PRÓLOGO

NACE Johann Christian Friedrich Hölderlin el 20 de marzo de 1770 en Lauffen am Neckar (Suabia). Es el primer hijo del administrador del «Stift» o seminario protestante de Lauffen. Muerto su padre dos años más tarde, su madre, hija de un pastor evangélico, vuelve a casarse. Tiene sólo veintiséis años. Su segundo marido, Johann Christoph Gock, consejero municipal de Nürtingen, adonde se trasladan madre e hijo, muere cinco años más tarde, en 1799. A Hölderlin le quedarán una hermana de su mismo padre, Heinrik, y un hermanastro, Karl Gock, nacido en 1776. Su madre siguió viviendo en Nürtingen hasta su muerte, en 1828.

En 1784 Hölderlin, destinado a una carrera teológica, ingresa en un colegio preparatorio para el seminario, en Denkendorf, a algunos kilómetros de Nürtingen. Estudia hebreo, latín y griego, y descubre a sus primeros poetas: Klopstock y Schiller. Escribe allí también sus primeros poemas.

En octubre de 1786 ingresa, junto con el resto de su clase, en el seminario de Maulbronn. Allí hace amistad con Inmanuel Nast y se enamora de su prima, Louise Nast, hija del administrador del seminario. Siguen las lecturas de Klopstock y Schiller, a las que se añaden Schubart, Yonng, Wieland y, sobre todo, Ossian.

En 1788 Hölderlin entra como becario, por cinco años, en el seminario de Tübingen. Rompe con Louise Nast y se enamora de la hija de un profesor, Elise Lebret, aunque por poco tiempo. Con sus amigos Magenau y Neuffer funda una «Liga de los poetas».

En 1789, cuatro meses después del estallido de la revolución francesa, el duque Carlos Eugenio, a cuya jurisdicción pertenece el seminario, advierte a los estudiantes, entre los cuales hay corrientes de republicanismo, que se atengan «al más severo orden y legalidad». Los seminaristas leen a Kant y Rousseau y se entusiasman con la revolución del país vecino. Entre sus compañeros están Hegel y Schelling, con los que Hölderlin hace amistad a partir de 1791.

Hölderlin lee a Platón, y su mente se aparta cada vez más de la fe protestante, al tiempo que se afirma su vocación poética. Compone numerosos poemas, entre ellos los llamados Himnos de Tubinga, bajo la influencia de Schiller, aunque con un tono ya personal.

En 1793, cumplidos los veintitrés años, sale del seminario provisto de la licencia que le permite ejercer el ministerio evangélico. Pero en contra de la opinión de su madre, decide no ejercer su carrera y emplearse como preceptor para subsistir económicamente.

Hölderlin, recomendado por sus amigos Staudlin y Hegel, visita a Schiller, famoso ya en toda Alemania a los treinta y cuatro años, y éste le consigue una plaza de preceptor para ocuparse del hijo de Charlotte von Kalb, en Waltershausen. En 1794 acompaña a su alumno en un viaje a Weimar, y empieza a trabajar en el Hiperión. Pronto debe abandonar su puesto de preceptor, dada la imposibilidad de influir realmente sobre su alumno, que es un niño muy difícil. Hölderlin se instala en Jena, uno de los principales centros intelectuales del país, donde asiste a los cursos de Fichte. En noviembre, Schiller le publica un fragmento de Hiperión en su revista «Thalia».

El año siguiente, 1795, falto de recursos, debe volver a Nürtingen, con su madre, y allí sigue trabajando en el Hiperión. Su amigo Sinclair acaba por encontrarle un trabajo en Frankfurt, en casa del banquero Gontard, nuevamente para ocuparse de los niños. La esposa, Susette Gontard, casada desde hacía diez años y madre de cuatro hijos, se convierte pronto en el gran amor de Hölderlin, amor que es correspondido. Hölderlin la llamará en su obra «Diotima». Este mismo año, a pesar de su trabajo y de los viajes que debe efectuar con la familia Gontard a causa de la guerra contra los franceses, consigue finalizar su Hiperión. En 1797 aparecerá publicada la primera parte por el editor Cotta y, dos años más tarde, la segunda.

También en 1797 es visitado por Hegel, a quien ha conseguido un puesto de trabajo en Frankfurt. En agosto, último encuentro con Goethe, a quien había conocido con anterioridad en Weimar por intermedio de Schiller. Al contrario que este último, Goethe no tendrá nunca en demasiada estima la obra de Hölderlin.

En septiembre de 1798 debe abandonar la casa de los Gontard. Susette le escribirá poco después de su partida: «Es como si mi vida hubiera perdido todo significado; sólo por el dolor sigo notando su existencia». Susette y Hölderlin consiguen entrevistarse varias veces en secreto en Frankfurt, hasta que finalmente el poeta se traslada a Homburg, por consejo de Sinclair, quien le introduce allí en el círculo de sus amigos republicanos. Este año y el siguiente es frecuente la actividad política de Hölderlin con sus nuevos compañeros. Trabaja en su tragedia Empédocles. Al aparecer, en septiembre, el segundo tomo de su Hiperión, le envía un ejemplar a Susette Gontard con la dedicatoria: «¿A quién sino a ti?». Fracasa en su tentativa de lanzar una revista intelectual y literaria. La mayoría de las cartas que dirige a los «grandes nombres», Schelling, Schiller, Goethe, no obtienen respuesta.

En 1800, un grupo de amigos, en especial el comerciante Landauer, le invitan a Stuttgart, donde tiene así tiempo para dedicarse con intensidad a la poesía. Nacen de esta manera algunos de sus grandes poemas. Empieza asimismo a traducir a Píndaro, que ejercerá una gran influencia sobre sus Cantos. A fines del año acepta otro puesto como preceptor en Hauptwil, Suiza, adonde llega en enero de 1801. No se sabe por qué razones, en abril abandona su trabajo y vuelve a Nürtingen, con su madre, y allí trabaja ininterrumpidamente en su obra poética.

En enero de 1802 comienza un nuevo trabajo también como preceptor, esta vez en Burdeos, en casa del cónsul de Hamburgo. Se desconocen por completo las circunstancias de este viaje, pero Hölderlin vuelve a abandonar su puesto en abril. Ya el año anterior habían aparecido los primeros síntomas de su enfermedad: la locura. El 4 de diciembre había escrito a un amigo: «En la actualidad temo acabar sufriendo la suerte de Tántalo, que recibió de los dioses más de lo que podía digerir».

Tras dejar su trabajo en Burdeos visita París, y desde allí se dirige a casa de sus amigos en Stuttgart. En julio recibirá allí una carta de Sinclair comunicándole la muerte de Susette Gontard el día 22 del anterior, en Frankfurt. Hölderlin tardará casi un mes en llegar, andando, a casa de su madre. En Nürtingen, su aspecto es casi irreconocible. Él explicará de sí mismo que fue «golpeado por Apolo».

Tras un período de gran violencia, su locura se calma. En septiembre, Sinclair le lleva de viaje a Regensburg y Ulm. A la vuelta, escribe “El único” y “Patmos”, dos de sus obras maestras.

Prosigue intensamente su actividad poética en 1803. Sinclair entrega al landgrave de Homburg el manuscrito de “Patmos”, que Hölderlin le dedica. Acaba sus traducciones de Sófocles, de cuya edición se hace cargo Wilmans en Frankfurt, y que aparecerán al año siguiente; corrige poemas y odas antiguos, trabaja en otros nuevos, etc. Sin embargo, Schelling, que le visita en junio, queda muy afectado por su aspecto descuidado y por el «deterioro» de su espíritu.

En 1804, y gracias a las gestiones de Sinclair, el landgrave de Homburg le ofrece a Hölderlin la plaza de bibliotecario de la corte. Hölderlin entra a trabajar en la biblioteca de palacio. Frecuentes crisis mentales.

En 1805 un médico que le visita declara sobre su estado de salud: «Su locura se está convirtiendo en frenesí, y es imposible comprender su lenguaje, que parece una mezcla de alemán, griego y latín». Por fin, en 1806, su estado mental, y también ciertos cambios políticos en la corte de Homburg, hacen que el landgrave prescinda de sus servicios. Sinclair lo interna en una clínica de Tübingen, pero su estado no mejora.

En el verano de 1807, un ebanista de la misma ciudad, llamado Zimmer, entusiasmado con la lectura del Hiperión, visita a Hölderlin en la clínica y decide llevárselo a vivir a su casa, junto al Neckar. Allí permanecerá el poeta hasta su muerte, que no llegó hasta 1843, siempre apreciado por la familia del ebanista, incluso tras la muerte de éste, y en un estado de locura pacífica que no le impedirá seguir escribiendo poemas en los que, a menudo, se advierte una cierta incoherencia, pero no exentos en ningún caso de un fuerte arranque poético. También toca y compone música al piano y da largos paseos por los parques y los alrededores de la ciudad, con aspecto infantiloide, de «niño grande», con frecuencia perseguido y molestado por los estudiantes.

De vez en cuando recibirá visitas de viejos amigos o de gentes que acuden por curiosidad al ir extendiéndose su fama. Él les dará tratamiento de «alteza serenísima», «excelencia», «majestad», etc., y se dirigirá a ellos como «Scardanelli», voluntariamente olvidado de su personalidad de Hölderlin, y siempre actuando y hablando con una mezcla de lucidez y locura que desconcertará a sus visitantes.

Permanecerá, sin embargo, siempre fiel a su Hiperión, que recitará a menudo en voz alta y del que leerá pasajes a sus visitantes.

Como Baroja, que en su vejez preguntaba a quienes le llevaban libros para que se los dedicara: «¿Cómo quiere que le ponga: querido amigo o estimado amigo?», así también «Scardanelli», que no conseguirá coordinar una conversación bien hilada, pero que asombrará siempre a sus visitantes por algún rasgo de genialidad, preguntará a quienes solicitan de él un poema delicado: «¿Sobre qué quiere que se lo escriba: sobre las estaciones, sobre Grecia, o prefiere un pensamiento poético?».

Pronto reivindicaron su obra los románticos. En 1822 se reeditará su Hiperión; en 1826 aparecen por primera vez en un volumen sus Poesías, que volverán a publicarse en 1843 junto con una biografía del autor.

Este mismo año, sin apenas consciencia de su fama ni del cada vez mayor reconocimiento de su obra, totalmente alejado del mundo, muere en Tübingen Friedrich Hölderlin «dulcemente, sin haber sostenido una lucha especial con la muerte».

Tras una etapa de olvido, en la que se perdieron muchos manuscritos y papeles suyos, a finales de siglo volvió a interesar su obra a los lectores, y ya en el nuestro ha pasado a ocupar el lugar qué se merece: uno de los primeros no sólo en la literatura alemana, sino también en la universal. Sin la existencia de su obra, en especial de Hiperión, serían inconcebibles obras como la de Nietzsche o la de Hermann Hesse, por citar sólo dos nombres capitales en la historia del pensamiento y de la literatura.

Del autor de Hiperión dijo Luis Cernuda: «Hölderlin, con fidelidad admirable, no fue sino aquello a que su destino le llamaba: un poeta. Pero ahí nadie le ha superado en su país, ni en otro país cualquiera». Hablaba Cernuda, al tiempo que del poeta alemán, de su propia experiencia, pues no otro fue su destino. Por eso sabía que ser poeta, ser auténticamente poeta, no ha querido decir nunca andar por las nubes, «puro», alejado del mundo. La cárcel, el exilio y la muerte habían hecho demasiada mella entre los poetas españoles de su tiempo para que a uno de ellos, lejos de su tierra, se le ocurriera pensar en la pureza o la neutralidad del poeta. Era la fidelidad de éste, de Hölderlin, a su destino —fidelidad que, en definitiva, le había llevado a la locura, muerte del alma— lo que admiraba Cernuda. Esa entrega incondicional del poeta a no se sabe qué fuerzas que hablan por su boca y dictan y ordenan las palabras de sus poemas. Porque Hölderlin fue, sin duda, uno de los casos más claros de entrega de un ser a esas fuerzas ocultas cuyos productos solemos denominar arte. Como Van Gogh, como Artaud, como tantos alucinados a los que una tensión infinita ha llevado a la locura.

También Heidegger da una opinión en parte similar cuando afirma: «Hölderlin no se ha escogido porque su obra, como una entre otras, realice la esencia general de la poesía, sino únicamente porque está cargada con la determinación poética de poetizar la propia esencia de la poesía. Hölderlin es para nosotros en sentido extraordinario el poeta del poeta. Por eso está en el punto decisivo». Sin embargo, al insistir en esa absoluta pureza de la «poesía de la poesía» y del «poeta del poeta», Heidegger caracteriza a Hölderlin de una manera con la que el propio Hölderlin, muy probablemente, no hubiera estado de acuerdo. No en balde nos advirtió en Hiperión que «de la pura inteligencia no brotó nunca nada inteligible, ni nada razonable de la razón pura», y también que «de la nada, por sublime que sea, nunca ha nacido nada». Probablemente hubiera estado de acuerdo en añadir que de la poesía pura no brotó nunca nada poético, que ser el «poeta del poeta» es menos definitivo que ser, lisa y llanamente, el poeta. Porque el poeta es, ante todo, un hombre que poetiza, no «la cosa poetizándose en su poeticidad», por parodiar la jerga heideggeriana, y el barro y la miseria que arrastra su poesía, su apetencia de felicidad y sus sueños utópicos, son los que suministran su materia al hecho poético, la leña con que encender su fuego. Poco hubiera quedado de la poesía de Hölderlin a no ser por esa carga y esa tensión que encierra, las de un ser perpetuamente insatisfecho, siempre a la búsqueda de algo que podríamos denominar excelsitud.

Así lo ha entendido Octavio Paz cuando afirma en Los hijos del limo —y perdóneseme lo largo de la cita en honor a su claridad y a lo mucho que aporta para la comprensión de esta obra—: «El tema de Hiperión es doble: el amor por Diotima y la fundación de una comunidad de hombres libres. Ambos actos son inseparables. El punto de unión entre el amor a Diotima y el amor a la libertad es la poesía. Hiperión no sólo lucha por la libertad de Grecia, sino por la instauración de una sociedad libre; la construcción de esta comunidad futura implica asimismo un regreso a la poesía. La palabra poética es mediación entre lo sagrado y los hombres y así es el verdadero fundamento de la comunidad. Poesía e historia, lenguaje y sociedad, la poesía como punto de intersección entre el poder divino y la libertad humana, el poeta como guardián de la palabra que nos preserva del caos original: todas estas oposiciones anticipan los temas centrales de la poesía moderna». La palabra poética no es un «en sí», sino una «mediación entre lo sagrado y los hombres», o entre los hombres y sus sueños. Hiperión, es decir, Hölderlin, quiere construir en este mundo su ideal de belleza y de felicidad.

Y lo construye con palabras, aunque quisiera verlo alzarse en la realidad, pero sus palabras son ya, al mismo tiempo, una nueva realidad, la poética, cuya integración en la totalidad no deja de modificarla, en una interrelación en la que la palabra ejerce el papel de puente entre lo deseado y lo existente, entre la realidad y el deseo.

Julio Cortázar, en Prosa del observatorio, nos recuerda que «Thomas Mann dijo que las cosas andarían mejor si Marx hubiera leído a Hölderlin», pero complementa esta opinión con otra, sólo en apariencia antitética: «Yo creo con Lukacs que también hubiera sido necesario que Hölderlin leyera a Marx». Es el mismo dilema que los surrealistas intentaron compaginar. La síntesis entre el «cambiar el mundo» de Marx y el «cambiar al hombre» de Rimbaud.

Esta disyuntiva, estos caminos divergentes que buscan, en el fondo, un mismo cambio sustancial, los hace coincidir Peter Weiss en su obra teatral Hölderlin. Allí, en el escenario, se encuentran quienes nunca se encontraron en la vida real, y Peter Weiss engarza los afanes y esperanzas utópicos del autor de Hiperión con las primeras preocupaciones intelectuales del joven Marx, que habría proyectado en su voluntad revolucionaria ese anhelo de renovación de la totalidad que Hölderlin expresaba haciendo decir a su Hiperión: «¡Que cambie todo a fondo! ¡Que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo! ¡Que una nueva deidad reine sobre los hombres, que un nuevo futuro se abra ante ellos! En el taller, en las casas, en las asambleas, en los templos, ¡que cambie todo en todas partes!». Marx sería así quien habría tomado sobre sí la tarea de hacer realidad lo que el poeta soñó.

Pero Hölderlin sabía también que «siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno». Por eso su reino fue el de las palabras, aunque quizá también por eso, éste le llevó al de la locura. Porque «el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona», y esta desgarradura, esta radical impotencia frente a la impenetrable realidad, es la que ha llevado tantas veces a los más lúcidos al reino de las sombras. Hölderlin, como poeta integral, es un profeta que marca los caminos visionarios del futuro. Siempre impulsado por el amor, porque «el hombre, cuando ama, es un sol que todo lo ve y todo lo transfigura».

Hölderlin, el soñador, el «original», el loco, es la más auténtica voz de su época, y por eso nos sigue llegando con la vigencia de lo imperecedero, porque nos habla de lo aún no hecho, de lo que quizá nunca pueda llegar a ser, de esa proyección en el futuro y en el vacío que ha engendrado siempre las más bellas obras de la mente humana. Hölderlin sigue vivo en su palabra, que es la eterna palabra de los hombres.

Respecto a la traducción, debo decir que me he enfrentado con este texto, de alguna manera, como si se tratara de un texto «sagrado». Y creo que así debe ser, porque al lenguaje de quien hizo de la palabra una vocación profunda, religiosa, hay que acercarse como a un hecho religioso, cuya transcripción exige toda la fidelidad posible. Quizá el castellano se resienta de ello en algún momento, pero creo que, en su terminología, que tanto tiene de filosófica, Hölderlin era tan exacto como puedan haberlo sido Kant, Hegel, Marx, Heidegger o Bloch en sus diferentes tratamientos del idioma alemán, y ello exige, en cada uno de estos casos, traducciones castellanas diversas, en las que forzosamente ha de notarse la influencia del idioma original.

He procurado, al mismo tiempo, respetar cuanto de poético tiene esta prosa, su ritmo, su cadencia, sus tonos, siempre en la medida de lo posible en otro idioma, y debo confesar que en ocasiones una profunda simpatía por el texto me ha llevado a una integración con él tanto en sus aspectos significativos como formales. Se trata de pasajes de cuya transcripción he quedado especialmente contento.

Otros, sin embargo, se han rebelado contra su trasvase al castellano, y mi labor ha tenido que limitarse a hacerlos, al menos, todo lo comprensibles de que he sido capaz, respetando al mismo tiempo la ambigüedad que en muchas ocasiones caracteriza el empleo de determinados términos por Hölderlin.

Es decir, he procurado ponerme, con mejor o peor fortuna, según los casos, enteramente al servicio de un texto que considero capital en la literatura contemporánea y que no era accesible al lector en castellano. De un texto profundamente lúcido, cuya lucidez cobra un valor aún mayor cuando sabemos que condujo a quien la poseía a la terrible y definitiva lucidez de la locura.

JESÚS MUNÁRRIZ

Pozuelo de Alarcón, enero de 1976

Para la decimotercera edición de este libro, en 1992, se volvió a componer el texto, eliminando algunas deficiencias y erratas advertidas en anteriores impresiones. Por motivos técnicos, ha vuelto a componerse y a revisarse en 1998, aunque respetando a plana y renglón la edición del 92, a cuya paginación se remitían los trabajos sobre Hiperión editados con posterioridad.

Éstos son, en concreto, el de Anacleto Ferrer, La reflexión del eremita. Razón, revolución y poesía en el Hiperión de Hölderlin, y el de Helena Cortés Gabaudan, Claves para una lectura de Hiperión. Filosofía, política, ética y estética en Hölderlin, ambos publicados por esta editorial, y que recomiendo vivamente a cuantos pretendan comprender mejor y profundizar en la lectura de este libro. Si hubieran existido cuando yo lo traduje, hace más de veinte años, me hubieran ahorrado un prólogo como el anterior, que a su lado desmerece. Sólo me consuela pensar que mi traducción y la editorial a la que dio origen, con su vocación hölderliniana, han contribuido a fomentar y dar a luz sus trabajos e investigaciones.

J. M.

Madrid, enero de 1998