CAPÍTULO XI
UN SALDO TRÁGICO
Mientras Gilbert y su vapuleado equipo se retiraban al rancho, Adán, con uno de los peones, se encaminaba al poblado, a poner en práctica su diabólico plan destructor.
Estaba seguro de que aquello sería una cosa rutinaria, sin peligro alguno, ya que tanto el sheriff como su sobrino se encontraban lejos de las oficinas, y no podían adivinar aquella represalia inútil.
Adán miró al oscuro cielo. Aún debía faltar una hora para que empezase a amanecer, y les sobraba tiempo para una operación tan rápida y sencilla.
Antes de entrar en el poblado, Adán ordenó:
—Apéate. Vamos a recoger bastante hierba seca, ya que no contamos con petróleo para rociar las paredes. Como hace bastante tiempo que no ha llovido, la hierba arderá fácilmente y, como las paredes de las oficinas son de madera, y también estarán bien resecas, no costará trabajo prenderles fuego.
Recogieron cuanta hierba les fue posible. El peón llevaba colgado de la silla su saco de viaje, y esto les permitió llenarlo hasta rebosar.
Ya con aquel combustible en su poder, penetraron lentamente en el poblado para no llamar la atención. Adán advirtió:
—Habrá que tener cuidado de que no nos vea el sereno. Por regla general, a estas horas estará medio dormido en el quicio de alguna puerta, pero hay que tener cuidado con él, por si da la voz de alarma, y pone en conmoción al vecindario.
Bajo la luz de las estrellas, penetraron en el poblado, y para llamar menos la atención, dejaron las monturas trabadas en una calleja. A pie, podían pasar más desapercibidos.
Vigilando celosamente, sin tropezar con nadie en el camino, llegaron hasta el edificio donde estaban instaladas las oficinas y, tranquilamente, se dedicaron a colocar estratégicamente los haces de hierba, rodeando todo el edificio, para más tarde prenderles fuego, formando un destructor anillo.
Pero no siempre los mejores planes suelen fructificar. Los imponderables también cuentan, y en esta ocasión, algo imprevisto iba a surgir, provocando una nueva tragedia para la familia del Gilbert.
Mientras Adán y su peón se entregaban en silencio a preparar la hoguera, salía de su modesta cabaña el padre de Elsa, la muchacha a la que ambos hermanos atropellaron villanamente, destrozando su porvenir.
El infeliz, cuya vida también había quedado destrozada a causa de la desgracia de su hija, poseía un trozo de tierra, que cuidaba personalmente. Su mínima propiedad estaba situada bastante lejos del poblado, y esto le obligaba a salir de su cabaña antes del amanecer.
Pero cuando se encontraba a punto de abandonar la población, al pasar por una calleja, descubrió dos caballos trabados y el descubrimiento le extrañó.
¿Quién podía, a tales horas, haber dejado aquellos caballos semiescondidos, y con qué objeto misterioso? Se acercó a las monturas, prendió un fósforo y las examinó.
De pronto, sintió una sacudida en todo el cuerpo. Había reconocido una de las monturas como propiedad de Adán, y lo primero que acudió a su mente fue la sospecha de que se encontrase allí, a tales horas, dispuesto a consumar un nuevo atropello con alguna otra infeliz muchacha del poblado.
Furioso por la sospecha, apretó las mandíbulas y acarició la culata de su revólver. Nunca se había atrevido a esgrimirlo contra los Gilbert porque sabía que no poseía ninguna posibilidad de adelantarse a ellos como tirador, pero en esta ocasión, la ira encendía su sangre, y estaba dispuesto a probar fortuna, aunque le llevasen por delante.
Lo primero que hizo fue despojar a los caballos de sus sillas, dejándolos a pelo. Tenía que evitar que intentasen la fuga, con posibilidades de éxito.
Y olvidando sus tierras, retrocedió con las sillas, y las escondió entre unos montones de estiércol, ocultándolas a la vista de quien las buscase.
Tras esta maniobra, desenfundó el revólver y, con suma cautela, avanzó hacia el interior del poblado, buscando a la pareja de caballistas. No sabía dónde podían estar, pero era indudable que estarían cometiendo alguna de sus muchas felonías.
Buscando en torno descubrió al sereno sentado en el quicio de una puerta. Acababa de despertar de un pequeño sueño, y trataba de encender un cigarrillo.
—Mucho se madruga, señor Wilson, ¿qué hace usted por aquí?
—Yo le preguntaría, a cambió, qué hace usted que no se entera de lo que sucede, a pesar de ser su misión vigilar y enterarse.
—¿Qué quiere decir?
—¿No ha visto a nadie por aquí?
—No..., seguro que no.
—Y, sin embargo, dos tipos peligrosos merodean a estas horas por el poblado. Uno de ellos es Adán Gilbert, y el otro debe ser algún peón suyo.
—¿A estas horas, por aquí? No entiendo por qué...
—Ni yo tampoco, pero algo peligroso deben tramar,a horas tan extrañas.
—¿Cómo lo sabe?
—Han dejado sus caballos trabados en una calleja próxima, y los he descubierto por casualidad.
—¿Qué cree que pueden estar intentando?
—No lo sé, pero si no tratan de cometer alguna villanía como la que cometieron con mi hija, quizá estén tramando algo peligroso contra el sheriff, si creen que estará dormido. Algo de eso deben estar intentando.
—Trataremos de aclararlo, señor Wilson.
—Pero cuidado cómo maniobramos. Si están tratando de cometer alguna acción reprobable, habrá que tener cuidado con ellos. No vacilarán en disparar contra nosotros.
—Bueno, no nos dejaremos sorprender. Yo llevaré el revólver preparado, y usted deberá hacer lo mismo. Sería un bonito éxito acabar con ese tigre de Adán.
Cautelosamente, empezaron a avanzar, registrando los alrededores según avanzaban, pero nada descubrían, en la penumbra de la noche.
Hasta que al salir a la calle principal, por una de las callejas, quedaron tensos al descubrir unas leves lenguas de fuego que, formando una especie de medio círculo, brillaban a lo lejos.
—¡Cuerpo del demonio! —exclamó el sereno—. ¿Qué diablos es eso?
—¿No lo ve? Han prendido pequeñas hogueras y, si no me engaño, arden junto a las oficinas del sheriff.
—¡Por Satanás! ¿Es que pretenden quemarle vivo?
—Para ellos sería un gran placer verle arder.
—¡Pero eso no lo podemos consentir, señor Wilson! Adelante, y nada de contemplaciones, con quien sea.
Ambos echaron a correr con dirección al lugar donde las hogueras empezaban a tomar incremento y, al avanzar, descubrieron dos sombras que se movían no lejos de las hogueras.
El sereno, impetuoso, lanzó la voz de alarma, ordenando:
—¡Quietos...! ¡Arriba las manos!
Dos disparos fueron la contestación a la orden, y las balas pasaron rozando al sereno y a Wilson.
Ambos se arrojaron a tierra, y contestaron. A sus disparos, un alarido de agonía fue la respuesta, y una de las dos sombras volteó para caer a tierra como fulminado por un rayo.
No podían saber quién había caído, pero Wilson, con acento feroz, clamó:
—¡Ojalá haya sido el canalla de Adán!
El que se había librado de ser alcanzado por los disparos del sereno y de Wilson, buscó en la penumbra a sus agresores, y disparó, tratando de alcanzarlos, pero no tuvo acierto y, en cambio, estuvo a punto de recibir un balazo de sus oponentes.
Y temeroso de no poder esquivar los disparos de sus enemigos, optó por desaparecer de allí, internándose por una de las callejas próximas.
Cuando la pareja llegó frente a las oficinas, pudieron comprobar que el caído no era Adán, y Wilson, furioso, clamó:
—¡Tengo que acabar con él! Es ésta mi mejor ocasión para conseguirlo.
El sereno, alarmado, gritó:
—Señor Wilson, hay que apagar estas hogueras, o el edificio arderá en pleno.
Pero a Wilson no le importaba el incendio, sino capturar a Adán, y pasarle aquella factura de honor, que no había podido cobrarle aún.
Y echando a correr, contestó:
—Pida ayuda a los vecinos. Yo voy a intentar algo más valioso.
Adán había huido, pero Wilson sabía dónde podía salirle al paso, si se daba prisa.
Lo lógico era que hubiese ido en busca de su caballo para huir, importándole poco dejar abandonado al peón que le acompañara.
Wilson llegó junto a los caballos antes de que Adán consiguiese acercarse a ellos y, con una sonrisa extraña en los labios, se colocó frente a ellos, amparado en la sombra de un edificio, y esperó con el revólver amartillado.
Esta vez, Adán no se le escaparía. La ventaja era suya, y sabría hacer uso de ella, después de tanto tiempo de rumiar su dolor impotente para la venganza.
Por fin, por el lado opuesto, apareció Adán, el cual, dirigiéndose a los caballos, tomó el suyo por la brida, pero un estremecimiento de miedo le sacudió, al observar que la silla había desaparecido.
Girando el cuerpo, con el arma empuñada, miró en tomo, tratando de descubrir de dónde podía provenir el peligro, hasta que dos detonaciones seguidas vibraron, y las balas se clavaron a escasa distancia de él. Adán contestó a ciegas, guiado sólo por el fragor de las detonaciones, y Wilson, rabioso por haber errado el tiro, trató de seguir disparando.
Pero había olvidado que parte de la dotación del arma la había empleado frente a las oficinas del sheriff, y que el tambor había quedado vacío.
En su angustiosa desesperación y, sin saber qué hacer para evadir el peligro, se vio perdido. Ahora era Adán quien gozaba de todas las ventajas, y las emplearía con la crueldad acostumbrada en él.
Adán debió darse cuenta de que su enemigo tenía un revólver descargado y que, si actuaba aprisa, lograría abatirle antes de que pudiese recargar el arma, por lo que, de dos saltos elásticos, se lanzó hacia el lugar donde estaba seguro de que se encontraba su enemigo.
Podía disparar antes de llegar a él, pero su espíritu refinado quería algo peor y más angustioso para su enemigo. Le haría pagar el mal rato que le estaba dando, gozándose con su desesperación, antes de liquidarlo.
Wilson se dio cuenta del terrible peligro y sólo encontró un medio de intentar conjurarlo. Puesto que carecía de proyectiles para el revólver, éste podía ser un arma tan buena como otra cualquiera para defender su vida.
Y poniendo sus cinco sentidos en la acción decisiva, levantó el brazo y arrojó el revólver a la cabeza de Adán, con toda la fuerza de que era capaz.
La maniobra tuvo éxito. Adán, ferozmente golpeado, cayó a tierra, arrojando sangre por la brecha abierta en su frente, y Wilson emitió un aullido de júbilo.
Por fin tenía al mancillador de su honor a merced suya, y no desaprovecharía la ocasión de poner fin a su venganza.
Saltó sobre el cuerpo de Adán, arrebató el revólver de su crispada mano, y luego, tirando de su cuerpo, lo llevó hasta el caballo.
Había ideado un final alucinante de la vida de su enemigo, y lo iba a poner en práctica, sin remordimiento alguno.
El día empezaba a amanecer, y, con su inanimada carga, salió del poblado, y alcanzó la senda.
Cuando llegó junto a uno de los añosos árboles que la rodeaban, se detuvo y, con su propia correa, trabó a la espalda las manos de Adán.
Luego, descolgó el lazo que éste llevaba siempre pendiente de la silla y, tras fabricar un nudo corredizo, lo pasó por el cuello de su víctima. Luego, lanzó el lazo por encima de una rama y, arrimando el caballo al árbol, trató de mantener erguida la silueta de Adán,con ayuda del cuero que se puso tenso para mantenerle firme.
Y tras sujetar reciamente la punta del lazo al tronco del árbol, buscó en sus bolsillos, donde encontró un pedazo de papel y un trozo de lápiz. En el papel escribió, nervioso:
«Esta es la justicia que sabe hacer un padre para lavar la virtud mancillada de su hija.
—Wilson.»
Prendió en un resquicio de la camisa de Adán el papel y, de repente, aplicó un recio golpe al caballo.
Este dio un salto, salió disparado y, al desprenderse de su jinete, éste cayó a plomo, pero el cuero le retuvo, al apretarse el lazo fatídico a su garganta.
El castigo estaba consumado. Lo que pudiese pasar después no le importaba.
Satisfecha su venganza, retrocedió para volver al poblado y, cuando llegó próximo a las oficinas del sheriff, un nutrido grupo de vecinos luchaba contra el incipiente incendio, arrojando baldes de agua sobre él.
El sereno, al verle, exclamó:
—¿Dónde diablos se ha metido, señor Wilson?
—He estado gozando del momento más feliz de mi vida. Acabo de ahorcar a Adán Gilbert, en pago al ultraje que me infirió.
—¿Cómo ha podido hacerse con él?
—El destino, a veces, ayuda a los más débiles. ¿Cómo va eso?
—Hemos llegado a tiempo. Prácticamente, el fuego está dominado, y los daños han sido escasos.
En aquel momento, el sheriff, su sobrino, Raúl y Max llegaban a la calle principal. Tras el éxito de aquella memorable noche, iban a acompañar al sheriff para dejarle en sus oficinas, y saber si había sucedido algo durante la noche.
Su asombro fue enorme al saber que, después del fracaso sufrido, habían intentado prender fuego a las oficinas como represalia, pero su asombro fue aún mayor, cuando supieron que el atropellado Wilson había realizado la hombrada de capturar y ahorcar a Adán.
Llenos de curiosidad, todos se trasladaron a la senda, donde pudieron confirmar la hazaña realizada por el padre de Elsa.
—¿Qué pasará ahora, cuando Gilbert se entere de que el único hijo que le quedaba también ha muerto? —preguntó Max.
—No sé nada —contestó su hermano—, pero adivino que, en su locura, se lanzará a algo desesperado, y ahora, menos que nunca, debemos estar divididos. Esperaremos aquí su reacción, pues, antes o después, tendrá que enterarse. Y usted, señor Wilson, no se separará de nosotros. La ira de Gilbert irá dirigida contra usted, y no podemos dejarle abandonado.
—Presiento que se acerca el momento final, y debemos hacerle frente, con las mayores garantías.
* * *
Gilbert, más sombrío que nunca, regresó al rancho, barajando nuevos planes de desquite.
Durante más de tres horas, esperó, angustiado, el regreso de Adán y del peón que le acompañara. Le extrañaba mucho que una operación tan rápida y sencilla tardasen tanto en desarrollarla.
Cuando rompió el día, su angustia subió de grados. La tardanza de su hijo no era normal, y tenía que admitir que un nuevo golpe de mala fortuna le hubiese tocado.
Bruscamente, llamó a uno de los peones, ordenando:
—Monta a caballo y sal al camino a ver si ves a mi hijo. Estoy temiendo que le haya sucedido algo grave. El peón se dispuso a cumplir la orden, pero cuando bajó al patio, se vio sorprendido por la llegada, en solitario, del caballo de Adán.
El animal, por instinto, se había dirigido al rancho.
El peón, nervioso, se apresuró a dar cuenta a Gilbert del extraño descubrimiento, y el ranchero, perdido el control de sus nervios, atacado de una violenta ola de locura, buscó dos revólveres en su mesa, bajó como loco al patio y, montando en su caballo, sin admitir más acompañamiento, se lanzó desesperadamente a la senda, camino del poblado.
En su locura, estaba dispuesto a entrar en el pueblo a sangre y fuego, disparando contra todo bicho viviente, pues todas las vidas que encontrara al paso le iban a parecer pocas para satisfacer su venganza.
Y cuando aún le faltaba poco menos de un cuarto de milla, descubrió en la senda, pendiente de un árbol, el rígido cuerpo de Adán.
Ante tan tétrica visión, sus ojos se inyectaron en sangre, y casi pasó desapercibido para él aquel contundente trozo de papel, en el que Wilson se hacía responsable de la muerte de Adán, en pago a su villanía.
Aquél era un enemigo con el que Gilbert no había contado, por creerle eliminado con un puñado de dólares, y era él quien le había asestado el golpe definitivo.
Buscó en su bolsillo una navaja, cortó el lazo, haciendo caer el cuerpo de Adán a tierra y, tras apartarlo a un lado de la senda, entre unos arbustos, volvió a montar a caballo, dirigiéndose al poblado.
Puesto que Wilson había sido el autor de aquella muerte, a él le correspondía devolverle el golpe. Entraría a tiros en la cabaña del colono, y se llevaría por delante a éste, a su familia y a quien osara ponerse delante de él.
Pero, ante el temor a la demoníaca reacción de Gilbert, el sheriff había puesto vigías en la entrada del poblado para captar la posible presencia del ranchero, y acaso de los peones que le quedaban útiles.
Y así, alguien le vio avanzar como un huracán por la senda, y apenas tuvo tiempo de correr para dar cuenta de la próxima presencia del ranchero.
El hecho de que acudiese en solitario, daba idea del trastorno que debió producirle saber la muerte de su hijo y, si bien era una locura en él arriesgarse a pelear contra varios enemigos, había que admitir que, perdido el control de sus nervios, estaba dispuesto a morir peleando.
Elsheriff, nervioso, comentó:
—¡Cuidado con él! No habría tigre en el mundo capaz de igualarle en fiereza, en estos momentos. Si sabe ya que fue Wilson quien mató a Adán, será contra su cabaña contra la que embestirá primero.
—No se lo permitiré —afirmó fieramente el colono—.Moriré defendiendo a los míos, pero no se acercará a ella, mientras yo viva.
—No estará solo, Wilson. Vamos, muchachos, tomemos posiciones, antes de que pueda llegar.
Apresuradamente, se apostaron por delante de la cabaña, dispuestos a cortar la loca carrera del ranchero. Aquélla era una trágica partida, cuyo final debía desarrollarse en aquel mismo lugar.
Y seguidamente, el caballo de Gilbert, desbocado a causa del mal trato recibido con las espuelas, desembocaba en la entrada de la calle, con su jinete armado de dos revólveres, dispuesto a sembrar la muerte en torno a él.
Pero cuando se encontraba a tiro, una lluvia de proyectiles le cortó el paso. El pobre caballo, alcanzado de frente, cayó a tierra, lanzando al jinete por las orejas, pero el duro ranchero, sin intentar levantarse, pegado a la tierra, y con los brazos extendidos, empezó a vomitar plomo fundido por la boca de sus «Colts», siendo contestado de igual forma.
Fue una lucha feroz, pero casi tan rápida como el pensamiento. Gilbert logró alcanzar, con sus disparos, a dos vecinos, que se habían unido a los actores del drama, pero el huracán de balas disparadas por el sheriff, su sobrino, Raúl y Max, barrieron el terreno y, en él, al alucinado y feroz ranchero.
Ocho balazos, había encajado antes de morir, y allí quedaba, como un trágico pelele, cara al ardiente sol. El sheriff, tenso, comentó:
—Nunca creí que esta pugna habría de acabar como ha terminado. Ha sido el destino el que ha marcado la pauta de todo.
Y Wilson, limpiándose el sudor que cubría su frente, comentó:
—Ahora ya estoy tranquilo. He vengado mi honor y el de mi hija, y ahora podré marchar lejos de aquí, donde nadie sepa de nuestra desgracia, y mi pobre Elsa pueda encontrar un hombre que sepa apreciar sus dotes y la haga feliz.
Entonces, Max, acercándose a él, le dijo:
—No lo haga, señor Wilson. Quédese aquí.
—¿Para qué, para sufrir más que he sufrido, sabiendo que mi hija se agostará como una flor seca, sin culpa alguna?
Y Max, conmovido, repuso:
—No será así, si ella no lo quiere. Yo sé lo que vale su hija; yo estaba enamorado de ella antes de la desgracia, y no puedo tildarla de nada que la sonroje. Si ella lo quiere, podemos olvidar lo sucedido, y ser felices, en lo sucesivo.
Wilson, vencido por la emoción, se abrazó a Max, y, no pudiendo resistir aquel tremendo choque de emociones, se desmayó en sus brazos.
FIN