CAPÍTULO II

 

UN SHERIFF VUELVE POR SUS FUEROS

 

Martha abandonó la ventana, respirando con delicia el puro aire mañanero, y pasó a la amplia pieza que servía de comedor y cocina. Estaba desierta, lo que indicaba que ningún otro miembro de la familia se había levantado.

Llamó a la puerta del dormitorio de Raúl, diciendo:

—Arriba, hermano, que ya es hora.

—Estoy vistiéndome, Martha; salgo rápido.

La joven repitió la llamada en el cuarto de su hermano Max, pero no recibió respuesta alguna.

Como insistiera, sin éxito, empujó la puerta, descubriendo que Max no se encontraba en su dormitorio.

Volvió a la sala, en el momento en que la alta y atrayente figura de Raúl aparecía en ella.

—Max no está en su alcoba —afirmó la joven.

—Habrá madrugado, y andará por ahí.

—Quizá digas mejor que no debió acostarse. La cama está sin deshacer.

—¿Cómo? ¿Es que ese tipo ha pasado toda la noche fuera de casa?

—Así me parece que ha sucedido, Raúl. No me explico cómo no volvió, aunque fuese tarde, como otras noches.

—¿Sospechas que... pudo sucederle algo?

—¿Quién lo sabe? Nuestro hermano es el ser más absurdo de la creación, y lo mismo puede haberse visto metido en algún lío gordo, que estar jugando al póquer con los amigos, en mitad de la calzada.

—Así es, pero... lo que interesa saber es cuál de tus dos teorías es la cierta.

—Max sabe que hay algo que no le toleramos, y es que falte a su obligación. No ignora que no nos metemos en que se acueste tarde o temprano, sino que esté en pie, dispuesto a trabajar a esta hora, y en verdad que hasta hoy no se había dado el caso de que desobedeciese esta consigna. No me agrada la comprobación, y temo que se haya metido en algún lío desagradable.

—¿Cómo lo vamos a saber?

No hay más que un medio; bajaré al poblado a investigar y a ver qué le ha sucedido.

—Pero... habrá que informar a nuestros padres...

—No queda otro remedio. Si falta él, y me marcho yo, preguntarán qué sucede, y habrá que decírselo. Empezaré por informarles, y luego iré al pueblo.

Anthony, el padre, apareció en la sala, en mangas de camisa, y preguntó:

—¿De qué hablabais?

—De que Max no vino a dormir en toda la noche, y no sabemos nada de él.

—Max..., siempre Max como una pesadilla.  ¿Qué crees que le puede haber sucedido?

—No lo sé, padre, por eso me disponía a bajar al poblado a enterarme.

—Está bien, Raúl. Ve allí, y resuelve lo que sea. Me parece que ha llegado el momento de hacer algo para sentar los cascos de esa cabeza loca.

Raúl se disponía a tomar su caballo y marchar al poblado, cuando Martha, que acechaba el paisaje a través de la ventana, llamó:

—Espera, hermano. Aquí viene alguien, que quizá nos informará.

—¿Quién?

—Isaac, el sobrino del sheriff.

Martha tuvo que realizar un esfuerzo para hablar con serenidad, porque daba la casualidad de que Isaac era el hombre que la cortejaba asiduamente, y al que ella le prestaba una atención preferente.

En efecto, Isaac, un muchacho fino, delgado, bien parecido, nervioso, al andar, avanzaba, presuroso hacia la cabaña y tanto Fox como su hijo y su hija salieron a su encuentro, tensos y nerviosos.

—Buenos días, señor Fox y familia.

—Hola, Isaac,  ¿qué te trae aquí tan de mañana?

—Pues... algo desagradable para ustedes, pero que tenían necesidad de saber. Mi tío me ordenó que viniera a comunicárselo, y he tenido que esperar a que fuese de día para no asustarles, viniendo en plena noche.

Martha, más angustiada que los demás, avanzó hacia el visitante, diciendo:

—¡por lo que más quieras! ¿Qué le ha sucedido a Max?

—Bueno, la cosa para él no ha sido grave, aunque sí algo dolorosa. Ha recibido su buena ración de golpes,aunque también los ha prodigado con exceso.

—¿Quieres decir que se ha peleado con los Gilbert?

—Pues sí, se ha peleado con los dos.

—Y claro está, como eran dos contra uno...

—Bueno, la cuestión del número no ha influido mucho, porque si tu hermano acusa la paliza, los Gilbert han llevado también lo suyo en excelente ración. Tendrías que haberles visto la jeta.

—Pero, ¿qué sucedió?

—Realmente, no está muy claro, pero les diré lo que hemos sacado en limpio.

—Max estuvo con tres amigos en la taberna de Loy,jugando al póquer. Parece ser que la partida estuvo muy animada y que los cuatro bebieron algo más de la cuenta, aunque, en honor a la verdad, diré que Max no estaba borracho, aunque sí algo exaltado de los nervios.

—Cuando la partida estaba en su apogeo, hicieron su aparición en la taberna los hermanos Gilbert. Si estaban o no estaban bebidos, no lo sé, porque son unos tipos que siempre se comportan como si les sobrase el whiskypor todos los poros.

—Parece ser que cuando entraron y descubrieron a Max, jugando con sus amigos, uno de los dos hermanos se acercó a la mesa y, tras echar una ojeada a las posturas, comentó:

—¡Bah! Creí que se trataba de algo interesante, pero veo que se trata de una partida de mendigos. Se están jugando las limosnas que han recibido hoy.

Max se levantó, airado, contestando:

—¡Como nosotros no robamos el dinero como algunos, sólo podemos jugarnos las limosnas que nos dan!

Adán, avanzando, preguntó:

—¿Es alusión ese comentario?

—Es una contestación a vuestro insulto —replicó Max, sin achicarse— Nos jugamos lo que tenemos, lo nuestro, lo que ganamos honradamente, y a nadie le importa si es poco o es mucho.

—Pero tú has aludido a que algunos roban el dinero y pueden jugar fuerte...,  ¿quieres aclarar si eso iba por nosotros?

 

Max debió comprender que Adán estaba forzándole a decir algo que le diese motivo para organizar la pelea y, antes de darle esa ocasión, optó por tomarle la delantera. Y, al parecer, replicó, puesto en guardia:

—Eso, consúltalo con tu conciencia... si sabes qué es eso.

—Adán trató de golpear a Max, pero éste se adelantó y fue el primero en aplicar el puño.

—Y allí nació la pelea.

—Los que jugaban con Max debieron tener miedo porque le dejaron solo, y decidieron abandonar la taberna,arrojando sobre su compañero la responsabilidad de pelear con los dos hermanos.

—Y por lo que el tabernero ha contado, la pelea fue algo fuera de serie.

—Los dos hermanos trataron de aplastar a Max, pero éste no se achicó ante ambos, y peleó como una fiera dando y recibiendo golpes. Se deshicieron algunas banquetas.

—Unos y otros trataron de emplear las duras patas para decidir la pugna, y los tres recibieron algunas caricias de aparatosa condición. Quizá la cosa hubiese terminado trágicamente, de no habernos avisado de lo que estaba sucediendo.

—Entonces nos presentamos mi tío y yo en la taberna, y no sin trabajo y amenazando con usar los revólveres, conseguimos que cesase el espectáculo.

—Max tiene sendos rosetones en el rostro, a causa de los puñetazos recibidos, y dos raspazos en la cabeza, que yo mismo le curé, más tarde. En cuanto a los dos hermanos, Adán ha recibido un estacazo en la cabeza que ha necesitado la intervención del médico, y a Rogers no le aconsejaría que se retratase para un concurso de belleza porque ni su propio padre le reconocería.

—Pese a nuestra intervención, los contendientes no se mostraban muy satisfechos, y trataban de reanudar la pelea, por lo que mi tío decidió llevarse a los tres, y encerrarlos en sus jaulas hasta que se les calmasen los nervios; no obstante, las cosas no han quedado resueltas. Adán juró que mataría a Max, y éste le replicó que se diese mucha prisa a intentarlo porque si no, sería él quien matase a Adán. Quizá todo esto haya sido producto de la exaltación, pero, conociendo a los hermanos Gilbert, yo no me confiaría mucho.

—¿Qué más ha pasado? —preguntó Raúl, tenso.

—De momento, nada. Mi tío levantó al médico de la cama para que acudiese a las oficinas a curar a los contendientes, y allí están los tres, encerrados.

—¿Los tres?  ¿Es que Gilbert ha consentido en ese ultraje a su soberanía?

—Temo que aún no sepa nada, y desde aquí voy a su rancho a darle cuenta de lo que sucede. Veremos en cuál de los siete pecados capitales monta, cuando sepa que sus adorados hijos están encerrados en las jaulas del sheriff, como cualquier vulgar promotor de desórdenes.

—Muy enojado debía encontrarse tu tío, cuando se decidió a encerrar a los gallitos del poblado, desdeñandola cólera de su padre.

—Es que mi tío está ya hasta la coronilla de los disgustos y trabajo que le están dando los Gilbert, y ha dicho que tiene que demostrarles que la estrella que luce al pecho sirve para algo. Ya veremos si su optimismo responde a su decisión.

Raúl, tenso, preguntó:

—¿Y ahora qué hay que hacer?  ¿Qué piensa tu tío respecto al final de la aventura?

—Me ha dicho que os apresuréis a ir en busca de Max, y lo traigáis aquí, cuidando de que no haga acto de presencia en el poblado durante algún tiempo, al menos hasta que los nervios se calmen. Ha decidido poner veinte dólares de multa a Max, y cincuenta a cada uno de los hermanos Gilbert.

—¿Y tú crees que «su tierno papá» va a pasar por esa humillación?

—Yo no creo en nada y creo en todo. Mi tío es un hombre de mucha flema, como todo el mundo sabe, y pasa por carros y carretas muchas veces, pero el día que se levanta dispuesto a lucir las espuelas, nadie es capaz de saber hasta dónde llega.

—Esa ha sido su decisión hasta el momento; lo que no sé es si seguirá firme en ella o variará de criterio.

—Me agradaría comprobar su actitud, cuando tenga que enfrentarse con Luke Gilbert.

—No se fíen mucho, porque ya les digo que tiene reacciones bastante extrañas.

—En fin, ya les he informado de lo que hay. Pueden ir a recoger a Max, pero con los veinte dólares por delante. Es lo primero que me advirtió.

—Está bien, Isaac. Llevaremos los veinte dólares, aunque creemos injusta la multa, pues si es veraz lo que nos has contado respecto a cómo se inició la pelea, no fue mi hermano quien la provocó, sino esos tipos.

—Pero los vamos a sacrificar, por un motivo. Si tu tío admite los veinte dólares como multa a Max, espero que, cuando llegue la hora de imponer las suyas a los Gilbert, no se achique y se las perdone. Esto no se lo consentiría.

—Muy bien; ése es asunto vuestro. Yo me limito a daros cuenta de las órdenes recibidas, y lo demás es cosa vuestra. Ahora voy a ver a Gilbert, y siento no tener a mano una coraza para cuando me enfrente con él.

—Adiós, no perdáis tiempo, si no queréis tropezar con el ogro del condado.

Y con un gesto de mano, se despidió para marchar al rancho de Gilbert a darle cuenta de la detención de sus hijos.

La familia Fox quedó tensa, tras la marcha del sobrino del sheriff. Se daban cuenta de que las cosas habían tomado un cariz demasiado serio, y que de allí en adelante podían complicarse aún más.

El padre, con resolución, afirmó:

—Iré yo a buscarle.

Pero Raúl se opuso, diciendo:

—No lo consentiré de ninguna manera, padre. Usted no está en condiciones de afrontar ciertos sucesos, y podría suceder que, aun sin quererlo, se viene frente a Gilbert. Para cortar las alas a ese tipo, hace falta gente más joven y más fuerte que usted. Este asunto es cosa mía.

—No quiero que os expongáis los que aún tenéis mucha vida por delante. Yo soy viejo y, si desaparezco,no causo problemas.

—Eso pregúnteselo a mi madre, a ver qué opina.

—Pero, joven o viejo, usted se quedará aquí y dejará en mis manos el asunto. Sabe que yo soy más tranquilo y menos impetuoso que mi hermano, y que no pierdo el control de mis nervios fácilmente; así es que ahora mismo voy al poblado en busca de Max, y me daré prisa para evitar un tropiezo con Gilbert. No le tengo miedo, pero, cuando se pueden evitar enfrentamientos, no merece la pena provocarlos.

Raúl preparó su caballo y, a galope, se encaminó al poblado, deteniéndose ante las oficinas del sheriff. Prudentemente, se aseguró de que no sucedía nada anormal en torno y, apeándose de su montura, penetró en las oficinas.

El sheriff, un hombre de cierta edad, pero alto, fuerte y de carácter enérgico al parecer, le saludó, diciendo:

—Hola, Raúl...,  ¿cómo estás?

—Perfectamente, sheriff. Usted, por lo que veo, se encuentra bien y, ya que nos hemos impuesto de la salud de cada uno, vayamos a lo que importa.

—Su sobrino Isaac nos ha contado todo o casi todo lo que sucedió anoche entre mi hermano y los Gilbert, y he venido a llevarme a Max y a pagar la multa que ha señalado, aunque, en conciencia, la encuentro injusta, toda vez que, al parecer, quienes provocaron el suceso fueron esa pareja de buharros.

—Puede que así sucediese, pero si tenemos en cuenta que tu hermano y los Gilbert son como el perro y el gato, que siempre se están acechando para arañarse o morderse, cada cual puso de su parte lo que pudo para provocar el conflicto, y estoy entendiendo que ha llegado la hora de que yo también enseñe mis uñas y las clave sobre el que lo merezca.

—Aún más, te diré una cosa. Si tu hermano tuviese menos dinamita en las venas y más sentido común, en lugar de estar en las tabernas del poblado a deshoras, se encontraría descansando y reponiendo fuerzas para atender al trabajo diario. Esto evitaría algunos conflictos como éste.

—Le doy la razón, pero sólo en parte.

—¿En cuál?

—En lo de que debería estar reposando para almacenar fuerzas a la hora del trabajo, pero, por lo demás, cualquiera tiene derecho a distraerse a la hora que sea, si no se mete con nadie ni provoca lances graves. No me irá a decir que, por temor a los pájaros, no se debe sembrar trigo.

—No, pero, al menos, hay que poner un espantapájaros para que no lo destrocen.

—Todo eso, en situación normal, está bien, pero cuando existen ciertos antagonismos, los más sensatos son los que deben dar muestras de mayor prudencia.

—Que por algunos sería interpretada como muestra de cobardía.

—Bien, si vas a justificar los excesos de tu hermano, creo que no merece la pena seguir discutiendo.

—No los justifico, sheriff, pero no es a él a quien se le debe cargar la mayor responsabilidad.

—Esa pareja se ha envalentonado mucho porque usted ha sido demasiado tolerante con ellos, no recortándoles las alas, y mucho me temo que ya no podrá usarlas tijeras para conseguirlo.

—¿Tú lo crees así? Yo soy un hombre de mucha cachaza y como además entiendo a la juventud fogosa y no olvido que estamos en el Oeste, he hecho muchas veces la vista gorda sobre ciertos pequeños excesos, porque no merecía la pena encender un ambiente hostil, pero cuando los ánimos se exceden, también sé pararen seco algunas cosas.

—Y para empezar, lo voy a hacer hoy.

—A tu hermano le he impuesto una multa de veinte dólares, que supongo vendrás dispuesto a pagar, si quieres sacarlo de mis jaulas, y además, tendrá que pagar al médico, por su asistencia. Esto hará comprender a Max que, si reinciden, tendrá que abonar otros veinte o quizá cuarenta, según los casos y según mí humor.

—Así, cuando a la gente se le hurga en el bolsillo, termina comprendiendo que le resultan caras ciertas diversiones, y se abstiene de iniciarlas.

—Muy bien. Repito que pagaré los veinte dólares,aunque sigo entendiendo que es a los Gilbert a quienes debía corresponder el pago de esa multa.

—Los Gilbert pagarán cincuenta cada uno, más la cuenta del médico y lo que el tabernero tase por daños y perjuicios. No te quejes, pues el mejor librado va a ser tu hermano.

—¿Y usted cree que Gilbert padre va a pasar por la humillación de tener que pagar esas multas?

—Si no quiere pagarlas, es muy dueño de negarse.

—¿Y entonces, qué?

—Pues que en lugar de poner en libertad a sus dos preciosos hijos, los retendré en mis jaulas, haré que se forme un jurado que dicte su fallo, y me atendré a él.

—Mucho confía en su fuerza y en la debilidad de Gilbert.

—Pero si es cierto que mantendrá su criterio y le obligará a que pague, daré por bien perdidos los veinte dólares, que voy a pagar por la libertad de mi hermano.

—Tome, aquí tiene el dinero, y ahora, entrégueme a Max.

El sheriff tomó los veinte dólares, los guardó en el cajón de su mesa y, tomando un manojo de llaves, se dirigió al pasillo, donde los tres peleadores estaban confinados en tres jaulas correlativas.

Max estaba encerrado en la última, lo que obligaba al sheriff y a Raúl a pasar por delante de las que ocupaban los dos hermanos.

Adán, que había sido el peor parado, se encontraba tumbado en el petate con la cabeza vendada, pero Rogers, menos grave, se paseaba como un león en celo por el estrecho recinto de su jaula.

Al ver aparecer al sheriff por delante de Raúl, bramó:

—¿Es hora ya de que nos deje en libertad? Le va a pesar enormemente este abuso de su autoridad.

—Bueno, no me vendrá mal un poco de peso encima, porque estoy demasiado delgado y necesito peso. En cuanto al abuso de autoridad, si no estás conforme, quéjate al sheriff general. A lo mejor, estudia el caso y le parece poco lo que estoy haciendo contra vosotros.

—De momento, voy a poner en libertad a Max. Su hermano ha venido a pagar la multa, y se lo llevará. En cuanto a vosotros, he enviado recado a vuestro padre para que venga a liberaros, si quiere, previo el pago de los cincuenta dólares por cabeza, amén de lo que valga reponer el material que destrozasteis en la taberna. Según lo que tarde en venir, tardaréis en salir de aquí.

—¿Y usted cree que mi padre va a pasar por la humillación de pagar esas multas? Le conoce muy mal.

—Es posible, pero sospecho que también él y vosotros me conocéis mal a mí. He pasado por alto muchas tonterías vuestras, y esto os ha dado alas para convertirlas en algo peligroso. Esto se ha terminado, le parezca bien a tu padre o le parezca mal, porque aquí quien manda, con la ley prendida al pecho, soy yo.

—Y antes de que salgáis de aquí, quiero haceros una seria advertencia. Habéis lanzado amenazas muy drásticas unos y otros, y esto es grave. Tened cuidado lo que hacéis, porque a alguno os puede costar amanecer una mañana colgado de la rama de un árbol.

—Me parece que no hay quién tenga fuerza bastante para tirar de la soga.

—Que no llegue el caso, por si tu creencia falla.

Y sin querer seguir dialogando con Rogers, avanzó hasta la jaula donde estaba encerrado Max.

Después de abrir, indicó:

—Puedes salir. Tu hermano vino en tu busca, y pagó la multa. Si crees que os sobra mucho dinero para estar pagando multas cada dos por tres, adelante.

—Yo no tuve la culpa, fueron ellos los que...

—Tú tuviste tu parte. Si a esa hora hubieses estado en la cama, como era tu obligación, nada habría sucedido.

—No sé de ninguna ley que le obligue a uno a acostarse a la hora de las gallinas.

—Ni de ninguna que dé margen a presumir de gallos de pelea. Anda, lárgate y toma nota de lo que he dicho.

Sin querer discutir más, el joven siguió al sheriff y a Raúl. En su rostro acusaba visiblemente las huellas de la dura pelea sostenida con los Gilbert.

Al pasar por delante de la jaula donde se encontraba encerrado Rogers, éste, aferrándose con rabia a los barrotes de hierro, bramó:

—Max, te acordarás de estas señales que lucimos mi hermano y yo. Te juro que te acordarás, y las pagarás.

—Lo mismo os digo, matones de pacotilla. Si os habíais creído invencibles, ya os he demostrado que no os tengo miedo a los dos juntos. Y en cuanto a tus estúpidas amenazas, ten cuidado, porque yo también sé asestar golpes decisivos.

—Eso lo veremos algún día.

—Cuando queráis. Ya sabéis dónde vivo.

Raúl, enfadado, tiró del brazo de su hermano, clamando:

—¡Basta, Max! Ya habéis ido demasiado lejos, en vuestro antagonismo.

—Yo voy tan lejos como quieran llevarme. Si estos tipos se envalentonaron porque aquí parece que no hay hombres de agallas para pararles los pies, conmigo se han equivocado. Yo soy tan hombre como el que más, y a mí no se me sube ningún sapo pringoso a las barbas.

Max fue llevado al despacho del sheriff, el cual tras devolverle el revólver, advirtió:

—Ten cuidado cómo haces uso de él, no sea que te salga el tiro por la culata, y sufras las consecuencias. Os habéis lanzado amenazas graves, y esto puede pesar sobre alguno, si las cosas van demasiado lejos.

—Tú eres un buen muchacho, pero con demasiada pólvora en las venas, y hay que mojártela bien para que no explote y seas víctima de ella. Entiende bien lo que te digo.

—Mi pólvora no explota, si no le arriman una mecha encendida.

—Esa pareja me insultó y me atacó, sin meterme con ella. Luego, me han golpeado a placer para demostrarme que son muy hombres. Esto no lo paso por alto y,cuando se me presente la ocasión, les demostraré lo equivocados que están.

—Allá tú, pero atente a las consecuencias.

Raúl, furioso, zarandeó a su hermano, gritando:

—Basta ya de amenazas necias. Estás provocando un clima de angustia en nuestra casa, y no te lo consiento. Este asunto lo discutiremos con nuestros padres, y ya veremos cómo se soluciona.

—Ahora, vamos a casa, y a usted, sheriff, sólo le digo una cosa. Espero que se muestre tan severo con los Gilbert como se ha mostrado con mi hermano, y que demuestre que esa estrella le sirve de algo más que para lucirla al pecho.

Y arrastrando a su hermano, abandonaron las oficinas.