CAPÍTULO VIII

UNA REACCIÓN TRÁGICA

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ADIE hubiese podido sospechar que un pobre perro pudiese ser la nueva mecha que encendiese otra vez el trágico polvorín, esta vez, bajo una nueva modalidad más alucinante y quizá peligrosa que la anterior.

Un atardecer, el perro de un hortelano regresaba al poblado con su dueño y el perro, jugueteando por la calzada, cruzó por delante de un rudo leñador que volvía del bosque con el hacha de talar a cuestas.

Quizá porque el perro pertenecía a uno de sus contrarios, sintió la tentación de maltratarle y moviendo su recio pie calzado con una bota descomunal, aplicó un feroz puntapié al can, mandándole rodando por el polvo como una pelota, en tanto el infeliz animal emitía unos aullidos impresionantes.

El dueño del can sintió el efecto de la innoble patada como si la hubiese recibido él mismo y ferozmente, sin pararse a considerar el peligro que podía correr al enfrentarse con aquel bárbaro armado de hacha, saltó sobre él y a su vez le aplicó una ruda patada en el estómago, que le obligó a doblarse como una espiga dejando caer al hacha al suelo.

Pero antes de que el dueño del perro pudiese ponerse a la defensiva, el leñador, olvidando su dolor por el ansia de vengarse, echó mano al hacha y la levantó brutal para dejarla caer sobre la cabeza de su agresor. La hubiese partido por medio de no surgir una mano oportuna que detuvo el brazo homicida en el aire impidiendo la brutal tragedia.

El leñador se revolvió furioso, tratando de librar el brazo armado, pero Bem, el hermano de Missi, que era el que tan oportunamente había intervenido, era un muchacho fuerte y decidido a quien no era fácil obligarle a soltar su presa.

—Suelta, maldito sea tu corazón —rugió el leñador—, suelta o te abriré a ti la cabeza.

—Eso no es tan fácil como parece, Carl —respondió Bem—. Aparte de que no tenías razón para eso. Tú has maltratado a ese pobre chucho sin motivo alguno, pues no se había metido contigo y quien maltrata a un infeliz animal sólo por placer es un desalmado.

—Me fastidian los perros y más cuando pertenecen a tipos como ese. Lo que he hecho con el perro lo hago con él.

El hortelano, que se había repuesto de la impresión, se revolvió amenazador llevando la mano al revólver y rugió:

—Suéltale, Bem… que pruebe. Le dejaré seco en cuando haga el menor movimiento.

Pero Bem, que no quería que las cosas pasasen a mayores ordenó:

—Vete con tu perro y no agraves las cosas. Es mejor para todos.

El hortelano recogió a su dolorido perro y con él entre los brazos se alejó, en tanto algunos vecinos se habían arremolinado en torno a los protagonistas de la dura escena y seguían con interés su desarrollo.

Bem, temiendo que las cosas se enzarzasen y tomasen parte otros elementos, terminó por soltar el brazo del leñador retirándose a distancia para estar en guardia y sacar el arma si se veía en peligro y dijo:

—Es mejor así, Carl. No es noble asesinar a nadie sin darle tiempo a la defensa y menos, por algo que no merece la pena.

—Eso es lo que tú opinas, ¿no es así? Tú no eres el que ha recibido la coz como yo.

—Ni tú el perro que recibió la tuya.

—Vete al infierno… Ese tipo me las tiene que pagar y tú por meterte donde no te llaman también.

—Bueno, Carl, ya te calmarás y lo verás más en frío. No tengo ganas de pelea.

Y se alejó con prudencia, cuidando de no perder de vista al leñador por si le atacaba a traición.

El asunto pareció quedar zanjado sin más consecuencias, aunque nadie podía predecir la reacción del bárbaro leñador después de su amenaza.

Y dos días más tarde sucedió algo extraño que nadie acertó a explicarse. En la puerta de la cabaña del hortelano había aparecido pintada una cruz negra, ignorándose la mano que la había trazado en la sombra.

El hortelano creyó que se trataba de una broma de mal gusto. Contó el descubrimiento a algunos amigos y nadie dio gran importancia al suceso.

Pero dos días más tarde el hortelano apareció muerto en la senda; había recibido dos tiros en la espalda y junto a su cadáver se encontraba triste y aullador su fiel compañero, el perro.

Al saberse el suceso, hubo quien relacionó la cruz negra pintada en la puerta de la cabaña del hortelano con la muerte de éste. Había sido un refinado aviso que el muerto no supo interpretar.

Pero… ¿quién culpaba al leñador y quién poseía autoridad para detenerle? Aquello ponía de nuevo de manifiesto la necesidad ineludible de poseer un «sheriff».

Y tres días más tarde, el trágico aviso se repitió, esta vez en la puerta de la cabaña de Missi. Una nueva cruz había aparecido en su puerta y el más terrible sobresalto acució a Missi y a su familia.

¿Quién había pintado aquella cruz y por qué? La joven se apresuró a buscar a Jack para darle cuenta del descubrimiento y Jack se alarmó. No desconocía lo sucedido con el hortelano y adivinó que el aviso era un mensaje de muerte para alguien.

Bem, sin sentirse muy inquieto, terminó por explicar el lance del perro y su intervención en el suceso. No podía afirmar que el autor de la muerte del hortelano fuese el leñador, pero era sospechoso que después de haber amenazado a los dos por su intervención, el hortelano hubiese sido asesinado y ahora la cruz negra apareciese a la puerta de la cabaña de la familia de Bem.

Jack sintió miedo. No sabía por qué, pero presentía que Bem estaba en peligro de muerte y que ésta podía alcanzarle cuando menos lo sospechase.

Dominado por una sensación de angustia irrefrenable entendió que debía vigilar a su futuro cuñado cuanto le fuese posible. Esto le iba a producir un gran trastorno, porque tendría que abandonar en parte su propio trabajo, pero tenía que hacerlo.

Bem se incomodó mucho con la idea de Jack; él no necesitaba que nadie le guardase las espaldas porque sabía guardarse solo.

Pero Jack no le hizo caso y le acompañó durante tres días al trabajo y le recogió allí mismo a la hora de tornar a su cabaña.

Pero de nada sirvió esta precaución. Al tercer día, al llegar la noche, cuando Jack se había retirado a su cabaña después de dejar a Bem en la suya, el hermano de Missi se sentó a tomar el fresco en la pequeña huerta mientras su hermana trajinaba en el interior.

Y súbitamente, desde unos setos próximos, dispararon dos tiros de rifle contra él. Bem intentó levantarse y sacar el revólver, pero no pudo. Cayó sobre la hierba herido de muerte.

La consternación en la cabaña fue terrible y Missi, como loca, corrió en busca de Jack para dar cuenta a éste del cobarde atentado.

Bem murió una hora después y el más vivo dolor se apoderó de aquel hogar que había sido feliz hasta horas antes. Jack, con el rostro contraído, no dijo nada; asistió al entierro de la víctima y cuando el cadáver recibió sepultura, se encaminó recto a la Alcaldía.

El alcalde, que ya tenía noticias del crimen, como la tenían todos los vecinos de Pedro, donde la preocupación empezaba a adueñarse de sus moradores, extrañado de la visita, tras saludarle, dijo:

—Os acompaño en el sentimiento, Jack. Me hago cargo del dolor que debe reinar en el hogar de tu novia.

—Sí, señor, un dolor que no se paga con cien vidas.

—Bien, tú dirás a qué obedece tu visita.

—Simplemente a que vengo a pedir que me nombre de «sheriff» si mantienen aún su ofrecimiento.

El alcalde le miró intensamente y comprendió todo el infierno de ideas que abrasaban el pecho y el cerebro del joven. La muerte de su futuro cuñado había sido el único resorte capaz de hacer saltar el dispositivo de su aislamiento en la lucha. El ansia de ofrecer una leve satisfacción a su novia, vengando el asesinato de Bem, era lo único que le había movido a volver de su acuerdo. Y con voz temblona, repuso:

—La plaza está vacante y a tu disposición, Jack; pero te pregunto esto: ¿has pensado bien lo que vas a hacer? Antes, cuando te lo ofrecimos, no existía motivo alguno de carácter particular para destacarte al aceptarla, ahora. Supondrán que lo has aceptado porque mataron a tu futuro cuñado y… te señalarán como la víctima más inmediata para que sigas su camino. Ahora… sería una locura aceptar la estrella.

—Será lo que sea, pero la pido y la acepto.

—Muy bien; si después de esta leal advertencia estás dispuesto a correr el riesgo, mi conciencia habrá quedado tranquila por haberte avisado. Estoy presto a tomarte juramento ahora mismo.

—Para luego es tarde. Tómeme juramento y extiéndame el nombramiento.

El alcalde le presentó una Biblia sobre la que con mano firme juró la fórmula obligada. Luego recibió el nombramiento y la estrella.

—Que tengas suerte te deseo, muchacho. Siempre te tuve por un valiente, pero en este momento te considero un héroe.

Jack, reflejando en su moreno y endurecido rostro toda la tensión nerviosa que le dominaba, se encaminó a la casa de Jeff, que había quedado cerrada desde que muriera el «sheriff», y la abrió con la llave que le habían entregado a raíz de la muerte del «sheriff», por ser Jack el más amigo de Parker, y una vez dentro, rebuscó en las habitaciones hasta descubrir un buen rollo de cuerda suficiente para resistir el peso de un hombre.

La rodeó a su cintura y abandonando las oficinas se encaminó a la deteriorada choza ocupada por el leñador que lanzara la amenaza contra el hortelano y contra Bem. Estaba seguro de que las dos muertes habían sido obra de aquel salvaje y estaba dispuesto a actuar sin conmiseración ni piedad.

La noche había cerrado, pero había reflejo de luna que permitía ver con bastante facilidad el camino.

A través del ventanuco que se abría en un costado de la choza, se escapaba el débil reflejo de una luz, lo que indicaba que el leñador estaba dentro.

Jack tanteó la puerta que estaba cerrada. El furioso joven ignoraba si lo que atrancaba la entrada era poco o muy sólido, pero era igual. Estaba dispuesto a pulverizar la choza si era preciso y sin vacilar sacó el revólver, tomó impulso y se lanzó como un alud sobre la puerta en un formidable empujón.

La puerta se astilló y saltó como si la hubiese hecho volar una carga de dinamita y Jack penetró en el interior, entre astillas y tablones.

El leñador, que se hallaba sentado en un escabel, al darse cuenta de la irrupción tan amenazadora, saltó como un muelle y trató de echar mano al riñe que tenía al lado, o al hacha, que se recostaba en la pared, pero Jack no se lo permitió. Cuando se inclinaba para tomarlos, levantó veloz la pierna y le aplicó un tremendo puntapié en la cara que le obligó a caer de espaldas con las narices aplastadas horriblemente.

El salvaje leñador emitió un gruñido de oso herido y a pesar del dolor y del destrozo intentó revolverse afianzando el escabel, pero Jack saltó felinamente y le anuló aplicándole un nuevo golpe, éste con el revólver en la dura frente.

El golpe acabó de anular al leñador, quien cayó de espaldas, casi con el conocimiento perdido.

Jack se revolvió y tomó el rifle. Al abrirlo descubrió que estaba descargado y acusaba en él las huellas de haber sido usado recientemente.

Con aquello le bastaba como prueba. Estaba seguro de no equivocarse, pero el rifle era un terrible testigo de cargo contra el leñador.

Con unas manijas que había encontrado en un cajón aprisionó las enormes manazas del salvaje y luego le ató fuertemente los pies. De modo inmediato se terció el rifle a la espalda, levantó con enorme fuerza el cuerpo casi inanimado de su víctima y se lo cargó al hombro, abandonando la choza.

Y corno en cuanto caía la noche nadie se atrevía a salir de las casas por temor a ser víctimas de un atentado, nadie le salió al paso cuando atravesó varias calles para ir en busca de la plaza, en la cual se erguían varios árboles centenarios.

Al pie de uno depositó el cuerpo del leñador y preparó el lazo fatídico. Luego, tras lanzarlo por lo alto de una rama, lo ciñó al cuello del condenado y con rabia infinita tiró del cordel hasta dejar pendiente el cuerpo una yarda a ras del suelo.

Ató el resto de la cuerda al tronco, depositó al lado el rifle descargado y se encaminó a las oficinas, donde, sobre un gran trozo de papel, escribió unos renglones; después volvió a la plaza, prendió el papel en el pecho del ahorcado y cumplida esta misión se dirigió a la cabaña de Missi a dar cuenta de lo que acababa de realizar.

Missi, al enterarse y ver en su pecho la estrella de «sheriff», se aterró. Había perdido a su hermano y ahora creía estar a punto de perder a su novio.

—No, Jack —suplicó—, no sigas con esa estrella. Si has cumplido la justiciera misión de ahorcar al asesino de Bem, renuncia a ser «sheriff»; no quiero que tú también…

—Es inútil cuanto digas, porque ya no puede ser. Comprende que, con esta estrella al pecho, lo que hice es aplicar justicia; sin ella, sería una venganza personal y si he de exigir a la gente que respete la Ley, tengo que ser el primero en dar ejemplo. La suerte está echada y en tanto llega Parker para trasladarle la estrella, la luciré en su nombre, y, si no me dejan, mala suerte.

»Ya que no puedo devolverte a tu hermano, que al menos te quede el doloroso consuelo de saber que el asesino ha pagado su crimen. Sólo ejemplos de esta naturaleza pueden atar ciertas manos movidas al asesinato impune.

Y como fue inútil cuanto suplicó Missi, ésta tuvo que resignarse, con el miedo consiguiente.

El poblado durmió aquella noche ignorante del trágico incidente, pero cuando los más madrugadores se echaron a la calle y pasaron por la plaza, se detuvieron aterrados ante, el cadáver del leñador, qué se balanceaba a la luz del sol con un rifle al lado y un cartel prendido al pecho.

Y su asombro aumentó aún más cuando al acercarse al cadáver con cierto miedo leyeron el cartel que decía:

«Éste es Carl Irwing, asesino de Percy “El Hortelano” y de Bem Teigth. Lo colgó, como justo castigo a su crimen, el “sheriff” de este poblado.

El «sheriff»,

Jack Qualen».

Y los más extraños comentarios se iban a producir de allí en adelante. Unos porque se sentirían aliviados al saber que Jack se había decidido a aceptar la estrella, dando aquella sensación brutal de autoridad de que tan necesitado estaba el pueblo, y otros porque la autoridad drástica, brava, sin vacilaciones del nuevo «sheriff», iba a constituir una amenaza para ellos.

La noticia se corrió veloz por el poblado; los vecinos, atacados de una curiosidad morbosa, acudían a la plaza a convencerse por sus propios ojos de que en efecto Carl había sido colgado sin más juicio que el personal del nuevo «sheriff», y muchos estaban de acuerdo con él, pues la opinión pública había señalado desde el principio al salvaje leñador como el autor de aquellos dos asesinatos.

Y todos respiraron con alivio al ponderar que con aquel ejemplar castigo las cruces negras y fatídicas que habían empezado a aparecer en las puertas no volverían a anunciar ningún nuevo mensaje de muerte.

Desde la plaza acudían ansiosamente a la casa de Jeff, donde anteriormente habían estado las oficinas y donde pronto comprobaron que Jack las había vuelto a instalar, pues en el tablón de anuncios había colocado otro cartel que decía:

AVISO

Habiendo sido nombrado «sheriff» de este poblado, pongo en conocimiento del vecindario que seré inflexible en la aplicación rápida de la justicia contra todo el que atente contra vidas y haciendas de los vecinos.

El «sheriff»,

Jack Qualen.

El aviso pareció aliviar la tensión nerviosa que ya había empezado a hacer presa en la gente. Creían que después de aquel acto rápido y duro de justicia, el aviso surtiría saludable ejemplo.

Pero no todos lo creyeron así, porque un viejo ex peón, moviendo la cabeza con aire de duda, comentó:

—¡Qué lástima que un muchacho tan bueno, tan valiente y tan leal vaya a durar tan poco en la vida!

Aquella mañana, Jack, sin perder tiempo, cursó dos avisos urgentes citando en su despacho a Cranston y a Henreid para aquella misma tarde.

Los dos cabecillas ignoraban si habían sido citados ambos o el aviso era unipersonal, pero entendiendo que de momento no era político negarse a la llamada, se presentaron en las oficinas.

No parecieron muy satisfechos al encontrarse allí reunidos, porque adivinaron que la ofensiva iba a ser contra ambos y que ambos se iban a ver en un aprieto.

Jack, tras saludarles fríamente, les invitó a sentarse.

—Señores —dijo—. Ustedes saben que he estado negándome obstinadamente a hacerme cargo de esta estrella, pero parece que alguien ha tenido mucho interés en sacarme del anónimo para colocarme en este primer plano, y cuando yo acepto un reto de esta clase, lo acepto con todas sus consecuencias.

»Alguien, cuyo nombre ya está destacado, asesinó a mi futuro cuñado y lo asesinó vilmente, como hacen los cobardes y yo no he dudado en darle la cara y demostrarle que para matar a un hombre basta con ser más hombre que él y no apelar al asesinato.

»El tipo que hizo eso y mató a “El Hortelano” pertenecía al bando de usted, señor Cranston…

—Un momento —interrumpió éste—. No admito que pretenda hacerme responsable de un asesinato sólo porque el que lo cometió fuese amigo o simpatizante mío.

—He dicho que pertenecía a su bando simplemente. Si tuviese la seguridad de que usted había ordenado esos crímenes, a estas horas estaría usted haciendo compañía a Carl en la rama de una encina.

Murray se tensionó ante la brutal afirmación, y repuso:

—Lanzar amenazas cuando las ampara una estrella de «sheriff»… es algo fácil…

—Con estrella y sin estrella lo hubiese intentado…

—Eso ya es otra cosa. Intentar no es conseguir.

—De acuerdo, pero no hay que salirse de la realidad. He destacado que Carl pertenecía a su bando, como Bem había pertenecido al bando del señor Henreid, y es muy significativo que agresor y muerto fuesen de ideas contrarias. Por otra parte, tengo que destacar que la matanza del otro día tiene una raíz muy honda y radica en la rivalidad de ustedes. Esta rivalidad, si fuese personal, me importaría poco, pero cuando pone medio poblado frente a otro medio y la gente es tan cerril y salvaje que se mata por cosas que no les reportan beneficio alguno, no estoy dispuesto a consentirlas.

»Yo tengo que pensar, no en los imbéciles que se balean estúpidamente, sino en sus esposas, en sus padres o en sus hijos, que pierden sus deudos y quedan desamparados, y por ellos, no por los que caigan por capricho, tengo que evitar que esas cosas se repitan.

»Yo no sé a quién se le habrá ocurrido esa idea macabra de signar con una cruz negra la puerta de la casa donde existe un rival y se le condena a morir en la sombra refinando la crueldad y la cobardía con ese aviso fúnebre. Me cuesta trabajo creer que la mentalidad de Carl la hubiese inventado, pero voy a comprobarlo.

»A ustedes les hago responsables de esos avisos funerarios y de sus consecuencias. Quiero paz, porque no hay motivo de guerra y si los atentados y las muertes se repiten, más de uno amanecerá colgado de una encina y a ustedes los pondré fuera de mi jurisdicción y acabaré con la semilla de todas estas salvajadas.

»Les he llamado para hacerles esta advertencia. No me gusta atacar sin que el atacado esté prevenido de lo que puede esperar, así es que, de aquí en adelante y mientras yo luzca la estrella, esto se ha terminado. Después, cuando llegue Parker Sneider y se haga cargo de ella, que proceda como le parezca, pero no se hagan muchas ilusiones respecto a sus ideas. Viene dispuesto a vengar la muerte de su padre y conozco de sobra a Parker para saber de lo que será capaz hasta conseguirlo.

»Es cuanto tenía que decirles. Arreglen ustedes las cosas de manera que cesen estas rivalidades y, si esto no sirve para sus sueños de hegemonía, busquen un sitio donde puedan intentar tales proyectes, porque aquí no va a ser fácil.

»Si tienen algo que alegar, háganlo, que les escucho.

Cranston, con los dientes apretados, repuso:

—Por mi parte, muy poco. No tolero que nos haga responsables de lo que cada uno particularmente pueda hacer y es usted muy dueño de colgar al que lo ejecute, pero no amenazar con excesos que yo al menos no le toleraré ni con estrella ni sin ella. Mientras no tenga una prueba de mi culpabilidad, en cualquier caso, tengo derecho a defenderme en el terreno que me ataquen.

»Es de momento cuanto tengo que decir, así es que esa amenaza de sacarme de mi propiedad por fantasías de nadie, no la toleraré.

Henreid, sonriendo, intervino para decir:

—Después de lo expresado por el señor Cranston, nada tengo que añadir. Ha expuesto las cosas con claridad.

—Y yo también, señores —repuso bruscamente Jack—, he hecho una advertencia y el que quiera, que la medite, y el que no, que juegue alegremente con su vida. Sé a lo que me expongo con haber aceptado la estrella y con lanzarme a esta ofensiva, pero lo acepto y si esto les dice algo, tomen nota de ello Colgaré a tantos como sea preciso, pero serán colgados y no me detendré ante nada.

»Y si alguien entiende que sólo se puede evitar eso llevándome por delante, que miren cómo lo intentan, porque entonces lo que pueda suceder será mucho más voluminoso. Y como está hablado cuanto hay que hablar, no les entretengo más. Hasta otro día.

La pareja, tensa, se levantó y sin decir palabra, abandonaron las oficinas.