5

El reto.

A la mañana siguiente, Laurana estaba en el patio cuando Tanis llegó allí con su arco, sus flechas y un humor muy acorde con el encapotado cielo gris. Miral le había dado la mañana libre, y el muchacho había decidido practicar hasta que Tyresian no encontrara nada por lo que criticarlo.

Pero estaba la hija del Orador, con un vestido verde, zapatillas recamadas con hilos de oro, y sus largos cabellos sueltos a excepción de dos gruesas trenzas que colgaban a los lados de la cara. Estaba sentada sobre el petril de un muro, balanceando las piernas, con una actitud que apuntaba la hermosa mujer que llegaría a ser, y la niña consentida que era ahora. El muchacho rezongó para sus adentros.

—¡Tanis! —lo llamó mientras saltaba al suelo de un brinco—. He tenido una idea fabulosa.

El semielfo suspiró. No sabía cómo actuar con ella. Tenía sólo diez años, y él treinta; es decir, que era una mocosa comparada con él. La diferencia de edad entre los dos era similar a la de una niña humana de cinco años con un muchacho de quince.

Sentía un gran cariño por la pequeña elfa, a pesar de que la chiquilla sabía muy bien el atractivo que ejercía sobre los demás y cómo aprovecharlo.

—¿Qué quieres, Laurana?

Estaba de pie frente a él, con los brazos en jarras, la barbilla alzada y un destello travieso en sus ojos verdes.

—Creo que deberíamos casarnos.

—¿Qué? —A Tanis se le cayó el arco. Mientras se agachaba para recogerlo, la pequeña le hizo cosquillas y, entre risas, le dio un empujón y los dos rodaron por el césped. Con actitud grave, el semielfo se puso de rodillas, la incorporó e hizo otro tanto—. Me temo que no funcionaría, Lauralanthalasa Kanan.

—Oh, vaya. Siempre que alguien me llama por mi nombre completo es que estoy en apuros —dijo con un mohín—. Aun así, pienso que deberías casarte conmigo.

Tanis se preparó para apuntar a la diana que continuaba recostada contra el alto muro de piedra, pero Laurana empezó a brincar delante del muchacho.

—Apártate, Laurana. ¿Es que quieres que te clave una flecha? Siéntate ahí —la reprendió mientras señalaba un banco a su izquierda, el mismo que habían ocupado lady Selena y los otros el día anterior. Para su sorpresa, la pequeña obedeció.

—¿Por qué no, Tanis? —inquirió enfadada, a la vez que el semielfo disparaba la primera flecha, que falló la diana y se estrelló en el muro medio metro por encima de las balas de paja y cayó al suelo.

—Porque todavía eres muy pequeña. Tanis encajó otra flecha en el arco y apuntó al blanco con los ojos entrecerrados.

Todo el mundo dice lo mismo —suspiró Laurana. La segunda flecha, por lo menos, acertó las balas de paja, si bien se hincó un metro a la derecha de la diana—. ¿Y cuando haya crecido?

—Entonces quizá yo sea demasiado viejo.

—No, no lo serás —replicó con firme terquedad; le temblaban los labios y las lágrimas amenazaban con desbordarse como las nubes tormentosas que cubrían el cielo—. He preguntado a Porthios cuánto vivimos los elfos, y me lo ha dicho. Tenemos tiempo de sobra.

—¿Le dijiste a Porthios que querías casarte conmigo? —inquirió Tanis volviéndose hacia ella.

—Desde luego —respondió con una sonrisa que le iluminó el rostro.

Ahora entendía la actitud fría con que lo trataba el heredero del Orador últimamente. No debió de gustarle lo más mínimo que su preciosa hermana fuera por ahí diciendo a la gente que quería casarse con el bastardo de palacio, pensó Tanis con amargura. Disparó sin pensarlo, y la flecha se clavó en la lona del bastidor, a pocos centímetros del centro del blanco. Otra flecha se hincó en la lona, entre la primera y la diana. Laurana había estado observando con atención.

—Muy bien, Tanis. ¿Entonces te casarás conmigo? ¿Algún día?

El semielfo se alejó hacia el muro para recoger las flechas. Cuando regresó, había encontrado el modo de acabar con aquella tonta conversación.

—Sí, Laurana —respondió—. Nos casaremos algún día.

—¡Bravo! —aplaudió entusiasmada—. Se lo diré a todo el mundo.

Se alejó corriendo y el semielfo la miró mientras salía del patio.

«Eso es, Laurana —pensó—. Ve y díselo a todos. En especial, a Porthios».

* * *

Horas más tarde, aquella misma mañana, Tanis se encontró otra vez con su «prometida» cerca de la Sala del Cielo, hacia donde se dirigía con el propósito de despejarse un poco tras varias horas de practicar con el arco.

—¡Ah, aquí estás! —interrumpió sus cavilaciones la vocecilla jadeante.

El semielfo se volvió sobresaltado, y vio a Laurana que cruzaba la plaza a toda carrera, con los vuelos del vestido recogidos hasta las rodillas. El brillante tejido verde de su vestido contrastaba con la grisácea luz del mediodía.

En los últimos tiempos, Laurana tendía más a vestirse como una mujercita que con las ropas utilizadas por los niños, más apropiadas para los juegos. Tal vez el nuevo estilo se debía al estricto decoro de la corte, si bien Laurana, a fuerza de ser sinceros, parecía dar menos importancia a las complicadas reglas de la etiqueta y protocolo social que cualquier otro elfo de rango inferior. Probablemente, había perdido aquella naturalidad al crecer, pensó con un suspiro el semielfo, que de repente se sintió muy viejo.

—Vamos, apresúrate —parloteó la chiquilla—. ¡Gilthanas ha dicho que lo vio encaminarse a la plaza!

—¿A quién?

—¡Al maestro Fireforge! —respondió Laurana, como si la sorprendiera que su primo no lo supiera.

Tanis rezongó por lo bajo. Presenciar otra sesión de intercambio entre los niños y el fabricante de juguetes no era lo que más le apetecía en ese momento, pero Laurana le agarraba la mano con firmeza y no tuvo más remedio que acompañarla.

En efecto, el enano se encontraba allí cuando llegaron a la plazuela, rodeado de alegres chiquillos; Laurana se sumo al alborotador grupo. Tanis suspiró y se quedó aparte como de costumbre, cerca de los árboles. Poco después, el enjambre de chiquillos se esparcía para experimentar con los nuevos juguetes. Laurana estaba arrobada con el regalo que le había dado el enano, un pequeño pájaro con alas de papel que planeaba al lanzarlo al aire. Tanis se metió las manos en los bolsillos y dio media vuelta para marcharse.

—¡Un momento, muchacho, quédate ahí! —dijo una voz áspera a sus espaldas. Tanis, sobresaltado, dio un respingo cuando una fuerte mano se posó en su hombro—. Ésta vez no te escapas.

El semielfo giró sobre sus talones y se encontró cara a cara con el enano. Las pupilas del maestro Fireforge relucían como si fueran dos trozos de acero pulido. Tanis no supo qué decir, por lo que guardó silencio a pesar de que sentía el corazón saltándole en el pecho.

—Veamos —comenzó el enano con voz calma—. Sé que un simple juguete no basta para que algunas personas olviden sus preocupaciones. —Lanzó una mirada pensativa a los alegres chiquillos—. Ojalá fuera así de fácil para todos. Volvió de nuevo los ojos hacia Tanis. —Pero, aunque eso no se puede cambiar, quiero darte una cosa, de todos modos.

Ofreció un pequeño paquete al semielfo, y Tanis se encontró cogiéndolo con manos temblorosas.

Sin saber qué otra cosa hacer, manipuló con torpeza la cuerda que lo ataba, y, por fin, el nudo se soltó. Miró el objeto que tenía en la mano y sintió un nudo en la garganta. Eran dos peces de madera, tallados con minuciosidad. Colgaban de unas cadenitas doradas sujetas a los extremos del aspa que formaban dos finas barras, y que iban montadas sobre una base de madera tallada de manera que imitaba el lecho rocoso de un arroyo.

—Trae —dijo con tono quedo el enano—. Déjame que te enseñe cómo funciona.

Flint empujó con suavidad el aspa, que empezó a girar. Los peces dieron vueltas y vueltas en torno a la base, balanceándose de las finas cadenas. Daba la impresión de que estuvieran nadando, libres y gráciles, sobre la palma de la mano de Tanis.

—Si te violenta recibir un juguete de regalo, considéralo como una «talla de madera» —sugirió el enano, mientras guiñaba un ojo.

—Es precioso —susurró Tanis, y una fugaz sonrisa le iluminó el semblante.

* * *

Tanis, que había colocado sobre el petril de un muro lateral la talla de madera, aguardaba en el patio de palacio aquella tarde cuando llegó Tyresian, acompañado otra vez por Selena, Ulthen y Litanas. Unos momentos más tarde, Porthios cruzaba las puertas dobles de palacio. Justo en ese momento, una gota de lluvia cayó sobre uno de los senderos que surcaban el jardín, y Tyresian, que vestía una túnica corta de color semejante a las nubes tormentosas, lanzó una mirada irritada al cielo encapotado.

—Creo que será mejor que cancelemos la clase de hoy —dijo el lord elfo, y sus compañeros, salvo Porthios, mostraron su desilusión con gruñidos.

El heredero del Orador se limitó a contemplar con actitud severa al grupo; sus finas cejas estaban fruncidas y su rostro exhibía la habitual expresión ceñuda.

—¿Qué haremos ahora para divertirnos?

Tanis escuchó las palabras susurrantes de Litanas, y vio a Selena taparse la boca con su mano enguantada para ocultar la risita. El semielfo se encogió por la humillación.

Sin embargo, no se había pasado toda la mañana disparando flechas a las balas de paja para que ahora lo dejaran con dos palmos de narices. Encajó una flecha en el arco y apuntó al blanco.

—No soy tan débil para no aguantar un poco de lluvia, lord Tyresian —declaró, con un tono deliberadamente apacible—. Mas, si no queréis mojaros, podéis poneros a cubierto. Tal vez alguno de los sirvientes encienda una chimenea para que os calentéis. Pero yo me quedo.

El rostro del elfo enrojeció desde la cuadrada mandíbula hasta la raíz del corto cabello.

—Daremos la clase —repuso con frialdad.

No llovió durante el rato en que Tanis disparó flecha tras flecha; las plumas azules y después rojas, centellearon al surcar veloces el patio. Unas cuantas flechas se estrellaron contra el muro de piedra, pero, de manera paulatina, empezaron a acertar en las balas de paja. El semielfo llegó incluso a hacer blanco cada cuatro o cinco intentonas, si bien en ninguna ocasión en el centro de la diana. Tyresian recitaba su acostumbrada letanía de críticas.

—Mantén firme ese hombro. ¡Echa más atrás el codo! Disparas como un enano gully, semielfo. Mantén ambos ojos abiertos. Supongo que querrás saber a qué distancia se encuentra la diana, ¿o no?

Por fin, Tanis, cuyo rostro transpiraba en el aire cargado de la tarde, colocó una flecha a cinco centímetros del centro de la diana. Se volvió con actitud ufana hacia Tyresian y el charlatán grupo de espectadores. Selena, con el maquillaje de los ojos estropeado por las lágrimas, se abrazaba a Ulthen sin poder contener las risas. El noble tenía la cabeza inclinada y cubría con una mano los labios de la mujer en un vano intento de amortiguar sus carcajadas. Litanas lo miraba con los ojos entrecerrados y sonreía burlón. Por el contrario, lord Xenoth, el consejero del Orador, que se encontraba de pie en el umbral de las dobles puertas, exhibía una expresión impasible. Al otro lado del grupo, Porthios no daba muestras de estar impresionado; cogió el juguete de madera de Flint e hizo girar el aspa con gesto ausente, de manera que los dos peces empezaron a dar vueltas.

—¿Y bien? —gritó desesperado Tanis—. ¿Qué tiene de malo ese tiro? ¡Casi ha dado en la diana! —Para su horror, notó que las lágrimas pugnaban por brotar en sus ojos. «Si lloro ahora— se dijo, —ya puedo ponerme en camino a Caergoth».

Porthios dejó la talla de madera sobre un banco vacío, se acercó a Tanis, y le cogió el arco de flexible madera de fresno. Una expresión mezcla de orgullo y desasosiego se plasmaba en su rostro, y, por un momento, Tanis creyó que a su primo le molestaba el giro tomado por los acontecimientos.

—Fíjate. —La voz de Porthios tenía un tono cortante. Aparentemente sin el menor esfuerzo, el elfo tensó el arco y disparó una flecha que se clavó en el blanco, partiendo en dos la de Tanis con un vibrante golpe seco de acero sobre madera y lona. Sin cruzar una palabra más con el semielfo, le entregó el arco y se dio media vuelta para marcharse. Por un breve instante, otra vez, Tanis advirtió turbación en los ojos hundidos de su primo.

—¡Pero no te has acercado a la diana más que yo! —protestó. Porthios se volvió hacia él.

Unas gotas de lluvia cayeron sobre ellos, y Tanis oyó a Selena ordenar a Litanas que le trajera una capa impermeable. Al otro lado, se escuchó el resoplido desdeñoso de Tyresian.

De espaldas a los mirones, Porthios, cuyo rostro asumió por primera vez una expresión comprensiva, alargó la mano y aferró a su primo por el brazo.

—Apunté a tu flecha, primito, no a la diana —dijo con voz queda. Sus verdes ojos, tan semejantes a los del Orador, lanzaron un cálido destello.

—¡Eso es lo que dices ahora! —gritó Tanis, a despecho de sí mismo. Apretó los puños. Una gruesa gota de lluvia cayó sobre la cabeza de Porthios y le humedeció el cabello dorado oscuro—. ¡Y yo digo que fallaste el tiro!

Más que verlo, sintió que Tyresian se acercaba a ellos y le oyó decir en voz baja:

—Ésas palabras parecen un desafío, mi señor. Veamos cómo tu fogoso amigo semihumano compite contigo. La actitud afectuosa de Porthios se desvaneció de su semblante.

—¿Me estás retando? —inquirió a Tanis con suavidad. El muchacho sintió todas las miradas clavadas en él, y tomó una decisión precipitada.

—¡Sí, te reto!

—No sería una competición justa, Porthios —intervino Ulthen desde el banco—. El semielfo apenas ha recibido instrucción. Tienes ventaja sobre él.

—Puedo vencerte, Porthios —gritó Tanis con atrevimiento.

El elfo observó con atención a su primo, y se acercó a él.

—No hagas esto, Tanis —musitó—. No me obligues a hacerlo.

Pero el semielfo estaba fuera de sí, y era incapaz de razonar.

—¡Puedo vencerte en cualquier circunstancia, Porthios! ¡Pon tú las reglas!

Una suave llovizna empezaba a empapar el patio. Porthios suspiró y examinó el césped a sus pies.

—Cuatro tiros cada uno —dijo al cabo—. Utilizaremos tu arco, Tanis.

Unos sirvientes se acercaron con pequeños doseles para que los jóvenes nobles se resguardaran bajo las tirantes lonas. Lord Xenoth se ausentó un momento y regresó poco después con una capa provista de capucha.

Tyresian se auto designó árbitro de la competición; su cabello, ahora empapado, se pegaba en torno a sus facciones angulosas, y sus orejas puntiagudas goteaban agua. Se situó entre los dos primos.

—Porthios Kanan ha establecido las siguientes reglas: Tanis Semielfo será el primero en iniciar la tanda de cuatro flechas. —Su voz de acento militar resonaba en los muros de piedra—. Una diana serán diez puntos. Acertar en cualquier otra parte circular del blanco, serán cinco puntos. Dar en las balas de paja, fuera del blanco, dos puntos. Y cualquier flecha que salga de las balas… —sonrió con sorna— restará diez puntos al arquero. —Tyresian tosió—. Y si el árbitro enferma de pulmonía con este condenado tiempo, a cada arquero se lo penalizará con cincuenta puntos, aunque esperamos que eso no ocurra. —Litanas, que acababa de regresar con dos capas, celebró la broma—. Las flechas escarlatas para Porthios, las cobalto para Tanis. Que empiece la competición.

La lluvia arreció. Algunas ramas de laurel se quebraron y cayeron al suelo. Tanis se puso en posición de tiro, y apuntó en medio del aguacero. Los espectadores, para su sorpresa, guardaron silencio, aunque lo más probable es que fuera el mal tiempo lo que calmaba el alboroto, y no un gesto de cortesía para con él. Ulthen y Litanas, con las polainas empapadas hasta la rodilla, parecían elfos marinos. Selena, que se había resguardado bajo un dosel de franjas amarillas y blancas, había salido mejor parada que sus amigos. Casi sin pensarlo, Tanis soltó la flecha, que fue a hincarse en el recuadro del blanco, como una pincelada azul sobre el fondo pardo de la lona.

—¡Dos puntos para el semielfo! —anuncio Tyresian—. El siguiente en tirar es Porthios.

El heredero del Orador, con una expresión resignada en el semblante, aceptó el arco que le tendía su primo. —Recuérdalo, Tanis. No fui yo quien quiso esto.

El semielfo sostuvo su mirada con actitud impasible, como si no se conocieran. Porthios encajó una flecha en el arco, tensó la cuerda… y Tanis se quedó paralizado por la humillación.

Porthios era diestro. Sin embargo, en esta competición, había cogido el arco al contrario y apuntaba con el brazo izquierdo. Tanis sintió que su rostro palidecía y acto seguido la sangre se agolpaba en sus mejillas. El hecho de disparar como si fuera zurdo daba a entender que Porthios podía derrotarlo sin esforzarse en ello. Su primo apenas había apuntado cuando la flecha de plumas rojas se hincó profundamente en el centro de la diana.

—¡Diez puntos para el elfo! —gritó Tyresian.

La siguiente tanda acabó con el mismo resultado, y la puntuación se puso en veinte a cuatro a favor de Porthios.

—Aún no es tarde para volverte atrás —susurró Porthios mientras le entregaba el arco a Tanis después de lograr su segunda diana. Por una vez, sus amigos guardaban silencio—. Puedo dar por terminada esta pantomima con el pretexto de la lluvia.

Sus palabras se clavaron en el semielfo como las punzantes gotas de lluvia que caían en torno a los dos contrincantes. Incluso Tyresian había buscado refugio bajo uno de los doseles. Sólo los dos primos permanecían bajo el diluvio. Tanis regresó a la línea de tiro.

En la tercera ronda, su flecha zumbó en el aire hacia el blanco… y pasó de largo, para ir a arrancar una esquirla de piedra del muro que había detrás.

—¡Menos diez! —grito Tyresian—. La puntuación queda en este momento: Tanthalas Semielfo, menos seis, con tres disparos; Porthios, veinte, con dos.

Porthios suspiró e hizo un ademán como si dijera que estaría encantado de poner punto final a la competición.

—Adelante. Dispara —dijo Tanis.

El elfo, todavía apuntando con el brazo izquierdo, empleó aún menos tiempo en este turno, y su flecha voló y se hincó a un palmo de la diana. Apenas prestó atención al anunció de Tyresian.

—Cinco puntos. La puntuación está en veinticinco para Porthios, menos seis para el semielfo.

Tanis sintió que se le tensaban los músculos de la mandíbula, y Porthios miró hacia otro lado en tanto que su primo apuntaba a la diana con más cuidado que nunca, concentrado en lo que iba a ocurrir, visualizando la flecha en el mismo centro del blanco. Tanis cerró los ojos, rogando para que los dioses estuvieran con él en esta ocasión. Pensó en las miradas despectivas de lord Xenoth, Selena y los demás, y sintió que la ira bullía en su interior. Estrechó los ojos para otear a través del aguacero, se situó en línea con la diana, y soltó la flecha.

El proyectil de plumas cobalto trazó un leve arco ascendente en el aire, y Tanis sintió que el alma se le caía a los pies.

Después, la trayectoria de la flecha descendió y se clavó con limpieza en la misma diana.

—¡Diez puntos! La puntuación está: cuatro para Tanis, veinticinco para Porthios.

Porthios rechazó el arco cuando Tanis se lo tendió. —Hagamos una pausa, semielfo. No estás acostumbrado a esta disciplina. Descansemos.

Por un instante, Tanis estuvo a punto de dejarse vencer por la afectuosa comprensión que de nuevo afloraba a los ojos verdes de Porthios. De repente, el muchacho fue consciente de cuanto lo rodeaba: el olor fresco del césped mojado, el aroma de las manzanas caídas al pie de un árbol cercano, el débil piar de un gorrión resguardado de la lluvia entre las ramas de un abeto. Entonces Tyresian habló:

—Quizá debiste elegir otra disciplina más «humana» para competir que el arco, semielfo.

Tanis sintió renacer la ira.

—Dispara, Porthios —espetó—. O date por vencido. Su primo, obviamente cansado de la charada, alzó los brazos y sin apenas dedicar una mirada al blanco, hizo lo que Tanis le pedía. La flecha se clavó a más de diez pasos de la diana.

—Resultado final: Porthios, con quince puntos, es el ganador. Un total de cuatro puntos para el semihumano que intentó demostrar su pericia en una disciplina elfa —dijo Tyresian con frialdad, y giró sobre sus talones para dirigirse a palacio.

Incluso Selena y Litanas dieron un respingo ante las corrosivas palabras de Tyresian, pero fueron en pos de él hacia las puertas, que brillaban opacas a través del gris aguacero. Sólo Ulthen protestó:

—Eres injusto, Tyresian. El muchacho hizo cuanto pudo.

—Pero no fue suficiente, ¿verdad? —replicó el lord elfo con suavidad.

Mientras el grupo abandonaba el patio, Porthios se adelantó y quedó frente a Tanis con actitud vacilante, sin que al parecer reparara en la violencia del aguacero que había doblado tres ramas como si fueran cañas. Sus rasgos aguileños mostraban algo parecido a la compasión.

Tanis, yo… —comenzó, pero no concluyó la frase. El muchacho guardó silencio, y se limitó a agacharse para recoger el arco tirado en el suelo; luego fue hasta el muro para recuperar las flechas, azules y rojas, cuyas plumas estaban empapadas y embarradas en los charcos que se habían formado entre el césped.

Tanis —repitió Porthios, y, en esta ocasión, su semblante denotaba la firmeza que, si la dejaba desarrollarse, tendría cuando fuera el Orador.

—Quiero la revancha —lo interrumpió su primo. Porthios se quedó boquiabierto, como si no pudiera creer lo que el muchacho decía.

—¿Has perdido la razón, Tanthalas? Tienes treinta años, y yo ochenta. Ya me he sentido bastante violento con esta charada. ¡Por todos los dioses! ¿Acaso tú competirías con Laurana? Pues eso mismo es lo que ha significado esta parodia para mí.

Tanis malinterpretó, intencionadamente, sus palabras.

—Quizá tú te lo tomes a broma, Porthios. Pero para mí es muy serio. Quiero la revancha.

Porthios soltó un suspiro de resignación.

—Está lloviendo, Tanis. No me apetece competir otra vez con el arco, y…

—No hablo del arco —interrumpió el semielfo—. Sino de los puños.

—¿Qué? —bramó el elfo. Tanis casi podía escuchar el razonamiento de su primo: «Vaya métodos humanos de arreglar una disputa».

Todos los espectadores, salvo lord Xenoth, habían entrado a palacio para ponerse ropas secas y tomar un ponche. Xenoth remoloneaba en el umbral, atraído, probablemente, por el intercambio de palabras entre los dos primos y el tono cortante de sus voces. Con su cabello banco, los labios apretados, y los brazos cruzados sobre el pecho, el anciano consejero semejaba un viejo gato de pelo largo al que le faltan ya algunos dientes, pero no la curiosidad.

«Bien —pensó Tanis—. ¿Quieres tener algo que contar al Orador? Esto te servirá».

Sin cruzar una palabra más, propinó un puñetazo a Porthios en la mandíbula.

Un segundo después, el heredero del Orador yacía despatarrado sobre el barro, con una expresión de desconcierto que en cualquier otro momento habría resultado jocosa.

La lluvia había corrido los colores de su túnica de seda, y unos reguerillos amarillos, verdes y azules se deslizaban por sus brazos. Su expresión perpleja y resentida era tan evidente, que Tanis estalló en carcajadas.

… y un instante después salía disparado contra un pequeño melocotonero. Fue como si hubiera chocado de cabeza contra un puerco espín del Bosque Oscuro. Sintió los arañazos de las ramas en la cara, oyó el crujido de las pequeñas ramas a su alrededor, y notó el impacto de frutos húmedos y maduros que se precipitaron sobre él al soltarse por el impacto. Un olor a melocotones machacados le inundó las fosas nasales.

La violencia de la pelea se intensificó en pocos momentos. Porthios luchaba para defenderse, pero Tanis lo hacía impulsado por una rabia ciega. Porthios, mayor y más rápido, eludía las maniobras de Tanis. Pero la sangre humana del semielfo le daba una fuerza de la que carecía el esbelto elfo. En consecuencia, aunque los puñetazos de Porthios habían llovido sobre el semielfo en principio, no pasó mucho tiempo antes de que Tanis advirtiera que las tornas volvían a su favor.

—¡Muchachos! ¡Muchachos! —La nueva voz penetró a través de la bruma de cólera que envolvía el cerebro de Tanis.

El zumbido de los oídos cesó el tiempo suficiente para que advirtiera la presencia de lord Xenoth. El anciano consejero brincaba histérico entre ambos contendientes, y ninguno de los tres reparaba ya en el aguacero que se precipitaba sobre ellos. El tinte de la túnica de Porthios había desaparecido hasta dejar un tono verde amarillento, y la pechera estaba desgarrada desde el escote hasta el abdomen. Un hilillo de sangre escurría de la comisura de sus labios, y la hinchazón le cerraba un ojo. La vestidura de Xenoth estaba embarrada. Tanis miró sus propias ropas; un mocasín también embarrado estaba tirado junto al banco. El tono sepia de sus polainas había desaparecido bajo una capa de barro pringoso. Y el arco —el objeto que había dado pie a toda esta situación— estaba hecho trizas a sus pies. Aunque tenía la camisa salpicada de sangre, no parecía estar herido, salvo algunas magulladuras y pequeños cortes.

Entonces Tanis se quedó sin aliento. En el sendero, partida en pedazos, yacía la talla de Flint.

Mientras el jadeante Xenoth ayudaba a Porthios a entrar en palacio en tanto que chillaba: «¡Esto no quedará así, semielfo!», Tanis cayó de rodillas y recogió con ternura los fragmentos del juguete de madera. Uno de los peces había salido indemne, pero la fina cadena que lo sujetaba al aspa se había roto; la misma aspa había desaparecido. Y la base, la encantadora representación de un rocoso lecho de arroyo, se había partido por la mitad. Recogió todos los fragmentos, ya que encontró el aspa en un charco, a cinco pasos de distancia, y los envolvió en el pico de su camisa.

Tanis alzó la vista. Las puertas se cerraron con un seco golpe tras Xenoth y Porthios, y se encontró solo en el patio. La lluvia seguía cayendo.

El Orador de los Soles avanzaba a largas zancadas por el corredor; los vuelos de su túnica verde ondeaban tras él como una extraña nube tormentosa en la que el repulgo dorado semejaba el destello de un relámpago. Pero era el brillo de sus ojos lo que hacía que los sorprendidos sirvientes y cortesanos se apartaran con premura de su camino mientras recorría el palacio en dirección a los aposentos de la familia. Todos sabían por experiencia que el Orador no se dejaba llevar fácilmente por la ira, pero que, los dioses ampararan a aquellos infortunados que se ponían en su camino cuando por fin se despertaba en él la cólera.

—¡Tanis! —llamó con severidad mientras abría la puerta del dormitorio del semielfo—. ¡Tanthalas!

El cuarto estaba a oscuras, pero una figura, perfilada por la luz rojiza de Lunitari que penetraba por la ventana, se movió en el lecho.

—Tanthalas —repitió Solostaran. La figura se sentó.

—Sí. —La voz semejaba plomo: pesada, inexpresiva, inconmovible.

El Orador se acercó a una lámpara y la encendió. Se volvió hacia la figura sentada en la cama, y se quedó sin aliento.

Moretones y arañazos surcaban la blanca piel del rostro y los brazos de Tanis. El muchacho cambió de postura, inhaló entrecortadamente y se llevó la mano al costado, pero al instante adoptaba una postura más erguida.

Con el paso de los años, Solostaran había aprendido a contener sus emociones y ocultarlas bajo una máscara de fría indiferencia ante la corte. Aquél entrenamiento lo ayudó ahora para mantener la serenidad mientras observaba a su sobrino adoptivo a quien tanto afecto profesaba, como si verlo con un montón de magulladuras y cortes fuera un acontecimiento diario.

El Orador siguió de pie, y su voz mantuvo un tono frío.

—A fuerza de ser sincero, te diré que Porthios ha rehusado darme una explicación de lo ocurrido. Y, al parecer, ha intimidado, coaccionado o engatusado a todos los que estaban presentes, incluso, para mi sorpresa, a lord Xenoth, para que guarden también silencio. ¿Me contarás tú lo que sucedió hoy en el patio?

El muchacho no salió de su mutismo. Agachó la cabeza y negó en silencio.

—En cierto modo, no me sorprende tu reticencia, Tanthalas —prosiguió la voz del Orador con severidad—. Y no te forzaré, aunque ello estuviera en mi mano, a que hables. Éste asunto parece ser algo que habréis de solucionar entre Porthios y tú. Pero, te diré una cosa. —Hizo una pausa—. ¿Me estás escuchando?

El joven asintió con un gesto de la cabeza, pero no alzó la vista. El Orador prosiguió:

—Bien. Entonces, atiéndeme: que no se repita algo semejante. Jamás. No consentiré que mi hijo y mi… sobrino se revuelquen en el barro, comportándose como…, como…

—Como humanos —completó la frase Tanis con voz queda. Las palabras parecieron flotar como sombras en el aire. Solostaran suspiró, buscando otro modo de expresar su idea, pero decidió que la rudeza tendría tal vez mayor efectividad.

—Ya que tú lo dices, sí. Como humanos.

El muchacho aguardó unos segundos y después asintió otra vez en silencio. Solostaran se acercó a él; Tanis tenía algo en las manos. ¿Un pez tallado en madera? Una súbita sospecha surgió en el Orador.

—No me digas que un juguete roto es la causa de todo ese jaleo —dijo.

Al no recibir respuesta del muchacho, Solostaran suspiró y se dispuso a marchar.

—Ordenaré a Miral que traiga algunos ungüentos. Procura dormir. —Su voz se tornó más afable—. ¿Quieres que te mande algo o que venga alguien, Tanthalas?

Cuando se produjo la respuesta, sonó tan apagada que el Orador apenas escuchó las palabras.

—Flint Fireforge.