados a las tierras fronterizas de Abanasinia.

El Enano de las Colinas se estrujó el cerebro para dar respuesta a la pregunta del Orador. Aspiró con lentitud el aire impregnado de olor a frutas.

—Si estuviera en mis manos, cambiaría el curso de la historia, desde luego. Mi familia perdió a muchos de los suyos durante la época de mi abuelo, a causa del Cataclismo.

Tres siglos atrás, se había producido una espantosa hecatombe como represalia de los dioses contra el orgullo desmedido del dirigente religioso más influyente de la era, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Cuando la destrucción se abatió sobre Krynn, los Enanos de las Montañas se refugiaron en Thorbardin, el enorme reino subterráneo, y lo cerraron a cal y canto; como resultado, sus parientes, los Enanos de las Colinas, atrapados en el exterior, padecieron toda la violencia del castigo de los dioses.

Las cejas del Orador se arquearon, y, alterado por la compasión reflejada en su rostro, Flint se sintió incapaz de continuar.

—¿Murieron porque los Enanos de las Montañas cerraron las puertas de su reino? —preguntó el Orador, y el enano respondió con un cabeceo, reacio a hablar más del asunto.

Solostaran se levantó del sillón, y se acercó despacio a la pared de cristal. La diadema de oro que le ceñía la frente brilló. Un profundo silencio reinó en la estancia, roto sólo por la suave respiración de los dos hombres.

—Daría cualquier cosa porque Tanis fuera mi verdadero sobrino. Por tener de nuevo entre nosotros a mi hermano Kethrenan y a su esposa Elansa. Por ver otra vez a mi hermano Arelas.

Miral, el mago del Orador, le había relatado a Flint la historia de Kethrenan Kanan y Elansa, y el nacimiento de Tanis. Pero no le había mencionado la existencia de otro hermano. Al parecer, el Orador necesitaba hablar, y Flint no conocía a nadie, aparte de sí mismo, en quien Solostaran pudiera confiar. El enano cogió un puñado de almendras confitadas y se metió una en la boca.

—¿Arelas? —preguntó mientras masticaba. El Orador se volvió hacia él.

—Mi hermano menor. —Ante el gesto interrogante del enano, continuó—: Apenas lo conocía. Era un niño cuando abandonó Qualinost, y murió sin haber regresado.

—¿Por qué se marchó? —inquirió Flint.

—Estaba… enfermo. Aquí no podíamos curarlo.

Sobrevino un silencio que se alargó varios minutos; por fin, el enano lo rompió con un comentario.

—La muerte de un niño es un triste acontecimiento.

Solostaran alzó la cabeza con brusquedad; una expresión de sorpresa se plasmaba en su semblante.

—Arelas era ya adulto cuando murió. Venía de regreso a Qualinost, pero jamás llegó. —El Orador dio unos pasos que lo acercaron a Flint; era evidente que intentaba controlar sus emociones—. Si hubiera vivido una semana más, habría llegado sano y salvo. Pero los caminos eran peligrosos, más incluso que hoy en día.

El Orador se dejó caer en su sillón con pesadez. Flint vaciló, sin saber qué decir. Transcurridos unos minutos, Solostaran le pidió que lo dejara a solas.

Sin apenas reparar en los rollos de pergamino de los diseños, y sumido en un sombrío estado de ánimo, Flint regresó al pequeño taller que le había proporcionado el Orador, un edificio bajo de proporciones irregulares situado al sureste de la Torre. En él, durante los últimos meses, había forjado muchas cosas: gargantillas de jade engastado en finísimas cadenas de plata, anillos con hilos de oro trenzados, brazaletes de cobre bruñido y esmeraldas.

El taller se encontraba al final de un estrecho callejón, junto a un bosquecillo de perales. Rosales trepadores se enroscaban a ambos lados de la puerta de madera. Flint, en recuerdo a la afición de su madre por los dondiego de día, había plantado estas flores junto a los rosales, y los capullos blancos, rosas y azules se entremezclaban con los amarillos y rojos de las rosas.

La vivienda se le había adjudicado a Flint para que dispusiera de ella todo el tiempo que quisiera, aunque el enano no estaba seguro de hasta cuándo estaría en la ciudad. Lo más probable es que se quedara hasta el final de la primavera, se dijo en principio; después de todo, no había emprendido un viaje tan largo para volver a casa nada más llegar. Sin embargo, el recuerdo de su cálido hogar de Solace, tan lejano —y el no menos lejano sabor de la cerveza—, acudía a menudo a su mente. La cerveza elfa era una patética imitación de la verdadera, en opinión del enano, si bien superaba al vino de frutas… y era mucho más compatible con su paladar que éste.

Entre las reuniones mantenidas casi a diario con el Orador, y los numerosos encargos a los que su martillo apenas daba abasto, no es de extrañar que la primavera hubiera quedado atrás dando paso a los dorados días estivales sin que el enano casi se apercibiera de ello.

A menudo, la ventana del taller se iluminaba con un resplandor tan rojizo como Lunitari hasta altas horas de la noche, y no era infrecuente que el primer elfo que se levantaba en Qualinost al día siguiente, lo hiciera al despertarlo el golpeteo del martillo en el yunque. A muchos les maravillaba la aplicación al trabajo del enano, y no eran pocos los que esperaban que el Orador los distinguiera con el regalo de alguna creación del maestro Fireforge.

Ésta tarde en particular, el enano regresó a grandes zancadas junto a la forja, asió su herramienta, y de nuevo se valió del ardiente fuego y los golpes del martillo para transformar un pedazo inanimado de metal en un objeto bello. Pasó varias horas dedicado a su tarea, y olvidó el paso del tiempo al absorberse en la realización de su trabajo.

Por fin, con un suspiro, Flint se limpió el hollín de las manos y la frente con un pañuelo, y bebió un cazo de agua del barril de roble que estaba junto a la puerta del taller. Salió al dorado atardecer, y esbozó una sonrisa que suavizó las líneas que arrugaban su entrecejo. El sendero que conducía a la puerta de la casa atravesaba un corrillo de jóvenes álamos. Sus troncos, esbeltos y blancos, se mecían suavemente con la brisa, como si realizaran una leve reverencia al enano, y sus hojas susurraban y se mecían en un cambiante trémulo verde, plateado y de nuevo verde. El enano se llevó la mano al pecho, como si quisiera mitigar una aflicción con la belleza del entorno. Una parte de su ser aún estaba apenada por la tristeza del Orador.

En ese momento, Flint reparó en unas leves pinceladas doradas en lo alto de los árboles, y sintió, en lo más hondo de su ser, la misma inquietud que lo había atormentado toda su vida. Ya había notado que del aire en la madrugada era más cortante que la fresca brisa de las noches estivales, y la luz del ocaso tenía un tinte dorado más profundo. Y, ahora, empezaban los árboles.

Todo ello anunciaba el otoño, y sus pensamientos volaron hacia Solace y las casas acunadas en las altas ramas de los vallenwoods. Supuso que las hojas de los gigantescos árboles empezarían a mostrar las primeras pinceladas multicolores en sus bordes estriados; suspiró otra vez. El otoño era una buena época para viajar. Debería regresar a casa, donde pertenecía.

Con cierto sobresalto, Flint se descubrió preguntándose si Solace era en verdad el lugar al que pertenecía. Se había establecido allí hacía años, más por estar harto de vagabundeos que por cualquier otro motivo, después de haber abandonado su pueblo natal huyendo de la pobreza. ¿En qué se diferenciaba el que un enano de Casacolina viviera entre elfos o viviera entre humanos? En cualquiera de los dos casos, era un extraño; a su entender, no era muy distinto lo uno de lo otro. Además, pensó, mientras respiraba hondo el aire fresco del atardecer, aquí sentía una paz que no había sentido en ninguna otra parte.

Flint se encogió de hombros y regresó al interior del taller; poco después, se reanudaba el repiqueteo del martillo.

Varias horas más tarde, Flint levantó la vista de su trabajo y vio que el reloj —el que había fabricado con madera de roble y dos pedazos de granito como contrapesas— marcaba la hora de la cena. No obstante, sus pensamientos no estaban en la comida, ni en la rosa de plata en la que trabajaba por encargo de lady Selena, uno de los miembros de la pandilla de Porthios, que había superado su desagrado por los enanos cuando cayó en la cuenta de que el «estilo Flint» era la última moda entre los cortesanos.

—¡Es la hora! —exclamó el enano, que soltó el martillo y amontonó las brasas en del horno de la forja.

Cada pocas semanas, seguía el mismo ritual. Se lavaba la cara y los brazos en una palangana para quitarse el sudor y el hollín. Cogía una bolsa, abría la tapa de un pequeño nicho cavado en la pared de piedra, y empezaba a llenar el saco con objetos curiosos. Todos estaban hechos de madera, y Flint daba un último toque suavizando un filo aquí, puliendo una curva allá, con gestos amorosos.

De improviso, una figura, una sombra en la ventana, cruzó ante su campo de visión; enderezó la espalda y aguardó. ¿Otro encargo? Un gran desánimo se apoderó de Flint. Sabía que los niños elfos esperaban desde hacía días ver aparecer al enano, que paseaba por las calles cada dos o tres semanas y regalaba juguetes hechos a mano a cada crío con el que se encontraba. Confiaba en que, fuera quien fuera, no lo entretuviese mucho tiempo.

Flint creyó escuchar unos pasos, un alboroto en el exterior, y corrió hacia la puerta para investigar. Pero no oyó ni vio a nadie.

—Fireforge, te estás haciendo viejo. Empiezas a imaginar cosas —rezongó mientras reanudaba la tarea de guardar los juguetes.

Sintió una grata sensación de calidez en su interior al tocar cada figura de madera. El metal era un buen material para moldear; proporcionaba al artesano una sensación de poder cuando la fría sustancia se sometía al martillo y tomaba forma, doblegada por la voluntad del artífice. Pero con la madera era diferente, pensó, mientras acariciaba un silbato. A la madera no se la obligaba a adoptar una forma o diseñó, se dijo el enano, uno tenía que descubrir la forma oculta en su interior. Flint no conocía momentos de mayor paz que cuando se sentaba con una navaja en una mano y un trozo de madera en la otra, y se preguntaba qué tesoro yacería oculto en su interior.

—Es igual que con las personas, como decía mi madre —comentó en voz alta a su taller, con el que se sentía tan familiarizado como con un viejo amigo—. Algunas personas son como este metal, decía —y mostró un broche de flores a la desierta habitación—. Se las puede doblegar, meter en cintura. Son moldeables. Otras personas son como esta madera —y alzó una pequeña ardilla tallada en un trozo de madera blanda—. Si las fuerzas, se rompen. Tienes que trabajarlas despacio, con cuidado, hasta descubrir qué guardan en su interior. La clave, decía mi madre, es distinguir cuál es cuál —concluyó su disertación dirigida ahora a un banco de piedra cercano a la puerta.

Flint hizo una pausa, como si aguardara una respuesta. De repente se le ocurrió que un tipo que da una charla al mobiliario de su casa es porque probablemente cuenta con pocos amigos. A excepción del Orador, Miral y los chiquillos de la ciudad, la mayoría de los elfos lo trataban con cortés reserva. Sin embargo, no conocía a nadie a quien poder palmear la espalda e invitar a una cerveza en una taberna; nadie con quien compartir historias y chismorreos; nadie en quien confiara lo bastante para que le guardara las espaldas en campo abierto.

—Quizá va siendo hora de que regrese a Solace —dijo con voz queda, mientras una expresión de tristeza pasaba fugaz por su semblante.

Justo en ese instante, resonó un golpe en la puerta, seguido de una ahogada exclamación. Aguardó inmóvil un momento antes de acercarse de puntillas a la puerta abierta. Cruzó de un saltó el umbral, con la pequeña ardilla enarbolada cómo si fuera su hacha de guerra.

—¡Por las barbas de Reorx! ¡Al ataque! —bramó.

—¡Socorro, Tanis! —chilló una fugaz figura con dorados rizos, que salió huyendo en medió de un remolino de polvo hacia los perales y los álamos. Los vuelos de la falda de color turquesa reflejaron los tonos rojizos del cielo crepuscular.

—¡Lauralanthalasa! —llamó Flint entre risas—. ¡Laurana!

Pero la hija del Orador había desaparecido tras los árboles. La pequeña había pedido ayuda a Tanis, pero el semielfo no daba señales de vida. Probablemente, a juzgar por el gritó de Laurana, la sesión de práctica de tiro con arco con Tyresian había concluido por aquella tarde.

Sonriendo, Flint regresó al taller. Todavía sonreía cuando volvió a salir, con la bolsa cargada al hombro. En el centro de Qualinost, al pie de la colina coronada por el bosque de álamos que rodeaba la Sala del Cielo, había una plazoleta. Era un lugar soleado, resguardado a un lado por una hilera de árboles que parecían tener la forma a propósito para que se trepara por ellos; por el otro lado corría un pequeño arroyo que se vertía en una serie de estanques bordeados de musgo. Entre los árboles y la corriente de agua había un espacio lo bastante grande para correr, saltar y entregarse a cualquier otra clase de juegos ruidosos. La plazuela era un lugar ideal para recreo de los niños.

El sol empezaba a descender en el horizonte cuando Flint llegó a la plaza. Docenas de chiquillos elfos, vestidos con unos atuendos de algodón que se ajustaban al cuello, las muñecas y los tobillos, cesaron en sus juegos al ver al achaparrado enano cruzar el puente. Los niños lo miraron con fijeza, sin atreverse a romper el silenció que se había adueñado de la plaza. Flint frunció el entrecejo de tal manera que sus espesas cejas casi se unieron sobre los ojos grises, y después resopló, como si los chiquillos no le importaran lo más mínimo. Caminó por la plaza, de espaldas a sus maravillados ojos.

Por fin, una niña elfa que vestía una prenda de color turquesa corrió hacia el enano y le tiró de la manga. Flint giró veloz sobre los talones, con un destello en los ojos que semejaba la chispa que salta al frotar pedernal contra acero.

«¡Oh, no! —pensó el enano, sin alterar su expresión severa—. ¿Así que era la pequeña Laurana?».

—¡Tú! —exclamó. Los otros niños palidecieron, pero Laurana se mantuvo firme. Flint añadió—: ¿Me estabas vigilando?

La pequeña ladeó la cabeza, y una oreja puntiaguda asomo entre los revueltos mechones dorados.

—Por supuesto que sí —respondió.

—¿Qué quieres? —gruñó—. No tengo tiempo que perder. Hay gente que trabaja, en lugar de jugar el día entero, ¿sabes? He de entregar algo muy importante en la Torre, y casi ha anochecido.

La niña se mordió los labios.

—La Torre está en dirección contraria —dijo al cabo; los verdes ojos le relucían.

«Qué gran aplomo muestra para lo pequeña que es —pensó Flint—. Debe de ser por su sangre real». Claro que también cabía la posibilidad de que fueran las risas de Tanis, retirado a unos metros de ellos, lo que le daba coraje.

—¿Y bien? —inquirió de nuevo—. ¿Qué quieres de mí?

—¡Más juguetes!

—¿Juguetes? —Flint parecía desconcertado—. ¿Quién tiene juguetes?

Laurana se echó a reír y le tiró otra vez de la manga.

—En la bolsa. Los tienes en esa bolsa, maestro Fireforge. Admítelo. Los tienes.

—No es posible —rezongó, con el rostro ceñudo.

—¡Sí!

—¡Juguetes!

—¡La última vez me diste un minotauro!

—¡Yo quiero una espada de madera!

Los gritos de los chiquillos acallaron sus fingidas protestas. Los pequeños giraban a su alrededor como un torbellino de colores.

—Oh, está bien —dijo al cabo—. Echaré un vistazo, pero lo más probable es que el saco esté lleno de carbón, que es, al fin y al cabo, lo que os merecéis.

Se asomó a la boca de la bolsa, de manera que ocultaba el contenido a los niños, que se acercaron más al enano. A unos diez metros de distancia, Tanis lanzó un sonoro suspiro y se recostó contra un peral. Su semblante exhibía la expresión aburrida del adolescente al que le fastidian los juegos de niños; sin embargo, no se marchó.

—Clavos retorcidos —dijo el enano mientras revolvía en el saco—. Es lo único que tengo aquí dentro. Y almohazas oxidadas, y viejas herraduras, y un trozo reseco de quith—pa. Nada más.

Los niños esperaron a que Laurana tomara la iniciativa.

—Es lo que siempre dices —señaló la pequeña.

—Está bien. —Flint suspiró—. Se me ocurre una idea.

Mete la mano en la bolsa, y veamos qué sacas.

—De acuerdo. —La pequeña acercó la mano a la boca del saco.

Ten cuidado con la cría de dragón. Muerde —la previno Flint.

Laurana retiró con prontitud la mano y miró al enano con los ojos abiertos de par en par.

—¿Quieres que lo haga yo? —se ofreció Flint.

Laurana asintió con un cabeceo. Flint rebuscó algo en una esquina de la bolsa y lo extrajo mientras esbozaba una mueca maliciosa. La niña se quedó boquiabierta, aplaudió, y dejó de ser la hija del Orador para convertirse en una chiquilla corriente. Todavía con el entrecejo fruncido, el enano posó el objeto en la mano de Laurana.

Era una flauta, no mayor que un palmo de la niña, pero aun así perfecta hasta el último detalle. Estaba hecha en un trozo de madera de vallenwood que Flint había traído consigo desde Solace. El enano sabía que su sonido sería más dulce con esa clase de madera que con cualquier otra. Y se demostró que estaba acertado cuando Laurana se llevó la flauta a los labios. Las notas que brotaron del instrumento eran tan cristalinas como el agua que corría por el arroyo.

—¡Oh, gracias! —exclamó la pequeña, que echó a correr hacia Tanis. El muchacho se inclinó para contemplar su tesoro.

El hermano de Laurana, Gilthanas, y los otros niños elfos rodearon a Flint y le suplicaron que, por favor, mirara si había también algo para ellos en la bolsa.

—Dejad de empujarme, o me largaré de aquí en cualquier momento, ¿vale? —rezongó el enano.

Pero, a pesar de las protestas de Flint, cuando la bolsa quedó vacía, todos los chiquillos que estaban en la plaza tenían en sus manos un nuevo juguete. Eran pequeños instrumentos musicales, como la flauta de Laurana; marionetas a las que se las podía hacer bailar sobre la palma de la mano; diminutas carretas arrastradas por caballos pintados de colores; discos que subían y bajaban al tirar de una cuerda atada al dedo.

Todos los juguetes eran de madera, y cada uno de ellos había sido tallado con cariño, a la luz de la lumbre. Flint trabajaba en sus ratos libres durante un par de semanas, hasta que el nicho de la pared estaba lleno, y entonces buscaba cualquier excusa para pasar por la plazoleta. El enano jamás admitiría que no era mera casualidad que llevara los juguetes cargados al hombro cada vez que iba por allí. Si alguien le hubiera insinuado lo contrario, habría fruncido el entrecejo con enfado.

Mientras doblaba la bolsa, ahora vacía, Flint echó una ojeada en derredor para observar a los niños. Vio a Tanis, sentado a un extremo de la plaza, junto a uno de los estanques, apartado de los demás. Estaba sentado con las piernas cruzadas, con la mirada prendida en el agua; bajo la superficie se atisbaban difusas formas de peces. En medio de tanto encanto elfo, había algo en Tanis, con sus características humanas, que lo hacía afín con el enano. Los elfos eran buenas personas, pero, de vez en cuando, Flint sentía añoranza de los ratos compartidos con gente un poco menos distante. En cualquier caso, ésta era la cuarta o quinta vez que venía a la plaza, y en todas ellas Tanis se había mantenido aparte cuando los chiquillos se acercaban a recoger los juguetes. Cierto que el muchacho era algo mayor para que le llamaran la atención unas chucherías infantiles, pero aun así… Todavía no podía considerárselo un adulto. No es que Tanis hubiera mostrado desinterés, ni mucho menos. Cada vez que el enano había acudido a la plazoleta para entregar los juguetes, cuando lo buscaba con la mirada, se encontraba con los ojos almendrados, aunque no del todo elfos, pendientes de él, como si lo estudiaran. Flint hacía señas al muchacho para que se acercara, pero nunca lo hizo. Se limitaba a observarlo con aquella expresión pensativa, y después, cuando el enano alzaba de nuevo la vista hacia él, el chico se había marchado.

En esta ocasión, sin embargo, no ocurrió lo mismo. Flint metió la mano en uno de los bolsillos para asegurarse de que seguía allí el juguete que había guardado en reserva: una cerbatana.

Los otros chiquillos se habían marchado a sus casas, donde los esperaba una abundante cena de venado condimentada con salsa de frutas, o pescado rebozado, o quithpa con lonchas de pollo asado. El único que quedaba en la plazuela era Tanis. El protegido del Orador estaba sentado al borde de un estanque, con los brazos en torno a las piernas dobladas, y la barbilla apoyada en las rodillas; sus ojos de color avellana miraban con fijeza a Flint. Vestía una camisa blanca de amplios vuelos y unas polainas de piel de gamo; un atuendo con reminiscencias del de los hombres de las Llanuras, los que-shus, y por completo distinto de las túnicas vaporosas que gustaban a los elfos. El muchacho se incorporó; sus movimientos carecían de la gracilidad innata de los elfos. Tanis se apartó un mechón rojizo que le caía sobre la cara.

—Hola, Tanthalas —saludó Flint.

—Hola, maestro Fireforge —respondió el semielfo. Los dos permanecieron inmóviles, esperando, al parecer, a que el otro diera el primer paso. Por fin, Flint señaló con un ademán el estanque.

—¿Observando los peces? —preguntó. «Un inicio de conversación brillante», rezongó para sus adentros.

Tanis asintió en silencio.

—¿Por qué? —inquirió el enano.

El muchacho adoptó una expresión perpleja que dio paso a otra reflexiva. Su respuesta, cuando se produjo al cabo, fue un susurro apenas audible.

—Me recuerdan a alguien.

Esquivó los ojos. Flint asintió con un cabeceo.

—¿A quién?

—A todos los de aquí —replicó con tono áspero.

—¿A los elfos?

El semielfo inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—¿Por qué? —apremió el enano.

Tanis propinó un puntapié al musgo.

—Están satisfechos con lo que tienen. Nunca cambian. Jamás salen de aquí, salvo cuando mueren.

—¿Y tú eres diferente? —se interesó Flint.

El muchacho apretó los labios.

—Algún día me marcharé —musitó.

Flint esperaba que el semielfo añadiera algo más, pero, al parecer, Tanis había dado por terminada la conversación.

«Muy bien —pensó Flint—. Lo intentaré de nuevo. Por lo menos, esta vez no se ha escabullido en las sombras».

—¿Qué tal te fue hoy la lección de tiro con arco? —preguntó.

—Muy bien. —La voz del muchacho era monótona, y su mirada estaba prendida de nuevo en el estanque. A lo lejos, se escuchaba el parloteo y las risas de los niños—. Estaban todos. Tyresian, Porthios y sus amigos.

Si se tenía en cuenta lo que pensaban del semielfo los amigos de Porthios, el chico debía de haber pasado un mal rato. Flint intentó encontrar algo que pudiera animar al joven protegido del Orador.

—Es hora de cenar —comentó, mientras pensaba: «Brillante conversación, maestro Fireforge». ¿Qué tenía este muchacho que lo convertía en un inepto para mantener una charla normal?

Tanis esbozó una leve sonrisa y asintió en silencio. Sí, ya era la hora de cenar, desde luego. El semielfo dio unos pasos para acercarse a un peral, en el que se recostó. Flint lo intentó de nuevo.

—¿Te apetece…? —Vaciló un instante. ¿Qué se ofrecía a los niños elfos? Aunque a Tanis, con sus treinta años, se lo habría considerado un hombre joven entre los humanos, a esa misma edad un elfo distaba mucho de ser un adulto— ¿… cenar conmigo cualquier cosa?

—¿Acompañada de un poco de vino de frutas? —inquirió el semielfo.

El enano se preguntó si el joven protegido del Orador le estaría tomando el pelo. Flint había logrado tomar algún sorbo del oloroso caldo elfo sin que le produjera vómitos, aunque sólo en ocasiones oficiales, cuando la cortesía hacía imprescindible compartir con ellos su vino.

—¡Por las barbas de Reorx! —farfulló en voz baja. Tanis observó a Flint, sin que se borrara el esbozo de sonrisa de sus labios.

—No te gusta, ¿verdad? —comentó por último.

—No es que no me guste. Lo detesto.

—¿Entonces por qué lo bebes? —quiso saber Tanis.

Flint estudió al semielfo con atención. Su curiosidad parecía genuina.

—Soy forastero, y procuro adaptarme a las costumbres.

Lejos, en la distancia, se oyó una estridente risa infantil acompañada del pitido de un silbato. Por lo menos, hoy habría un padre que pensaría en Flint sin indiferencia. Tanis adopto una actitud desdeñosa.

—¿Es que intentas ser «uno de ellos»? —preguntó con un tono que rayaba en el menosprecio.

—Bueno… —Flint vaciló antes de proseguir—. Si estás en Qualinost, haz lo que hagan los qualinestis. Es lo que decía mi madre, o algo parecido.

El aire trajo el aroma a venado asado, y el estomago del enano rugió, pero Flint hizo caso omiso, a pesar de que se sentía hambriento y deseaba no haber iniciado esta conversación. La expresión del semielfo seguía siendo desdeñosa, si bien sus ojos parecían suplicar un gesto o una palabra de ánimo. Al enano se le ocurrió de repente que tal vez el desdén del muchacho no iba dirigido a él, sino a Porthios, Tyresian y los demás.

—No pierdas el tiempo, maestro Fireforge —dijo Tanis.

—¿Qué? —preguntó desconcertado el enano.

Tanis arrancó una pera medio podrida del árbol, la arrojó sobre el musgo y la aplastó con el tacón de su mocasín.

—No pierdas el tiempo —repitió—. Jamás te aceptarán. No aceptan a nadie que no sea exactamente igual que ellos.

Propinó una patada a la fruta aplastada y se alejó sin añadir una palabra más. Poco después, su figura se perdía entre los árboles.

Flint regresó despacio a su taller, cerró la puerta y guardó la bolsa vacía en el nicho. No sabía por qué, pero se le habían quitado las ganas de comer.