LIBRO SEGUNDO

HIPERIÓN A BELARMINO

VIVO ahora en la isla de Áyax, en la querida Salamina. Amo esta parte de Grecia por encima de todas las cosas. Lleva los colores de mi corazón. Se mire a donde se mire, siempre se encuentra enterrada una alegría.

No obstante, uno está siempre rodeado también por mucho de amable y de grande.

En la ladera de la montaña me he construido una cabaña con ramas de lentisco y he plantado alrededor musgo y árboles, tomillo y toda clase de arbustos.

Allí paso mis horas más queridas, allí me siento tardes enteras y miro hacia el Ática hasta que el corazón, finalmente, me late demasiado fuerte; entonces tomo mis pertrechos, bajo a la bahía y me dedico a pescar.

O también leo allá arriba algún texto sobre la antigua y magnífica batalla naval que desencadenó antaño en Salamina su tumulto, salvaje pero sabiamente mandado, y me alegro del espíritu que pudo dominar y domar, como un jinete a su caballo, el furioso caos de amigos y enemigos, y me avergüenzo interiormente de mi propia historia guerrera.

O miro al mar y reflexiono acerca de mi vida, sus altibajos, su felicidad y su tristeza, y mi pasado suena a menudo en mí como un rasgueo en el que el músico recorre todos los tonos y mezcla entre sí, con un orden oculto, disonancia y armonía.

Hoy es todo tres veces más hermoso aquí arriba. Dos amables días de lluvia han refrescado el aire y la tierra, mortalmente cansada.

El suelo se ha vuelto más verde; más abierto el campo. Los dorados trigos, mezclados con las alegres centáureas, se extienden hasta el infinito, y de las profundidades del bosque se alzan, serenas y claras, mil cumbres esperanzadas. Tierna y enorme, atraviesa el espacio cada línea de las lejanías; como gradas suben los montes hacia el sol, escalonados unos tras otros. Todo el cielo está puro. La luz blanca sólo ha sido exhalada en el Éter y, cómo una nubecilla plateada, atraviesa la tímida luna el claro día.

HIPERIÓN A BELARMINO

Hace tiempo que no me sentía como ahora.

Como el águila de Júpiter el canto de las musas, escucho en mí la maravillosa e infinita armonía. Sin inquietudes en los sentidos ni en el alma, fuerte y alegre, con una sonriente seriedad, juego en mi espíritu con el destino y sus tres hermanas, las sagradas parcas. Lleno de una juventud divina, se alegra todo mi ser de sí mismo, de todo. Como el cielo estrellado, estoy a un mismo tiempo quieto y en movimiento.

He esperado mucho tiempo que llegara esta época de fiesta para volverte a escribir una vez más. Ahora soy lo bastante fuerte; así que déjame contarte.

En medio de mis días más sombríos me invitó un conocido de Calauria a que subiera a visitarle. Debía ir hasta sus montañas, me escribió; allí se vivía con mayor libertad que en cualquier otro sitio y también allí florecían, en medio de los pinares y el arrastre de las aguas, bosques de limoneros y palmeras, y bonitos arbustos y mirtos, y la sagrada vid. Había construido en lo alto de la montaña un jardín y una casa; gruesos árboles le daban sombra y frescos vientos la rodeaban en los abrasadores días del verano; como cuando un pájaro se encarama a la copa del cedro, se veían desde allí en la profundidad los pueblos y las verdes colinas, y también los apacibles rebaños que, como niños, se agrupaban en torno a la soberbia montaña y se nutrían de sus espumeantes arroyos.

Cuando me embarqué, hacía un cálido y azul día abrileño. El mar estaba extrañamente hermoso y puro, y el aire, ligero, como en regiones más altas. Dejaba uno la tierra tras de sí, yendo en aquella balanceante barca, como una comida costosa cuando se alcanza el vino sagrado.

En vano se resistía mi espíritu tenebroso al influjo del mar y del aire. Acabé entregándome, no pregunté nada sobre mí ni sobre los otros, no busqué nada, no pensé en nada, me dejé acunar por el bote medio en sueños y me imaginé que iba en la barca de Caronte. ¡Ah, qué dulce es beber así de la copa del olvido!

A mi alegre barquero le hubiera gustado hablar conmigo, pero yo me expresaba con monosílabos.

Me señalaba con el dedo y me mostraba a derecha e izquierda las islas azules, pero yo no miraba mucho tiempo, y de inmediato volvía a mis queridos sueños propios.

Finalmente, cuando me mostró las tranquilas cumbres a lo lejos y dijo que pronto estaríamos en Calauria, puse más atención y todo mi ser se abrió al maravilloso poder que jugaba conmigo de manera a la vez dulce, tranquila, e inexplicable. Con los ojos muy abiertos, asombrado y contento, miraba al frente, a los secretos de la lejanía, el corazón me latía con prisa, y la mano se me escapó y apretó, bruscamente amistosa, el brazo del barquero… «¿Así que eso es Calauria?» exclamé. Ello hizo que me mirara, y yo mismo no sabía qué hacer conmigo.

Saludé a mi amigo con gran cariño. Todo mi ser estaba lleno de dulce inquietud.

Aquella misma tarde quise recorrer una parte de la isla. Los bosques y valles secretos me atraían indescriptiblemente, y el día agradable hacía que salieran al exterior todos los seres.

Era evidente que todo lo que vive aspira a más que a comida diaria, que también los pájaros y los demás animales tienen sus fiestas.

¡Era fascinante ver todo aquello! Como cuando la madre zalamera pregunta quién de los que le rodean es su preferido y todos los hijos se precipitan en su seno y hasta el más pequeño alza los brazos desde la cuna, así volaba y daba saltos y tendía al aire divino todo lo viviente, y escarabajos y golondrinas, y palomas y cigüeñas se agitaban entremezcladas en una jubilosa confusión igual en los abismos que en las alturas, y aquellos a quienes la tierra retenía convertían en vuelo su paso, el caballo saltaba bramando los fosos y el corzo las cercas, y del fondo del mar subían los peces y saltaban sobre la superficie. A todos les penetraba el aire maternal hasta el corazón y los elevaba y atraía hacia sí.

Y las gentes salían a las puertas y sentían maravilladas la brisa inmaterial que suavemente agitaba los finos cabellos en sus frentes, cómo refrescaba el brillo de la luz, y entreabrían contentos sus ropas para recibirla en el pecho, respiraban más dulcemente, agitaban con mayor ternura el mar claro, suave y acariciador en que vivían y se afanaban.

¡Oh hermano del espíritu que reina y vive en nosotros potente como el fuego, aire sagrado!, ¡qué hermoso es que me escoltes a donde quiera que vaya, tú, omnipotente, inmortal!

Con los niños era con quienes mejor jugaba el elevado elemento.

Uno tarareaba tranquilamente para sí, otro dejaba escapar de sus labios una descuidada cancioncilla, un tercero un canto alegre a voz en cuello; los unos se tumbaban, los otros daban saltos; otros, vagabundeaban absortos.

Y todo ello era la expresión de una misma sensación de bienestar, todo una sola respuesta a las tiernas caricias de aquel aire lleno de encanto.

En mí había un anhelo indescriptible y una gran paz. Una fuerza ajena me dominaba. «Espíritu amigo», me decía a mí mismo, «¿hacia dónde me llamas? ¿Al Elíseo o a otra parte?».

Penetré en un bosque bordeando un arroyo susurrante que a veces se desplomaba entre rocas, otras se deslizaba manso sobre los guijarros, y poco a poco se estrechaba y se convertía en un camino abovedado donde jugaba solitaria la luz del mediodía en la silenciosa oscuridad…

Aquí… ¡me gustaría ser capaz de hablar, Belarmino!, ¡me gustaría mucho escribirte con calma!

¿Hablar? ¡Oh, soy un profano en la alegría!, ¡quiero hablar!

Pero en el país de los bienaventurados, quien habita es el silencio, y más arriba de las estrellas olvida el corazón su indigencia y su lenguaje.

¡La divinidad que entonces se me apareció la he protegido reverente, la he llevado en mí como un talismán! ¡Y si a partir de ahora el destino me atrapa y me lanza de un abismo a otro y ahoga en mí toda fuerza y todo pensamiento, que esto sólo sobreviva en mí mismo y luzca en mí y reine con una claridad eterna e indestructible…!

Tú estabas tendida, dulce vida mía, levantaste los ojos, te pusiste en pie y te quedaste allí, en tu esbelta plenitud, divinamente tranquila, lleno todavía aquel cielo de rostro del sereno éxtasis del que yo te sacaba.

Aquél que ha mirado en la calma de esos ojos, aquél a quien se han abierto esos dulces labios, ¿de qué otra cosa podrá hablar?

¡Paz de la belleza! ¡Paz divina! Quien calmó una vez en ti su vida furiosa y su espíritu lleno de dudas, ¿cómo podrá encontrar remedio en otra parte?

No puedo hablar de ella, pero hay horas en que lo mejor y más bello se nos aparece como en una nube y el cielo de la perfección se abre ante el amor anhelante; ¡entonces, Belarmino, piensa en este ser, dobla la rodilla conmigo y piensa en mi felicidad! Pero no olvides que yo tuve lo que tú sólo adivinas, que yo vi con estos ojos lo que a ti sólo se te aparece como entre nubes.

¡Pensar que hay gentes que a veces creen que son felices! ¡Oh, pensad que no podéis ni imaginar lo que es la alegría! ¡A vosotros no se os ha aparecido aún ni la sombra de su sombra! ¡Pasad de largo y no habléis del Éter azul vosotros, ciegos!

¡Y pensar que se puede volver uno como un niño, que vuelve el tiempo dorado de la inocencia, el tiempo de la paz y de la libertad, que existe a pesar de todo una alegría, un lugar de reposo en la tierra!

¿No envejece el hombre, no se marchita, no es como una hoja caída que no vuelve a encontrar su árbol y que es arrastrada por los vientos hasta que la arena la entierra?

¡Y, sin embargo, su primavera vuelve!

¡No lloréis cuando lo más perfecto se marchita! ¡Pronto se rejuvenecerá! ¡No os entristezcáis cuando calla la melodía de vuestro corazón! ¡Pronto vuelve a encontrar una mano que la hace brotar de nuevo!

Y yo, ¿cómo era?, ¿no era como una lira rota? Aún sonaba un poco, pero eran sones mortuorios. ¡Había cantado mi sombrío canto del cisne! Con gusto me hubiera trenzado una corona fúnebre, pero sólo tenía flores de invierno.

Y ahora, ¿dónde estaba el silencio mortal, la noche y el vacío de mi vida, la mezquindad de ser mortal?

Sin duda, la vida es pobre y solitaria. Vivimos aquí abajo como el diamante en la sombra. Preguntamos en vano cómo hemos venido aquí para volver a encontrar el camino que nos lleva hacia arriba.

Somos como el fuego que duerme en la rama seca o en el pedernal, y luchamos e intentamos encontrar en todo momento el fin de nuestra estrecha prisión. Pero acaban llegando los momentos de la liberación que compensan siglos de lucha, momentos en que lo divino sale de su celda, en que la llama se desprende de la madera y se eleva victoriosa sobre las cenizas, en que nos parece que el espíritu libre, olvidadas las penas y la servidumbre, vuelve en triunfo a las galerías del sol.

HIPERIÓN A BELARMINO

¡Hubo un tiempo en que fui feliz, Belarmino! ¿No lo sigo siendo? ¿No lo sería aunque el sagrado instante en que la vi por primera vez hubiera sido el último?

He visto una vez lo único, lo que mi alma buscaba, y la perfección que situamos lejos, más allá de las estrellas, que relegamos al final del tiempo, yo la he sentido presente. ¡Estaba aquí, lo más elevado estaba aquí, en el círculo de la naturaleza humana y de las cosas!

Ya no pregunto dónde está; estaba en el mundo, puede volver a él, sólo que ahora está más ocultó en él. Ya no pregunto qué es; lo he visto, lo he conocido.

¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba dé las estrellas! ¿Sabéis su nombre?, ¿el nombre de lo que es uno y todo?

Su nombre es belleza.

¿Sabíais lo que queríais? Todavía no lo sé yo, pero lo intuyo, el nuevo reino de la nueva divinidad, y corro hacia él y cojo a los demás y los llevo conmigo como el río lleva a los otros ríos al océano.

¡Y eres tú, tú quien me ha indicado el camino! Contigo empecé. No merecen palabras los días en que aún no te conocía…

¡Oh Diotima, Diotima, ser celestial!

HIPERIÓN A BELARMINO

¡Olvidemos que existe el tiempo y no contemos los días de la vida!

¿Qué son los siglos frente al momento en que dos seres se adivinan y se acercan de esta manera?

Aún estoy viendo la tarde en que Notara me llevó por primera vez a su casa. Ella vivía sólo a unos cientos de pasos de nosotros, al pie de la montaña.

Su madre era una mujer juiciosamente cariñosa, su hermano un joven llano y alegre, y ambos reconocían de todo corazón en cuanto hacían o dejaban de hacer que Diotima era la reina de la casa.

¡Ay!, todo estaba santificado, embellecido por su presencia. Todo lo que yo veía, lo que tocaba, su alfombra, su cojín, su mesita, todo estaba en secreta unión con ella. ¡Y cuando me llamó por primera vez por mi nombre, cuando ella misma llegó tan cerca de mí que su aliento inocente rozó mi ser a la escucha…!

Hablamos poco el uno con el otro. Uno se avergüenza de su idioma y quisiera convertirse en música y unirse en una sola canción celestial.

Además, ¿de qué podíamos hablar? Sólo nos mirábamos. Teníamos miedo de hablar de nosotros.

Finalmente hablamos de la vida de la tierra.

Nunca se le había cantado un himno tan sencillo y tan ardiente.

Nos hizo bien derramar el exceso de nuestros corazones en el seno de esta buena madre. Así nos sentimos aliviados como los árboles cuando el viento del verano sacude sus ramas quietas y riega sus dulces frutos por la hierba.

Llamamos a la tierra una de las flores del cielo, y al cielo le llamábamos el jardín infinito de la vida. Igual que las rosas se alegran con el polvillo dorado, decíamos, así alegra la esplendorosa luz del sol la tierra con sus rayos; es un ser soberanamente vivo, decíamos, casi divino, cuando le brota del corazón furioso fuego o agua suave y clara; siempre feliz, igual cuando se alimenta de gotas de rocío como cuando lo hace de nubes de tormenta que reserva para su goce con la complicidad del cielo, la siempre fiel y amante mitad del dios solar, quizá inicialmente más íntimamente unida a él por un decreto del destino para que lo buscara, se acercara, se alejara y, entre alegrías y tristezas, madurara la suprema belleza.

Esto fue lo que hablamos. Te doy el contenido, el espíritu de la conversación. Pero esto, ¿qué es sin la vida?

Oscurecía y tuvimos que irnos. «¡Buenas noches, ojos angélicos!», pensé en mi corazón; «¡y que te me aparezcas pronto de nuevo, hermoso espíritu divino, con tu calma y tu plenitud!».

HIPERIÓN A BELARMINO

Un par de días después subieron a nuestra casa. Nos paseamos juntos por el jardín. Diotima y yo nos adelantamos sin darnos cuenta, absortos, y con frecuencia me subían a los ojos lágrimas de felicidad al pensar en aquel ser sagrado que tan humildemente caminaba a mi lado.

Nos paramos al borde de la cima y contemplamos el oriente infinito.

Los ojos de Diotima se agrandaron y suavemente, como se abre un capullo, se abrió su rostro querido a los aires del cielo, se transformó en idioma y en alma y, como si iniciara un vuelo hacia las nubes, toda su figura se alzó dulcemente, con una leve majestad, y apenas tocaba la tierra con los pies.

¡Oh, me hubiera gustado cogerla entre mis brazos como el águila a Ganimedes y volar con ella sobre el mar y sus islas!

Luego dio algunos pasos y contempló la abrupta pared rocosa. Sé complacía en medir la horrorosa profundidad y en perderse allá abajo, en la noche de los bosques que apiñaban a sus pies sus claras cumbres por encima de los trozos de rocas y de los espumeantes torrentes.

El pretil en el que se apoyaba era algo bajo. Así que me fue lícito sostener ligeramente a la encantadora mientras se inclinaba hacia delante. ¡Ah, un estremecimiento de cálida voluptuosidad recorrió todo mi ser, un delirio arrebatador colmó mis sentidos y las manos me ardían como ascuas al tocarla!

¡Y el agrado del corazón al estar íntimamente junto a ella, y la preocupación ingenua y tierna de que pudiera caerse, y la alegría de contemplar el entusiasmo de aquella muchacha deliciosa!

¿Qué vale todo lo que los hombres hacen y piensan durante milenios frente a un solo momento de amor? ¡Y es también lo más logrado, lo más hermosamente divino de la naturaleza! A él conducen todas las gradas desde el umbral de la vida. De él venimos, a él vamos.

HIPERIÓN A BELARMINO

Sólo su canto debería poder olvidar, sólo aquellos acentos del alma deberían no volver nunca más a mis continuos sueños.

No se conoce al cisne, altivo como un buque al navegar, cuando dormita a la orilla.

Sólo cuando cantaba se reconocía a la amada silenciosa, que tan poco gustaba de expresarse con palabras.

Entonces, sólo entonces, aparecía la divina taciturna en toda su majestad y encanto; entonces exhalaba de sus finos labios bermejos un como mandamiento de los dioses, entre oración y caricia. ¡Cómo se agitaba el corazón con aquella divina voz, cómo aparecía todo lo grande y lo humilde, toda la alegría y la tristeza de la vida, embellecida por la nobleza de aquellos acentos!

Como la golondrina que atrapa las abejas en pleno vuelo, así se apoderaba ella siempre de todos nosotros.

No era ni placer ni admiración, era la paz del cielo la que sobre nosotros se derramaba.

Mil veces se lo he dicho y me lo he dicho a mí mismo: lo más hermoso es también lo más sagrado. Y así era todo en ella. Como su canto, así era su vida.

HIPERIÓN A BELARMINO

Entre las flores, su corazón se sentía en casa, como si fuera una de ellas.

Las llamaba a todas por sus nombres, su amor le hacía darles otros nuevos, más bellos, y sabía con exactitud la época más alegre de la vida de cada una.

Como una hermana cuando los que la aman acuden a ella desde cada rincón y a cada cual le gustaría ser saludado el primero, así iba aquella tranquila criatura, atareados sus ojos y sus manos, ensimismada en su felicidad, cuando caminábamos por los prados o por el bosque.

Y todo ello no tenía nada de ajeno o de adquirido, sino que era innato en ella.

Pues es eternamente cierto y se ve en todas partes que cuanto más inocente y hermosa es un alma, mayor es su confianza con los restantes seres vivos y felices a los que llaman inanimados.

HIPERIÓN A BELARMINO

Mil veces me he reído en la alegría de mi corazón de esas gentes que suponen que a un espíritu elevado debe serle imposible saber cómo se prepara una verdura. Diotima era muy capaz, llegado el momento, de hablar de los asuntos del hogar, y ciertamente no hay nada más noble que una noble joven que cuida de la llama bienhechora y, tal como la naturaleza, prepara los alimentos que nos alegran el corazón.

HIPERIÓN A BELARMINO

¿Qué es todo el saber artificial del mundo, qué es toda la orgullosa emancipación del pensamiento humano comparada con los acentos espontáneos de aquel espíritu que no sabía lo que sabía ni lo que era?

¿Quién no prefiere la uva madura y fresca, recién cogida de la cepa, a las pasas secas que el comerciante comprime en una caja y envía a todo el mundo? ¿Qué es la sabiduría de un libro frente a la sabiduría de un ángel?

Diotima parecía decir siempre muy poco, pero decía mucho.

Yo le acompañaba una vez, ya de anochecida, a su casa; nubes deshilachadas se deslizaban por el prado como sueños, y los astros radiantes, vistos a través de las ramas, parecían genios al acecho.

Era raro oírle hablar de la hermosura que le rodeaba, aunque su ferviente corazón no dejaba de percibir ni el roce de una hoja ni el murmullo de un manantial.

Pero aquella tarde me dijo: «¡Qué hermoso!».

«¡Sin duda es por amor a nosotros!», dije, más o menos como dicen las cosas los niños, medio en broma, medio en serio.

«Puedo comprender lo que dices», me contestó; «me gusta imaginar el mundo como una vivienda familiar en que cada cosa, sin siquiera pensar en ello, se adapta a lo demás, y donde cada uno vive para placer y alegría de los otros precisamente porque así le nace del corazón».

«¡Feliz y elevada creencia!», exclamé.

Ella calló un rato.

«Así que nosotros somos también los niños de la casa», agregué al fin; «lo somos y lo seremos».

«Lo seremos eternamente», respondió.

«¿Realmente?», pregunté.

«Para ello confío en la naturaleza», repuso, «igual que confío en ella cada día».

¡Oh, me hubiera gustado ser yo Diotima cuando dijo estas palabras! ¡Pero tú no sabes lo que dijo, mi querido Belarmino, porque ni has visto ni has oído cómo lo dijo!

«Tienes razón», exclamé; «la belleza eterna, la naturaleza, no puede sufrir ninguna pérdida en sí misma, igual que no puede sufrir ningún añadido. Mañana, su atavío es otro que el que hoy tenía; pero de lo mejor de nosotros, de nosotros, no puede prescindir, y menos que de nadie, de ti. Creemos que somos eternos porque nuestra alma siente la belleza de la naturaleza. Si alguna vez faltaras tú de ella sería fragmentaria y ya no divina y perfecta. No merecería que le entregaras tu corazón si tuviera que sonrojarse de tus esperanzas».

HIPERIÓN A BELARMINO

No he conocido a nadie tan carente de necesidades, tan divinamente sobrio.

Como las olas del océano la costa de las Islas Afortunadas, así rodeaba mi desasosegado corazón la paz de aquella divina muchacha.

Yo no tenía nada que darle más que un ánimo lleno de feroces contradicciones, lleno de recuerdos sangrantes; no tenía nada que darle más que mi amor sin fronteras con sus mil preocupaciones, sus mil tumultuosas esperanzas; ella, en cambio, estaba ante mí en su belleza inmutable, sin esfuerzo, ahí, en su sonriente perfección, y toda aspiración, todos los sueños de la condición mortal, sí, todo lo que anuncia el genio en las horas matinales de las altas regiones, todo ello estaba realizado en esta única alma serena.

Se suele decir que por encima de las estrellas cesa la lucha y se nos promete que en el futuro, depositado nuestro poso, se transformará en noble vino de alegría la vida fermentada; pero ya nadie busca en esta tierra la paz de corazón de los bienaventurados. Yo sé hacerlo de otra manera. He tomado un camino más corto. De pie ante ella escuché y vi la paz del cielo, y en medio del quejumbroso caos se me apareció Urania.

¡Con qué frecuencia he acallado mis lamentaciones ante esta imagen!, ¡qué a menudo se han apaciguado mi exaltada vida y mi impetuoso espíritu cuando, sumergido en dulces reflexiones, miré en su corazón como se mira a la fuente cuando se estremece en calma con los contactos del cielo que golpea sobre ella con gotas de plata!

Aquel alma era mi Leteo, mi sagrado Leteo, donde bebía el olvido de la existencia, cuando estaba ante ella, como un inmortal, y me regañaba alegremente a mí mismo, y como tras una pesadilla tenía que reírme de todas las cadenas que me habían oprimido.

¡Oh, con ella me habría convertido en un hombre feliz, excelente!

¡Con ella! Pero no fue así, y ahora vagabundeo por lo que hay en mí y ante mí y más lejos, y no sé qué debo hacer de mí y de las demás cosas.

Mi alma es como un pez arrojado a la arena de la orilla, fuera de su elemento, que se debate y se agita hasta que se deseca con el calor del día.

¡Ay!, ¡si al menos hubiera todavía en el mundo algo que yo pudiera hacer!

¡Si hubiera un trabajo, una guerra para mí, me reanimaría!

Se dice que una loba amamantó a niños que habían sido arrancados del pecho de la madre y arrojados al yermo.

Mi corazón no ha tenido tanta suerte.

HIPERIÓN A BELARMINO

Sólo de vez en cuando puedo hablar un par de palabras de ella. Necesito olvidar todo lo que ella es, si debo hablar de ella. Tengo que fingirme como que vivió en tiempos antiguos, como si supiera algo de ella por una narración, si no quiero ser apresado por su retrato viviente y consumirme en el éxtasis y en el dolor, si no quiero morir la muerte de la alegría por ella y la muerte del dolor por ella.

HIPERIÓN A BELARMINO

Es en vano; no me lo puedo ocultar a mí mismo. Allí donde huya con mis pensamientos, en lo alto del cielo o en el abismo, al principio y al final de los tiempos, incluso cuando me echo en los brazos de aquel que era mi último refugio, del que otras veces eliminaba en mí cualquier preocupación, del que habitualmente consumía en mí toda la alegría y todo el dolor de la vida con la llama en que se manifestaba, del sublime y misterioso espíritu del mundo, incluso cuando me hundo en el océano sin fondo, también allí, también allí me alcanza el dulce horror, el dulce, turbador y mortal horror de que la tumba de Diotima está junto a mí.

¿Lo oyes, lo oyes? ¡La tumba de Diotima! Mi corazón se había serenado tanto y, sin embargo, mi amor estaba enterrado con la muerta a la que amaba.

Tú sabes, Belarmino, que hacía mucho tiempo que no té escribía acerca de ella, y cuando escribía, lo hacía sosegadamente, según creo.

¿Qué ha pasado, pues?

Ahora voy a la costa y miro hacia Calauria, allá lejos, donde ella reposa. Eso es lo que sucede.

¡Oh, pensar que nadie me presta su barca, sí, que nadie se apiada de mí y me ofrece sus remos y me ayuda a llegar hasta ella!

¡Sí, pensar que el bondadoso mar no queda en calma para que yo no me construya un bote y navegue hasta ella!

¡Quisiera abalanzarme al mar furioso e implorar a sus olas que me arrojen a la costa donde yace Diotima…!

¡Querido hermano! Doy consuelo a mi corazón con toda clase de fantasías, me procuro cierto narcótico; y sería mejor, sin duda, liberarse para siempre que ayudarse con paliativos; ¿pero a quién no le sucede lo mismo? Así que me contento con eso.

¿Que me contento? ¡No estaría mal! Si así fuera, habría recibido ayuda en aquello en que ni siquiera un dios puede ayudar.

Yo ya he hecho lo que podía. Que el destino me devuelva mi alma.

HIPERIÓN A BELARMINO

¿No era ella para mí? Decidme, hermanas del destino, ¿no era ella para mí? ¡A las fuentes puras pongo por testigos, y a los árboles inocentes que nos escucharon, y a la luz del día, y al Éter! ¿No era ella para mí? ¿No estaba unida a mí en cada nota de la vida?

¿Dónde está el ser que fuera tan capaz de conocerla como el mío? ¿En qué espejo se juntaban como en mí los rayos de aquella luz? ¿No tembló de alegría ante su propio esplendor cuando por vez primera lo descubrió en mi alegría? ¡Ah!, ¿dónde está el corazón que, como el mío, le diera su plenitud y la recibiera de ella, que hubiera estado allí sólo para proteger el suyo, como hacen las pestañas con el ojo?

No éramos sino una sola flor, y nuestras almas vivían una en otra como la flor cuando ama y oculta sus tiernas alegrías en su cerrado cáliz.

Y a pesar de esto, ¿no me fue arrancada y arrojada al polvo como una corona usurpada?

HIPERIÓN A BELARMINO

Antes de que lo supiéramos ninguno de los dos, ya nos pertenecíamos.

Cuando estaba ante ella, felizmente sosegado, con el corazón pleno de agasajos, y callaba, y toda mi vida se entregaba en los rayos de los ojos que sólo a ella la veían, sólo a ella la abrazaban, y ella entonces volvía a contemplarme con una tierna duda y no sabía dónde estaba yo con mis pensamientos, cuando a menudo, hundido en su alegría y su belleza, la espiaba al realizar alguna de sus encantadoras ocupaciones, y al más ínfimo movimiento, como la abeja en torno a las ramas vacilantes, mi alma vagaba y volaba, y cuando ella entonces se volvía hacia mí con pensamientos serenos y, sorprendida por mi alegría, me obligaba a disimularla, y ella volvía a buscar y a encontrar la calma en su querido trabajo…

Cuando, con maravillosa clarividencia, descubría cada acorde y cada discordia en las profundidades de mi ser en el momento mismo en que aparecían, antes incluso de que yo mismo las percibiera, cuando ella apreciaba la menor sombra de una nubecilla en mi frente, la menor sombra de melancolía, de orgullo en mis labios, la chispa más insignificante en mis ojos, cuando vigilaba el flujo y el reflujo de mi corazón y presentía, llena de inquietud, las horas sombrías, mientras mi espíritu, excesivamente derrochador, manirroto, se consumía en abundantes peroratas, cuando aquel ser querido, fiel como un espejo, me denunciaba la más ligera alteración en mi mejilla y a menudo me amonestaba con amistosa solicitud por la versatilidad de mi forma de ser y me regañaba como se hace con un niño al que se quiere…

¡Ah aquella vez en que tú, toda inocencia, contaste con los dedos los escalones que había desde mi refugio hasta tu casa, cuando me enseñaste los caminos por donde paseabas, los sitios donde solías sentarte, y me contaste cómo habías pasado allí el tiempo, y acabaste diciéndome que ya entonces sentías como si yo también hubiera estado desde siempre allí…!

¿No nos pertenecíamos ya desde hacía mucho tiempo?

HIPERIÓN A BELARMINO

Construyo a mi corazón una tumba para que pueda descansar en ella; me encierro en mí mismo como una larva, porque afuera sólo hay invierno; me protejo de la tormenta con los recuerdos más felices.

Una vez estábamos con Notara —así se llamaba el amigo con quien yo vivía— y algunos otros que, al igual que nosotros, pertenecían a los originales de Calauria, sentados en el jardín de Diotima, bajo los almendros en flor, y hablábamos entre otras cosas de la amistad.

Yo no había participado apenas en la conversación; desde hacía algún tiempo procuraba hablar poco de cosas que tocaban de cerca al corazón; mi Diotima me había vuelto así de lacónico…

«En vida de Harmodio y de Aristogitón», dijo en un momento alguien, «aún existía la amistad en el mundo». Esto me alegró demasiado como para poder seguir callado.

«¡Deberíamos tejerte una corona por lo que acabas de decir!» exclamé dirigiéndome a él; «¿Tienes realmente una idea de cómo fue, algo que pueda compararse a la amistad de Aristogitón y Harmodio? Perdóname, pero ¡por el Éter!, habría que ser Aristogitón para poder llegar a sentir cómo amaba Aristogitón, y no debería temer al rayo el hombre que quisiera ser amado con el amor de Harmodio, pues, o estoy engañado en todo, o aquel terrible adolescente amaba con la misma intransigencia que Minos. Pocos han superado tal prueba, y no es más fácil ser amigo de un semidiós que sentarse en la mesa de los dioses, como Tántalo. Pero no hay tampoco nada más hermoso en esta tierra que la interdependencia de dos personas tan valiosas como aquéllas.

»Ésta es también mi esperanza, lo que anhelo en las horas solitarias: que esos mismos tonos poderosos y aun otros más altos deben volver alguna vez a la sinfonía del mundo en su discurrir. El amor engendró milenios colmados de hombres llenos de vida; la amistad volverá a engendrarlos. Los pueblos acaban de salir de la armonía infantil; la armonía de los espíritus será el principio de una nueva historia del mundo. Los hombres comenzaron con la felicidad de las plantas y crecieron y siguieron creciendo hasta que maduraron; a partir de entonces crecieron de forma incesante, por dentro y por fuera, hasta que ahora el género humano, infinitamente descompuesto, yace como un caos tal que el vértigo se apodera de todos los que todavía sienten y ven; pero la belleza huye de la vida de los hombres hacia lo alto, hacia el espíritu; se transforma en ideal lo que era naturaleza, y aunque el árbol está seco y podrido desde la base misma, todavía ha retoñado de él una copa nueva y verdeguea al brillo del sol como lo hacía el tronco en los días de su juventud; lo que fue la naturaleza, es hoy el ideal. En él, en este ideal, en esta divinidad rejuvenecida, se reconocen los pocos y son uno, pues hay uno en ellos, y de éstos, de éstos da comienzo la segunda edad del mundo… Creo que ya he dicho bastante para explicar lo que pienso».

Me gustaría que hubieras visto entonces a Diotima levantarse de un salto tendiéndome las manos y exclamando: «Lo he comprendido, amigo, lo he comprendido en toda su profundidad.

»El amor engendró al mundo; la amistad lo hará renacer.

»Entonces, ¡oh vosotros, los futuros dióscuros!, deteneos un momento cuando paséis ante el lugar en que duerma Hiperión, deteneos soñando sobre las cenizas del olvidado y decid: sería como uno de nosotros si ahora estuviera aquí».

¡Yo le oí decir esto, Belarmino! Y después de aquella experiencia, ¿no he sido capaz de buscar voluntariamente la muerte?

¡Sí!, ¡sí!, he sido recompensado de antemano, he vivido. Un dios es capaz de soportar mayor alegría, pero yo no.

HIPERIÓN A BELARMINO

¿Me preguntas que cómo me fue en aquel tiempo? Como a alguien que ha perdido todo para ganarlo todo.

Realmente, a menudo volvía de la arboleda de Diotima como alguien borracho por el triunfo, a menudo debía alejarme de ella a toda prisa para no traicionar ni uno sólo de mis pensamientos; hasta tal punto me enloquecía de alegría y de orgullo con la maravillosa creencia de que era amado por Diotima.

Entonces buscaba los montes más altos y sus vientos, y como un águila cuyo sangriento plumaje ya está curado, mi espíritu se remontaba hacia lo libre y se desplegaba, como si fuera suyo, sobre el mundo visible; ¡maravilloso! A menudo me parecía como si las cosas de la tierra se purificaran y se fundieran en mi fuego como el oro, y algo divino nacía de ellas y de mí, tanta era mi alegría; ¡y cómo aupaba a los niños y los apretaba contra mi agitado corazón, cómo saludaba a las plantas y a los árboles! Me hubiera gustado poseer un encantamiento para reunir en torno a mis manos generosas a los tímidos ciervos y a todas las aves salvajes del bosque, como un pueblecito familiar, ¡tan dulce era la locura de mi amor!

Pero al poco tiempo todo era en mí como una luz apagada, y me quedaba mudo y triste como una sombra, buscando la vida desaparecida. No quería quejarme, ni tampoco quería consolarme. Eché de mí la esperanza como un tullido rechaza sus muletas; no me atrevía a llorar; no me atrevía, sobre todo, a existir. Pero finalmente, mi orgullo estallaba en lágrimas, y el dolor, que me hubiera gustado negar, me era grato, y lo acogía, como a un niño, en mi pecho.

«¡No, no!», gritaba mi Corazón. «¡No, no, Diotima!, no me duele. Conserva tú tu paz y déjame seguir mi camino. No permitas que tu tranquilidad sea perturbada, ¡hermoso lucero!, aunque por debajo de ti todo fermente y sé oscurezca.

»¡No dejes que tus rosas empalidezcan, divina y bienaventurada juventud! No dejes que tu belleza envejezca con las preocupaciones terrenales. ¡Esta es mi alegría, vida mía, que llevas en ti el cielo sereno! Es preciso que no conozcas nunca la miseria, ¡no!, ¡no!, no debes sentir en ti la pobreza del amor».

Y luego, cuando volvía a bajar a su casa… ¡hubiera querido poder preguntar al aire y descifrar en el paso de las nubes lo que iba a sentir una hora después! ¡Y cómo me alegraba cuando algún rostro amistoso se cruzaba conmigo en el camino y, sólo para no ser demasiado seco, me decía: «¡Buenos días!».

Cuando una pequeña vendedora que venía del bosque me ofrecía sus fresas con un ademán con el que parecía querer regalarlas, o cuando un campesino, al pasar yo por delante de su casa, trepado en su cerezo recogía el fruto y desde las ramas me gritaba si no me apetecía probar un puñado… ¡todas estas cosas eran buenas señales para mi supersticioso corazón!

¡Qué bien me hacía ver abierta hacia el camino por el que yo bajaba una de las ventanas de Diotima! Quizá hacía sólo un momento que se había asomado a ella.

Y al fin estaba ante ella, sin aliento y vacilante, y apretaba mis brazos cruzados contra mi corazón para no sentir su agitación y, como el nadador en medio de las aguas turbulentas, mi espíritu luchaba y se esforzaba para no hundirse en el amor infinito.

«¿De qué podemos hablar hoy?» balbuceé a penas; «a veces cuesta trabajo, no se consigue encontrar el tema, fijar en él el pensamiento».

«¿Aún anda volando por los aires?» me respondió Diotima. «Tienes que sujetarle plomo a las alas, o si no lo ataré yo a un hilo, como hacen los niños con las cometas, para que no se nos escape…».

Aquella adorable muchacha intentaba ayudarnos, a ella misma y a mí, por medio de esta broma, pero con ello no conseguía apenas nada.

«¡Sí, sí!», exclamaba yo, «como quieras, como mejor te parezca… ¿quieres que te lea? Tu laúd debe seguir aún afinado desde ayer… y tampoco tengo nada concreto que leer…».

«Más de una vez» dijo ella «me has prometido contarme cómo viviste antes de conocernos, ¿no podrías hacerlo ahora?».

«Es verdad», contesté; mi corazón es muy propicio a tales exteriorizaciones, y entonces le conté, igual que a ti, la historia de Adamas y de mis días solitarios en Esmirna, la de Alabanda y cómo fui separado de él, y la incomprensible enfermedad que se apoderó de mi ser antes de llegar a Calauria… «Ahora lo sabes todo», le dije tranquilo al finalizar, «a partir de ahora será más difícil que choques conmigo; a partir de ahora dirás» añadí sonriente: «no os burléis de este Vulcano si cojea un poco, pues ha sido arrojado por los dioses dos veces desde el cielo a la tierra».

«¡Calla!», dijo con voz ahogada, ocultando sus lágrimas en el pañuelo; «¡oh, calla y no hagas bromas a costa de tu destino ni de tu corazón porque los comprendo mejor que tú!

»¡Querido…, querido Hiperión! Es muy difícil ayudarte.

»¿Y sabes», prosiguió, elevando la voz, «sabes qué es lo que te consume, lo único que te falta, lo que buscas como Alfeo buscaba a su Aretusa, lo que te entristece en todas tus tristezas? Es algo que no ha desaparecido hace sólo algunos años; no se puede decir exactamente cuándo existió ni cuándo desapareció, ¡pero existió, existe, está en ti! Lo que buscas es un tiempo mejor, un mundo más hermoso. Era ese mundo únicamente lo que abrazabas cuando abrazabas a tus amigos; tú, junto con ellos, eras ese mundo.

»Lo viste llegar a ti con Adamas, pero desapareció también junto con él. En Alabanda se te apareció su luz por segunda vez, pero más ardiente y cálida, y por eso también tu alma creyó encontrarse en medio de la noche cuando él te faltó.

»¿Ves ahora también por qué la más pequeña duda sobre Alabanda debía convertirse en ti en desesperación?, ¿por qué lo rechazaste sólo porque no era ningún dios?

»No querías a hombres, créeme; lo que querías era un mundo. ¡La pérdida de todos los siglos de oro tal como llegaron hasta ti, condensados en un solo momento feliz, el espíritu de todos los espíritus de un tiempo mejor, la fuerza de todas las fuerzas de los héroes, todo eso te lo debía compensar un solo ser humano…! ¿Ves ahora qué pobre eres y, al mismo tiempo, qué rico?, ¿por qué debes estar tan orgulloso y a la vez tan abatido?, ¿por qué se alternan en ti de forma tan atroz pena y alegría?

»Porque posees todo y nada, porque el espectro de los días de oro que deben venir te pertenece, pero todavía no está ahí, porque eres un ciudadano en las regiones del derecho y la belleza, pero eres un dios entre dioses en los hermosos sueños que te invaden durante el día, y cuando despiertas te encuentras en el suelo de la Grecia actual.

»¿Dos veces, decías? No, serás precipitado setenta veces en un solo día del cielo a la tierra. ¿Debo decírtelo? Temo por ti, te resulta difícil soportar el destino de estos tiempos. Lo intentarás todavía muchas veces.

»¡Oh Dios, y tu último refugio será una tumba!».

«¡No, Diotima», grité, «no, por el cielo, no! Mientras una sola melodía resuene en mí no temeré el fúnebre silencio de los lugares salvajes bajo las estrellas; mientras sigan brillando el sol y Diotima no habrá noche para mí.

»¡Que doblen las campanas por todas las virtudes! Yo te escucho a ti, a ti, amor, el canto de tu corazón, y encuentro en ti la vida inmortal mientras todo se consume y marchita».

«¡Oh Hiperión!», exclamó, «¿qué estás diciendo?».

«Digo lo que tengo que decir. No puedo, no puedo ocultar por más tiempo toda mi felicidad, mi temor, mis preocupaciones… ¡Diotima!… Sí, tú lo sabes, tú tienes que saberlo, hace tiempo que ves que me hundo cuando no me tiendes la mano».

Estaba sorprendida, turbada.

«¿Y es en mí?», exclamó, «¿en mí donde Hiperión quiere apoyarse? Ahora deseo, ahora por primera vez deseo ser algo más que sólo una simple mortal. Pero seré para ti cuanto pueda ser».

«¡Oh, entonces lo serás todo para mí!», grité.

«¿Todo? ¡Hipócrita! ¿Y la humanidad, que en el fondo es lo único que amas?».

«¿La humanidad?», dije. «Quisiera que la humanidad hiciera de Diotima su divisa y pintara tu imagen en sus estandartes, y dijera: ¡hoy debe triunfar lo divino! ¡Ángel celestial! ¡Qué día iba a ser ése!».

«¡Vete», me dijo, «vete y muestra al cielo tu transfiguración! ¡No debe suceder tan cerca de mí!

»¿Verdad que te irás, querido Hiperión?».

Obedecí. ¿Quién no hubiera obedecido? Me fui. Nunca me había alejado de ella de esta forma. ¡Oh Belarmino, qué alegría, qué tranquilidad en mi vida, qué calma divina, qué alegría celestial, maravillosa, insondable!

Las palabras aquí ya no tienen sentido, y quien pretenda obtener una imagen de tal felicidad es que no la ha conocido nunca. Lo único que podría llegar a expresar tal alegría era el canto de Diotima cuando flotaba en el justo medio entre la altura y la profundidad.

¡Oh praderas de las orillas del Leteo! ¡Oh vosotros, senderos crepusculares de los bosques del Elíseo! ¡Lirios de los arroyos del valle! ¡Diademas de rosas de la colina! Creo en vosotros, en esta hora amistosa, y digo a mi corazón: allá la volverás a encontrar, y con ella toda la alegría que perdiste.

HIPERIÓN A BELARMINO

Quiero seguir una vez más hablándote de mi felicidad. Quiero templar mi pecho en las alegrías del pasado hasta que se haga duro como el acero, quiero ejercitarme en ellas hasta hacerme invencible.

¡Ah, verdad es que a menudo se derrumban sobre mi alma como mandobles de espada, pero juego con la espada hasta que me acostumbro a ella, mantengo la mano en el fuego hasta que lo soporto como si fuera agua!

No quiero acobardarme; ¡sí, quiero ser fuerte! No quiero ocultarme nada, quiero invocar a la más feliz de las felicidades desde la tumba.

Es increíble que el hombre tenga miedo de lo más hermoso, pero así es.

¿No he huido yo mismo cientos de veces de esos momentos, de las mortales delicias de mis recuerdos, y he apartado mi mirada, como un niño, ante los relámpagos? Y, sin embargo, no crece en el frondoso huerto del mundo nada más delicioso que mis alegrías; sin embargo, no se da ni en el cielo ni en la tierra fruto más noble que mis alegrías.

Pero sólo a ti, Belarmino, sólo a un alma pura y libre como la tuya se lo cuento. No quisiera ser tan pródigo como el sol con sus rayos; no quiero echar mis perlas a la masa estúpida.

Desde aquella última conversación sobre asuntos del alma, cada día que pasaba me conocía menos a mí mismo. Sentía que había un divino secreto entre Diotima y yo.

Me asombraba, soñaba. Mi alma se sentía como si a medianoche se me hubiera aparecido un espíritu y me hubiera elegido para deambular con él.

Es una extraña mezcla de felicidad y de melancolía la que sentimos cuando se hace tan evidente que a partir de entonces viviremos siempre una existencia fuera de lo común.

Desde aquel momento no conseguí nunca más ver a Diotima sola. Siempre tenía que estorbamos y separarnos un tercero, y el mundo entre ella y yo era como un vacío interminable. Así pasaron seis días de mortal inquietud, sin que supiera nada de Diotima. Era como si los demás, los que estaban a nuestro alrededor, paralizaran mis sentidos, como si mataran toda mi vida exterior para que mi alma cautiva no pudiera encontrar ningún camino para llegar hasta ella.

Si mis ojos la buscaban, todo era noche frente a mí; si quería dirigirme a ella con alguna palabra, ésta se me atragantaba.

¡Ah!, a veces el sagrado deseo sin nombre quería desgarrarme el pecho, y el amor, poderoso, rugía en mí como un Titán prisionero. Mi espíritu no se había resistido nunca hasta entonces tan profundamente, con tan íntima intransigencia, contra las cadenas que el destino le forjara, contra la implacable y férrea ley que le hacía estar separado, no convertirse en una sola alma con su amorosa mitad.

La noche iluminada por los astros se convirtió entonces en mi elemento. Cuando todo estaba tranquilo como en las profundidades de la tierra donde secretamente crece el oro, entonces surgía la más hermosa vida de mi amor.

Entonces ejercía el corazón su derecho a poetizar. Entonces me contaba cómo el espíritu de Hiperión había jugado con su dulce Diotima a las puertas del Elíseo antes de descender a la tierra, en una infancia divina entre el armonioso arrullo de la fuente y al amparo de ramajes similares a los de la tierra cuando centellean hermoseados en las aguas doradas.

E igual que el pasado, se abría también en mí la puerta del porvenir.

Entonces volábamos Diotima y yo; viajábamos, como golondrinas, de una primavera del mundo a otra, por el vasto espacio del sol y más arriba, hacia las otras islas del cielo, a las doradas costas de Sirio, al valle de los espíritus de Arturo…

¡Oh, nada más deseable que beber así, en un solo cáliz, junto con la amada, las delicias del mundo!

Embriagado por el dulce arrullo que a mí mismo me cantaba, me dormía en medio de magníficas fantasmagorías.

Pero cuando se encendía de nuevo la vida de la tierra con los rayos del amanecer, alzaba los ojos y buscaba los sueños de la noche. Habían desaparecido, como las hermosas estrellas, y sólo quedaban, como una huella suya en mi alma, las delicias de la melancolía.

Estaba triste, pero creo que los bienaventurados deben de sentir también esa tristeza. Era la mensajera de la alegría, era el gris que precede a la luz del día, del que brotan las innumerables rosas del amanecer…

Luego, los calores del verano hacían que todo se replegara a la oscuridad de las sombras. También en tomo a la casa de Diotima todo estaba tranquilo y vacío y las celosas cortinas me cerraban el paso en todas las ventanas.

Vivía pensando en ella. «¿Dónde estás?», pensaba; «¿dónde puede encontrarte mi solitario espíritu, dulce muchacha? ¿Miras al vacío y sueñas? ¿Has echado a un lado la labor y apoyas el brazo en la rodilla y la cabeza en la mano y te entregas a agradables pensamientos?

»¡Que nada turbe la paz de mi amada cuando refresca su corazón con dulces fantasías, que nada toque este racimo ni haga caer el fresco rocío de sus granos!».

Así soñaba. Pero mientras mis pensamientos la espiaban entre las paredes de su casa, mis pies la buscaban en otra parte, y antes de que me diera cuenta estaba caminando por las avenidas del bosque sagrado, tras el jardín de Diotima, donde la vi por primera vez. ¿Pero qué me pasaba? Muchas veces había vuelto a pasear entre aquellos árboles, me había familiarizado con ellos, me había tranquilizado entre ellos; pero entonces se apoderó de mí una fuerza tal como si penetrara en las sombras de Diana para morir ante la aparición de la diosa.

Continué mi camino. A cada paso todo se convertía en mí en más maravilloso. Hubiera querido volar, tan fuerte era el impulso de mi corazón, pero era como si tuviese plomo en los pies. Mi alma, en su carrera, había dejado atrás los miembros terrenales. Yo ya no oía, y ante mis ojos resplandecían y vacilaban todas las formas. Mi espíritu estaba ya con Diotima; la copa del árbol jugueteaba con la luz del alba, mientras las ramas bajas sentían todavía el frío de la amanecida.

«¡Ah! ¡Mi Hiperión!», me gritó entonces una voz; me precipité en aquella dirección. «¡Mi Diotima! ¡Oh mi Diotima!», no pude decir ni una palabra más; quedé sin aliento y perdí la consciencia.

¡Desvanécete, desvanécete, vida mortal, miserable negocio en que el espíritu solitario contempla y cuenta una y otra vez los céntimos que ha reunido! ¡Todos estamos llamados a disfrutar de la alegría divina!

Aquí hay una laguna en mi existencia. Morí, y al despertar me encontré apoyado en el corazón de aquella celestial muchacha.

¡Oh vida del amor! ¡Cómo habías llegado hasta ella con tu gracioso florecer! Como acunada en un ligero sueño por el canto de genios benéficos, reposaba su encantadora cabecita sobre mi hombro, sonreía con dulce paz y, finalmente, alzó sus etéreos ojos hacia mí con gozoso e ingenuo asombro, como si aquélla fuera la primera vez que dirigieran su vista al mundo.

Largo tiempo permanecimos así, olvidados de nosotros mismos, en tierna contemplación, y ninguno sabía qué nos pasaba, hasta que la alegría se desbordó en mí y entre lágrimas y gemidos de dicha recuperé también mi perdido lenguaje, y mi silenciosa exaltación despertó de nuevo por completo a la existencia.

Finalmente, miramos también a nuestro alrededor.

«¡Oh mis viejos árboles amigos!», exclamó Diotima como si no los hubiera visto desde hacía tiempo, y el recuerdo de los pasados días solitarios jugueteaba en tomo a sus alegrías como las sombras en torno a la nieve inmaculada cuando enrojece y brilla en el alegre crepúsculo.

«¡Ángel del cielo!», grité, «¿quién puede abarcarte?, ¿quién puede decir que te ha comprendido por entero?».

«¿Te asombras», me respondió, «de que te quiera tanto? ¡Querido! ¡Humilde orgulloso! ¿Acaso soy una de esas que no pueden creer en ti? ¿No te he sondeado? ¿No he reconocido el genio en medio de sus nubes? Da igual que te ocultes y no te veas a ti mismo; yo haré que surja tu ser más profundo, yo…

»Pero ya está aquí, ya se ha levantado, como un astro; ha desgarrado su envoltura y surge como una primavera; ha brotado como una fuente cristalina de la gruta oscura; éste ya no es Hiperión el tenebroso, ya no existe su salvaje tristeza…, ¡oh soberano mío!».

Todo aquello era para mí como un sueño. ¿Podía creer en aquel milagro del amor? ¿Podía? La alegría me hubiera matado.

«¡Oh divina!», exclamé, «¿me estás hablando a mí?, ¿puedes renunciar así a ti misma, tú, toda plenitud, y encontrar alegría en mí? Oh, ahora veo, ahora sé lo que con frecuencia he intuido, que el hombre es una envoltura en la que a menudo se encierra un dios; una copa en la que el cielo vierte su néctar para dar de beber lo mejor a sus hijos…».

«¡Sí, sí!», me respondió con una entusiasta sonrisa, «tu tocayo, el espléndido Hiperión del cielo, está en ti».

«Déjame», repliqué, «déjame ser tuyo, déjame olvidarme de mí, deja que toda vida y todo espíritu en mí vuelen sólo hacia ti; ¡sólo hacia ti, en una grandiosa contemplación sin fin! ¡Oh Diotima!, así me mantenía también antes ante la vaga imagen divina que mi amor se inventaba, ante el ídolo de mis sueños solitarios; yo lo alimentaba fielmente, le daba vida con mi propia vida, lo refrescaba y lo calentaba con las esperanzas de mi corazón, pero nada me daba que no le hubiera dado yo, y cuando estaba en la pobreza me dejaba pobre. ¡En cambio ahora…! Ahora te tengo en mis brazos y siento la respiración de tu pecho y siento tus ojos en mis ojos, la belleza del presente inunda mis sentidos y yo la conservo, poseo así el esplendor y ya no vacilo… ¡Sí! ¡Realmente no soy el que antes fui, Diotima! Me he convertido en igual a ti y lo divino juega ahora con lo divino como los niños juegan entre sí…».

«Pero tienes que volvérteme un poco más tranquilo», dijo.

«¡Sí, también tienes razón, mi amor!», repliqué alegremente; «si no, no se me aparecerán las Gracias; si no, no seré capaz de ver, en el amor de la belleza, sus más leves y dulces movimientos. Oh, sí, quiero aprender a no pasar por alto nada de lo que hay en ti. ¡Dame sólo tiempo suficiente!».

«¡Adulador!», contestó. «Por hoy hemos llegado al final, ¡querido adulador! Las doradas nubes del crepúsculo me lo están advirtiendo. ¡Oh, no te entristezcas! ¡Conserva en ti y en mí la alegría pura! ¡Déjala resonar en ti hasta mañana y que el pesar no la mate…! Las flores del corazón requieren tiernos cuidados. Sus raíces están en todas partes, pero sólo se desarrollan en un ambiente cálido. ¡Adiós, Hiperión!».

Y se apartó de mí. Todo mi ser se inflamó en mí cuando vi que iba a desaparecer en su radiante belleza.

«¡Oh tú…!», exclamé precipitándome tras ella, y derramé mi alma sobre su mano en infinitos besos.

«¡Dios mío!», dijo ella, «¿qué sucederá en el futuro?».

Estas palabras me afectaron. «¡Perdona, mi cielo!», dije; «me voy. ¡Buenas noches, Diotima! ¡Piensa todavía un poco en mí!».

«Lo haré», replicó; «¡buenas noches!».

Y ahora ni una palabra más, Belarmino. Sería demasiado para mi resignado corazón. Me siento trastornado. Pero voy a salir, voy a tumbarme entre las plantas y los árboles y voy a rogar que la naturaleza me dé esa misma calma.

HIPERIÓN A BELARMINO

A partir de entonces, nuestras dos almas vivieron una unión cada vez más libre y hermosa, y todo en nosotros y en torno nuestro se conjugaba en una paz de oro. Parecía como si el viejo mundo hubiera muerto y empezara con nosotros uno nuevo, tan sutil, tan fuerte, tan amoroso, tan ligero se había vuelto todo, y nosotros, y con nosotros todos los seres, volábamos, espiritualmente unidos, como un coro de mil tonalidades inseparables, a través del Éter infinito.

Nuestras conversaciones transcurrían como una corriente de aguas azules en la que brillan aquí y allá las arenas doradas, y nuestra calma era como la calma de las cimas, de esas alturas espléndidamente solitarias, muy por encima del espacio de las tormentas, donde sólo el aire divino murmura todavía en la frente del audaz viajero.

Y luego la maravillosa, la santa tristeza, cuando sonaba la hora de la separación en medio de nuestro arrobamiento, y yo exclamaba: «¡Ahora volvemos a ser mortales, Diotima!», y ella me decía: «¡La muerte es apariencia, es como esos colores que centellean en nuestros ojos cuando hemos mirado mucho tiempo al sol!».

¡Ah, y los deliciosos juegos del amor! Las palabras acariciadoras, las solicitudes, las susceptibilidades, el rigor y la indulgencia…

¡Y la clarividencia con que nos mirábamos el uno al otro, y la fe infinita con que nos magnificábamos mutuamente!

¡Sí!, el hombre, cuando ama, es un sol que todo lo ve y todo lo transfigura; cuando no ama, es una morada sombría en la que se consume un humeante candil.

Debería callarme, debería olvidar y callar.

Pero esa llama me atrae con su encanto hasta que me precipito en ella y perezco como los insectos.

De pronto, en medio de estos dichosos y generosos intercambios, sentí que Diotima se iba quedando cada vez más y más silenciosa.

Pregunté e imploré, pero esto sólo pareció alejarla más; finalmente me suplicó que no le hiciera más preguntas, que me fuera, y si volvía que le hablara de otra cosa. Esto me sumergió a mí también en un doloroso silencio, en el que no sabía encontrarme a mí mismo.

Era como si un repentino e incomprensible destino hubiera condenado a muerte a nuestro amor, y toda vida desapareció de mí y de todas las cosas.

Aunque me avergoncé de este pensamiento; sabía con certeza que no era el azar lo que imperaba en el corazón de Diotima. Pero ella permaneció ajena a mí, y mi alma, inconsolable, insaciable, quería un amor siempre presente, manifiesto; los tesoros ocultos eran para mí tesoros perdidos. La felicidad me había hecho desconocer la esperanza; entonces era todavía como esos niños impacientes que lloran porque quieren la manzana del árbol, como si no existiera de verdad hasta que la tocan sus labios. No tenía un momento de tranquilidad, volvía a suplicar con vehemencia y con humildad, con ternura y con ira; el amor me armaba con su elocuencia todopoderosa y discreta, y entonces…, entonces, ¡oh Diotima!, entonces lo obtuve, obtuve aquella maravillosa confesión, y la tengo y la conservaré hasta que la ola del amor me conduzca, junto con todo lo que hay en mí, a la antigua patria, al seno de la naturaleza.

¡La inocente!, todavía no conocía la poderosa plenitud de su corazón y tiernamente sorprendida por la riqueza que encontraba en él, lo enterró en la profundidad de su pecho. Y cuando admitió con santa simplicidad, cuando reconoció entre lágrimas que amaba demasiado y que se había despedido de todo lo que habitualmente acunaba en su corazón, ¡oh cómo exclamó!: «¡Me he vuelto infiel a mayo, y al verano y al otoño, y no me fijo si es de día o de noche, como antes; ya no pertenezco al cielo ni a la tierra, pertenezco sólo a uno solo; pero la floración de mayo, la llama del verano y la madurez del otoño, la claridad del día y la gravedad de la noche, y el cielo y la tierra están reunidos para mí en ese solo! Tal es mi amor…», y entonces, cuando me miró con el corazón entusiasmado, cuando, con una sagrada y audaz alegría, me tomó en sus hermosos brazos y me besó en la frente y en la boca, ¡ah!, cuando su divina cabeza, muerta de placer, cayó sobre mi cuello desnudo y sus dulces labios tranquilizaron mi agitado pecho y su amado aliento me llegó hasta el alma… ¡oh Belarmino!, entonces me abandonaron los sentidos y el espíritu huyó de mí.

Pero ya veo, sí, ya veo cómo tiene que terminar esto. El timón ha caído a las olas y el barco, como un niño cogido por los pies, será estrellado contra las rocas.

HIPERIÓN A BELARMINO

Hay horas grandes en la vida. Levantamos los ojos hacia ellas como hacia las colosales figuras del futuro y de la antigüedad, entablamos con ellas una espléndida lucha y, si sobrevivimos, se convierten en hermanas nuestras y ya no nos abandonan.

Un día estábamos sentados juntos en lo alto del monte, sobre una piedra de la antigua capital de esta isla, y hablábamos de cómo había encontrado allí su fin Demóstenes, cómo aquel león se había alzado allí mismo hasta la libertad escapando con una sagrada y voluntaria muerte de las cadenas y los puñales macedonios. «Aquel espíritu admirable se fue del mundo bromeando», dijo uno de nosotros; «¿Por qué no?», dije; «ya no tenía nada que buscar aquí; Atenas se había convertido en la ramera de Alejandro y el mundo era como un ciervo acosado hasta la muerte por el montero mayor».

«¡Oh Atenas!», exclamó Diotima; «¡qué tristeza me ha invadido a veces cuando miraba hacia ella y se elevaba hasta mí en el azul del amanecer el fantasma del Olimpión!».

«¿A qué distancia está de aquí?», pregunté.

«A un día de viaje, más o menos», contestó Diotima.

«¡A un día de viaje» exclamé, «y todavía no he estado allí! Tenemos que ir juntos cuanto antes».

«¡De acuerdo!», respondió Diotima; «mañana tendremos el mar en calma y todo está ahora todavía en su verdor y madurez.

»Son precisos el sol eterno y la vida de la tierra inmortal para realizar tal peregrinaje».

«¡Entonces, mañana!», dije, y nuestros amigos asintieron.

Zarpamos de la rada temprano, con el canto del gallo. En la fresca claridad resplandecíamos nosotros y el mundo. En nuestros corazones había una juventud dorada y tranquila. La vida en nosotros era como la vida de una isla recién nacida en el océano, en la cual comienza su primera primavera.

Ya hacía tiempo que mi alma había alcanzado un mayor equilibrio bajo el influjo de Diotima; aquel día la sentí triplemente pura, y mis fuerzas dispersas y destruidas se habían concentrado en un solo justo medio.

Hablábamos unos con otros de la excelencia del antiguo pueblo ateniense, de dónde provenía, en qué consistía.

Alguien dijo: «fue debido al clima»; otro: «al arte y la filosofía»; un tercero: «a la religión y a sus formas estatales».

«El arte y la religión atenienses, y su filosofía y sus formas estatales» dije yo «fueron flores y frutos del árbol, no suelo y raíces. Tomáis los efectos por la causa.

»Y a quien me diga que fue el clima el que dio forma a todo aquello, que piense que también nosotros vivimos en ese mismo clima.

»El pueblo de los atenienses creció desde cualquier punto de vista más libre de toda influencia violenta que ningún otro pueblo de la tierra. Ningún conquistador lo debilitó, ninguna victoria lo embriagó, ninguna religión extranjera lo trastornó, ninguna sabiduría presurosa lo hizo madurar en una cosecha a destiempo. Abandonada a sí misma, como el diamante cuando nace, es su infancia. No se sabe casi nada de ellos hasta los tiempos de Pisístrato y de Hiparco. Tomaron poca parte en la guerra de Troya, que, como un invernadero, templó y exaltó demasiado pronto a la mayor parte de los pueblos griegos… De un destino extraordinario no nacen hombres. Los hijos de tal padre son grandes, colosales, pero seres hermosos o, lo que es lo mismo, hombres, no lo son nunca, o sólo tardíamente, cuando los contrastes luchan entre sí con demasiada fuerza como para no acabar por hacer las paces.

»Lacedemonia excede a los atenienses en su abundante fuerza, y por ello precisamente se habría destruido y desaparecido también antes si no hubiera llegado Licurgo y sujetado a la fogosa naturaleza con su disciplina. A partir de entonces, en el espartano todo se obtiene gracias a la educación, toda perfección es alcanzada y adquirida al precio de un esfuerzo autoconsciente, y, si en cierto sentido puede hablarse de la sencillez de los espartanos, no la había, en absoluto, entre ellos, en su aspecto de sencillez ingenua, natural, auténtica. Los lacedemonios rompieron demasiado pronto el orden del instinto, degeneraron demasiado pronto, y por eso tuvo que empezar con ellos también demasiado pronto la disciplina; pues cualquier disciplina y cualquier arte empieza demasiado pronto cuando la naturaleza del hombre no ha madurado bastante. En el niño debe vivir una naturaleza completa antes de que vaya a la escuela, para que la imagen de la niñez le muestre el camino de vuelta desde la escuela a la naturaleza total.

»Los espartanos quedaron para siempre como un fragmento; pues el que no fue nunca totalmente un niño, difícil será que se convierta totalmente en un hombre.

»Sin duda, cielo y tierra hicieron lo suyo por los atenienses, como por todos los griegos: no les dieron ni excesiva pobreza ni tampoco abundancia. Los rayos del cielo no cayeron sobre ellos como una lluvia de fuego. La tierra no los mimó, no los emborrachó con caricias y dones excesivos, como a menudo hizo en otras partes esa madre imprudente.

»A ello se añadió la inmensa hazaña de Teseo, la restricción voluntaria de su poder real.

»¡Oh!, tal semilla, sembrada en los corazones del pueblo, tiene que producir un océano de espigas doradas, y durante mucho tiempo se puede apreciar aún su acción y su fecundidad en los atenienses.

»Lo diré otra vez: el que los atenienses crecieran tan libres de influjos autoritarios de toda clase, con un régimen tan moderado, es lo que los hizo tan excelentes, ¡y sólo esto podía hacerlo!

»¡No molestéis al hombre ya desde la cuna! ¡No lo saquéis del cerrado capullo de su ser, de la cabaña de su infancia! No hagáis demasiado poco por él, de forma que no se halle privado de vosotros y así os diferencie de él, ni hagáis demasiado, de forma que no sienta vuestro poder o el suyo, y así os diferencie de él; en pocas palabras, dejad que el hombre tarde bastante en saber que hay hombres, que hay algo más fuera de él, pues sólo así se convierte en hombre. Y el hombre es un dios en cuanto es hombre. Y cuando es un dios, es hermoso».

«¡Qué extraño!», exclamó uno de los amigos.

«Nunca hasta ahora habías hablado tan profundamente a mi alma», dijo Diotima.

«A ti te lo debo», respondí.

«Así era un hombre el ateniense», continué, «así tiene que volver a ser. Salió hermoso de las manos de la naturaleza, hermoso en cuerpo y alma, como se suele decir.

»El primer hijo de la belleza humana, de la belleza divina, es el arte. En él se rejuvenece y se perpetúa a sí mismo el hombre divino. Quiere sentirse a sí mismo, por eso coloca su belleza frente a sí. Así se dio el hombre a sí mismo sus dioses. Pues al principio el hombre y sus dioses eran una sola cosa, y en ella, desconocida de sí misma, estaba la belleza eterna… Hablo de un misterio, pero existen…

»El primer hijo de la belleza divina es el arte. Así ocurrió entre los atenienses.

»La segunda hija de la belleza es la religión. Religión es amor de la belleza. El sabio la ama por sí misma, infinita, omnicomprensiva; el pueblo ama a sus hijos, los dioses, que le aparecen con numerosos rostros. También fue así en Atenas. Y sin tal amor a la belleza, sin tal religión, todo Estado es un flaco esqueleto sin vida ni espíritu, y todo pensamiento y toda acción un árbol sin copa, una columna tronchada.

»Que realmente éste fue el caso entre los griegos, y especialmente entre los atenienses, que su arte y su religión son los auténticos hijos de la belleza eterna —de la naturaleza humana realizada— y sólo podían proceder de la naturaleza humana realizada, se muestra claramente sólo con querer ver con mirada imparcial los objetos de su arte sagrado y la religión con la que amaban y honraban aquellos objetos.

»Lagunas y errores hay en todas partes, y por eso también los hubo allí. Pero una cosa es segura: que, no obstante, en los objetos de su arte se encuentra casi siempre al hombre maduro. No existe la mezquindad ni la monstruosidad de los egipcios y los godos, sino la naturaleza y la forma del hombre. Se desvían menos que otros hacia los extremos de lo sobrenatural y de lo natural. Sus dioses están más que otros en el hermoso punto medio de la humanidad.

»E igual que sus objetos, era también su amor. ¡No excesivamente servil, pero tampoco íntimo en exceso!

»De la belleza espiritual de los atenienses se derivaba también su necesario sentido de la libertad.

»El egipcio soporta sin dolor el despotismo de lo arbitrario; el hijo del norte soporta sin oposición el despotismo de la ley, la injusticia con forma legal; pues el egipcio tiene, desde que está en el vientre de su madre, un impulso hacia la veneración y la idolatría; en el norte se cree demasiado poco en la pura y libre vida de la naturaleza como para no depender supersticiosamente de lo legal.

»El ateniense no puede soportar lo arbitrario porque su naturaleza divina no admite ser importunada; no puede soportar la legalidad en todo porque tampoco siente que sea necesaria en todo. Dracón no es lo más apropiado para él. Quiere ser tratado con dulzura, y hace muy bien».

«¡Bueno!», me interrumpió alguien, «eso lo entiendo, pero cómo ese pueblo poético y religioso pudo ser a la vez también un pueblo filosófico, eso es lo que no veo».

«¡Pues sin poesía no hubiera sido nunca un pueblo filosófico!», dije.

«¿Qué tiene que ver la filosofía», me respondió, «qué tiene que ver la fría excelsitud de esa ciencia, con la poesía?».

«La poesía», dije seguro de lo que decía, «es el principio y el fin de esa ciencia. Como Minerva de la cabeza de Júpiter, mana esa ciencia de la poesía de un ser infinitamente divino. Y así confluye al fin también en ello lo que hay de incompatible en la misteriosa fuente de la poesía».

«¡Qué hombre más paradójico!», exclamó Diotima, «y, sin embargo, creo que le sigo. De todas formas, os habéis apartado del tema. Estábamos hablando de Atenas.

»El hombre que no haya sentido en sí al menos una vez en su vida la belleza en toda su plenitud», continué, «con las fuerzas de su ser jugueteando entre sí como los colores en el arco iris, el que nunca ha experimentado cómo sólo en horas de entusiasmo concuerda todo interiormente, tal hombre no llegará nunca a ser ni un filósofo escéptico; su espíritu no está hecho ni siquiera para la destrucción, así que menos aún para construir. Porque, créeme, el escéptico, por serlo, encuentra en todo lo que se piensa contradicción y carencia sólo porque conoce la armonía de la belleza sin tachas, que nunca podrá ser pensada. Si desdeña el seco pan que la razón humana le ofrece con buena intención, es sólo porque en secreto se regala en la mesa de los dioses».

«¡Exaltado!», exclamó Diotima, «por eso tú también eras un escéptico. Pero ¡volvamos a los atenienses!».

«Ya voy llegando a ellos», dije. «Sólo un griego podía encontrar la gran frase de Heráclito, que ἔν διαφἑρον έαντῷ (lo uno diferente en sí mismo), pues es la esencia de la belleza y antes de que se descubriera eso no había filosofía alguna.

»A partir de entonces podía definirse; todo estaba allí. La flor se había abierto; ya se podía analizar.

»La época de la belleza había sonado entre los hombres, estaba allí en cuerpo y alma, existía lo infinitamente acorde.

»Se lo podía descomponer, dividirlo con el pensamiento, se podía pensar de nuevo como junto lo dividido, se podía reconocer así cada vez mejor la esencia de lo más elevado y mejor, y lo así reconocido darlo como ley en los múltiples dominios del espíritu.

»¿Veis ahora por qué los atenienses tenían que ser también un pueblo filosófico?

»El egipcio, en cambio, no. Quien no vive en un mismo amor y contraamor con el cielo y la tierra, quien no vive unido en este sentido con los elementos en los que se mueve, tampoco está naturalmente tan unido consigo mismo, y la experiencia de la belleza eterna le es al menos más difícil que a un griego.

»Como un soberbio déspota, la zona oriental del cielo obliga a sus habitantes, con su poder y su esplendor, a agacharse hasta tocar el suelo, y, aun antes de que el hombre haya aprendido a andar, tiene que arrodillarse; antes de haber aprendido a hablar, tiene que rezar; antes de que su corazón alcance un equilibrio, tiene que inclinarse; y antes de que su espíritu sea lo bastante fuerte para dar flores y frutos, el destino y la naturaleza, con su ardiente calor, eliminan de él toda fuerza. El egipcio está sometido antes de ser un todo, y por eso no sabe nada del todo, nada de la belleza, y lo más elevado a lo que da nombre es una potencia velada, un enigma terrible; la muda y sombría Isis es para él lo primero y lo último, un vacío infinito del que no ha salido nunca nada razonable. De la nada, por sublimé que sea, nunca ha nacido nada.

»El norte, en cambio, empuja a sus hijos demasiado pronto hacia el interior de sí mismos, y si el espíritu del fogoso egipcio se apresura a correr hacia el mundo con un exceso de alegría por el viaje, en el norte el espíritu se decide por el regreso a sí mismo incluso antes de estar dispuesto para partir.

»En el norte hay que estar en posesión de la razón aun antes de que haya en uno un sentimiento maduro; se siente uno responsable de todo aun antes de que la inocencia haya llegado a su hermoso final; hay que ser razonable; hay que convertirse en un espíritu autoconsciente antes de ser hombre, en una persona inteligente antes de ser niño; no llega a florecer y madurar la unidad del hombre total, la belleza, antes de que él se forme y desarrolle. La pura inteligencia, la razón pura, son siempre las reinas del norte.

»Pero de la pura inteligencia no brotó nunca nada inteligible, ni nada razonable de la razón pura.

»Sin belleza de espíritu, la inteligencia es como un siervo artesano que desbasta una valla de madera tosca de acuerdo con lo que se le ha indicado, y clava uno tras otro los postes para el jardín que su dueño quiere construir. El asunto todo de la inteligencia es cuestión de necesidad. Nos protege del sinsentido y de la injusticia asegurando el orden; pero estar seguro frente al sinsentido y frente a la injusticia no es el grado más alto de la perfección humana.

»Sin belleza del espíritu y del corazón, la razón es como un capataz que el amo de la casa ha enviado para vigilar a los criados; él sabe tan poco como los criados en qué acabará aquel trabajo inacabable, y sólo grita: “¡Eh, vosotros, a trabajar!”, pero casi ve con fastidio que el trabajo avance, pues cuando acabe ya no tendrá que dar más órdenes y su papel se habrá acabado.

»De la pura inteligencia no ha surgido ninguna filosofía, pues filosofía es más que sólo el limitado conocimiento de lo existente.

»De la pura razón no ha surgido ninguna filosofía, pues filosofía es más que ciega exigencia de un progreso nunca demasiado resolutivo en el arte de unir y de diferenciar una determinada sustancia.

»Pero, en cambio, si la razón que aspira a elevarse es iluminada por el divino ἔν διαφἑρον έαντῷ, ya no exige ciegamente y sabe por qué y para qué exige.

»El sol de la belleza ilumina a la inteligencia en lo que le es propio, como el día de mayo el taller del artista, e igual que éste, no corre afuera y abandona su trabajo urgente, sino que piensa con gusto en el día de la fiesta en que irá a pasear a la rejuvenecedora luz de la primavera».

Tal era mi estado de ánimo cuando tomamos tierra en la costa de Ática.

Teníamos el espíritu todavía demasiado lleno de la antigua Atenas para poder hablar mucho de una manera ordenada, y yo mismo me admiraba de la naturaleza de mis expresiones. «¿Cómo he podido perderme en las áridas cimas en que me visteis?», exclamé.

«Siempre sucede así», contestó Diotima, «cuando uno se siente muy bien. La fuerza rebosante busca un empleo. Los corderillos se embisten a cabezazos cuando se han hartado de la leche de su madre».

Al subir las pendientes del Licabetes, a pesar de la prisa por llegar, nos parábamos a veces, absortos en pensamientos y maravillosas esperanzas.

Es hermoso que le sea al hombre tan difícil convencerse de la muerte de lo que ama, y sin duda nadie ha ido a la tumba de su amigo sin la débil esperanza de encontrarse allí con el amigo vivo. A mí me impresionó el hermoso fantasma de la antigua Atenas como el rostro de una madre que regresara del mundo de los muertos.

«¡Oh Partenón», exclamé, «orgullo del mundo! A tus pies yace el reino de Neptuno como un león domado, y son como niños los otros templos agrupados a tu alrededor, el ágora elocuente y el bosque de Academo…».

«¿Es posible que consigas trasladarte de tal forma a las épocas antiguas?», me dijo Diotima.

«No me recuerdes aquellas épocas», respondí; «había una vida divina y el hombre era entonces el centro de la naturaleza. La primavera, cuando florecía en tomo a Atenas, era como una flor modesta en el seno de una doncella; el sol se levantaba rojo de pudor sobre los esplendores de la tierra.

»Las rocas de mármol del Himeto y del Pentélico surgían de la cuna en que dormían como niños en el regazo de la madre, y cobraban forma y vida en las cariñosas manos de los atenienses.

»La naturaleza ofrecía miel y las más bellas violetas, y mirtos y olivos.

»La naturaleza era sacerdotisa, y el hombre su dios, y en ella toda vida, y cada forma y cada tono de ella, eran sólo un eco ferviente de su señor, a quien ella pertenecía.

»Sólo a él festejaba, sólo a él sacrificaba.

»Y él se lo merecía, ya le retuviera el amor en el taller sagrado donde abrazaba las rodillas de la imagen divina que él mismo había creado, o, instalado en las laderas de la verde cumbre del Sunio, en medio de los discípulos atentos, dejara huir el tiempo entre altos pensamientos, ya corriera en el estadio, o, desde el sillón del orador, como el dios de las tormentas, lanzara lluvia y luz solar y rayos y nubes de oro…».

«¡Oh, mira!», me dijo de pronto Diotima.

Miré, y hubiera querido desaparecer ante aquella grandiosa visión.

Como un inmenso naufragio cuando los huracanes ya han callado y huido los marinos, y el cadáver de la flota destrozada yace irreconocible en el banco de arena, así yacía Atenas a nuestros pies, y las columnas huérfanas se elevaban ante nosotros como los troncos desnudos de un bosque que por la tarde aún verdeaba pero que por la noche ardió por completo.

«Aquí», dijo Diotima, «aprende uno a callarse acerca de su propio destino, sea bueno o malo».

«Aquí aprende uno a callar acerca de todo», continué yo. «Si al menos los segadores que cosecharon estas mieses hubieran enriquecido sus graneros con tales espigas, nada se habría perdido, y yo me contentaría con estar aquí de espigador; pero ¿quién se aprovechó de ellas?».

«Toda Europa», contestó uno de los amigos.

«¡Oh, sí!», exclamé, «se llevaron las columnas y las estatuas y se las han vendido unos a otros y no han tenido en menos aprecio a estas nobles formas, a causa de su rareza, que a los papagayos y a los monos».

«¡No digas eso!», replicó el mismo, «y si realmente les falta también el espíritu de todo lo bello, será porque no se puede ni exportar ni comprar».

«¡Así es!», exclamé. «Y además, aquel espíritu ya había desaparecido antes de que llegaran al Ática los destructores. Sólo cuando las casas y los templos han muerto, se atreven las bestias salvajes a penetrar por puertas y callejas».

«Para el que tiene aquel espíritu», dijo Diotima para consolarme, «Atenas se yergue todavía como un frutal en flor. Al artista no le resulta difícil completar un torso».

Al día siguiente salimos muy temprano, vimos las ruinas del Partenón, el emplazamiento del antiguo teatro de Baco, el templo de Teseo, las dieciséis columnas que todavía siguen en pie del divino Olimpión; pero lo que más me impresionó fue la vieja puerta por la que se pasaba antiguamente de la ciudad vieja a la nueva, donde seguramente en aquella época se saludaban en un solo día mil hermosos seres humanos. Ahora no se llega ni a la ciudad vieja ni a la nueva por esa puerta, y allí está, muda y desolada, como una fuente seca de cuyos caños brotaba antes con amistoso murmullo el agua clara y fresca.

«¡Ay!», dije mientras vagábamos de acá para allá, «resulta un soberbio juego del destino que derrumbe aquí los templos y dé sus piedras destrozadas para que sirvan a los niños de proyectiles, que haga de los dioses mutilados bancos ante las cabañas de los campesinos, y de las tumbas lugares de reposo para el toro que pace, y tal prodigalidad es más regia que el capricho de Cleopatra cuando bebió las perlas disueltas; sin embargo, ¡qué lástima de tanta grandeza y hermosura!».

«¡Buen Hiperión!», dijo Diotima, «es hora de que partas de aquí; estás pálido y tus ojos están cansados, e intentas en vano aliviarte con ocurrencias. ¡Ven, salgamos!, ¡al verde!, ¡entre los colores de la vida!, eso te hará bien».

Salimos a los jardines vecinos.

Los otros, por el camino, entraron en conversación con dos sabios ingleses que recogían su cosecha entre las antigüedades de Atenas, y no querían irse de aquel lugar. Con gusto los dejé allí.

Todo mi ser se reanimó cuando me volví a ver otra vez solo con Diotima; ella había sostenido una lucha épica con el sagrado caos de Atenas. Los silenciosos pensamientos de Diotima reinaban sobre los escombros como las templadas cuerdas de la musa celeste sobre los elementos discordantes. Como la luna que surge de las tiernas nubes, se elevaba su espíritu de aquel hermoso sufrimiento; aquella divina criatura, en su melancolía, era como la flor cuyo perfume se aviva con la noche.

Nos alejamos más y más, y al fin nuestro paseo no fue en vano.

¡Oh bosques de Angele, donde el olivo y el ciprés, entremezclando sus murmullos, se refrescan con amistosas sombras, donde el dorado fruto del limonero brilla entre el oscuro follaje, donde la parra llameante crece caprichosa sobre la cerca y la toronja madura yace en el camino sonriente como el niño perdido al que se encuentra!, ¡oh senderos perfumados y secretos!, ¡oh parajes apacibles donde la imagen del mirto sonríe desde la fuente! Nunca os olvidaré.

Diotima y yo anduvimos un rato de un lado a otro bajo los magníficos árboles, hasta que se nos ofreció un lugar espacioso y alegre.

Allí nos sentamos. Había entre los dos una calma maravillosa. Mi espíritu revoloteaba en torno al divino rostro de la muchacha como la mariposa en torno de una flor, y todo mi ser se aligeraba, se concentraba en la alegría de la contemplación embriagadora.

«¿Qué, ya te has consolado, cabeza loca?», dijo Diotima.

«¡Sí, sí!, ya lo estoy», respondí. «Lo que daba por perdido lo tengo; aquello por lo que suspiraba como si hubiera desaparecido del mundo, está ante mí. ¡No, Diotima! Aún no se ha secado la fuente de la eterna belleza.

»Ya te lo he dicho una vez: ya no necesito ni a los dioses ni a los hombres. Sé que el cielo está muerto, despoblado, y la tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, se ha vuelto casi como un hormiguero. Pero aún hay un lugar donde el antiguo cielo y la tierra antigua me sonríen. En ti olvido a todos los dioses del cielo y a todos los hombres divinos de la tierra.

»¡Qué me importa el naufragio del mundo; de lo único que sé es de mi isla bienaventurada!».

«Hay un tiempo para el amor», dijo Diotima con amistosa seriedad, «como hay un tiempo para vivir en la cuna feliz. Pero la vida misma nos arranca de allí.

»¡Hiperión!», y entonces me cogió fogosamente de la mano y su voz se elevó con solemnidad, «¡Hiperión!, creo que has nacido para grandes cosas. ¡No te desconozcas! La falta de ocasión es lo que te ha retenido. Nada iba lo bastante deprisa para ti, eso te abatió. Como los esgrimidores jóvenes, te tiraste a fondo demasiado pronto, aun antes de estar seguro de tu meta y antes de que tu puño estuviera adiestrado, y como, naturalmente, fuiste tocado más veces de las que tú tocaste, te entró miedo y dudaste de ti y de todo, pues eres tan sensible como violento. Pero nada se ha perdido por eso. Si tu carácter y tu actividad no hubieran madurado tan pronto, no sería tu espíritu lo que es; no serías el hombre pensante, el hombre que sufre, el hombre agitado que eres. Créeme, no habrías reconocido nunca de una forma tan pura el equilibrio de la hermosa humanidad si tú mismo no lo hubieras perdido de tal forma. Tu corazón ha encontrado por fin la paz. Así quiero creerlo. Y lo comprendo. Pero ¿piensas realmente que has llegado a la meta? ¿Quieres encerrarte en el cielo de tu amor y dejar secarse y enfriarse a tus pies al mundo, que te necesita? ¡Tienes que descender como el rayo de luz, como la lluvia refrescante, tienes que bajar a la tierra mortal, tienes que iluminar como Apolo, sacudir y vivificar como Júpiter; si no, no eres digno de tu cielo! Te lo ruego, vuelve otra vez a Atenas y fíjate también en los hombres que caminan entre sus ruinas: en los rudos albaneses y en los otros griegos, buenos e infantiles, que con una danza alegre y un cuento sagrado se consuelan de la ultrajante tiranía que pesa sobre ellos… ¿Puedes decir que te avergüenzas de ese tema? Yo opino, sin embargo, que sería formativo. ¿Puedes apartar tu corazón de los necesitados? ¡No son malos, no te han hecho ningún mal!».

«¿Qué puedo hacer por ellos?», pregunté.

«Dales lo que tienes en ti», respondió Diotima, «da»…

«¡Ni una palabra, ni una palabra más, alma grande!», exclamé, «si no, me subyugarás, si no, será como si me hubieras empujado a ello a la fuerza…

»No serán más felices, pero serán más nobles. ¡No!, también serán más felices. Es preciso que surjan, que se eleven, Cómo las montañas nuevas entre las olas del mar cuando las empuja su fuego subterráneo.

»Sin embargo, estoy solo y avanzo entre ellos sin gloria. Pero cuando alguien es un hombre, ¿no es más poderoso que centenares que son sólo fragmentos de hombres?

»¡Santa naturaleza!, eres la misma en mí y fuera de mí. No tiene que ser tan difícil unir lo que está fuera de mí con lo divino que hay en mí. ¿No le basta a la abeja con su pequeño reino? Pues ¿por qué no podría yo plantar y cultivar lo que es necesario?

»Pues ¿qué?, el mercader árabe sembró su Corán y le creció un pueblo de discípulos como un bosque infinito, ¿y no tendría que ser fértil también el campo a donde la vieja verdad vuelve con una nueva y viva juventud?

»¡Que cambie todo a fondo! ¡Que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo! ¡Que una nueva deidad reine sobre los hombres, que un nuevo futuro se abra ante ellos!

»En el taller, en las casas, en las asambleas, en los templos, ¡que cambie todo en todas partes!

»Pero todavía tengo que viajar para aprender. Soy un artista, pero no estoy adiestrado. Formo mi espíritu, pero aún no sé conducir mi mano…».

»Irás a Italia —dijo Diotima—, a Alemania, a Francia… ¿Cuántos años necesitas?, ¿tres, cuatro? Pienso que tres son bastantes; no eres de los tardos y sólo buscas lo más grande y bello…».

«¿Y luego?».

«Serás educador de nuestro pueblo, serás un gran hombre, espero. Y entonces, cuando te abrace como ahora, soñaré que soy una parte del hombre admirable, me regocijaré como si me hubieras entregado la mitad de tu inmortalidad, como Pólux a Cástor. ¡Oh, voy a estar muy orgullosa, Hiperión!».

Yo callé un rato. Rebosaba de inexpresable alegría.

«¿Es posible, pues, la satisfacción entre la decisión y el acto?», acabé por decir, «¿hay un reposo antes de la victoria?».

«Hay el reposo del héroe», dijo Diotima, «hay decisiones que, como palabras divinas, son al mismo tiempo mandato y realización, y así es la tuya».

Cuando volvimos fue como tras nuestro primer abrazo. Todo se nos había vuelto extraño y nuevo.

Me encontraba entonces en medio de las ruinas de Atenas como el labrador en la sementera. «¡Descansa tranquilo», pensaba mientras volvíamos al barco, «descansa tranquilo, país dormido! Pronto verdeará en ti la vida joven y crecerá buscando las bendiciones del cielo. Pronto dejará para siempre de caer en vano la lluvia de las nubes, pronto volverá el sol a encontrar a sus viejos discípulos.

»¿Preguntas por los hombres, naturalmente? ¿Te lamentas igual que la lira en la que sólo toca el hermano del azar, el viento, porque el artista que la tañía ha muerto? ¡Ya llegarán tus hombres, naturaleza! Un pueblo rejuvenecido te rejuvenecerá también a ti, y serás como su desposada, y el antiguo vínculo de los espíritus se renovará contigo.

»Sólo habrá una belleza; y humanidad y naturaleza se unirán en una única divinidad que lo abarcará todo».