CAPÍTULO III
AMENAZAS CONTRA AMENAZAS
El recado que Isaac transmitió a Gilbert cayó en el rancho como una bomba.
La soberbia y el orgullo del ranchero eran algo que sobrepasaba los límites más corrientes, y ello le obligó a ponerse rojo de indignación, como si se viese amenazado de una congestión cerebral.
Y en su rabia, asió a Isaac por los brazos y, sacudiéndole como a un muñeco, bramó:
—¿Qué diablos está diciendo, sapo asqueroso? encerrar ¿Qué su tío se ha permitido el atrevimiento de encerrar a mis hijos en sus jaulas, y que me exige el pago de todas esas idioteces, si quiero verles libres?
Isaac, que era un tipo zumbón y flemático, se dejó zarandear sin oposición, y, cuando lo estimó oportuno,preguntó:
—¿Ha terminado ya de ayudarme a hacer la digestión? Si ha terminado, le diré que ése es el recado que me ordenó darle, y añadió que, si no acepta su resolución, está dispuesto a retener a sus preciosos hijos en las jaulas hasta que se vea un proceso contra ellos, por alterar el orden, causar lesiones a terceros, y provocar destrozos en un establecimiento público.
—Eso lo vamos a ver en seguida, porque si a su tío se le ha subido hoy el whisky a la cabeza, y se ha creído que le han convertido en el presidente de la república, yo le demostraré lo equivocado que está. Vaya a verle y dígale que tenga preparados a mis hijos para que se vengan conmigo, y olvide esa fantasía del pago de tantos dólares.
—Muy bien, se lo diré. ¿Quiere que se los tenga preparados entre algodones o al natural, aunque al natural ya están un poco entrapajados, a causa de la paliza que recibieron?
El ranchero, furioso ante la osadía de Isaac, bramó:
—Salga de aquí inmediatamente. Salga por su propio pie, si no quiere que los míos le ayuden a salir. Isaac, ante la amenaza, reaccionó y, endureciendo los músculos de su rostro, bramó:
—Oiga, ¿usted olvida que soy ayudante del sheriff, aunque el sheriff sea mi tío, y que no aguanto amenazas de esa índole? He venido a comunicarle algo que le afecta, y lo he hecho sin ofenderle, por lo tanto, no admito que nadie me ofenda, ni como ayudante del sheriff ni como hombre.
—Si está acostumbrado a tratar a su gente como esclavos, amenazándoles así, y ellos lo aguantan, a mí no me importa, pero yo no soporto esos desplantes.
Gilbert, furioso, bramó:
—Le he dicho que se largue de aquí. ¿Ha cumplido su misión? Pues aquí no tiene nada que hacer.
—De acuerdo, pero sin amenazas de ponerme la suela de sus botas en ninguna parte de mi cuerpo. Lo tengo muy delicado, y no soporta esa clase de caricias.
—Conque usted lo pase bien, y échese al bolsillo el dinero o regresará al rancho con las manos vacías.
—Eso lo veremos en seguida.
Isaac, dignamente, dio media vuelta y abandonó el despacho, sonriente. La visita le había dado pie para plantar cara al ogro de la región, y se sentía muy satisfecho de su desplante.
Montó a caballo y, a todo galope, se dirigió al poblado; quería llegar a las oficinas antes que el ranchero para advertir a su tío del estado de ánimo de Gilbert, y de las amenazas que había lanzado.
El sheriff, sonriendo, repuso:
—Has hecho bien en enseñarle las garras a ese cretino. Ya va siendo hora de que se entere de que aquí existe una autoridad, y de que se han terminado las contemplaciones.
Poco después, el ranchero, llevando dos caballos a la zaga para que los montasen sus hijos, se apeaba ante las oficinas del sheriff y, congestionado de rabia, como una tromba, penetró en el despacho, rugiendo:
—¿Dónde están mis hijos? Pronto, quiero verlos aquí ahora mismo.
—Debe hacer mucho calor por ahí fuera, y viene usted muy congestionado. Le conviene sentarse, serenarse y evitar que le dé una congestión. ¿Quiere un vaso de agua fresca?
—Quiero que se vaya usted al infierno. Sólo deseo que me entregue a mis hijos, y marcharme de aquí cuanto antes.
—Eso lo puede acelerar cuanto guste. Ponga ahí cien dólares por la multa impuesta a sus dos impetuosos hijos, añada dos dólares por la consulta del médico que les curó, y firme un recibo, comprometiéndose a reponer todo lo que Adán y Rogers destrozaron en la taberna.
—¿Quiere que le regale, además, una res para que reponga sus víveres de un mes?
—Mi trabajo personal está remunerado con mi sueldo, y no admito propinas.
—Ya trata de cobrárselas con esas multas absurdas que pretende imponernos. Cien dólares no se ganan todos los días.
—Por lo menos, yo, como sheriff, no los gano, pero bueno será que sepa que ese dinero no va a parar a mi bolsillo. La multa que impuse a Max, y que ya ha pagado, y la que impongo a sus hijos, va a parar a manos del alcalde para obras en favor del poblado.
—Pues mucho me temo que no será con mi dinero con lo que el poblado se beneficie. No estoy dispuesto a pagar ni un centavo y, si quiere tranquilidad y no enfrentarse conmigo, olvide esas fantasías, y saque de las jaulas a mis hijos.
—Está en un error si cree que va a amedrentarme con sus amenazas y su soberbia. Mi paciencia aguantando las patochadas de sus hijos ha terminado, porque cada vez caldean más el ambiente y van a provocar algo muy serio. Quiero cortarlo de una vez para siempre, y así lo haré, le parezca a usted bien o mal, porque no me asustan sus amenazas ni las de sus vástagos. Anoche provocaron deliberadamente la riña, confiando en que eran dos contra uno, y no les salió muy bien el plan, porque ese uno demostró que, a la hora de golpear, valía por dos.
—Y como fueron ellos los que provocaron la pelea y los destrozos causados, a sus hijos les cargo las multas, y no saldrán de aquí sin antes abonarlas.
—¿Y si yo me negara?
—Formaría un tribunal que los juzgase, y entonces pasarían muchos días encerrados hasta que se sustanciase el suceso. Pudieran ponerlos en libertad o pudieran condenarlos a cierto tiempo de encierro, y la cosa sería peor para ellos. Si quiere librarse de pagar esa multa, hágalo, pero aténgase a las consecuencias.
—¿Desde cuándo se ha vuelto tan severo y legalista?
—Desde que se me llenó el saco de bilis, de aguantar las patochadas y los desmanes de sus hijos. Ya está bien lo que les he tolerado, y no estoy dispuesto a seguir tolerándoles más.
—Son los únicos que alteran el orden, que atemorizan a la gente, y se van del seguro, cometiendo actos que a usted debían sonrojarle, sobre todo con las mujeres. Son tan valientes, que se atreven con ellas cuando saben que no tienen a su espalda alguien con coraje suficiente para deshacerles a tiros.
—¡Basta! Está insultando a mis hijos, y no se lo consiento.
—Estoy diciéndole la verdad, pero a usted la verdad le escuece porque no puede rebatirla.
—Hasta ahora, se ha considerado el dueño del poblado, quizá porque yo me mostré demasiado blando, creyendo que las cosas se armonizarían, pero como veo que cada día van a mayores, he decidido cortar por lo sano.
—Lo de anoche fue una provocación "graciosa" de sus hijos, metiéndose con quien no se metía con ellos, quizá porque, siendo dos, creyeron que podrían acogotar a Max, pero se equivocaron. Recibieron lo suyo, aunque también Max encajó muchos golpes, pero, al menos, demostró tener el coraje suficiente para hacer cara a dos tipos provocadores sin escrúpulos como son sus hijos. Y aunque no debí hacerlo, también a Max le impuse una multa, que su hermano ha pagado, antes de llevárselo. Si así lo hice, usted no va a ser menos, cuando fueron sus hijos los que provocaron el lance.
—Y por eso aumenté la multa para ellos, y exijo que abonen los desperfectos sufridos en la taberna. Es lo menos que les podía exigir, por agresores y alborotadores. Y añadiré que esto ha sido hoy; de aquí en adelante, me mostraré más severo aún y, si reinciden de esa forma, alguno se va a pasar a la sombra unos cuantos meses. Ahora, si no está conforme, apele al sheriffgeneral, y yo le haré saber algunas cosas que ignora. Veremos si él le da la razón a usted o a mí.
Gilbert, que tascaba el freno a base de realizar esfuerzos enormes para contenerse, bramó:
—¿Y si, a pesar de todo eso, me llevase a mis hijos sin pagar esa multa absurda?
—Quisiera saber con qué fuerza.
—¡Con esta!
Y llevó la mano al costado para tirar de revólver,pero el sheriff, que debía estar preparado para una reacción tan dramática como aquélla, había cuidado detener su revólver sobre el tablero de la mesa, medio tapado con unos papeles, y así, cuando Gilbert intentó sacar el arma, el sheriff, mostrándole la suya, advirtió:
—No juegue con su estúpida vida, Gilbert, porque, al menor movimiento de mano que haga, le dejo seco de dos tiros donde está. Sólo me faltaba que viniese presumiendo de valiente y agresivo contra la autoridad. Y ahora, cuide de sacar el revólver con sólo dos dedos y dejarlo caer suavemente al suelo. Me molestaría tener que usar el mío y enviarle a manos del médico o del enterrador, según cómo se presentasen las cosas.
Gilbert, apretando los dientes con furia, obedeció y sacó el revólver de la funda con cuidado, dejándolo caer al suelo. El arma del sheriff le estaba apuntando de manera implacable, y había llegado al convencimiento de que esta vez no amenazaba en balde.
Cuando el arma estuvo en el suelo, el sheriff ordenó:
—Retírese hacia la puerta.
Obedecida la orden, el representante de la ley, avanzó, tomó el arma y, tras vaciar el tambor, se la devolvió a Gilbert, diciendo:
—Tome, para que no se burlen de usted si le ven sin el «Colt» al cinto. Ahora, decida, pero con un nuevo recargo. A la multa impuesta a sus hijos, añado otros cincuenta dólares a cargo de usted, por amenazas a mi estrella. Podía empapelarle por este intento de agresión, pero por esta vez pasaré por alto su gravedad.
—Sus hijos —en particular Adán— están necesitando que el médico repase sus lesiones. De usted depende que se encargue pronto de esta misión.
Gilbert no se atrevió a seguir protestando, por temor a gravar aún más la situación. Le había tocado perder, y no tenía otro remedio que encajar la derrota.
Llevó la mano a la chaqueta, y de la cartera extrajo ciento cincuenta dólares, que depositó sobre la mesa. El sheriff, tras tomarlos, indicó:
—La factura del médico la pagará usted, cuando terminen de restaurarlos, pero antes de que le entregue a sus preciosos pimpollos, deberá firmar este papel, en el que se compromete a abonar los desperfectos que causaron en la taberna, durante la pelea. Cuando se cometen errores y excesos, es justo que se abonen las consecuencias.
Gilbert firmó el papel, y luego clamó:
—¿Quiere entregarme ya a mis hijos, si ha terminado de exprimirme el bolsillo?
—De momento, no tengo más que pedir. En cuanto a sus hijos, ahora mismo se los entregaré.
Salió al pasillo y, abriendo las puertas de las jaulas,ordenó:
—Afuera. Ahí en el despacho tenéis a vuestro padre,que vino a buscaros.
Los dos, acusando la laxitud de las palizas recibidas,pasaron al despacho. Ambos presentaban un aspecto muy poco atractivo, pero Adán era el que lo mostraba de un modo más impresionante.
Gilbert, furioso al contemplarle en semejante estado físico, bramó:
—¿No os da vergüenza que un hombre solo os haya puesto en este estado tan ridículo?
—No fue uno solo, sino varios —se excusó Rogers.
Pero el sheriff, enérgico, rectificó:
—No seas también embustero, Rogers. Hay varios testigos que afirman que la pelea fue entre vosotros dos y Max. Si os sacudió a los dos a gusto, no busquéis pretextos para paliar la derrota.
—Y ahora, lárguense. Me están robando un tiempo muy precioso.
Adán, mordiendo las palabras, clamó:
—¿Piensa quedarse con nuestras armas?
—Debería hacerlo, pero os las devolveré, y más vale que miréis mucho cómo las empleáis. A veces, el capricho de usarlas con rabia, obtiene como premio un resistente cordel de cáñamo ajustado al pescuezo.
—Abrió su cajón y extrajo los dos revólveres, que descargó, como había descargado el del ranchero y, al entregarlos, dijo:
—Ahí tenéis. Les he quitado las balas, por si sentís el malsano deseo de volverlas contra mí.
Ambos tomaron sus revólveres y se dirigieron a la salida. Gilbert, que les seguía, se volvió en el vano dela puerta para decir:
—Usted ha ganado esta baza, pero no confíe en que sea la decisiva y, en cuanto a ese valentón de Max, digo lo mismo. Yo no soy de los que encajan las humillaciones, y usted me ha humillado como al más vulgar de los peones.
—He procedido con usted como lo hubiese hecho con el senador por el estado, de haber éste delinquido. En cuanto a sus amenazas, no las repita, si no quiere que vuelva a empezar otra vez. Soy el sheriff, no lo olvide, aunque personalmente no cuente nada. Si en algún momento siente la tentación de tirar al blanco, hágalo contra su cabeza, que le tendrá más cuenta que contra la mía.
Gilbert no replicó, pero en el fiero brillo de sus ojos había una terrible luz de amenaza contra el sheriff.