30

Confluencia en la torre del Sol.

Flint soltó la cuerda al chocar contra dos jóvenes álamos y después resbaló hasta frenarse en un charco de barro y musgo. Pies Ligeros se alejó otros cuantos pasos y acto seguido se detuvo para observar al enano. Flint agitó un puño en su dirección.

—¡Pedazo de… mula! —gritó.

Volvió la vista hacia el orificio de la roca, tentado de señalar el lugar con el propósito de regresar algún día y examinarlo con más detenimiento. No obstante, decidió que era mejor dejar en paz los secretos del pasado… y las sombras que acechaban en sus dominios. Mas no pudo alejar una idea de su mente.

Bajo sus pies, a gran profundidad, en las frías entrañas de la tierra, el silencio había cubierto de nuevo con un pesado manto las desiertas salas y corredores. En la oscuridad, las sombras aguardaban, como lo habían hecho durante años.

Flint escuchó el distante retumbar de tambores y toques de trompetas. Otro recuerdo acudió a su memoria: el mago arremangándose la manga para mostrarle cómo se desaguaba la bañera de palacio. El enano se había fijado en que Miral tenía en el antebrazo una pequeña cicatriz en forma de estrella.

Por último, Flint recordó a Ailea en la cocina de su casa de cuarzo rosa, la primera vez que llevó allí a Tanis para que la conociera. La anciana le había contado algunas historias acerca de los partos a los que había asistido, y había hecho mención a uno en particular que se había complicado, en el que tuvo que utilizar fórceps, que habían dejado una marca al recién nacido en forma de estrella.

Flint supo que Miral no tardaría en dar rienda suelta al rencor y la cólera acumulados durante décadas. El Orador y sus tres hijos —suponiendo que Gilthanas no estuviera ya muerto— serían asesinados. Al enano no le cabía la menor duda de que el retazo de cordura que aún quedaba en el mago, y que era el rasgo que había asomado a la superficie durante años, haciéndolo mostrarse amistoso tanto con el semielfo como con él mismo, también lo haría pronunciar un «lo siento» mientras acababa con sus víctimas.

—Conque un mago de poca monta —rezongó. Torció el gesto, y unas profundas arrugas de preocupación le surcaron el rostro.

Incluso cabalgando en la mula, no conseguiría llegar a Qualinost a tiempo. Lo que es más, no tenía ni idea de en qué zona de Qualinesti había emergido; sólo sabía que se encontraba en algún punto al otro lado de la torrentera, al oeste de la ciudad. El área le resultaba familiar. Echó un vistazo en derredor, intentando recobrar la calma. Pies Ligeros se acercó a Flint, pero el enano hizo caso omiso de ella. Frunció el entrecejo y se estrujó el cerebro. La vida del Orador pendía de un hilo.

No había posibilidad de que llegara a tiempo de evitarlo, a menos que encontrara un atajo.

¡Algo parecido al roble hueco del slamori!

Cerró los ojos e intentó evocar hasta el último detalle de aquel suceso: el pánico, la persecución del tylor, el golpeteo de los cascos de Pies Ligeros… Abrió los ojos y examinó a la mula con más interés. El animal arrancó un puñado de hierbas con un mordisco y empezó a masticar con calma a la vez que miraba al enano.

Flint se dio media vuelta. Estaba bastante seguro de que la zona donde lo había atacado el monstruoso reptil se encontraba al sudoeste de su actual posición. Si se encaminaba en aquella dirección, tal vez se topara con algo que le refrescara la memoria —o si no, la de la mula—, al resultarle familiar el paisaje. Las mulas eran de sobra conocidas por su sentido de la orientación, ya que no por su inteligencia, aliento agradable o docilidad. Flint dio un paso hacia adelante y llamó a la mula con un ademán.

—Acércate, cariño —susurró con delicadeza.

La mula siguió masticando, con una expresión desconfiada en los ojos. El enano cogió un puñado de hierba y se lo ofreció.

—¿Quieres un poco? —preguntó.

Un fugaz destello de interés cruzó las facciones del animal.

—Oh, está bien —dijo Flint, exhalando un sonoro suspiro. Se dio media vuelta y, como por casualidad, agitó el puñado de hierba sobre su hombro sano—. Has roto mi pobre y viejo corazón. —Simuló un sollozo.

Un hocico suave le rozó la nuca y le quitó el puñado de hierba de la mano. Flint se volvió con una expresión de alegría.

—¡Pies Ligeros! —Rodeó con los brazos el cuello del animal, razonando que más tarde podría bañarse, y se montó en la grupa.

Unos segundos más tarde, se dirigían al trote en dirección sudoeste.

* * *

Los guardias del puente oeste saludaron a Tanis cuando éste pasó corriendo ante ellos, oculto bajo la túnica gris de su primo.

—¡Llegas tarde, Gilthanas! —gritó uno de ellos.

Tanis se sujetó la capucha, temeroso de que con la carrera se le cayera el embozo y quedara al descubierto su identidad.

Si ocurría tal cosa, los guardias lo arrestarían, sin lugar a dudas.

Tanis siguió corriendo por las calles empedradas de Qualinost.

* * *

Miral estaba de pie, al borde del área central de la Torre del Sol, con una actitud circunspecta. El mosaico que representaba el cielo nocturno y diurno se encumbraba ciento ochenta metros sobre su cabeza; las paredes de mármol reflejaban la luz de cuatrocientas antorchas y la del sol, proyectada por los incontables espejos incrustados en los muros. La sala empezaba a llenarse de nobles. Lord Litanas se encontraba al pie de la tribuna. Selena, cuyos cabellos tenían un tono rubio mucho más claro que la última vez que el mago la había visto, miraba al nuevo consejero con una expresión de arrobo en sus ojos violetas, desde su posición cerca de la entrada a la sala. No dirigió una sola mirada a Ulthen, que se había quedado en la parte de atrás, con una actitud melancólica.

Lord Tyresian, quien, al parecer, había encontrado a alguien que le arreglara la espada ceremonial que ahora colgaba a su costado, estaba situado junto a Laurana, cerca de la tribuna. Sin prestar atención al noble, la princesa dirigía continuas miradas en derredor con gesto inquieto.

Como uno de los coordinadores del Kentommen, Miral había sido quien había decidido el sitio que cada noble debía ocupar, insinuando que se limitaba a cumplir la voluntad del Orador. La posición de Laurana la situaría cerca de Porthios y de Solostaran cuando desencadenara su magia, musitó para sus adentros Miral.

Era una pena que Lauralanthalasa hubiera rechazado su petición de matrimonio. Habría significado un gran cambio en los planes que tenía para ella. De hecho, había retrasado este momento durante años esperando que alcanzara la edad adecuada para declarársele y que ella le entregara su amor. Habría perdonado la vida del Orador por Laurana; se preguntó si tal vez debió decírselo. A las mujeres les encanta saber que sus pretendientes renunciarían incluso al mundo entero por conquistar su amor. En el caso de Laurana, aquello se acercaba mucho a la verdad; sí, quizá debió decírselo.

—Un mago de segunda fila —dijo roncamente para sí mismo, y luego se echó a reír. Poseía una gran magia desde que era un niño…, desde que se reunió con la Gema Gris de Gargath en las cavernas.

Miral se movió hacia la parte derecha de la tribuna, en dirección a la escalera que subía en espiral entre la pared interior de mármol y la exterior de oro. Cualquiera que se hubiese fijado en él, habría imaginado que el elfo que había colaborado en la coordinación del Kentommen de Porthios procuraba tener un panorama mejor del desarrollo de la ceremonia desde la segunda balconada, situada por encima de la que ocupaban los músicos. No obstante, la multitud no lo vería cuando desatara la magia que abriría el techo de la Torre y dejaría caer una lluvia de fuego desde lo alto. En cualquier caso, aunque alguien lo viera, tampoco importaría mucho.

No quedaría nadie vivo para contarlo.

Remontó despacio los escalones, e hizo una pausa para recobrar el aliento. Últimamente, estaba más debilitado. Aunque no quisiera admitirlo, la muerte de Xenoth por medio de la magia le había agotado muchas energías. Pero la caza del tylor había sido una oportunidad espléndida, puesto que el viejo consejero lo había amenazado con revelar cuanto sabía de él. Había sido fácil convencerlo de que guardara silencio unos cuantos días más con la promesa de grandes riquezas y favores. Estúpido viejo entrometido. Y también la partera, aunque la verdad es que había sentido tener que matarla. El mago había confiado en que los nobles achacaran la muerte de Xenoth a la magia del tylor, pero entonces vio a Tanis apuntar a la bestia con una segunda flecha, que, como todas las demás, estaba bajo los efectos del encantamiento que había realizado la noche en que entró en el taller de Flint. Entonces vio la oportunidad que se le presentaba de confundirlos a todos. Había sido sencillo ordenar a la flecha encantada que volara hacia el pecho del consejero.

Qué pena que los nobles reunidos en la Torre no vivieran para saber lo inteligente que era, pensó Miral.

* * *

Las hojas y las ramas azotaban el rostro de Flint, quien azuzaba a Pies Ligeros mientras cruzaban el bosque. Hacía media hora que cabalgaban y, aunque el enano había tenido la vaga sensación de reconocer ciertos detalles —por ejemplo, una peculiar yuxtaposición de una roca y un roble—, todavía no estaba seguro de saber dónde se encontraba.

Pies Ligeros, sin embargo, parecía dirigirse hacia una meta precisa, y si bien a Flint no le gustaba confiar la situación al arbitrio de una mula, cabezota y enamoradiza, era la única alternativa que tenía en ese momento.

* * *

El asesino tenía que ser Tyresian, pensó Tanis mientras corría. El semielfo ya no hacía el menor intento de disimular la espada que llevaba bajo la túnica y que le golpeaba las piernas. Los elfos con los que se cruzaba en la calle, de acuerdo con lo establecido en el Kentommen, apartaban los ojos a otro lado para no mirarlo. Por si acaso, no obstante, continuó con la capucha echada sobre el rostro.

Tal vez fuera Litanas, agregó para sus adentros Tanis. El joven caballero elfo, quien había celebrado su propio Kentommen el año pasado, había ganado mucho con la muerte de Xenoth, ya que había ocupado el puesto del viejo consejero, además de alcanzar un compromiso de matrimonio con la acaudalada Selena. Y, tal vez, Ailea había descubierto algo que relacionaba a Litanas con la muerte de Xenoth.

Tal conclusión era desalentadora y espantosa. Tanis carecía de la información suficiente para deducir quién había planeado las muertes de Xenoth y Ailea y había atentado contra la vida de otras dos personas: Gilthanas y él mismo. Todo cuanto sabía era que el intento de acabar con Gilthanas confirmaba la teoría de Flint: Porthios, el Orador y Laurana corrían un grave peligro.

Haciendo caso omiso de su jadeante respiración y el ardor de los pulmones, siguió corriendo.

* * *

Era el mismo claro. Flint estaba seguro. El mismo peñasco enorme, el mismo paraje boscoso. Los árboles yacían en el suelo, hechos astillas, y el sendero estaba pisoteado. Tanto los árboles como la roca estaban señalados con las marcas de los latigazos de la cola de la bestia.

Había encontrado el claro donde el tylor lo había atacado la primera vez.

Desde allí, esperaba, podría hallar el slamori.

Ojalá llegara a tiempo. Ojalá recordara todo lo que había hecho para abrir el slamori aquel día.

* * *

Miral contempló a la asamblea desde lo alto de la desierta balconada. Sus claros ojos centellearon.

Vio el cabello dorado de Laurana, reluciente con la luz de las antorchas, y, por un instante, sintió una profunda tristeza…, por encima de lo que tenía que hacer, por encima de lo que había hecho, por encima de lo que la Gema Gris le había ordenado hacer. La serie de asesinatos había empezado con el de Kethrenran Kanan, hermano del Orador, cincuenta años atrás. Miral fue quien, por mediación de la magia, indujo a los salteadores humanos para que atacaran a Kethrenan y a su esposa, Elansa, y, si bien Miral no había blandido las espadas que sesgaron la vida de Kethrenan, fue obra suya, un acto dictado por la envidia.

Aquélla fue la primera vez que se valió de humanos para llevar a cabo sus propósitos; y la última, ya que habían resultado demasiado imprevisibles para su gusto. Les había dicho que mataran también a Elansa. En lugar de ello, llegó a tiempo de verla tendida inconsciente en la calzada, en tanto que los salteadores discutían sobre quién de ellos iba a matarla. Asaltado por una súbita compasión que lo cogió de sorpresa, les ordenó que devolvieran a Elansa el medallón de acero que le habían quitado y que la dejaran en paz.

Sabía, desde luego, todo lo relativo a la Gema Gris, en la que tenía cabida tanto el mayor bien como el mayor mal. Desde su infancia, había experimentado en sí mismo un movimiento pendular idéntico hacia lo uno y lo otro. En el mismo cuerpo coexistían dos personas: la que podía ordenar la muerte de un elfo, y la que sentía afecto por el hijo de la esposa violada de su víctima. Y que luego podía acabar con la vida de aquel niño cuando se hizo mayor.

Un movimiento en la sala atrajo su atención y se inclinó sobre la barandilla. Los tambores retumbaron, acompañados por el toque de trompetas; la ceremonia había llegado al momento en que Gilthanas, vestido con la tradicional túnica gris, debía penetrar en la sala de la Torre del Sol, encaminarse hacia la pequeña puerta situada en la parte trasera del edificio, y cruzarla para reunirse con Porthios, que lo aguardaba al final de la Yathenilara, la Senda de la Iluminación.

Ah, qué cansado estaba Miral de este infernal sentido de la tradición. Mantenían las costumbres más triviales, en tanto que la más importante, la que hacía de Qualinesti un lugar único por la pureza racial, tenía visos de perderse. Él se encargaría de… Miral alejó aquella idea de su mente para tornar su atención a los acontecimientos del momento.

Aquí se pondría punto final a la celebración, ya que Gilthanas estaba muerto.

Ésta sería la broma pesada que les destinaba a los nobles, a Porthios y, sobre todo, a Solostaran. Un último chasco antes de que murieran. El mago los imaginó a todos, expectantes, ataviados con sus mejores galas, tranquilos con la seguridad de su opulencia, de su posición social, de su convencimiento de que merecían todo ello. Se preguntarían dónde estaría Gilthanas. Por fin, se impacientarían y empezarían a murmurar y mirar a su alrededor.

De haber discurrido las cosas por su cauce normal, Gilthanas habría aguardado junto a la pequeña puerta. Así, habría dado comienzo el Kentommen propiamente dicho, en el que Solostaran se habría dirigido a la asamblea con unas frases establecidas por la traición, explicando que había perdido a su hijo adolescente en la Arboleda y que ahora no tenía heredero. Los tres Ulathi se habrían adelantado, con los rostros todavía ocultos bajo las máscaras, y habrían declamado las líneas que les correspondían en la representación. El sonido del gong habría marcado el momento en que Gilthanas debería entrar al corredor, desde el que habría enviado a Porthios al exterior, convertido ya en adulto. Porthios habría recibido de manos del Orador una copa de vino rojo, que simbolizaba su linaje y su designación oficial como heredero. Y Porthios, desde ese momento, sería considerado una persona adulta.

Miral rio por lo bajo. En lugar de toda esa rimbombante pantomima que tanto gustaba a los elfos, Miral se adelantaría, llamaría a Porthios para que saliera del corredor sagrado y se uniera a los demás, y entonces pronunciaría las palabras que sellarían todas las puertas. La ceremonia llegaría a su fin.

Al igual que sus vidas. Y, cuando hubiera concluido la matanza, él sería el Orador.

Los tambores retumbaron de nuevo. Miral se inclinó sobre la barandilla para poner en práctica sus planes, llamando a Porthios. Se quedó paralizado, mudo por la sorpresa. Gilthanas había entrado en la Torre.